Se trata de un tema tabú. Un tema demasiado dañino para el ser humano y su condición. Tanto, que en alguna ocasión oí por radio que había que tener cuidado con la palabra porque podía sembrar un virus, un demonio y un enemigo demasiado nocivo para nosotros hasta el punto de poner en riesgo nuestra salud física y mental; de querer sentenciar la vida de un plumazo. Como fuera. De ser así, cierto es que deberíamos andarnos con cuidado, no vaya a ser que debido a la consumación de algunas obras artísticas —sean estas musicales, pictóricas o literarias—, el diletante tome la decisión de poner en práctica lo que Pavese, Zweig, Plath, Storni o la madre, la tía y hasta la abuela de Charlotte Salomon, después de alguna que otra tentativa con el objeto y la idea, terminaron realizando. No se trata, como digo, de un asunto banal, más bien al contrario. Es un tema demasiado delicado, pero del que es conveniente hablar, y más aún atajar. Procurar llegar al fondo del asunto, de asomarse a los abismos y terrenos movedizos y fangosos del corazón y del espíritu humano. ¿En qué momento se alcanza la decisión de asomarse al barranco y de mirar hacia abajo? ¿En qué momento se identifica uno con la célebre Balada de los ahorcados que Villon dejó como legado?
… Nunca, en ningún momento, conseguimos sentarnos;
y de aquí para allá, según el viento varía,
nos lleva y nos trae, según sea su gusto,
más picados por pájaros que dedal de costura.
No pertenezcáis nunca a nuestra cofradía;
pero rogad a Dios que nos absuelva a todos…
Aunque parezca mentira todo indica que el hombre y la mujer son los únicos animales conscientes de su sentencia de muerte, y solo ellos tienen conocimiento y comprensión de lo que cuesta, la mayoría de las veces, vivir. Sufrir en carnes la experiencia terrenal, enfrentarse día tras día a la lasitud existencial de la que Camus habla en su Mito de Sísifo, donde cabalmente reconoce que «un mundo que podemos explicar, aunque sea con malas razones, es un mundo familiar. Pero en cambio, en un universo privado de ilusiones y de luces, el hombre se siente extranjero. Es un destierro sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida». Y a pesar de ello, Camus admite que habría que contemplar la existencia desde la absurdidad, pues todos sin excepción conocemos cuál será el desenlace final. Y el nuestro, hay que reconocerlo, es el mayor spoiler conocido hasta ahora, pues todos sabemos cómo acabará. Encaramos la muerte al despertarnos y al acostarnos. La vemos en cada esquina, en cada pantalla, en cada televisor; la oímos en cada emisora; la olemos en cada hospital y campo de batalla. Es un ente que no deja de estar presente. Al acecho. Es, de hecho, el verdadero pecado original, pues cargamos con su sello en cuanto nacemos y, en el instante que lo hacemos, paradójicamente, empezamos a morir. No es fácil soportar semejante lastre de por vida, de que se nos muestre incesantemente, de lidiar con ello aun cuando nos negamos a aceptarlo. Pero ahí reside también parte de nuestra gran lucha: en sobrellevarlo. En hallar la gracia de seguir respirando. En esforzarse por no reconocer en el amante a un extraño del cual, hace tiempo, nos enamoramos, porque hacerlo supondría el fin de la relación. Liquidaría lo creado, lo construido por ambos. El compromiso que hoy en día está en tela de juicio. Sin embargo, no consiste en algo que atañe exclusivamente a las relaciones interpersonales, sino también a aquello a lo que nos dedicamos y la peligrosa —aunque posible— ruptura que puede darse entre nosotros y nuestro trabajo. Y pienso entonces en todos los trabajos frustrados que no merecen siquiera llamarse «trabajo» porque originan la más corrosiva ponzoña para el alma humana. Son el germen, el engendro que mata a las personas desde dentro, desde lo más hondo. Son la frustración y la ira que acompaña después al odio y, en última instancia, al homicidio en vida. ¿Quién es, por tanto, el culpable de tal atentado, delito o violación del ser?
La insatisfacción ante la realidad que se presenta. La obsesión con la muerte, como reconoce Alvy Singer (Woody Allen) en Annie Hall al tener una visión pesimista de la vida, y distingue en ella dos categorías: lo horrible y lo miserable. Lo horrible, según Alvy, son los enfermos, los lisiados… y admite que no entiende cómo estos pueden soportar la vida. Y por otro lado, los miserables, que son todos los demás. «Así que al pasar por la vida deberíamos dar las gracias por ser miserables. Por tener la suerte de ser miserables», dice. Teniendo en cuenta la obra de teatro que diariamente representamos y estrenamos, y en la que además interpretamos uno o varios papeles, según la función, según también el público asistente… cabría preguntarse quién es más horrible o miserable, ¿la persona o el personaje? Hay quien se pregunta si se ha equivocado de profesión y otros, si se han equivocado de vida. Porque ahí reside, en ocasiones, el error de existir, el fallo en la matriz —o para los puristas anglosajones: a glitch in the matrix—, semejante al de Miles Morales. Nadie elige vivir y sin embargo, vive. Se adapta emulando incluso la selección natural de Darwin. Pero de la misma manera que se acepta la vida, también se elige la muerte. El tomar las riendas del destino que se manifiesta oscuro e incierto, y adelantarse. Hacerlo nuestro antes de que él nos haga suyos. Ser más rápidos a la hora de tornar el mañana en hoy, y condenarlo. Ser, en definitiva, el brazo ejecutor de la fatalidad. Sin embargo, ¿qué sucede en ese lapso, en el trance que separa la vida de la muerte? ¿Cuándo se ha producido la revelación suicida del acto? De los artistas citados, Pavese estuvo largo tiempo tonteando con el arma que acabaría con él, escudriñándola; preguntándose por qué la muerte que vendría tendría esos ojos, sus ojos, y no los de otro. Y todo por la rotura, una grieta demasiado profunda, que se había instalado en lo más hondo de su alma impidiéndole sentir y reconocer un mundo en el que en determinados momentos había logrado integrarse; Zweig se negó a tener que sobrevivir bajo el yugo del nazismo y optó por negar la esperanza, abrazando junto a Lotte «el instante más oscuro, justo antes del amanecer», como suele decirse.
Plath, a pesar de que infinidad de estudiosos y académicos de la literatura quieran atribuirle un suicidio romántico, este no lo fue en ninguno de los casos. Sylvia tuvo que elegir entre la vida familiar con la que soñaba y había formado, y la vida de poeta, de autora, que había elegido y estaba creando. En medio de las dos habitaba una Sylvia que no sabía decidirse y cuyas dudas acabaron pasándole factura. ¿Escribir o vivir?, este era su gran dilema y encrucijada, y se presentaban ante ella dos posibilidades demasiado tentadoras, ¿acaso no se puede tener todo, o aspirar a todo? Muchos admiten que no. Que en la vida si se gana de un lado se pierde por otro.
Storni por el contrario… estuvo tentada desde los doce años. A temprana edad se le despertó la enfermedad que sin querer ni pretenderlo, a veces, habita en los propios genes. En el ADN que se autodiseña y parece alcanzar un vida independiente a la propia. Y quizá en estos casos la idea del suicidio y de la muerte sean todavía más provocadoras y atrayentes, pues se trata de una enfermedad que no tiene cura sino que es inherente a la persona. Anida en su espíritu y su corazón, en su cuerpo y su mente porque es ingrediente y compuesto de la semilla de la que brotó su personalidad y carácter. Tal vez, el monstruo de Storni se despertase la primera vez que contempló el mar o «La inquietud del rosal»:
El rosal en su inquieto modo de florecer
va quemando la savia que alimenta su ser.
¡Fijaos en las rosas que caen del rosal:
Tantas son que la planta morirá de este mal!
El rosal no es adulto y su vida impaciente
se consume al dar flores precipitadamente.
Y no tuvo más remedio que lamerse las heridas de las espinas del rosal con el agua salada del mar:
Sabe Dios qué angustia te acompañó
Qué dolores viejos calló tu voz
(…)
Te vas Alfonsina con tu soledad
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la está llevando
Y te vas hacia allá como en sueños
Dormida, Alfonsina, vestida de mar…
Dice la célebre canción «Alfonsina y el mar», compuesta por Ariel Ramírez y Félix Luna. Y allá que se precipitó Alfonsina en busca de paz. En busca de lo que fuera que acabara con su tormentos y su enfermedad. Sin duda, para Alvy Singer ella habría sido de los que pertenecen no a lo ‘miserable’, sino a lo ‘horrible’, aunque tampoco estaría de más reconocer que, de algún modo, formó parte de ambas categorías. Storni de siempre padeció episodios nerviosos, trastornos, depresiones que no hacían sino hacerle sospechar y desconfiar sobre el valor y el sentido de la vida. Por mucho que le prometieran, tanto a ella como a los demás, una eternidad, un paraíso de salvación, la pregunta es la misma: ¿por qué o para qué vivir? Como dice Camus, «el hombre es su propio fin. Y es su fin último. Si quiere ser algo, es en esta vida». De nada sirve por tanto posponer o depositar expectativas y esperanzas en aquella de la que nada se conoce y de la que nadie ha vuelto para contarlo. En esta que nos ha tocado, se hace lo que se puede, lo que está en nuestra mano. Mas cuando la suerte no nos sonríe, cuando la toma con nosotros con inquina y alevosía, la experiencia se hace más cuesta arriba. Y entonces se recurre a una muerte que para muchos será prematura, pero para otros no es más que el tren que pasa y al que ha de subirse aunque la última parada lleve por nombre «precipicio». Asomarse a la ventana y lanzarse al vacío. Cargar la bala y apretar el gatillo. Si la vida es puro teatro, seamos nosotros los encargados de bajar el telón antes de la próxima función.
¿Vida? O ¿teatro?, así tituló la artista Charlotte Salomon la obra —considerada por algunos como la primera novela gráfica— que reunió, lienzo a lienzo, su historia. Procurando con ello poner el foco en la realidad y la ficción que tantas veces se entrelazan en nuestras vidas, mimetizándose una con la otra, agradando de ese modo la pequeñez de la existencia. Si la realidad no nos basta ni nos es suficiente, que al menos la creación nos sirva para aumentar la ilusión de que nuestras vidas han sido más grandes y han abarcado más de lo que nosotros, torpemente, hemos podido alcanzar. Conquistando tierras que jamás existieron ni existirán, reconstruyendo recuerdos, imaginando conversaciones, fantaseando, al fin y al cabo, con todo lo que pudo ser y finalmente no fue.
A diferencia de los poetas y escritores ya mencionados, sin ser Charlotte suicida, nunca dudó —por medio de sus cuadros— en mirar a la muerte directamente, de frente, y retarla. Preguntándose qué tenía de atractiva o porqué algunos de sus seres más queridos habían sucumbido a sus encantos, entregándose y regalándole su bien más preciado. Sabedora de lo que ésta podía provocar en el alma humana presentándose como una falsa amiga, como única vía y escapatoria apacible y sosegada, Salomon —judía nacida en Berlín y fallecida en Auschwitz en 1943 a la edad de veintiséis años y embarazada de cinco meses—, se abrazó a las emociones más fuertes del hombre y la mujer, consciente de que el verdadero arte jamás puede desligarse del caos que llevamos dentro ni del rostro y los gestos que, inevitablemente, expresan el profundo dolor que todos padecemos. Son los artistas, y determinadas personas, quienes deambulan en soledad ante una multitud que celebra; quienes sienten la vida entre los muertos, y la muerte entre los vivos sin poder evitarlo. Y en esos casos, solo apoyándose en las tragedias más desgarradoras el espíritu puede liberarse; manteniendo la cordura en la realización y propósito de una locura. En el caso de Charlotte, encerrándose en una pequeña habitación y dibujar como si no hubiera un mañana, como si el final y la vida se acabaran en cuanto se acostara. Después de sentir la llamada de la muerte en su propia casa; de advertirla como una maldición familiar, como una losa cargada a la espalda de que la no podía deshacerse, sólo el Arte le permitió desprenderse de aquello que pesaba.
«El más puro de los goces es sentir y sentirnos sobre esta tierra», vuelve a recordarnos Camus. En lugar de abrazar la muerte, habría que darle la espalda y abrazar a su contraria, que es la vida, sin pensar demasiado en la próxima o la eterna (si es que existiera), sino en la terrenal, pues es la que vale la pena y, queramos o no, la que cuenta. No es fácil explicar por qué unos sienten la necesidad de desaparecer, de dónde viene el impulso ni por qué. A veces, sencillamente, es demasiado complicado y depende de la persona. De su origen, sus antecedentes, sus genes; de un episodio que, quizá, dejara una huella demasiado profunda como para olvidar, como para seguir adelante y querer continuar. Pero guste o no, es un asunto que está a la orden del día, que camina junto a nosotros en las aceras; que ciegamente vemos en el tren, en el metro, en las terrazas, en los bares, en medio de una celebración, de una fiesta… Y, con mayor animadversión en la actualidad, en las redes sociales. Nos obstante, en tiempos de tiranía tecnológica o de falsedad existencial, a lo mejor subyace una pregunta recurrente que apenas se expresa: ¿qué estoy haciendo, qué me resulta más práctico, vivir o fingir que vivo? Quizá en la respuesta se esconda la elección de quienes se debaten, motu proprio, entre la vida o la muerte.
Si estás pasando por una mala situación, padeces alguna enfermedad mental o tienes pensamientos suicidas, puedes recibir ayuda de tu médico de cabecera o acudir a Urgencias. También puedes acudir a una persona de tu confianza, comunicarle lo que te está sucediendo y buscar la compañía de alguien con quien te sientas a gusto.
Otros recursos disponibles son el Teléfono de la Esperanza, con el que puedes contactar llamando al 024, 91 459 00 55 o al 717 003 717, y el Teléfono contra el Suicidio, disponible en el 91 138 53 85.
Lo de “motu proprio” es un latinajo raro y pedante, amén que existe una expresión castellana más exacta: “por (mi, tu, etc.) propia voluntad”. Lo del “motu” no indica necesariamente libre elección y de esa ambigüedad se nutre este penoso artículo, que rezuma catolicismo.
Basta leer el colofón. Si una persona decide suicidarse, ¿por qué ha de deberse su elección a una “mala situación o padecer alguna enfermedad mental”? Quizás los verdaderamente enfermos sean los que tratan de permanecer como sea en la vida. Esta es la ideología de la casta dominante. No están dispuestos a que se les escape ni un solo esclavo.
¿Reconocemos y respetamos verdaderamente la libre voluntad de los demás? Eso deseamos creer, pero eso significa que si alguien toma la decisión de suicidarse, deberíamos respetar su voluntad. Una sociedad que verdaderamente reconociera el derecho de cada uno a hacer con su cuerpo lo que le dé la gana facilitaría la eutanasia a cualquier ciudadan@. Este no es el caso. Lo que te dicen es que si tienes pensamientos suicidas es que estás enfermo, lo que significa que sólo se reconoce la libre elección dentro de los parámetros que le conviene a la casta dominante.
Tener 50 años y haber tenido pensamientos suicidas es normal. Lo anormal es no haberlos tenido. Si respetáramos la libre voluntad de los individuos, además de los teléfonos de la esperanza y contra el suicidio existiría el teléfono de la eutanasia y sería normal que te asesoraran sobre los métodos más indoloros conocidos para fallecer sin tener que experimentar dolor.
Es irritante vuestra condescendencia.
Estoy de acuerdo con el mensaje anterior en su práctica totalidad. El artículo es una especie de discurso fallido que pretende abordar un tema espinoso para no entrar en el fondo del mismo, enunciar una serie de hechos verídicos para después no ir al meollo de la cuestión y acongojarse hasta el punto de utilizar una profilaxis innecesaria.