El metro de Londres es especial. No es el que transporta más pasajeros: el de Tokio moviliza siete millones de personas por día contra cinco millones en promedio del londinense. Tampoco es el de las estaciones más lujosas, como los de Moscú y San Petersburgo, donde las más antiguas parecen museos deslumbrantes, mientras que las de Londres son austeras y funcionales. Sin embargo, ningún subterráneo del mundo —y, podríamos decir, ningún medio de transporte del mundo— tiene la mística y la personalidad del metro londinense. Piensen si de algún otro retienen en su mente el logo identificatorio: ese óvalo rojo atravesado por una franja azul con letras blancas en donde se lee la palabra UNDERGROUND en tipografía Johnston Sans. Piensen si, después de haber viajado en él, no les queda repiqueteando para siempre en la cabeza el sonsonete que sale de los altavoces, Mind the gap, advirtiendo de una separación un poco amplia entre el coche y la estación, dejando una abertura por donde pueden caer cosas o quedar un pie atascado. Piensen si algún metro hace tan reconocible el garabato de su mapa como el de Londres serpenteando a lo largo de un Támesis invisible y dejando prolijamente registrados los nombres de las doscientas setenta y dos estaciones que componen el sistema. El merchandising del Tube no tiene comparación con ningún otro. El subte de Londres es especial, el más especial del mundo.
Y además fue el primero. No por casualidad sino porque Londres fue el centro de la expansión de las ciudades en el siglo XIX. En el primer censo realizado en Inglaterra en 1801, se registraron 900 000 habitantes. A mitad de siglo, en 1851, había alcanzado 2 362 000. La concentración de personas en un área limitada, buscando potenciar sus capacidades comerciales y tratando de conseguir una mejor calidad de vida, traía aparejada una serie de problemas nuevos: hacinamiento, acumulación de detritos, congestión en la circulación, epidemias. Las soluciones, siempre provisionales, vinieron por el desarrollo de la ciencia y de la técnica, causa y consecuencia del crecimiento de las ciudades. Fue, por ejemplo, el genio de Jon Snow el que dio nacimiento a la epidemiología cuando entendió que la epidemia de cólera londinense a mitad del siglo XIX se debía no a un misterioso «magma» flotando en el aire sino a la contaminación de uno de los pozos de agua que abastecía a un barrio. Problemas nuevos que merecían ser pensados de una manera diferente.
El del transporte también era un problema por resolver. La circulación en lo que se conoce como la City londinense era, en la primera mitad del siglo XIX, sencillamente caótica: calles abarrotadas de personas y carros tirados por caballos, montones de basura y barro. La energía que movilizaba —tracción a sangre— dejaba sus desechos en el mismo lugar de tránsito. La congestión de personas en la zona donde se hacían los negocios era descomunal. Por otra parte, la gente que provenía de la zona norte solo podía llegar en tren hasta estaciones como Paddington, ubicada al norte, a cierta distancia de la City. Lo que se necesitaba era un medio que transportara a la gente del norte hacia la zona del Támesis pero que no sumara al caos allí reinante. Lo que se necesitaba era algo parecido a un milagro.
Visto con claridad el problema, las primeras soluciones imaginadas —pero no concretadas—demostraban que la idea de hacer un transporte que fuera por debajo de la superficie estaba afuera del menú. Se pensaba en plataformas elevadas por gigantescas arcadas que dejaban abajo, a nivel de la calle, el caos habitual y por encima el tránsito fluido del transporte.
Cuando todas las ideas se mostraron desusadamente caras, fue el momento de hacerle frente a la idea de que el transporte, por primera vez en la historia de la humanidad, debía ser subterráneo. Se decidió que debía ser de gestión privada (desde 1933 se gestiona públicamente) y se avanzó en su construcción. Luego de idas y venidas, marchas y contramarchas, el primer metro fue inaugurado el 10 de enero de 1863. Fue diseñado por el ingeniero John Fowler y el arquitecto Charles Pearson, y se extendía desde Paddington, unos metros al norte de Hyde Park, hasta Farringdon Street, en el corazón de la City. El día de su inauguración, el breve pero eficiente sistema de transporte movilizó a más de treinta mil personas. El primer ministro, lord Palmerston, cerca de cumplir ochenta años, se excusó de ir a la ceremonia con un pretexto atendible: «Deseo pasar el mayor tiempo posible arriba de la tierra y no abajo».
El problema más acuciante del nuevo sistema era su forma de consumir energía para desplazar los coches. Las locomotoras usaban el relativamente novedoso método del vapor, que echaba gases de desecho que, si eran contaminantes al aire libre, yendo por debajo de la tierra, hacían de la experiencia del viaje una ordalía. La empresa, rebosante de optimismo, prometía que los gases emitidos eran buenos para la salud, pues se utilizaban en los sanatorios para los pacientes afectados de asma y otras afecciones bronquiales.
Una crónica de la época, recogida en el excelente y muy documentado Underground to Everywhere, de Stephen Halliday (The History Press, 2013), contaba la experiencia con un poco más de realismo:
Tuve mi primera experiencia en el infierno hoy y, si las cosas van a ser realmente así, de aquí en más me voy a portar bien. Me tomé el Underground en Baker Street. Quería ir hasta Moorgate Street. El vagón en el cual me senté estaba lleno de personas fumando en pipa, tal como es la costumbre inglesa… el humo y el sulfuro llenaban el túnel, las ventanillas tenían que estar cerradas. La atmósfera era una mezcla de sulfuro, polvo de carbón y gases tóxicos de las lámparas, con lo cual al llegar a Moorgate estaba casi muerto de asfixia y calor. Creo que el Underground debe ser discontinuado ya que representa una amenaza para la salud.
La solución, nuevamente, llegó de la mano del desarrollo de la ciencia y de la técnica a principios del nuevo siglo, con la electricidad, que demostró ser un modo de generar energía mucho más eficiente y limpio. A partir de allí, la expansión del Tube fue incontenible, llegó a diversos lugares de la ciudad y conectó con los trenes que comunicaban con el resto de la isla.
El Underground durante la guerra
Uno de los motivos que explican la mística del Underground londinense tiene que ver con la resiliencia de los británicos durante el blitz, los ataques aéreos contra la ciudad que lanzó un furibundo Hitler en 1940. Como es fama, decenas de miles de londinenses se refugiaron por las noches en las estaciones de metro tomándolas como refugio antiaéreo. De acuerdo con el mito, los londinenses mantuvieron la calma y los modos mientras se hacinaban bajo tierra buscando algunas horas de descanso protegidos del ataque nazi.
Uno de los datos curiosos es que la utilización de las estaciones subterráneas como refugio no fue una decisión del Gobierno, sino más bien al contrario. Aunque habían sido utilizadas brevemente en ese sentido durante la Primera Guerra Mundial, esta vez la disposición oficial era que las instalaciones bajo tierra no debían ser utilizadas como refugio y debían quedar liberadas para el transporte. Sin embargo, la decisión fue tomada de facto por las personas, quienes, ante la amenaza de que una bomba cayera sobre su hogar mientras dormían, tomaron pacíficamente las estaciones y las hicieron suyas durante las noches. El Gobierno aceptó la situación y encaminó sus esfuerzos en la dirección de que las condiciones fueran seguras e higiénicas y que algunos trenes cargados de alimentos y vituallas recorrieran las estaciones durante las madrugadas.
Las estaciones se abrían a las cuatro de la tarde para quienes querían acomodarse y tres horas más tarde estaban tan llenas como para que los que llegaran a partir de esa hora solo pudieran instalarse en las escaleras y otro lugares más expuestos y peligrosos. Los últimos trenes de transporte pasaban a las nueve de la noche. La mayoría eran habitués que iban trabando relación y compartían cigarrillos, golosinas e información. Se jugaba a las cartas y hasta se hacían algunos bailes, luchando contra la escasez de espacio. Aunque se trataba de decenas de miles, solo fue el cuatro por ciento de la población el que se refugió en las estaciones, mayormente habitantes del centro de la ciudad, la zona más castigada por los bombardeos.
Hubo algunos episodios fatales en las estaciones convertidas en refugios. El más cruento fue el producido en la estación Balham, de la Northern Line, en octubre de 1940, cuando una bomba destrozó un conducto de agua y provocó que la estación se inundara. Murieron sesenta y ocho de las seiscientas personas que estaban refugiadas en la estación. El episodio fue utilizado con macabra eficacia en la novela Expiación, de Ian McEwan, y naturalmente en la magnífica adaptación cinematográfica homónima a cargo de Joe Wright.
El Tube como ecosistema
Cuando el Underground londinense servía de refugio contra el blitz sucedió un fenómeno biológico curioso que terminó demostrando que el subte formaba ecosistemas nuevos, dispuestos a ser escenario de cambios darwinianos. El calor de los refugiados amontonados en las estaciones hizo que se interrumpiera abruptamente la hibernación de los mosquitos, los huevos eclosionaran y los insectos picaran a los refugiados en busca de su alimento diario. Más de cincuenta años después, una científica, Katharine Byrne, demostró que la especie alojada en el Underground ya se había convertido en una especie genéticamente diferente a la que existía al aire libre. El artículo fue publicado en enero de 1999 en la revista Heredity con el título «Culex pipiens in London Underground tunnels: differentiation between surface and subterranean populations». La nueva especie, derivada de Culex pipiens pero adaptada a un nuevo ecosistema, tenía el razonable nombre de Culex molestus.
En el excelente trabajo del biólogo evolucionista Menno Schilthuizen Darwin viene a la ciudad (Turner, 2018), el autor describe el trabajo de Byrne a lo largo del tiempo. Cuenta que, ya más de dos décadas después de su descubrimiento de Culex molestus, la científica investigó las subespecies alojadas en las líneas Bakerloo, Central y Victoria y encontró que estaban aisladas genéticamente, por lo que en una conferencia afirmó que la única manera de que se entrecruzaran sería que «hicieran trasbordo en la estación Oxford Street Circus».
Del metro al mundo
En 1977 se extendió la línea Piccadilly hasta una de las terminales del aeropuerto de Heathrow, conectando la red subterránea con uno de los más grandes y más activos aeropuertos del mundo. Con el tiempo, las distintas terminales del aeropuerto quedaron unidas con el centro de la ciudad y —consecuentemente— con todo el país. Hace muy pocos años se abrió la última nueva línea, la Elizabeth Line, que arranca en Shenfield, bien al norte y al este, y que también llega al aeropuerto.
Siendo un sistema tan complejo, con una historia tan rica, el Underground londinense admite múltiples narrativas. Elegimos acá culminar la nuestra con la conexión entre el Tube y el aeropuerto internacional de Heathrow. En algún sentido es la consagración final de este metro, ya que uno puede subirse en una estación cualquiera de la ciudad y, sin salir al exterior, terminar literalmente en cualquier otra ciudad del mundo. Experimenté esta travesía mágica, como de alfombra voladora, hace un par de años, cuando, con mi familia y nuestras valijas, tomamos el metro en la estación Bayswater de la District Line, y con apenas una combinación y un cambio de transporte en Heathrow finalizamos en la igualmente mágica ciudad de Estambul.
El metro londinense nació con la misión de acercar a los pobladores al centro de los negocios, la City, junto al Támesis, una región poblada desde que los romanos fundaron una población y la llamaron Londinium. Ahora, en un mundo hiperconectado, el Tube nos puede llevar a cualquier otro destino. Con sus increíbles y avanzadas obras de ingeniería, su afán de acercar a la gente y de comerciar, de conectar y promover la interacción humana, estuvo siempre marcando el pulso de la civilización. Es el Underground, el medio de transporte más especial del mundo. Mind the gap.
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