Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places.
No es algo que se pueda ocultar, no estaríamos redactando este número si no fuera así. Málaga está de moda. En junio del año pasado, la capital de la provincia, con una media de trescientos días de sol y una costa que lo demuestra con su nombre, batió el récord de crecimiento por segundo año consecutivo. Quince mil doscientos treinta nuevos habitantes (personas que se inscribieron en el censo a lo largo del año), quince mil doscientas treinta personas que decidieron probar suerte bajo el sol.
Pero, seamos sinceros, un crecimiento como este conlleva una gran responsabilidad, y no pocos retos: infraestructuras, vivienda, transporte, sostenibilidad, espacios abiertos libres de tóxicos, y un largo etcétera, problemas que, en cierto modo, no dejan de ser los habituales en la mayoría de las urbes. Ahora bien, Málaga cuenta con un superpoder: el factor humano que la compone y la ha compuesto a lo largo de los siglos.
Hagamos un ejercicio: cierra los ojos y piensa en lo que te evoca Málaga (pero ábrelos después y continúa leyendo, que nos conocemos). Ahora, dime, ¿siete de siete?: moderna, atractiva, cultural, cosmopolita, a la vanguardia del desarrollo tecnológico, acogedora y con un potencial de crecimiento que deja atrás a cualquier capital española actual. Una ciudad del presente con un pie puesto en el futuro.
De alguna manera, siempre ha sido así, quizá no por ella, o, incluso, en ciertos momentos, pese a ella, sino por figuras como Ana Carmona, que se disfrazó de hombre por cumplir su sueño de ser futbolista, como la Repompa, que se escapaba de casa para poder expresarse a través del flamenco, o como Isabel Oyarzábal Smith, que impulsó los primeros movimientos feministas del país. Mujeres, en definitiva, que traían a su presente propuestas futuristas, rompedoras, con la única pretensión de mejorar la sociedad que las rodeaba expresándose libremente, y que de forma inevitable dejaron un legado imborrable en la Málaga que ahora conocemos.
Pero volvamos al presente y entendamos de qué manera esta ciudad sigue acogiendo mentes maravillosas que acompañan a Málaga en su progreso y que son en parte responsables de esos siete adjetivos que nos vienen a la mente cuando pensamos en esta ciudad.
Si vives por Teatinos y ves pasar una bicicleta plegable a toda velocidad, fíjate bien en la mujer que va montada encima: alta, muy alta, con el pelo alborotado pero sin medias de color. Es Cristina Urdiales, y seguramente vaya o venga de la UMA, concretamente del edificio de Teleco, facultad en la que ejerce como profesora de la asignatura de Microcontroladores en el doble grado de Tecnología de la Telecomunicación y Matemáticas y en el máster propio de Inteligencia Ambiental como profesora de la asignatura de Ciudades Inteligentes. Cuando la conoces, te sorprende encontrar en su mente, tan aparentemente técnica, un lado artístico tan desarrollado, aunque, según ella, «es algo común entre los ingenieros».
Empezó a estudiar Ingeniería Robótica por pura vocación, y menuda vocación. Urdiales es de las pocas ingenieras con dos doctorados, el primero en Tecnología Electrónica y Comunicaciones, y el segundo en Inteligencia Artificial. «Siempre me ha llamado la atención el cacharreo, desde pequeña veía a mis primos jugando con muñecas y yo no me despegaba del Meccano. Mi mente siempre ha sido resolutiva, que es el punto principal de un ingeniero, solucionar problemas».
Ella no es de Málaga, es del centro de Granada y, pese a que actualmente tiene una visión crítica de la ciudad, lleva desde finales de los noventa remando a favor de ella, poniendo los cimientos para que la llamada Málaga tecnológica crezca sólida. «En Málaga se ha hecho un esfuerzo (se lleva haciendo años) por posicionarse en ese sentido. El Parque Tecnológico fue un acierto que supuso atraer una industria a una ciudad a la que quizá no le correspondía. Sevilla contaba con más contactos políticos, y Granada, con una Universidad mucho más antigua, pero la apuesta fue de Málaga y le ha salido rentable». Una rentabilidad que se deja ver en muchos sentidos, ya hay quien la llama la Silicon Valley europea, y en esa conexión público-privada ha conseguido que «nuestros alumnos salgan colocados en su propia ciudad, algo que hace años era impensable».
Las grandes mentes deben ser críticas y Cristina no es una excepción. Nadie alcanza el éxito sin practicar la autocrítica: «Me quedé en Málaga porque se vivía bien, era una ciudad acogedora, con una vida mucho más tranquila que Madrid (donde estudié), pero, en cierto modo, este crecimiento ha descuidado al ciudadano». El precio de la vivienda, el salario, el transporte público, el exceso de turismo, la falta de recursos naturales y espacios verdes, en definitiva, lo comentado al inicio de este artículo, son cuestiones que dejan en Cristina una sensación de haber perdido la ciudad, pero, pese a esa negatividad inicial, plantea una salida aún posible: «Debemos dar un paso atrás. Se han conseguido grandes avances: Málaga está mucho más bonita que hace diez años, con más propuestas culturales, más segura, etc., ahora es el momento de escuchar a la ciudadanía». Según plantea a sus alumnos en la asignatura de Ciudades Inteligentes: «La inteligencia de una ciudad se mide en la felicidad de sus ciudadanos y son ellos los que deben presionar, sin distracciones, para que los políticos entiendan que las soluciones no solo deben ser cortoplacistas».
En ese no distraernos de lo realmente importante para lograr una ciudad más respetuosa con los que la habitan quizá hayamos fallado todos como ciudadanos, pero en cierto modo vivimos consumidos por el tiempo y, así, es difícil pensar cómo podemos aportar, cómo ser el famoso motor del cambio. Cada día te levantas, coges el autobús, el metro o la bici, llegas a la oficina, comes, oficina de nuevo, con suerte terminas la jornada tomando unas cervezas con los amigos y… ¡boom! Se ha esfumado el mes. Pero ¿se nos escapa algo?, ¿y si el cambio no requiere solo de tu tiempo libre?
Marta Garín impulsa el cambio. Malagueña de nacimiento, treinta y ocho años, catorce años ejerciendo como pediatra, con dos Doctoralia Awards como «mejor pediatra de España» a sus espaldas. Día a día, desde que salió de la facultad, consigue representar el cambio en una profesión que, «pese a que haya evolucionado y lo tenga que seguir haciendo, no lo ha hecho demasiado. Sigue siendo una profesión un poco anclada en el pasado, con demasiados hombres en los cargos de poder, y con una visión muy antigua sobre la relación médico/paciente».
Conocerla es ver a la Málaga moderna, a la que rompe moldes, a la que se crea con un poco de la cultura de todos los que la viven. «Si hay algo que nos define es nuestra capacidad de acogimiento, no creo que haya nadie que ponga un pie en Málaga y no se sienta parte de ella. Hemos crecido en una ciudad abierta, con una capacidad creadora brutal por todos los estímulos que la envuelven y en parte construida porque la vivimos muy hacia fuera, con una sensibilidad diferente, que se enriquece con todo lo que atrae, sin temor a pensar que perdemos nuestra identidad, al contrario, nos empapamos de todo ello y lo compartimos».
Desde hace diez años trabaja, dirige y es la orgullosa dueña de una consulta privada en calle Carreterías, marca profunda de su resiliencia. Estudió en la capital e hizo la residencia entre Marbella y Málaga con las expectativas claras: trabajar en la pública o, al menos, trabajar para otros. Una de estas dos cosas se ha cumplido, la otra se acabó justo en el momento en que vio su primer contrato en un hospital público.
Lo que sí hace es trabajar para otros, aunque no lo hace al uso. No tiene que rendir cuentas al final de mes, ni calentar la silla para mantener al jefe contento. Trabaja de forma altruista a través de su cuenta de Instagram y para una comunidad de veintitrés mil seguidores, a los que otorga una visión realista de la maternidad desde hace casi cuatro años. «Empecé porque me interesaba desmontar mitos relacionados con la pediatría e intentar aportar un poco de información veraz frente a tanta desinformación que me encontraba en la consulta, y lo hago también por acompañar a las madres. Mi perfil tiene un punto personal en el que me expreso, con mi visión también de madre, sobre la presión y la soledad que supone la maternidad para normalizar las situaciones cotidianas, porque sí, somos madres, pero no tenemos que dejar de ser nosotras».
Su consulta está en el centro, ella se crio en La Victoria y ahora vive a las afueras. «Echo de menos poder pasear por el centro, que se ha convertido de alguna manera en un escenario pensado para un ocio muy concreto, de disfrute puntual y volver a casa». Su forma de entender la ciudad pasa por buscar también la colectivización, el tener espacios que permitan reuniones y tejer redes de apoyo: «Me gustaría poder sentarme en el café Madrid, que ya no existe, y compartir experiencias con amigas, compañeras u otras profesionales para darnos cuenta de que no estamos solas».
Hagámoslo. Aunque ¿debe ser en Málaga capital? Hace tiempo en alguna charla sobre la Málaga tecnológica escuchaba a Bernardo Quintero hablar de la importancia de ampliar las fronteras de nuestra capital, de aprovechar la cercanía con otros núcleos de población y distribuir el crecimiento entre todos.
Pongamos Villanueva del Rosario, a treinta y cinco minutos de la misma calle Larios, en un paraje montañoso, de sorprendente fácil acceso, con casas blancas, nueve calles en su casco antiguo y una plaza, tres mil seiscientos habitantes y Verónica Ruth, otra de estas mentes maravillosas que son parte del mosaico cultural malagueño.
Eligió este pueblo a las faldas de la sierra de los Camarolos sin ser consciente de que iba a convertirse en el proyecto de su vida. Esta cordobesa llegó junto con su pareja a Villanueva del Rosario en 2007 con veintipocos años, tras haber vivido un par de años en la capital, buscando un campamento base y huyendo de los precios cada vez más altos de Málaga: «Queríamos un espacio más grande en el que poder tener nuestros cuadros y más libertad para la creación».
Verónica salió de la Facultad de Bellas Artes de Sevilla buscando su esencia: «Muchas veces necesitas apartarte del resto de compañeros para encontrarte a ti como artista, coger un poco de perspectiva». En ese recorrido encontró a Cyro, el compañero con el que dio el salto de llevar su universo a un pueblo de la comarca de Nororma, al noreste de la provincia. «Al principio no echábamos en falta nada, éramos Cyro y yo con una maleta. Íbamos y veníamos cuando queríamos, pero, al convertirme en madre en 2010, empecé a ver las carencias que podría encontrarme en un pueblo tan pequeño. No había exposiciones, no había cine, no había danza… no había nada». Pero esto no se convirtió en una excusa para el lamento, al contrario, se convirtió en el reto que nueve años más tarde se materializó en RARA Residencia, un espacio por el que ya han pasado cuarenta y un artistas, catorce de los cuales son ahora orgullosos saucedeños.
«Muchos compañeros nos decían: “vais a morir como artistas, a quién se le ocurre irse a un pueblo a vivir», y, ahora, años después, nos dicen que somos visionarios, porque del loco al genio hay solo un paso de distancia». Y no solo se trata, como ha hecho ella, de crear fuego en un páramo, sino de hacer que este fuego prenda entre sus habitantes, que se integre en su cultura y que se sienta parte de ella, solo de esta manera se mantendrá encendido. Es así como al pasear por Villanueva puedes encontrarte a varias vecinas participando de forma activa en una performance organizada por alguno de los residentes de RARA o restituyendo los nidos de golondrinas hechos de barro por los niños del pueblo.
Ser parte de esta Málaga cultural, vanguardista y tecnológica requiere de una actitud inconformista, luchadora, y de una búsqueda de la excelencia en todos los sentidos, solo así se consigue hacer historia y llegar a formar parte de los libros de esta ciudad transformadora.