No dejéis cerradas
las puertas de la noche,
del viento, del relámpago,
la de lo nunca visto.
(La voz a ti debida, Pedro Salinas)
El ser humano camina rodeado de ruinas. Esto es perceptible tanto en las grandes capitales cuyos barrios monumentales ofrecen un diálogo entre lo antiguo y la contemporáneo, como en las pequeñas ciudades de provincia que, a falta de un teatro romano, esculturas griegas o construcciones para la memoria histórica, sí que disponen de esa panadería que abrió hace ya décadas, el ultramarinos en el que se compraban las chucherías en la infancia, o el bar del que se salió hace unos minutos. Todo lo que gira en torno a las personas son potenciales ruinas, un conjunto de rocas y edificaciones que quizás todavía no se perciben o ven, pero que acompañarán como tal en el futuro. Precisamente, en Hiroshima, Mon Amour (Alain Resnais), se estudia el reflujo de los recuerdos y cómo la nostalgia que reside en la identidad de un lugar y sus habitantes incide en los acontecimientos del presente, tanto de forma colectiva como individual.
Con respecto a aquello del pasado que permanece, en la película Come, reza, ama (Ryan Murphy), la protagonista se preguntaba, hablando de la ciudad eterna, cómo podía haber imaginado Augusto, el primer gran emperador de Roma, que lo que para él significaba el mundo entero acabaría un día en ruinas. Haciendo referencia a su visita al Mausoleo de Augusto, el personaje interpretado por Julia Roberts reflexiona acerca de cómo la capital italiana ha ido creciendo alrededor durante siglos y, como resultado, ese lugar silencioso y casi sagrado se ha convertido, entre todo el bullicio y las consecuencias del paso del tiempo, en una bella herida. Y es que las ruinas no tienen por qué tener una connotación negativa. Al fin y al cabo, son todo lo que sigue en pie siglos y siglos, perdurable e inmutable; ese eco del pasado que se proyecta en el presente y que se augura que seguirá reverberando en el futuro.
No es casualidad que durante el romanticismo tuvieran lugar tantas pinturas de esta temática: Friedrich pintó El soñador y, con él, dio lugar a esta corriente en Alemania; Füssli dejó la obra de El artista desesperado ante los fragmentos de una ruina clásica y Rigalt regaló a los amantes del arte sus Ruinas. Todas ellas están marcadas por la soledad del hombre ensimismado en su fantasía y sus sentimientos, en las cosas que ya han sido y que, tal vez, serán.
La vida en subjuntivo
Entre todas esas cavilaciones acerca de las ruinas y el futuro, probablemente surjan en algún momento incógnitas relacionadas, por ejemplo, con el aspecto que tendrán las últimas y primeras veces. Sin embargo, ellas siempre se escapan de todos esos esquemas mentales, adquiriendo un rostro distinto al que se imaginó; no hay forma de librarse de la sorpresa que generan, por mucho que uno pretenda adelantarse a ellas a través de los pensamientos. Anticiparse ni libera ni prepara realmente para aquello que creemos que acontecerá. Sobre esta cuestión de las posibles despedidas, escribe André Aciman en su ensayo Homo irrealis que el tráfico circular que aspira a conservar algo que sabemos que estamos a punto de perder subyace en la esencia de la identidad irrealis.
Para entender esta frase y su vínculo con la rumiación de estos eventos imaginarios que podrían tener lugar, quizás lo ideal sea no empezar la casa por el tejado y enunciar lo que el escritor y profesor alejandrino desarrolla a lo largo de esta melancólica tesis que busca trasladar a las palabras un sentimiento obsesivo y de profunda nostalgia que le invade desde siempre:
Los modos irrealis son una categoría de modos verbales que indican que ciertos acontecimientos no han sucedido, puede que sucedan, o deberían o deben o se desea que sucedan, pero que no aseguran que vayan a suceder.
Sorprendentemente, este galimatías puede ir encadenando los momentos cruciales en la línea temporal de un ser humano, marcada por accidentes, imprevistos y sorpresas que lo cambian todo. Efectivamente, en muchas ocasiones la existencia se construye gracias a estados que, según Aciman, no conocen de límites entre lo que es y lo que no es, lo que ha pasado y no pasará. Estos pensamientos irrealis pueden llegar a determinar decisiones importantes y condicionan la forma en la que se percibe la realidad y, por supuesto, el futuro. Se plantea así una especie de metanostalgia, una disección del complejo engranaje que estructura a este sentimiento, una aproximación a la comprensión de todo aquello por lo que suspiramos ―tanto si ha ocurrido como si no―, y de lo que creemos que podremos añorar. En definitiva, una tesis que bien podría ser la archienemiga del mindfulness.
Los lugares y los rostros que amaremos
Existe un síndrome llamado trastorno del viajero nostálgico. Consiste en experimentar una gran desilusión al volver a un sitio en el que un día se fue feliz y, al regresar a los bares, restaurantes, tiendas y calles un día amadas, se percibe que han cambiado. Probablemente, quien experimenta esta sensación no buscaba en esa ciudad volver a los mismos espacios y esperar que fueran inmutables y perennes como las hojas de los pinos, sino encontrar en ellos un portal hacia otro tiempo, una vía rápida para trasladarse a aquel presente. Quizás es ahí donde está la gracia de todo esto: las personas suelen sentir predilección por los imposibles.
Para los románticos empedernidos el olor del aire de esas calles se quedará para siempre en la pituitaria, y el tacto de las manos que entonces estaban en contacto con las propias se quedará perpetuamente impregnado en las palmas. La piel invisible casi parecerá poder palparse, como en el famoso gesto que tantos corazones ha robado de la flexión de la mano de Mr. Darcy al alejarse de Elizabeth Bennet en la adaptación de Orgullo y Prejuicio de Joe Wright): la ruina del cuerpo del otro es como un miembro fantasma que se sigue sintiendo, aunque ya no esté: «¿Cómo explicar que, después de todo, estamos tan cerca; que las sombras de nuestras manos, en dos páginas diferentes, se funden?», se pregunta Ocean Vuong en uno de los pasajes de su novela epistolar En la tierra somos fugazmente grandiosos, que es también una retrospectiva de su propios recuerdos, un ejercicio de desandar sus huellas, de evocar lo que echa de menos y, en definitiva, de diseccionar sus ruinas.
Por esta misma razón, las ciudades que se aman y en las que se ama, se abandonan en un estado de subjuntivo, eternamente flotando en lo que podría haber pasado y en aquello que gustaría que aconteciese y se teme que no ocurrirá, así como en todas las fantasías que se recordarán en torno a ella y en las ruinas que ya caminarán siempre en paralelo. Estos especiales territorios se convierten en bellos secretos con muchas capas, algunas más visibles y otras casi ocultas. La nostalgia es como una matrioska de la que brotan un montón de cuerpos que, a su vez, dan a luz a otros, cada vez más pequeños, hasta llegar a detalles tan diminutos que podría parecer imposible recordar.
El pasado es como una discoteca en la que uno siempre es menor de edad. El pretérito ya es historia, pero la parte positiva es que siempre queda todo el futuro por escribir. Por tanto, ante la obsesión de dividir la vida en fragmentos temporales, resulta reconfortante recordar las palabras de María Zambrano en Claros del bosque, en las que afirmaba que sueño y vigilia no son dos partes de la vida; que ella, la vida, no tiene partes, sino lugares y rostros.
Los sitios y las personas que se aman saben regresar, aunque sea de un modo distinto a como figuraron en el pasado; vuelven de un modo diferente, aunque eso suponga toda una aventura como en el retorno a casa de Dorothy en El mago de Oz o una epopeya griega. También uno acaba descifrando cómo retornar a ellos, aunque sea de una manera imprevista no presente en ninguna cavilación propia, en ninguno de los modos irrealis. Lo positivo de los subjuntivos y de todo aquello sobre lo que uno construye imaginaciones es que lo que ocurrirá realmente actuará de una forma impredecible a la que nadie puede anteponerse.
Con todo, la imaginación, las ruinas, y los irrealis también forman parte del viaje. Al fin y al cabo, decía Proust que «vale más soñar la vida propia que vivirla, aunque vivirla también es soñarla».
Precioso artículo! No se puede explicar mejor.