Paolo Rumiz (Trieste, 1947) se considera un hijo de la frontera, tanto política como geográfica. Nacido en el punto más septentrional del Mediterráneo, el más cercano a Europa Central, toda su escritura se ha nutrido de esa circunstancia. «Vine al mundo la misma noche en que los soldados yugoslavos y angloamericanos trazaron la frontera en torno a mi ciudad. He crecido con ella en el alma», recuerda. «Cuando me puse a escribir, por una parte, quería borrar la frontera para darle a Trieste su centralidad —la misma que fue destruida por la cercanía de la Yugoslavia comunista y el Telón de Acero— y, por otra, ese confín era una invitación al viaje. La garantía de que, a pocos kilómetros de mi casa, comenzaba un mundo distinto, con otra lengua, otro clima, y sobre todo me fascinaba la idea de los doce husos horarios del mundo eslavo hasta el estrecho de Bering, en los que pudiera usar palabras que había aprendido en mi ciudad, la más importante de las cuales era da [sí]».
En la pantalla del teléfono a través del cual conversa con Jot Down, Rumiz parece sonreír por un instante, como si le viniera de repente algún recuerdo grato, para regresar de inmediato a su natural seriedad. «La frontera es un sismógrafo, una oreja que oye las cosas importantes antes que las grandes ciudades. Por ejemplo, desde niño he visto pasar refugiados, migrantes, primero de Istria, luego del resto de Yugoslavia, luego del Kurdistán, de Turquía, de Irán, finalmente de Siria, Afganistán, Ucrania. Ha sido un continuo».
Rumiz no desoyó la llamada del viaje. Primero, por el gusto de descubrir el mundo, más tarde, como empeño profesional: desde hace más de veinte años, cada mes de agosto, publica en el diario La Repubblica sus andanzas, ya sea un recorrido en bicicleta de Estambul a Trieste, un viaje en el transiberiano, una travesía a vela desde Venecia a Lepanto, los Apeninos y los Alpes, la vía Apia, el Danubio, los lugares que pisó Aníbal… Incluso pasó un verano en un faro, donde creyó que se aburriría mucho, pero asegura que fue la más frenética de todas sus aventuras. Cada una de ellas dio pie a un libro.
«Pasé un mes en una isla desierta, dentro de un faro, a solas con el farero. ¡Qué cosas me dieron esas noches! Todas las visiones del mundo llegan a ti, el faro se convierte en un baricentro. Te llega el escalofrío de estar en el centro del mundo», recuerda, sin poder evitar ponerse poético: «Una cosa curiosa es que el sol, al surgir, ilumina una célula fotoeléctrica que apaga el faro. Pero es más bello pensar, con un pensamiento mágico, que el faro, apagándose, permite salir al sol».
Ni los años ni los kilómetros le han quitado las ganas de seguir desplazándose en el mapa. «El estímulo siempre está», asevera. «Lo que cambia es el mundo, que se ha vuelto menos interesante, más homologado. Los viajes que hacía cuarenta años atrás hoy no son posibles porque esos mundos cada vez se parecen más al mío. Las fronteras ya no separan mundos diferentes, mezclan mundos que se asemejan. Ahora busco otras cosas, sueño con hacer un viaje con mis nietos para ver el mundo con la inocencia de sus ojos. O en hacer pequeños viajes a la periferia cercana. La globalización empuja a las masas en todas direcciones, pero deja enormes espacios vacíos. Por ejemplo, hoy, los Apeninos, la espina dorsal de Italia, están menos habitados que hace un siglo. El espacio para la aventura siempre está ahí».
A pesar de ser autor de una veintena de títulos, Rumiz no se dio a conocer en España hasta fechas relativamente recientes, cuando la editorial Sexto Piso publicó un largo poema suyo titulado El membrillo de Estambul, una obra de fuerte aliento europeísta y mediterráneo inspirada en una antigua balada bosniaca. El escritor se deshace en elogios con su traductora española, Álida Ares, que ha acabado siendo su gran valedora. «Habla de ella. No he visto una traductora trabajar con tanto amor por el texto. Su traducción al español se arriesga a ser mejor que el original», subraya.
Recientemente, Rumiz regresó al verso con Canto por Europa, un texto llevado a escena por el director Franco Però, en el que se pregunta por los orígenes y los valores de la identidad europea. Y ello le hace mirar, una vez más, hacia el Mediterráneo. «Lo que sigue uniendo mis viajes es la voluntad de dar voz a los lugares que no la tienen», explica. «Siempre he sido un viajero de periferia, voy donde normalmente no van los periodistas. Y a la vez, hago los viajes que cualquier persona curiosa y sana puede hacer. El que hice tras la sombra de Aníbal por Europa es un viaje de lo más normal, con tramos a pie, en bicicleta. Solo había que pensarlo».
Volviendo al Mediterráneo, reconoce: «Yo he buscado el mar muy tarde en mi vida, precisamente porque, como triestino, me atraía el poniente, Oriente. Y para mí ha sido una calamidad que el mar llegara tan tarde, he tomado tarde un conocimiento de nuestras raíces, pero mi fe europea ha acabado nutriéndose fuertemente de las raíces mediterráneas. No podemos olvidar —y desgraciadamente lo olvidamos— que la democracia, la filosofía, un instrumento fundamental como la tragedia han nacido en el Mediterráneo. Lo que me fascina es que hay mucha más proximidad entre Trieste y Alejandría, entre Salónica y Cartagena, que entre Trieste y París, por ejemplo. Personalmente, me siento más cerca de Túnez que de Berlín, aunque también estoy fuertemente interesado en el mundo del norte».
En este sentido, Rumiz recuerda que Europa es también mediterránea en su propio mito fundacional: un dios disfrazado de toro que rapta a una mujer en una playa del Líbano. Y ese es el germen de su nuevo libro, escrito en verso. «Europa, una mujer oriental, atraviesa el continente para llegar a Occidente, como una migrante. Una hija de Asia que nos da el nombre y el origen».
Tal vez por ello, le irrita que Europa parezca, en cierto modo, rehén del atlantismo, como la muestra la prensa diaria. «Estoy muy preocupado por el condicionamiento mediático que estamos sufriendo de unos años a esta parte. Hemos entrado en una lógica maniquea, típica del poder protestante, que distingue entre el bien y el mal, lo blanco y lo negro… Si algo me da el Mediterráneo es esa capacidad de ver las cosas de un modo más desencantado. Y la comparación con esa narrativa unilateral que estamos viendo ahora en relación con Rusia la encuentro en las grandes narraciones de la antigua Grecia. En la Ilíada, los griegos no esconden los horrores cometidos en la conquista de Troya. No esconden la traición, no esconden que los griegos vencedores han matado niños, violado mujeres, masacrado viejos, destruido una ciudad que se había batido lealmente contra ellos».
Y no es el único caso: «Los griegos cuentan la victoria de Salamina vista desde la parte de los vencidos. Esto es de una grandeza enorme. Se conmueven con la derrota del enemigo, y esto es algo profundamente mediterráneo», asevera. «Aquí, en cambio, hay verdaderamente un déficit de mediterraneidad en nuestra pertenencia europea. Por eso recrear los mitos de Europa es doblemente importante, porque el buen Júpiter, dios de dioses, podría haber hecho el amor con Europa en las playas de Asia, ¿por qué traerla desde tan lejos, por qué atravesar el Mediterráneo? En mi opinión hay un destino en esa fantástica travesía marítima, que es la misma dirección de los emigrantes de hoy».
No obstante, ¿cuál es el gran problema de Europa con la OTAN? Aunque Rumiz prefiere sin duda hablar de literatura que de política, no evita la pregunta. «El problema es que nosotros no hacemos pesar nuestra diversidad en el seno de la OTAN. Nos mostramos incapaces de decir nada distinto respecto a Washington. Estamos completamente sometidos, nos falta una identidad. Porque no basta con construir una identidad contra el enemigo. La identidad se construye razonando quién eres, quién es tu madre, dónde has nacido. Una identidad europea. Y sobre esto no se reflexiona para nada. Cuando tres presidentes —Macron, Scholz, Draghi— van de noche en tren hasta Kiev para trasladar su solidaridad al presidente Zelenski, yo me digo: es una bella imagen, pero demasiado fácil. Europa es Europa porque está contra Rusia. Vale, sabes qué cosa no eres, pero eso no responde a la pregunta. ¿Quién eres? Y si no respondes, no tendrás voz, no tendrás una posición autónoma».
El problema, piensa, viene de lejos. En Bruselas, Rumiz observaba a los «cabilderos y funcionarios» que invaden la ciudad y sintió que «faltaba el sueño». Tal vez porque, como se ha lamentado tantas veces, lo que se creó en su día fue una unión económica, y no cultural o de espíritu. «Mira, he trabajado muchos años con una orquesta europea extraordinaria, la European Spirit of Youth Orchestra, compuesta por chicos de doce a veinte años, la edad del descubrimiento de la vida, requeridos en todo el continente. Y le regalé mi historia y mi voz, contaba historias sobre Europa. Para mí, aquel grupo de jóvenes que no se conocían, que venían de lugares y de escuelas musicales distintas, que solo tenían la música y la lengua inglesa para entenderse representaban mil veces mejor que cualquier parlamento europeo y cualquier comisión. Porque tenían lo que hemos perdido: la escucha».
«Estos chicos, que venían de países tantas veces enemigos, como Serbia y Croacia, Polonia y Alemania, Bielorrusia y Rusia, Ucrania y Bulgaria, Inglaterra y Francia… No siempre eran países que se amaran, pero, frente a la emoción de la música, todo funcionaba, porque los chavales tenían como primer cometido escuchar. Escucha a quien está a tu lado. Y de eso nace la sinfonía», prosigue. «Los europeos hemos renegado de nuestro origen, de nuestro sueño sinfónico, en el momento en que colapsó Yugoslavia. Entonces aceptamos una Europa construida en la separación de los distintos, los musulmanes bosnios, los croatas católicos, los serbios ortodoxos… Así, el sueño de la vida en común, de la orquesta europea, de estar juntos escuchando nuestra diversidad, se desvaneció. En el momento en que hemos construido esa extraña paz balcánica, que no durará, estoy seguro, hemos renegado del fundamento mismo de Europa».
Y agrega a renglón seguido: «Cuando consentimos a la mayoría albanesa de Kosovo separarse de la república en la que estaba incluida, creamos un efecto contagio, una epidemia. De hecho, Putin ha construido la base de la independencia del Donbás usando las mismas palabras de la independencia de Kosovo. Somos los primeros responsables de lo que ha pasado en Ucrania. Europa ha sido vista así, y ahora debe soportar lo que ella misma ha creado».
Para Rumiz, no cabe duda de que los nacionalismos son uno de los elementos corrosivos de ese espíritu europeo. Que el auge de estos coincida con la decadencia de la idea de Europa no es, para él, ninguna casualidad. «Tengo ese miedo, el mundo se ha fragmentado. En el momento en que hemos declarado el fin de las fronteras, empezamos a construir los muros. Esta fragmentación, esta mentalidad en la que la identidad se vuelve idiocia, una forma de autismo nacional, le hace el juego a la globalización: cuanto más nos dividamos, los poderes económicos y financieros estarán en mejores condiciones de destruirnos. Porque estamos frente a problemas globales que requieren que estemos juntos para darles solución».
Y trae a su discurso, una vez más, a sus nietos, su indisimulable debilidad. «Les cuento que Europa está rodeada de enemigos, porque es el último baluarte de la democracia, del bienestar y de la libertad… Eso, claro, es algo que no les gusta a los poderes fuertes. Aquí no puedes hacer lo que quieras, hay reglas, y hasta el más débil tiene sus derechos. En un mundo que va hacia la esclavitud, Europa es un obstáculo. Cuando, después de contarles todos los enemigos que tiene Europa dentro y fuera, les pregunto a mis nietos: “¿Qué es mejor, estar unidos, o separados?”. Un niño de cinco años responde que es mejor estar juntos, pero los políticos no lo explican. Estoy cansado de esos políticos que consideran a Europa un chivo expiatorio cómodo por todas nuestras contradicciones».
Algo cansado de hablar de política, Paolo Rumiz prefiere referirse a sus hábitos de escritor. Por ejemplo, afirma que escribió Canto por Europa íntegramente de noche. Pero ¿qué busca a esas horas? ¿Una mayor concentración? Todo lo contrario: «La concentración es un elemento racional que yo no amo. Un escritor debe escucharse a sí mismo, pero también escuchar lo que hay afuera. Y la noche tiene justamente esto, especialmente el momento maravilloso entre el sueño y la vigilia, de tres a cinco, cuando te despiertas para beber un vaso de agua, o te viene el hambre a esas horas. Y tantas cosas que no estaban claras durante el día se resuelven. Porque la mente no es prisionera de los esquemas de la cotidianidad. La capacidad, el nivel emocional, sube mucho en ese momento, somos más sensibles que durante el día. Las palabras surgen más bellas y más rotundas».
«La noche ha sido fundamental para resolver los puntos difíciles de la historia, justo cuando la racionalidad cae», apunta. «No buscas tú las imágenes, ellas te buscan a ti. La mente se libera, navega, viaja a una velocidad espantosa, como una astronave, y, cuando regresa, tienes que escribir inmediatamente. Duermo con un cuaderno en la almohada, y tengo siempre una pequeña linterna para leer o escribir en esos momentos preciosos. De noche, la mente recupera su naturaleza nómada: nosotros somos demasiado sedentarios. Esta inquietud de empujar los confines se exprime al máximo de noche».
Por último, el hecho de escribir en verso, como hizo en El membrillo de Estambul y en Canto por Europa, tiene también sus razones, no tan relacionadas con el concepto de canción, como de camino. «Es un modo de llegar a la raíz del cuento. El ritmo del verso nace del camino automáticamente: los pasos se vuelven métrica. De hecho, los versos se dividen en pies. Cada paso es un acento. Cuando cuento historias a mis nietos, sin querer, soy métrico. Y ellos se fascinan. Y ahora, cuando hablo, hablo en verso sin darme cuenta, musicalmente», concluye Rumiz. «Aspiro a captar el ritmo de las fábulas que nos contaban cuando éramos niños, aquello que nuestros abuelos nos contaban y nos daba tranquilidad. Es aquello que el ser humano ha inventado para soportar la soledad, la fatiga, el dolor de una vida difícil, la idea de la muerte. Para consolarse. El mayor instrumento de consolación que el hombre ha sido capaz de inventar».
Sucede que admitimos los países del otro lado del caído telón de acero, en el pensamiento de que íbamos a europeizarles, y al revés, nos han hecho ortodoxos y eslavos a nosotros.