¿Es usted un europeo reciente o aspira a serlo? ¿Es un nacional de la Unión Europea al que le aburre estudiar historia? ¿Se le hace un mendrugo entender qué significan las siglas que nos tutelan? ¿Se pierde en el bosque de instituciones que nos organizan la vida? En cualquiera de estas situaciones se halla en el camino correcto para dejarse llevar por los que mandan sin complicarse la existencia, pero, si está interesado en desentrañar la maraña de organismos o en conocer algunas de las iniciativas de los individuos que se le han adelantado un par de milenios y de cuyos polvos nos han llegado estos lodos, pasen y vean grosso modo de dónde viene y en qué consiste la europeidad.
Europa y su historia son, como se dice ahora, muy intensitas: por aquí ha ocurrido casi de todo y, además, tenemos constancia de ello; otra cosa es cómo lo interpretemos a toro pasado porque, como podrán comprobar, nos van los tópicos.
A vista de pájaro o, mejor dicho, de metafórico dron, los europeos han pasado el tiempo peleando y reconciliándose, separándose y juntándose, devastando y reconstruyendo, conquistando y cristianizando y, según las últimas versiones de algunos con ganas de meter el dedo en ojo ajeno, explotando y destruyendo. Este continuo vaivén, esta cara y cruz, este perenne movimiento pendular que parecía haberse detenido definitivamente con la construcción de la Unión Europea ha vuelto a volar hacia el lado de la guerra con la invasión de Ucrania. Una vez más reaparecen los antiguos fantasmas con sus desastrosas consecuencias para la gente común y los más que cuantiosos beneficios para unas élites muy escogidas.
Los acontecimientos dejan en entredicho la lapidaria sentencia, atribuida al filósofo español Jorge Ruiz de Santayana, que recibe al visitante del campo de concentración de Auschwitz: «Quien olvida su historia está condenado a repetirla». Si la historia se repite, no es tanto por ignorancia u olvido sino porque las generaciones se suceden, los que sufrieron los horrores no existen, sus deudos mantienen la memoria, pero viven en otras circunstancias y, sobre todo, porque la condición humana es la que es, inmortal, irredenta y sin remedio. Volver a la experiencia de un enfrentamiento fratricida, aunque esté ocurriendo más allá de la línea del Óder-Neisse, nos toca de cerca y está impactando mucho en nuestra cultura.
Quizá estamos viviendo en tiempo real los prolegómenos de un cambio drástico, otra vuelta de tuerca tras un periodo de tranquilidad; tal vez sentimos que está siendo amenazada la peculiaridad europea por la irrupción de otras potencias o, peor, la teoría del gran reemplazo del filósofo Renaud Camus está consiguiendo que cunda el pánico entre los ciudadanos de toda la vida por su próxima desaparición, cualquiera sabe. Decía el historiador británico Arnold Toynbee que las civilizaciones entran en decadencia cuando no saben dar respuesta a los desafíos que se les presentan, y acaban desapareciendo si no tienen la creatividad suficiente para cambiar su destino; con ello se oponía claramente al determinismo del alemán Spengler, quien comparaba la vida de una civilización con la de cualquier otro ser que nace, crece y muere, más o menos lo que pensaba el francés Hippolyte Taine al equipararlas con la evolución de un insecto, de larva a oruga y de ahí a crisálida, para morir una vez completado su ciclo.
Todos ellos dan por sentado que las civilizaciones, de una manera u otra, caducan, pero las teorías que los enfrentaban no tenían en cuenta que una civilización no está regida por los genes, como las mariposas, ni desaparece del todo cuando desaparece, sino que se reconstruye sobre sí misma en permanente e impredecible movimiento.
La sensación de déjà vu que nos muestran los medios de comunicación sugiere que hay situaciones que retornan cíclicamente y que algunos patrones históricos son rescatados para ponerlos en escena una vez desacreditada la esencia de sus contrarios. En este eterno retorno, el hilo de la historia tendría la forma de un muelle cuya evolución discurriera en cada vertiente por unas mismas coordenadas, siempre siguiendo la línea ascendente del tiempo. Y este parece haber sido el comportamiento de las sociedades que han ocupado anteriormente el continente que ahora habitamos nosotros.
Las oscilaciones nos han llevado del imperio a la democracia —entrecomillada—, de la guerra a la paz y del desastre a la recuperación. Europa se ha movido entre dos extremos que se han ido dando el relevo y borrando el rastro de sus antagónicos: el Imperio romano, el Sacro Imperio Romano Germánico, el imperio de Carlos V, Napoleón, el Imperio austrohúngaro y Hitler han tenido sus contrapuntos en el poder de las ciudades romanizadas, el do ut des de los feudos, las ligas económicas del norte, el parlamentarismo inglés, la Ilustración, la Revolución francesa, el constitucionalismo, las propuestas de federalismo o la propia Unión Europea.
Cuando creemos que las dictaduras han sido derrotadas definitivamente por la democracia, reaparecen al cabo de unas generaciones con otras máscaras, y, cuando solo quedan ruinas y silencio, se abren las puertas del diálogo. Tenemos el nombre de una bella princesa fenicia pero nos comportamos como el desgraciado de Sísifo.
Ahora bien, la realidad ni ha sido tan plana ni tan simple. Los vaivenes se han producido sobre un sustrato compostado durante siglos por la mitología, la filosofía y el cristianismo al que han alimentado artistas y escritores. Tenemos la fama y el orgullo de haber reunido un patrimonio común de valores espirituales, éticos, culturales y sociales que han definido la identidad europea y que ahora son cuestionados por los movimientos ultra. La europeidad no se reduce a lo étnico o lo territorial, el vocablo incluye otros conceptos, como el respeto a la dignidad humana, la libertad, la democracia, la tolerancia y la solidaridad.
El enésimo intento de unión y algunos de sus precedentes
El profesor Alfonso Mattera señala en su libro La nostra europeità (Rubbettino Editore, 2014) que los grandes enemigos de los valores identitarios europeos son el imperialismo, el nacionalismo y el totalitarismo.
En el lado de la unidad y la conciliación, los intentos vienen de largo: Pierre Dubois propuso en el siglo XIII una confederación europea que garantizara la coexistencia pacífica entre Estados soberanos con el papa como juez supremo en caso de controversia, y Jorge de Podiebrad, en su Tratado por Europa de 1460, ya hablaba de «la muralla de las soberanías nacionales».
En el siglo XVI , el duque de Sully propuso en sus Memorias establecer «un vínculo indisoluble de fraternidad y convivencia entre los pueblos europeos» y, en el XVII, Émeric Crucé elaboró un Tratado de Unión para dotar a Europa «de una paz general y de la libertad de comercio». El más conocido Amos Comenio, en su obra Panergesia, propuso la creación de una federación europea fundada en tres pilares: política, cultura y religión.
El alemán Leibniz, el abad de Saint-Pierre, Francisco Suárez, Voltaire y su «Europa del cuerpo único», Rousseau y su «comunidad de derecho de gentes» o la «paz perpetua europea» de Kant son otros ejemplos de cómo la filosofía ha intentado, desde el pensamiento, dar la réplica a los enemigos de la convivencia.
Tras la Primera Guerra Mundial, Richard Coudenhove-Kalergi publicó en 1923 el Manifiesto paneuropeo, en el que invitaba a los veinticinco Estados «que vivimos en la pequeña casi isla europea a construir la Paneuropa», una idea recogida y expuesta ante el Consejo de la Sociedad de Naciones en 1929 por el primer ministro francés Aristide Briand, que dedicó tiempo y esfuerzo a elaborar un proyecto federal, muerto súbitamente en marzo de 1932 con la llegada de Hitler al poder.
Tanto supuesto fracaso no desanimó a una nueva generación de filósofos (Ortega y Gasset) y de políticos (Winston Churchill) que volvieron a las andadas. Cuenta el profesor Mattera que gran parte del interés por forjar la unidad provenía de la sintonía surgida alrededor de unas buenas mesas en las que se fueron sentando Konrad Adenauer, Robert Schuman, Jean Monnet y Alcide De Gasperi, los conocidos como padres fundadores de Europa.
El efecto coctelera: inventos más populares del Viejo Mundo
Las estructuras de poder que han surgido en Europa a través de los siglos se han fundamentado en el pragmatismo para gobernar, organizar o conquistar, en la permeabilidad a los modos de otros pueblos y en la integración de diferentes creencias. Es el efecto coctelera: los occidentales han ido tomando de aquí y de allá, han combinado esto con lo otro y han obtenido un producto nuevo —con elementos que se pueden rastrear en otras culturas— para, finalmente, exportarlo al resto de los continentes.
Los centros de poder genuinamente europeos han sido la ciudad y el Estado; del imperio no se tiene la patente, pero ha sido un modelo muy exitoso en nuestra historia. Los conceptos de ciudadanía y nación surgieron del interés y de la necesidad de pertenencia; vivir juntos y ser económicamente fuertes generó un sentimiento de igualdad y poderío del que nació la democracia; el desarrollo comercial necesitaba de la solidaridad para tener éxito y el cristianismo predicaba, entre otras cosas, la obediencia y sumisión al poderoso. El cóctel que bebemos ahora se fue perfeccionando con nuevos sabores durante siglos.
La ciudad vio la luz en la antigua Grecia y de su nombre griego, polis, deriva el término política, que la RAE define como «actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos y del ciudadano cuando interviene en ellos con su opinión, con su voto o de cualquier otro modo». Las polis fueron gobernadas por monarquías, oligarquías y aristocracias hasta que inventaron la democracia —primitiva y excluyente—, un concepto trascendental en la historia de Europa y del resto del mundo.
Los romanos erigieron las ciudades como base de su organización política y las dotaron de civitas, es decir, de ciudadanía —derechos y deberes— para sus habitantes, además de una lengua común y del ius gentium. Latín y derecho fueron los dos pilares que sostuvieron la unidad dentro de la diversidad territorial del Imperio romano. La primitiva idea de imperium, que Augusto entendía como auctoritas del gobernante sobre los ciudadanos, terminaría derivando en poder, sinónimo de soberanía. La propia noción de imperio también evolucionaría con los años hasta dar nombre a un ente formado por un Estado al que se sumaban los territorios heredados o conquistados más allá de sus fronteras.
Los pueblos venidos desde el otro lado del limes, denominados genéricamente bárbaros —extranjeros en latín— aportaron el concepto de nación como el hecho diferenciador, consecuencia del sentimiento tribal que los caracterizaba y, al establecerse en el extinto Imperio romano de Occidente, fundaron reinos que serían el germen de los países que hoy forman la Unión Europea.
Conceptualmente, una nación es un conjunto de personas que tienen en común la lengua, los ancestros, las costumbres, la cultura y otros atributos que les son propios y que las distinguen de las demás. La equiparación de la nación con el Estado, aunque en rigor no sean lo mismo, ha estado siempre en la base de los resurgentes nacionalismos, porque el Estado cuenta con un elemento fundamental muy apetecible: el territorio con fronteras definidas sobre el que se asienta una población gobernada con independencia de cualquier otro poder. Por ello, la máxima aspiración de cualquier nacionalista, después de alimentarse exclusivamente de goulash, de usar solo el kilt como prenda de vestir o de bailar una alegre sardana —por recurrir a unos topicazos de éxito asegurado—, es llegar a tener sus líneas fronterizas y su independencia total.
El Estado nacional fue otra de las creaciones estelares de los europeos en el siglo xv después de que los burgueses enriquecidos dieran el sorpasso a los nobles feudales y se aliaran con los reyes, encantados de su nuevo y reforzado papel. Los problemas surgieron cuando los monarcas dejaron de tener en cuenta las opiniones de sus padrinos en Dietas, Cortes o Parlamentos y se imbuyeron de derecho divino para gobernar según su santa voluntad. Ahí estuvieron finos los ingleses, que, tras algunas revoluciones, matanzas y regicidios, consiguieron que sus cámaras limitaran el poder del rey y dieran a luz a la monarquía parlamentaria, un sistema que todavía está vigente (con otras connotaciones) en diez países europeos.
El parlamentarismo también es un hallazgo de los europeos en su vertiente controladora y, gracias a que Montesquieu tenía un tío inglés que lo invitaba a pasar temporadas en su cottage, pudo conocer un sistema que le pareció ideal para evitar, en teoría, los abusos de poder. Separar las funciones de los gobernantes y dar la bienvenida, de nuevo, al ciudadano —¡ay, Roma!—, establecer unas normas básicas y considerar que todos somos iguales, no ya ante los ojos de Dios sino de las leyes, y hacer las cosas con cabeza, es decir, bajo el dominio de la razón —¡ay, los griegos!—, son algunos de los tips que ocasionaron el mayor break de la historia: hay un antes y un después de la revolución científica y tecnológica y un antes y un después de las revoluciones que instauraron el constitucionalismo.
Algo tendrá el agua cuando la bendicen
Y, tras estas innovaciones con las que se ha dado respuesta a las necesidades que traían los tiempos, ¿qué andan inventando ahora los europeos? La Unión Europea no es una confederación de Estados pero en algo se le parece; pretende ser un espacio único para la economía y las gentes, pero sus instituciones, sometidas a los dictados democráticos, carecen de la autoridad necesaria para imponerlo.
De vez en cuando, se firma un nuevo tratado —Roma, Maastricht, Niza, Lisboa— que cambia algo del anterior porque no nos hemos puesto de acuerdo en establecer una constitución común, aunque en la base de todo están el derecho romano y el napoleónico, con trazas de la Carta Magna inglesa, de la Constitución francesa de 1793 y hasta de la de Cádiz de 1812.
El entramado de organismos con funciones ininteligibles para el ciudadano de a pie nos llega como un gran cuerpo burocrático, lento y pesado; tenemos una política económica y financiera común, pero buscamos en Internet si el país al que pretendemos viajar está en la zona euro o no, y las hipotecas suben, entre otras cosas, porque lo deciden una elegante señora francesa y sus acólitos desde Fráncfort del Meno, en Alemania. Sin embargo, la creación del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), encargado desde 2011 de la política exterior y de la seguridad común, ha colocado a Europa como un bloque único en el mapa de las potencias mundiales y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo es un hito extraordinario en el ámbito de la justicia. Cómo llamemos a esto que tenemos entre manos ya se verá con el tiempo.
En apariencia, una evolución tan inteligente solo podía traer la paz y la felicidad de los pueblos, en general, y de cada ser humano, en particular, pero, al final, la cosa no ha ido de crisálidas y mariposas: nada impidió la violencia que arrasó gran parte de Europa en el siglo XX ni ha frenado las ansias imperialistas de un iluminado en el siglo xxi. A pesar de todo y echando mano de la creatividad de la que hablaba Toynbee, desde 1950 se está tejiendo un tapete nuevo para la convivencia que empezó por el bolsillo y los recursos energéticos (Comunidad Europea del Carbón y del Acero, CECA) y ha ido escalando posiciones en lo social y en lo económico, aunque no ha llegado a cuajar del todo en lo político.
En este momento somos veintisiete pero hay unos cuantos llamando a la puerta atraídos por el sistema de concordia que nos hemos dado. Pues eso, algo tendrá el agua cuando la bendicen.
Una auténtica delicia leer sus escritos, Laura.
Pingback: Jot Down News #33 2023 - Jot Down Cultural Magazine
Europa nace metafóricamente (y no tanto) con una guerra que continúa aún hoy, con una voracidad inaudita (a menudo me pregunto si sucedia lo mismo más allá de los Urales) que si no fuera por los árboles y los bovinos con un poder de reproducción generoso ya presentes antes de que el hombre moderno apareciera, haria bastante tiempo, digo, que ya habrían desaparecido, árboles y bovinos. El Lazio era una tupida zona boscosa antes de los romanos. Es imposible imaginarla ahora. Las guerras y los espacios estrechos supongo que incidirán en su bagaje genético moldeando a sus portadores externos y llevando, en algunos casos a un nacionalismo regional y exacerbado que no entiendo, nacionalismo que en mi país es solo motivo de fiestas y festejos. Europa también fue y es “monocolor” antropológicamente, y si esto ha sido una ventaja para los europeos, es un motivo de conflicto sordo para Sudamerica donde había gentes tan o más antiguas que los europeos. Y no obstante hayan inventado la religión cristiana y el capitalismo con sus extremismos no deseados, y haber dado lugar para las guerras de religión, las internas y las externas que siguen aún hoy, espero que siga progresando en su lucha para no ser tan voraces y litigiosos como sus antepasados, que entre tantos problemas sin resolver le legaron el desconocimiento del Oriente y ese temor arcano de frente a negros, indios y gitanos. Solo la cultura salva y salvará a Europa.