Cuando Bauman escogió el símil de la liquidez —y no se refería a los créditos sin papeleos— para definir nuestra sociedad actual, se quedó corto. Bien es cierto que concibió y escribió aquello algunos años antes de la explosión de las redes sociales en internet, antes de este fenómeno —sin precedentes en nuestra historia— de constante actualización de datos, perspectivas y tendencias; antes de que nos asfixiara el estar inmersos en un torrente de novedades sin tiempo para asentarse, para calar ni, mucho menos, para fluir. Nuestra contemporaneidad en el marco de internet se asemeja más a un asedio a pedradas que a una corriente de agua. Por eso no es extraño que busquemos refugio, ni que lo hagamos dentro del mismo lugar en tanto que es el ecosistema en el que nos desarrollamos socialmente. No es extraño, decimos, porque no todo lo relacionado con la tecnología es malo. También permite dejar registro de aquello que despierta nuestro interés o desagrado, para hacerlo —hacernos— presente en el mundo virtual y para compartirlo, que es otra manera de permanecer.
De hecho, este artículo nace de haber paseado por uno de esos modernos espacios de reunión, ágoras virtuales donde se comparten lecturas, críticas y reflexiones a tenor de lo leído, en formato escrito o de audio. Nos referimos, en este caso, a la cuenta de Instagram gestionada por Iván Galiano, llamada Instagrapacomics, en la cual publica, altruista y magistralmente, «microrreseñas diarias de cómic, manga, novela gráfica y fanzine». Allí, en una apacible tarde de procrastinación, practicando el deporte universal por antonomasia de nuestros días, es decir, haciendo scroll, nos topamos con una cubierta que rompía la línea estética del muro, atractiva por lo inusual, por lo misteriosa y por ser —por qué no decirlo— más bien fea, nada que ver con las ilustraciones de muestra que Galiano añade a la publicación, ni en la paleta de colores ni en el estilo del dibujo. El título, superponiéndose con gruesas y geométricas letras negras a la masa informe, medio amarilla medio anaranjada que ocupa toda la superficie, no era mucho más claro, aunque sí igualmente atrayente: Upgrade Soul (Actualizar Alma). Nosotros, como el autor de la reseña, tampoco sabíamos qué esperar «de esta novela gráfica de ciencia ficción, de la que se adivinaba una temática sobre los límites éticos del progreso científico», pero estábamos dispuestos a descubrirlo.
Gestación de la obra
La edición de Upgrade Soul publicada por Norma Editorial en España es el resultado de veinte años de observación, recopilación de datos, escritura, rechazos editoriales, reescritura, distintas técnicas de dibujo y pulido de los personajes por parte de Ezra Claytan Daniels, junto a otros artistas que fueron aportando su grano de arena, como Tom Herpich (Hora de Aventuras y Más Allá del Jardín) o Richard Lee. Así que, de entrada, el proceso de creación constituye una historia en sí misma, desde la que se puede seguir la evolución vital —y como historietista e ilustrador— de Claytan, de la sociedad en las dos últimas décadas y, tangencialmente, de los intereses del mercado editorial; una historia igual de importante que la contenida en el arco argumental del cómic, de ahí que las últimas páginas del libro estén dedicadas a su exposición, en primera persona, en las notas del autor.
Allí, en un tono confesional, similar al utilizado en la escritura de diarios, Claytan Daniels se remonta a los primeros bocetos concebidos en el año 2000, a ciertas dificultades económicas y metodológicas superadas con esfuerzo y tiempo, esto es, con experiencia, adquirida al embarcarse en otros proyectos como su anterior cómic, The Changers, colaborando, en calidad de ilustrador, en videojuegos experimentales, piezas musicales e, incluso, con el Departamento de Justicia en el caso de Rod Blagojevich. Nos explica cómo gran parte de la estructura gráfica definitiva fue fruto de la necesidad ante el silencio de las editoriales, y el deseo de publicar su obra, aunque fuese en un formato distinto al planteado, en una app o en capítulos autopublicados. Se permite ponerse algunos galardones que le corresponden, como el de la perseverancia, o el de la capacidad de ver sus errores y estar dispuesto a corregirlos con tal de preservar cierto misterio para sus lectores y un respeto absoluto hacia sus personajes.
Pero, sobre todo, nos introduce en la emoción responsable de la idea central, quizás lo único invariable a lo largo de esos veinte años: el «horror existencial de la obsolescencia». No miedo, sino horror, o terror, existencial, una experiencia infinitamente más compleja y profunda, abismática; y no a, sino de la obsolescencia, es decir, de algo que está ahí, insorteable, imposible de ignorar por mucho que intentemos no pensar en ello. Y si tal palabra les ha hecho pensar en los electrodomésticos u otros aparatos electrónicos, no van desencaminados. Nosotros, al igual que ellos, contamos con una fecha de caducidad programada, tanto más evidente a cada generación que se incorpora activamente a la sociedad, recordándonos sin quererlo, lo que nos falta, lo irrecuperable.
Ezra Claytan lo expone así:
Cada nueva generación que llegara exhibiría mayores conocimientos, habilidades artísticas y energía de lo que yo podría hacer gala. Supuse que me esforzaría por estar a la altura durante una temporada. E imaginé lo aterrador que sería cuando finalmente comprendiera que no podía seguir manteniéndome a su nivel de calidad. Pensé en mis abuelos, Barb y Leon, experimentando ese temor. Ese fue el terror que quise capturar.
Y lo consigue, aunque no sea evidente para nosotros en esas primeras viñetas donde vemos a Molly y Del jugando a ser científicas. Cierto es que en ese momento aún no las conocemos y que, a primera vista, no somos capaces de captar cuánta seriedad hay en lo que parece un juego.
Si algo ha caracterizado a las reseñas realizadas a Upgrade Soul hasta la fecha es la falta de consenso sobre el tema capital de la obra, junto a la advertencia de cuántos frentes abre. Nosotros, conformes con la labor crítica previa, entendemos que la amplitud de frentes y datos, que algunos puedan apreciar como una virtud, responde a dos circunstancias específicas: la primera, al peso de esas dos décadas de investigación y acumulación de perspectivas, beneficiosas para darle forma a los perfiles de los personajes, pero, a veces, un lastre para la estructura narrativa, por la aparición de escenas que, en lugar de hacernos avanzar en la historia, nos distraen. Claytan es consciente y, por tal motivo, afirma en sus notas del autor que «esta es una historia de personajes hasta el extremo. No deseaba dar ninguna oportunidad al lector de que se confundiera sobre dónde está situado el mobiliario de cualquier estancia o sobre la relación espacial entre los propios personajes». La segunda circunstancia, relacionada con esta primera, estriba en que, al parecer, el autor tampoco quería darnos ninguna oportunidad de poner en duda cuál es su postura frente a las discriminaciones, principalmente las físicas, abarcando también estos debates contemporáneos.
El resultado es un cuadro vastísimo, el cual permite rastrear perfectamente los focos de interés de Ezra Claytan, además de favorecer la realización de múltiples lecturas, extrayendo tantas interpretaciones como lectores —con sus intereses particulares— se adentren en él. Para nosotros —si nos han leído con anterioridad sabrán hacia dónde nos dirigimos—, hay dos aspectos fundamentales que articulan y atraviesan el conjunto: la identidad y la memoria. O, dicho de otra forma: qué significa ser humano, cómo se llega a serlo. Pero mejor se lo explicamos a la par que la trama.
Trasfondo filosófico
Como ya habíamos adelantado, el libro lo inauguran Molly y Del, una científica de edad avanzada y origen latino junto a su sobrina infante, a las que vemos jugando a construir trampas para el conejo de la niña, con el simple fin de condicionar la conducta del animal. Parece una situación inocente, sencilla, pero es parte del cebo que se nos pone a los lectores para ir adentrándonos en el laberinto que Claytan ha diseñado para nosotros. Antes de poder comprobar los resultados del experimento, un gato, al que llaman «bestia», irrumpe en la escena, dando rienda suelta a su instinto depredador y transmitiéndonos, sin quererlo, unas advertencias preliminares: la naturaleza no actúa conforme a nuestros deseos o planes, por tanto, no es un agente previsible, ni mucho menos idílico. La naturaleza es lo que es, y casi siempre se interpone a las suposiciones de la ciencia. Por suerte, tenemos la ciencia ficción para pensar ambas de otra forma y llegar a entenderlas mejor.
Pocas páginas después se nos presenta a Hank y a Cliff, marido de Molly y padre de Del, respectivamente, o tío de Del y cuñado de Molly, como prefieran. Es la primera vez que leemos sobre VIA, un proceso al que Hank y Molly van a someterse y que a Cliff le parece una locura. De repente, todo se vuelve absolutamente blanco, antes de pasar a un cuadro negro, moteado por pequeños haces de luz, y descubrimos que aquello no era el presente, sino un recuerdo de Molly, o un sueño de un ser deforme lleno de cables, vendas y sudor. O a la inversa, o las dos acciones simultaneadas, porque ambas entidades son la misma persona, con un único nombre. Esa es, al menos, la premisa de la que partimos.
Hank y Molly Nonnar, como los protagonistas del multipremiado capítulo de Black Mirror, «San Junipero», han accedido a ponerse en manos de la ciencia para volcar sus memorias y experiencias en un artefacto más perfecto que el cuerpo, con la esperanza de obtener (a cambio de una cuantiosa suma de dinero) una prórroga de la esperanza de vida humana. Solo que ellos, al contrario que Yorkie y Kelly (las protagonistas de «San Junipero»), van a poder experimentarlo en el mundo real y no aspiran a la inmortalidad, sino a nacer de nuevo, a tener una segunda oportunidad en este mundo, con la única condición de renunciar a su forma física, bastante cascada por el paso de los años, por ello, poco estimada, aparentemente prescindible. En pocas palabras, lo que se les está poniendo por delante con el proyecto VIA, o Upgrade Cell [Actualizar Célula] es la posibilidad reencarnarse, de manera controlada en un laboratorio, como sucede con la clonación, sumándole la teoría de la reminiscencia platónica de regalo, o lo que es lo mismo, sin que ellos tengan que realizar ningún esfuerzo para recordar quiénes eran, quiénes fueron y quiénes querían llegar a ser, haciendo migrar su alma como si de un conjunto de células se tratase. Y en parte lo consiguen: los nuevos cuerpos contienen la memoria de los viejos, incluso aquellos detalles y eventos borrados por el deterioro cognitivo o a fuerza de no querer pensar en ello. Conservan sus emociones, el modo de expresarlas, los vínculos afectivos, y, en fin, todo eso que llamaríamos su forma de estar en el mundo. Sin embargo, es precisamente la forma, en sentido concreto, orgánico, corpóreo, la que obstaculiza el éxito de VIA.
El doctor Kenton Kallose y su equipo habían diseñado una previsión estadística de dos humanoides, uno macho y otro hembra, con las cualidades de Molly y Hank potenciadas casi hasta alcanzar el grado sumo, con el fin de «purificar el detritus que contamina por acumulación nuestros genes desde incluso antes de que hayamos nacido» para convertirse en algo más que un individuo único. Un superindividuo. De entrada, es un planteamiento peliagudo, muy cercano en lo esencial a la defensa de la eugenesia bajo el paraguas del darwinismo social o, en el plano literario, a la ambición del doctor Frankenstein. En sendos casos sabemos que el éxito del experimento supone una tragedia, a nivel particular y global. Pero esa no es la situación que nos pinta Claytan, porque el experimento del doctor Kallose fracasa a la décima semana de incubación de los nuevos cuerpos, ese momento en que, en el proceso de gestación humana, el embrión pasa a denominarse feto. Dos fetos de un metro de altura, llamados «monstruos» por su creador, parecidos a patatas, según los definen el resto del equipo. Dos homúnculos, más cercanos al que emergió de la imaginación de Goethe en su Fausto, que a los antagonistas de Fullmetal Alchemist, aunque haya mucho de envidia, orgullo e ira en el clon de Hank. Y en este sentido es un éxito, porque sin saber muy bien cómo, el grupo de científicos alcanza un hito aún más reseñable que el de la perfección: replicar la naturaleza falible de lo humano, generar conciencia y, con ella, individualidad.
Que los homúnculos reciban nombres distintos a los humanos (el clon de Hank es Henry; el de Molly es Manuela) es un paso lógico. Que estos nombres sean la vertiente impersonal, la referida en los registros de nacimiento antes de que el contacto con otros seres cercanos los rebautice, otorgándoles un carácter particular, familiar, directamente relacionado con el rostro, la voz y los gestos de la persona a la que nombran, también. Sobre todo, si tenemos en cuenta que los seres creados artificialmente hablan a través de una máquina, sin tono de voz propio, tienen un cuerpo a medio formar, sin articulaciones, y una fisonomía desprovista de ciertos rasgos determinantes para interpretar una cara como un rostro: las cejas, los labios, las pestañas, el iris y las orejas. Esos detalles que son suficientes en sí mismos para que, al plasmarlos en un papel, Lin, la hermana del doctor Kallose y responsable indirecta del experimento, se sienta en presencia de su fallecida siamesa cefalópaga. El rostro, para Max Picard o Emmanuel Lévinas, es una puerta de acceso privilegiada a la hora de concebir la individualidad, a la vez que la otredad, tanto en su acepción interpersonal como en la relativa a lo trascendente, una Imago Dei que nos atraviesa, más allá de su vertiente teológica. Al inicio de la obra The Human Face, Picard lo expone con las siguientes palabras:
El que mira un rostro humano se traslada al centro mismo de su ser. Sus emociones, su comprensión, su voluntad se ven afectadas, e incluso hasta lo más profundo de él, donde sus emociones, inteligencia y convivencia coexisten en esa oscuridad sin forma que llamamos presentimiento, se sienten miradas, observadas. Su ser entero esta surcado.
Kôbô Abe también indagó las profundidades de esta problemática en El Rostro Ajeno, libro que podría servirnos de guía para entender los cambios psicológicos surgidos en Henry desde que se coloca una máscara sui géneris, las orejas protésicas, y Lina lo mira, por primera vez, con otros ojos, imprimiendo en él sus propias aspiraciones y carencias, aceptando sus singularidades al verlas reflejadas en la copia. Pero ¿cómo miran Henry y Manuela a quienes les rodean?
Es complicado saberlo, porque la ambigüedad de las facciones trazada por Claytan está diseñada para que «genere dudas sobre sus motivaciones», para que el lector pueda «proyectar sus propios sentimientos sobre ellos». No obstante, el mero ejercicio de intentar ponernos en su piel implica tomar la perspectiva de la copia y, de manera análoga, la de aquellos a quienes la sociedad aparta y veja por considerarlos defectuosos, incompletos, demasiado distintos, merecedores de la penumbra y el silencio.
Manuela es el modelo de la mirada comprensiva que deriva en una mayor compasión hacia los otros que hacia sí misma. De carácter introspectivo, asume que su existencia es el resultado de un trauma latente en Molly (Claytan se encarga de enfatizarlo, repitiendo machaconamente la palabra al inicio del cómic, aunque jugando con el doble sentido del trauma como condición médica provocada por el impacto de algo externo), un desdoblamiento de la identidad con una misma fuente de recuerdos y pensamientos. El caso es que Manuela, al contrario que Molly, debido a su memoria casi perfecta, no puede olvidar, algo que idealmente sería una ventaja evolutiva pero que, en la práctica, es una condena que ata al pasado e impide mirar hacia adelante; un escollo para la pervivencia. El clon se inmola, de la misma forma en que lo haría Tomie —ese ser creado por Junji Ito, capaz de autoregenerarse— para desaparecer sin opción a enmienda. Y, paradójicamente, la muerte es el primer acto que Manuela efectúa certificando una voluntad independiente a la de su fuente de información, la que la humaniza y le enseña a Molly que hay otras maneras de permanecer, ajenas a los anales de la historia y a la descendencia directa, en los vínculos construidos sobre la base del día a día, de la generosidad que no espera nada a cambio; en eso que entendemos por amor en sentido extenso y que es todavía inexplicable e irreproducible por la ciencia.
Henry, por su parte, acepta la diferencia desde un extremo opuesto, incapaz de ver a los demás como iguales. Son, para él, meras herramientas que le permiten gozar de una vida plena, o rivales cuando les dejan de ser útiles. Constituye el paradigma del gemelo maligno, del Doppelgänger, dispuesto a cometer brutalidades con tal de satisfacer su ansia de seguir viviendo, todo él impregnado de lo que entenderíamos como instinto de supervivencia. Es, en este sentido, como el gato que se lanza contra el conejo en las primeras viñetas del cómic, pero no por ello menos humano, sino más bien al contrario. Las palabras de María Zambrano en Hacia un Saber sobre el Alma nos dan una explicación esclarecedora al respecto. Dice allí que
se puede, y la expresión popular bien lo sabe, tener entrañas y no tener corazón; es lo propio de los seres capaces de sentir, mas sin nobleza, de los que no cabe esperar esos movimientos del ánimo que llevan el sello de la generosidad, que no tienen esas condiciones especiales que la metáfora del corazón lleva casi siempre: les falta el «espacio vital». […] Sienten para sí, y su sentir jamás se abre, ni tan siquiera irradia.
En el fondo de la historia de Henry, y de todo el cómic, encontramos la idea de que lo realmente monstruoso no reside en una apariencia distinta, sino en un cúmulo de acciones atroces que, dadas unas circunstancias concretas, cualquiera puede llegar a realizar; que los monstruos, a pesar de nuestra necesidad de distanciamiento con ellos, «también son personas», como se nos deja caer sobre los muñecos Troll en una escena que, de primeras, nos deja desconcertados por falta de contexto.
En definitiva, Upgrade Soul funciona porque es capaz de conjugar una trama absorbente con el diálogo pausado y constante, el terror con la belleza, la toma de conciencia sobre la importancia de aceptar lo diferente y el cambio, con el juego, símbolo del mundo, como tituló el filósofo Eugen Fink una de sus obras más significativas. Y funciona, sobre todo, porque nos remueve ideas y sentimientos con los que cualquiera puede sentirse identificado. Al fin y al cabo, tanto para Platón, como para Molly/Manuela, conocer significa recordar (hacer pasar otra vez por el corazón) lo que el alma ya sabía, es decir, actualizar el alma, hacerla perdurable, sentir que se vuelve a nacer.