La escritura, aunque sea un hito reconocido en la historia de la evolución humana, sigue siendo probablemente un elemento infravalorado a nivel de evolución cognitiva. En primer lugar, aumentó hasta un tamaño indefinible y abrumador nuestra capacidad mnemónica, ya que representa el invento del disco duro externo de la mente humana. En segundo lugar, proporcionó un medio de transmisión y comunicación en el tiempo y en el espacio sin precedentes. En tercer lugar, generó una nueva y poderosa forma de pensar, donde conceptos e ideas se pueden literalmente visualizar, organizar, distribuir, y exportar fuera de nuestra cabeza. Todo esto en soportes bastante duraderos si los valoramos dentro de la escala de los tiempos históricos, donde los frágiles pendrives pierden de fiabilidad si se comparan con el papiro o con la misma piedra. Scripta, como siempre, manent.
Pero, a pesar del poder increíble de la escritura, y de su rol totalmente fundamental en casi todas las sociedades del planeta, tampoco ha tenido el éxito esperado: incluso entre los que han pasado por un proceso de escolarización, los que leemos y escribimos de una forma cotidiana y consistente hemos sido, en todas épocas, una minoría. En general, la escritura se suele usar más bien para fines prácticos o administrativos, y la mayoría de las veces su potencial se extingue en una lista de la compra, en la redacción de una multa, o en anuncio de alquileres, más que como crisol mental de un ensayo o de un poema. Pero eso es, lo escrito se queda, y es la única forma de compartir un conocimiento en los almacenes de la consciencia colectiva.
No es de extrañar entonces que la ciencia también haya optado por este tipo de soporte, a la hora de tener que construir y transmitir un corpus de contenidos y de datos reconocidos y compartidos por la comunidad de estudiosos e investigadores, un corpus que es la base del conocimiento corriente público, así como de las discrepancias que (se supone) serán el motor de su propia evolución. Tanto para almacenar ideas como para ponerlas en discusión y propiciar su desarrollo, necesitamos una mesa común, donde poder recopilar y comparar el material disponible en un preciso momento, así como todos los elementos de su historia, o sea, del proceso que lo ha llevado hasta su forma actual. Fue así como, desde los albores de la investigación, la publicación se volvió el repositorio del saber y de la información científica global.
El método científico, empírico y experimental, necesita un documento publicado para avalar lo que se ha hecho, y lo que no. Un experimento no puede solo ser efectivo o elegante: si no se ha publicado en un medio reconocido y oficial, no existe para el saber colectivo. Y esto, como es de esperar para una especie conflictiva e incoherente como la nuestra, ha generado problemas desde el principio. La publicación requiere una criba, y esta criba puede estar sujeta a factores que no son científicos, sino que están asociados a jerarquías, políticas, estado económico, clase social o influencias institucionales. Para unos el acceso a la publicación es más sencillo que para otros, lo cual crea un amplio margen para injusticias sociales y abusos de todo tipo. Para los que piensan que este es un problema reciente, recomiendo leer las Reglas y consejos sobre la investigación científica, donde ya en 1899 Santiago Ramón y Cajal se quejaba de los mismos chanchullos que bien conocemos hoy en día. O Cazadores de dinosaurios, de Deborah Cadbury, donde se ve cómo desde sus orígenes la paleontología y la geología ya estaban manchadas por juegos de poder y de acceso institucional que dependían de rangos académicos y de recursos privados.
Pero, al fin y al cabo, entrando en los detalles, descubrimos que nada de esto es algo exclusivo del mundo de la investigación, sino parte de un paquete de miserias y de fragilidades propio del género humano, que arrastra por todos sus caminos e inquietudes, como sello de la casa. Así que, si por un lado tenemos que comprometernos para mejorar esta situación (o, por lo menos, para no empeorarla), al mismo tiempo no podemos pretender resolver el problema eliminando de cuajo la publicación científica como herramienta de valoración y de conocimiento. Sería como intentar arreglar la corrupción de nuestras democracias restaurando las dictaduras, o solucionar la mala gestión de los hospitales eliminando el servicio de salud pública. Juzgar a los científicos (o a la misma ciencia) por sus publicaciones no es un método perfecto de evaluación, pero sigue siendo el único que tenemos, con lo cual más vale cuidarlo, y hacer lo posible para minimizar el impacto de los abusos propios de la raza humana.
En realidad, digamos que, en este preciso momento, la cosa no está saliendo muy bien. Por un lado, la edición científica se está concentrando en las manos de unas pocas multinacionales. Al mismo tiempo, se está generando un mercado descarado, donde el investigador tiene que pagar por ver publicado su trabajo. No hablamos de calderilla, sino de cientos o miles de euros por cada artículo, que no paga el investigador mismo sino su institución, con el dinero que el investigador le ha aportado trabajando como un comercial que va buscando financiación año tras año. El investigador entonces ya no es autor de la revista, sino un cliente, y el cliente, como sabemos, siempre tiene la razón. Rechazar un artículo por parte de la multinacional quiere decir perder dinero. Mucho dinero. Y entonces cabe la duda de si el sistema de valoración de estas publicaciones no estará profundamente sesgado por factores de ganancia, que pueden pasar por alto la calidad del trabajo a la hora de decidir si publicarlo o no.
En este nuevo negocio internacional, por un lado, tenemos nuevas empresas bien estructuradas, que tiran de un maquillaje social bien diseñado, y que han generado colosos económicos presentando este negocio como una innovación guay para compartir el saber con todo el mundo: la empresa cobra sus gastos a los autores, y «regala» la publicación a todo el mundo. ¡Todo sea por el bien del planeta! Por supuesto, la publicación es solamente online, con lo cual estos gastos no parecen justificar los preciosos absurdos de los artículos. Luego, tenemos una cantidad asombrosa de pequeñas empresas improvisadas que aparecen de la nada y que se sujetan en redes pocos trazables de misteriosos proveedores cibernéticos, generalmente orientales. En este caso no se mantiene ni siquiera la decencia editorial, y los «artículos» son casi documentos de texto editados de aquella manera con un portátil y colgados en la red. Finalmente, tenemos a grandes revistas históricas que, visto el banquete, no han querido renunciar a su cacho de tarta, y han montado revistas paralelas donde desvían, previo pago, todos los artículos que rechazan por el canal formal de aceptación de los trabajos. En todo este convite de carroñeros están los investigadores, o por lo menos una gran mayoría de ellos, que primero se quejan y luego pagan, porque al final más vale subir al carro que quedarse a pie y fuera de la fiesta. Evidentemente, la única que sale perdiendo es la ciencia, porque la calidad de las publicaciones cae en picado, ahogada en un mercado capitalista que estruja el sistema en nombre del conocimiento. Y la cosa aún ha empeorado recientemente, cuando alguien ha tenido la brillante idea de empezar a vender incluso los artículos ya aceptados y en publicación: si me das un par de miles de euros, pongo tu nombre en un trabajo que está a punto de salir en una revista de impacto y ¡hala, a fardar en Twitter!
Afortunadamente, muchas revistas siguen utilizando el método de publicación tradicional, donde el artículo lo paga la institución que se subscribe al periódico, y no el autor. Es un método que evidentemente no está libre de defectos, pero desde luego tiene muchas más garantías de control y de calidad. En realidad, la mayoría de las revistas ofrecen un método híbrido, donde el autor decide si pagar y dejar que su artículo sea descargable para cualquiera, o seguir el método tradicional. Como hemos dicho, se defiende el primer método, de «acceso abierto» (open access), diciendo que así el conocimiento será un bien colectivo. Pero basta un poco de sentido común para entender que es una ética postiza, que prospera gracias a las nuevas tendencias de vender abusos en el falso nombre del derecho social. Son artículos que solo tienen interés para los especialistas, o sea, investigadores que trabajan para alguna institución. Así que el dinero viene de la misma fuente, con una diferencia: en el caso de un acceso abierto, el precio es exorbitante, la pasta la tiene que buscar el autor y, como ya se ha dicho, su nueva posición de cliente expone el sistema a todos los fallos mencionados arriba.
El número de revistas de pago está aumentando vertiginosamente, así como el número de artículos publicados con estos postulados. Esta burbuja editorial ya huele mal desde hace tiempo, y empieza a ser difícil esconder todo este barro debajo de la alfombra. Ahora bien, en lugar de apuntar el dedo contra las editoriales, las instituciones y los investigadores que fomentan este tipo de proceso, en muchas situaciones el hipócrita Homo sapiens llora diciendo que es inocente, y que toda la culpa es del cruel sistema de evaluación, que valora a los científicos por su número de publicaciones y los obliga a publicar para seguir adelante con su carrera. Es el «publish or perish», mecanismo infernal que obliga al bueno y sabio investigador a corromperse para ganarse el salario.
Ante tal planteamiento, si estuviéramos en un sistema racional y sensato, deberíamos considerar dos cuestiones. La primera: ¿es realmente así? ¿Hay una correlación entre producción científica y carrera laboral? Aquí habría que echar cuentas de una forma u otra, pero por lo menos en mi experiencia personal apostaría a que no. En veinticinco años de profesión no me ha parecido que esta correlación, si es que existe, sea determinante. Para acceder a la docencia universitaria se pide una cantidad de publicaciones bastante escasa, porque prima la enseñanza. Para una gran mayoría de centros de investigación, hoy en día cuenta muchísimo más la habilidad empresarial y el dinero asociado a los proyectos financiados, que la cantidad de artículos. Y por lo que atañe a estas mismas subvenciones, me puedo equivocar, pero he visto demasiadas veces entregar mucha pasta a proyectos con un escaso y pobre bagaje de publicaciones, o rechazar propuestas avaladas por una larga serie de artículos publicados. Así que, aparentemente, la publicación de artículos no tiene una gran relevancia a la hora de establecer quién sigue y quién no, elección que, por justa o inicua que sea, suele sufrir el efecto de muchos factores distintos. Es decir, si es que hay una correlación entre número de publicaciones y logros laborales, tiene que ser de todas formas bastante débil.
La segunda cuestión es menos subjetiva y más lógica: ¿qué hay de malo en valorar a un científico por su producción científica? El «publish or perish» se menciona como una medida injusta y atroz (publica o… ¡muere!), que quita a los que no tienen una producción científica suficiente la posibilidad de llevarse a casa una plaza en una universidad o una subvención millonaria. ¿Y? ¿Es esto injusto? ¿Habría que entregar plazas de investigadores o proyectos financiados a quien no ha logrado aportar resultados científicos a la comunidad? Evidentemente, quien critica la publicación de artículos como parámetro de evaluación no suele proponer alternativas.
Entonces, en el momento en que las multinacionales empiezan a tratar a los científicos como clientes, haciéndoles pagar precios inaceptables para publicar sus trabajos, en el momento en que los investigadores aceptan este sistema, y en el momento que, viéndose desenmascarados, ponen ojitos de cachorro diciendo que se han visto obligados por el malvado sistema de evaluación profesional que exige que produzcan ciencia, algo va tremendamente mal. Y, siendo este un sistema que hoy en día cuenta con el apoyo sustancial de todas las partes implicadas (una gran mayoría de editores, instituciones e investigadores), tampoco es saludable para uno meterse en una cruzada, y sería más recomendable quedarse al margen, dejando que la historia y la sociedad recoja el fruto de sus propias decisiones democráticas. Eso sí, como decía al principio, si no se puede mejorar la cosa, por lo menos hay que intentar no empeorarlas, e intentar dar ejemplos alternativos.
Tengo la sensación que los que hablamos abiertamente de estos problemas, que denunciamos estas dinámicas, y que intentamos transitar y promocionar, en la medida de lo posible, caminos alternativos, no somos muchos. Curiosamente, yo ya he hablado de muchos de estos temas en otros artículos, y en particular en tres publicaciones que delataban por un lado los abusos de las editoriales científicas, y al mismo tiempo la complicidad de una buena mayoría de instituciones científicas y de investigadores, que están fomentando el valor de la capacidad económica (mover dinero) a expensas de la capacidad científica. Los artículos se publicaron en la página web de la revista Investigación y Ciencia, que desde hace casi medio siglo representaba la principal revista de divulgación científica en español. Fatalmente, mira tú por dónde, la revista fue adquirida por la multinacional Springer Nature que, en un año, la cerró. Acto seguido, borró casi cincuenta años de archivos, cancelando todo el material que se había publicado tanto en papel como en digital. Lo cual, en nuestra época, corresponde a una verdadera quema de libros. La misma multinacional controla quizás la loncha principal del mercado, y en sus fabulosas redes sociales farda de hermosos compromisos con el saber y con la promoción de la investigación. Valga para la ciencia, como para todo, el famoso y sencillo lema del sabio: «Si quieres entender a las personas, no tienes que escuchar lo que dicen, sino mirar lo que hacen».