Bajo el microscopio, cada personalidad es un Frankenstein de características. Está hecha de esencia y de civilización pero también de formas y fondos que gustaron y se tomaron prestados. Esa personalidad, que se irá ajustando con los años, será la narrativa de sí mismo de la que uno se tendrá que hacer cargo en cada encuentro con el mundo. Para que esté a la vista hay que tocarle el dial. Incluso los reservados y los misteriosos resaltan por aquello, por contar de menos (hoy más que nunca, en un contexto de realidades hipernarradas). No obstante, a fin de cuentas, lo más probable es que nunca te describan como «la callada» si eres alta, o «el elocuente» si tienes el pelo largo. Pero sean cuales sean esas características, nadie quiere ser uno mismo todo el día, todo el tiempo. Quizá por eso inventamos los juegos.
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La idealización era clara: una miraba a esas chicas universalmente lindas en las revistas o en la televisión y quería sus cuerpos, sus sonrisas impecables, sus peinados, sus ademanes, su facilidad para conseguir préstamos rápidos sin intereses. La personalidad, en esos momentos, era una fábrica abandonada. Entonces una se paraba (quiero decir, en realidad, yo me paraba) frente al espejo y posaba, repetía diálogos, rotaba vestidos sin éxito. Quería, sencillamente, mutar. La idealización era clara pero también lo era la distancia: a pesar de aquel desconocimiento súbito que implica la adolescencia, esas muchachas estaban allí y una aquí, en su cuarto, con su cuerpo y su pelo, anhelando ser otra pero comprendiendo el tramo, la disparidad que había de por medio. Hoy, con el bombardeo de imágenes, estímulos y consumo, esa distancia se ha desdibujado. Pareciera que cualquiera es capaz de convertirse rápidamente en una chica de Instagram, por ejemplo, una influencer de la vida fit, de la vida fashion. Pero ni la popularidad ni la hegemonía pueden democratizarse en la medida en que, para ser tales, deben establecerse jerarquías, por eso el resultado es una buena cuota de confusión respecto de quiénes somos y quiénes deberíamos ser.
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Nora Ephron escribió alguna vez acerca de su adolescencia, su androginia y su período. Después de las vacaciones de verano, volvería a encontrarse con su amiga del colegio. Entonces la ve venir: «Estoy caminando, con mis jeans, la camisa de mi papá suelta, mis mocasines rojos con las medias colgando sobre ellos, y viniendo hacia mí ahí está ella… tomo aliento… una joven mujer. Diana. Su pelo está enrulado, y tiene cintura, y caderas, y busto. (…) Y de repente estoy llorando, llorando histéricamente, no puedo respirar del llanto. Mi mejor amiga me había traicionado. Había seguido adelante sin mí, y lo había logrado, ¡había formado su figura!».
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Pero antes de que la autoestima de cualquier chica estuviera sometida a una paliza tras otra solo con salir de casa (hoy sería, quizás, solo con abrir las redes); antes, cuando la inocencia funcionaba como un velo entre el mundo y nosotras, podíamos jugar con esas muñecas perfectas de plástico, inventarles una vida, fabricarles una personalidad. Nuestras Barbies, como una especie de propiedad transitiva, serían las muchachitas que querríamos que fueran y también las que querríamos ser. Les pondríamos atuendos, les haríamos peinados, les daríamos un auto, un novio. Les crearíamos un universo y una forma de existir en él. Antes jugábamos con nosotras y no en contra nuestra. Por eso, para muchas, jugar con Barbies fue un puente más que amigable entre la pertenencia y la aspiración.
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Hace algunos días mi sobrina, que tiene 17 años, me comentó que no le gustó la película de Barbie que se estrenó hace algunas semanas, que ella esperaba ver a la muñeca «así como la conocía». Llamó a la película, valiéndose de las caracterizaciones que ha tenido cada modelo a la venta (la Barbie de gala, la Barbie de playa, etcétera); la Barbie mensaje. Me gustó esa etiqueta, por más que lo dijera con intenciones despreciativas. Creo que es un buen cambio de foco: de casa y auto, de caderas y cintura y busto, de figura −de una figura que anatómicamente ninguna niña puede tener− a personalidad. A esa propiedad emergente laboriosa que es la personalidad.
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Pienso en Ephron y su amiga: si el infierno son los otros, como dijo Sartre, entonces, por oposición básica, uno debería ser el paraíso. Pero muchas veces el infierno es uno. Nadie quiere ser uno mismo todo el día, todo el tiempo. Y cada vínculo, cada otro es −o es también− un ensayo para salir de sí. En la infancia esto apenas asoma como un germen, los juegos suspenden la realidad no necesariamente porque se busque abstracción sino porque divierten y eso es lo único que importa. Entonces nos relacionamos con muñecas. Entonces se construye el puente. Las Barbies éramos nosotras y otras a la vez. Éramos una versión de fantasía de nosotras dentro del juego por el juego mismo, sin esfuerzo, sin frustraciones, sin dietas ridículas ni competencia, antes de que el velo de inocencia se perdiera. La película, la Barbie mensaje, sabe recogerlo y adaptarlo. Por eso quita el foco de las cualidades a la vista y deja a los personajes, sin intermediarios, frente al mundo: Margot Robbie ya no es la barbie estereotípica, ni la barbie en pijamas o en traje de baño. Por más que se vea efectivamente estereotípica −de lo que el film se hace cargo−, la narrativa que sostiene la trama es la de su personalidad. La Barbie mensaje puede ser una forma de que el ingreso a la adolescencia sea un poco menos adverso. Y quizás algunas de las chicas miren la película y aspiren a eso: a tener no un body a rayas ni un vestido de novia rosa, no un auto o un novio sino algo históricamente eclipsado, tomado como secundario: algo para decir.
Ése final; aspirar a tener «algo para decir»… Me recuerda mucho a un tal episodio titulado»Lisa contra Stacy Malibú» de Los Simpsons. En fin, «Mensaje» siempre hubo. Sólo que disimuladamente (o no tanto en realidad) cada tanto lo cambian para que ajuste con la sensibilidad de la época. Si antes era «ten un cuerpo imposible, un bañador, un auto y un novio; ahora es: «ten un cuerpo normal y algo para decir». Que es casualmente o no, justo todo lo contrario al «mensaje» de antes. Pasa igual con las películas, y todo lo demás. No por nada un tal Walt Disney, que se forró de dinero con películas ridículamente sexistas y machistas de princesas siendo salvadas por príncipes… Tuvo que muy disimuladamente (o no tanto en realidad) seguir forrandose de dinero, pero ahora con películas que critican ése estereotipo de «damisela en apuros» que ellos mismos promovían, y que de hecho era visto cómo lo normal.
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