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Thomas Bernhard: las carcajadas (desesperadas) de un hater

Thomas Bernhard, 1957. Fotografía Helmut Baar / Getty.
Thomas Bernhard, 1957. Fotografía: Helmut Baar / Getty.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 43 «Europa»

No es usual que alguien empiece su autobiografía con una referencia a la tasa de suicidios que se producen en la ciudad donde creció: «Dos mil personas intentan todos los años, en el Land federal de Salzburgo, poner fin a su vida, y una décima parte de esos intentos de suicidio tienen un desenlace fatal». Sus personajes se ahorcan, se tiran por la ventana, y los que no se «sustraen a la vida» piensan en el suicidio ininterrumpidamente. Por lo que contó en Un niño, su propio abuelo estaba todo el día con el suicidio en la boca, y él mismo pensaba en matarse «a cada instante». No es de extrañar entonces que cuando murió se dijera que había recurrido al suicidio asistido. Pese a lo anterior, y al «profundo pesimismo existencial» que destilan todas sus novelas, debo admitir que pocos libros me han hecho reír tanto como los de Thomas Bernhard. Y no soy la única. Javier Marías lo consideraba un humorista y Agota Kristof prestaba a todos sus amigos porque se había reído a carcajadas leyéndolo. 

El propio escritor consideraba sus novelas cómicas y defendía que sus obras integraban una especie de «programa de risa filosófico». La misma conferencia de un filósofo mundialmente famoso, escribe en ese festival del humor que es, a su manera, El imitador de voces, puede ser calificada de inteligente por un profesor, y por otro, de imbécil (y, de forma muy convincente, los dos pueden «probar su aserto»). Bernhard es capaz de hacer que los extremos de la inteligencia y la imbecilidad se toquen con toda la naturalidad del mundo. Sus personajes, muy filosóficos ellos (o al menos «filosofantes», como diría él), pueden pensar alternativamente como sabios o como bufones en el transcurso del mismo párrafo, a veces incluso de una misma frase. Y ahí está buena parte de la gracia.

A un nivel superficial, el programa filosófico de Bernhard consiste básicamente en echar pestes contra su país y sus gentes. En sus libros puso a Viena de vuelta y media, y de Salzburgo dijo, entre otras muchas cosas, que era una «enfermedad mortal», un «lodazal moral» o un «cementerio» solo hermoso en la superficie, edificado sobre un «suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico». Esta retahíla, que puede prolongarse durante páginas, es típica de la escritura de Bernhard, una escritura desencadenada que no solo busca atentar contra su lugar de origen, sino también contra el idioma alemán, un idioma al que retuerce y machaca una y otra vez a base de exageraciones y repeticiones, llevándolo en ocasiones hasta los mismos límites de lo inteligible. 

Una de las principales acusaciones del escritor contra su país es su pasado nazi. En su opinión, el nazismo no desapareció del todo tras la guerra, ni en Austria ni en Alemania, por eso acababa asomando hasta en los lugares más insospechados. En Comida alemana, una familia se encuentra con una desagradable sorpresa en la sopa. «Ya no puedes conseguir fideos en ninguna parte en Alemania, solo nazis». Y aunque compres fideos, en cuanto empiezan a hervir, salen nazis, se desespera la señora Bernhard, que ha preparado la comida familiar. Como cuenta en El origen, en el internado católico donde fue víctima de «crímenes capitales de la educación cometidos contra la humanidad adolescente», el sistema nacionalsocialista dio paso al católico, que a su modo de ver no era tan distinto. Las ceremonias con las que se honraba a Jesús eran sospechosamente parecidas a los rituales con los que antes se adoraba a Hitler: «entonábamos ahora cánticos de iglesia, cuando antes habíamos entonado himnos nazis» y, si se examinaran «los cánticos y los coros que se cantaban a fin de glorificar y honrar» a uno y al otro, «tendremos que reconocer que son siempre los mismos textos, si bien con palabras algo diferentes […]».

Pese a ello, Austria entera, no solo Salzburgo, parecía vivir en un decorado de Sonrisas y lágrimas. Bernhard siempre tuvo la sensación de vivir en un «Estado de atrezo» (expresión que no pudo evitar utilizar en el discurso de aceptación del Premio Nacional Austríaco). Salzburgo no era más que una «fachada pérfida» y siempre tenía la impresión de que, en cuanto saliera de un lugar, todo se derrumbaría tras él. Si Freud se encargó de levantar el telón tras el que se representaba el drama edípico en la intimidad de cada casa, Bernhard se dedicó a demoler el decorado de esa Salzburgo de musical, de esa Viena barroca de opereta ajena a los problemas reales de sus habitantes. Y eso es lo que hacen sus personajes en todas y cada una de sus obras. Mientras los demás vamos al Kunsthistorisches Museum y nos maravillamos ante las obras expuestas, Reger solo ve muestras de artistas que estuvieron al servicio de la Iglesia o el Estado (en el caso de Austria, «un Estado espiritual y moralmente totalmente lisiado») (Maestros antiguos). Admiramos la música de Bruckner o la prosa de Stifter, pero, para Reger, la música de Bruckner es «tan poco clara y tan chapucera como la prosa de Stifter» y los dos produjeron solo «basura literaria y componística» (Maestros antiguos). Si los edificios de Viena nos parecen bellos, estamos muy equivocados. Los arquitectos, nos dice otro personaje, han causado verdaderos estragos durante decenios, en comparación con ellos, «la destrucción causada por las guerras resulta anodina» (Extinción). Qué bonito es el paisaje austriaco, decimos; querréis decir lo era, «la histeria constructiva» se ha encargado de arruinarlo dejando sus horribles casas por todo el país como si las hubieran «cagado» (Tala). Y de la «tan alabada comida austriaca» mejor no hablar: «no es más que una violación del estómago y del cuerpo entero» (Extinción)… Así, frase tras frase.

Una pluma tan deslenguada solo podía despertar odio en sus compatriotas. Bernhard contaba con ello («los salzburgueses deben de odiarme más que a la peste»), y le divertía. Aun así, también se llevó algún que otro disgusto. En 1984, un antiguo amigo suyo, el músico Gerhard Lampersberg, se reconoció en Tala y lo demandó por difamación. El libro fue retirado de las librerías, pero finalmente Lampersberg decidió retirar la denuncia y volvió a estar a la venta. Antes de eso, en 1972, se había producido el llamado «escándalo de las luces de emergencia». Justo después de su estreno, Bernhard retiraba El ignorante y el demente del Festival de Salzburgo con un telegrama: «Una comunidad que no puede soportar dos minutos de oscuridad stop puede pasar sin mi obra stop». Estaba previsto que, al final de la representación, la sala quedase totalmente a oscuras, pero el director del teatro decidió mantener encendidas las luces de emergencia por razones legales. Ese mismo día, los actores y el director de la obra, con el apoyo «al cien por cien» del escritor, acordaron no volver a representarla si no era como estaba previsto. Como el director del festival no dio su brazo a torcer, las denuncias y contradenuncias por incumplimiento de contrato se sucedieron. 

Pero el escándalo más sonado se produjo en 1988, cuando le encargaron una obra de teatro con motivo del cincuenta aniversario de la anexión de Austria al Tercer Reich. La pieza que escribió para la ocasión, Heldenplatz (plaza de los Héroes), transcurre en un edificio situado en dicha plaza, uno de los lugares más turísticos de Viena, y también el lugar donde Hitler anunció la anexión entre aplausos y vítores de los austriacos. Que Bernhard sacara a relucir el pasado nazi del país era esperable, lo que nadie vio venir es que en la obra se fuera a afirmar que había más nazis entonces que en 1938 (aunque tal vez deberían haberlo hecho: dos años antes, en plena campaña electoral, había salido a la luz el pasado nazi de Kurt Waldheim, quien aun así se convirtió en presidente de Austria). Parte del texto de Heldenplatz se filtró y la derecha trató, sin éxito, de impedir su estreno. Aunque Bernhard recibió el apoyo de muchos compañeros de profesión, tras la representación, los aplausos distaron mucho de ser unánimes. Según su biógrafa Gitta Honegger, durante cuarenta y cinco minutos, los aplausos se mezclaron con los abucheos y silbidos del público. Lo recordó Ruth Franklin en un artículo publicado en The New Yorker en el que también se afirmaba que lo que ocurrió aquel día precipitó la decisión del escritor de quitarse la vida recurriendo al suicidio asistido1. Esta fue la versión oficial hasta que, algunos años después, Peter Fabjan, medio hermano de Bernhard, se encargó de desmentirla. El escritor había muerto de un ataque al corazón tres meses después del estreno.

Aunque Franklin estaba equivocada, sí tenía razón en algo: Bernhard se las ingenió para decir la última palabra. En sus últimas voluntades prohibió que sus obras fueran publicadas, distribuidas, incluso leídas públicamente en Austria. Tampoco consentía que sus obras se representaran dentro de las fronteras del Estado austriaco, lo que dio lugar a alguna que otra situación cómica, como que los austriacos que querían disfrutar de sus obras tuvieran que desplazarse en autobús hasta Bratislava para asistir a su representación. (Imagino que esto le habría encantado). Se ha dicho que Bernhard calificó su último acto de «emigración literaria póstuma», y, aunque no he podido comprobar que realmente lo dijera, tampoco me extraña. Lo raro es que, odiando su país como lo odiaba, nunca emigrara. Tal vez intuía que, aunque se fuera de Austria, Austria nunca se iría de él. Al final de Tala, en un movimiento típicamente bernhardiano, el protagonista se encuentra corriendo hacia el centro de Viena en vez de dirigirse hacia su casa: «[…] por espantosa que la encuentre siempre […] es para mí, sin embargo, la mejor de las ciudades, esa Viena odiada, siempre odiada por mí, era otra vez de repente para mí querida, mi querida Viena». Es característico de los personajes de Bernhard que, cuanto más rodeos dan con su discurso, cuanto más parece que se alejan, más cerca de su centro están. Parece que no pueden escapar de sí mismos, ni siquiera a través de la muerte. Es llamativo que, pese a que en sus novelas haya tantos suicidios como nazis en la sopa de la señora Bernhard, los narradores nunca se quiten la vida. Es como si les bastara con narrar el suicidio de alguien cercano, como si les valiese con un suicidio vicario, para poder seguir con vida.

Y aquí llegamos al centro de todo, al origen de la risa, que paradójicamente es también el origen de esa idea de quitarse de en medio que el escritor tuvo siempre en la cabeza. Para el crítico literario Mikkel Frantzen, la risa (demoniaca) del austriaco es producto de la desesperación2. Muy acertadamente, Frantzen emparenta el programa filosófico de la risa de Bernhard con Kierkegaard. El filósofo y teólogo danés se preguntó si reírse no sería en realidad otra forma de llorar. Como cuenta Frantzen en su artículo, algunas personas desesperadas son incapaces de poner fin a su suplicio. Es más, de algún modo, se aferran a él y lo aprovechan para demostrar que tienen razones para rebelarse contra la vida. Para estas personas, lo más importante es «tener su tormento a mano para poder demostrar que tienen razón». En ese sentido, no parece casualidad que el título en inglés de la colección de relatos autobiográficos de Bernhard sea Gathering Evidence, porque eso es básicamente lo que hizo libro tras libro: recopilar pruebas contra Salzburgo, contra el pueblo austriaco, contra el absurdo de la existencia misma. 

Si echamos un vistazo detrás de la fachada de los libros de Bernhard, veremos que tras las risas y la mala baba hay también mucho dolor. En Maestros antiguos, entre diatriba y diatriba, puede entreverse el sufrimiento por la pérdida de la mujer con la que compartió su vida; en Tala, el narrador se muestra igual de duro consigo mismo que con los asistentes a la cena «artística» organizada por los Auersberger y acaba reconociendo que todos somos igual de «insoportables y repugnantes» que las personas a las que despreciamos. Bernhard era muy consciente de lo que se traía entre manos con su programa filosófico-cómico. El protagonista de Extinción, Murau, trata de superar el odio a su origen escribiendo un libro sobre todo lo que le ha marcado: «todo lo que registre por escrito en ese relato quedará extinguido», así dejará de doler. El libro (que, por supuesto, se llamaría «Extinción») sería «una tragedia» y , al mismo tiempo, «una comedia pérfida y perfecta».

Propio de una comedia parece también el hecho de que el Festival de Salzburgo, el mismo del «escándalo de las luces de emergencia» y del que escribió que se organizaba «para cubrir durante meses el fango de esa ciudad», utilizara su figura como reclamo hace unos años3. No sé qué pensaría Bernhard si lo supiera. Tal vez no se mostraría muy sorprendido. Al fin y al cabo, con Mozart ha pasado un poco lo mismo. Según una web promocional de la ciudad, Salzburgo se ha ganado el derecho a llamarse la «ciudad de Mozart», pese a que la relación del compositor con ella no fuera precisamente idílica. Aunque Mozart decía que Salzburgo no tenía nada de musical, que quienes asistían a sus conciertos eran como mesas o sillas, no hay nada en la ciudad, bombones, souvenirs, etcétera, que no nos lo recuerde a cada paso.


Notas

(1) Franklin, R. «The Bleak Laughter of Thomas Bernhard». The New Yorker, 17 de diciembre de 2006.

(2) Frantzen, M. «The Demonic Comedy of Thomas Bernhard». Journal of Austrian Studies, 2017, 50(1-2): 89-108.

(3) Amón R. «Thomas Bernhard ejerce como reclamo de su odiado Salzburgo». El País, 7 de agosto de 2016.

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2 Comments

  1. Agustín Serrano

    Casi todo queda mejor con el desesperado disfraz de una sonrisa.

    Al presente artículo, solo el aplauso.

    Felicidades.

  2. Uno de muchos

    El articulo está bien, pero es un poco sesgado. Parece que el bueno de Bernhard solo arremetió contra los nazis y los católicos. Eso es no es así. Bernhard puso a parir también a los comunistas, a los socialistas (sobre todo a estos, a los que consideraba el epítome de la corrupcion y la traicion a los trabajadores), los democristianos, los curas, los intelectuales… No se salva nadie.

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