En su punto más hondo, el océano tiene 11 000 metros de profundidad. No lo digo yo, sino que es uno de los muchos datos que aparece en un libro1 que sacamos de la biblioteca con mi hijo para hacer frente a la falta de actividades pautadas del verano. A veces —con frecuencia— uno empieza a leer las obras infantiles con una voz interior rondando en la cabeza que dice algo así como «a ver qué me encuentro aquí, a ver si hay algo que me sorprenda» impregnada de escepticismo. Un pensamiento «adulto», claro, que no se corresponde con el público para el que fue creada. Pero, cada tanto, una imagen, una frase o un dato sí logra detenernos y, por qué no, conmovernos.
Lo cierto es que cuando supe no hace tanto que el Titanic yace a 3800 metros por debajo del nivel del mar ya había pensado que bastante se había hundido, y que seguramente se trataba de una de las mayores distancias que existen hasta alcanzar el fondo. Para dimensionar mejor lo asombroso del número descubierto se puede hacer el siguiente cálculo: si en esta localización (fosa de las Marianas, en el Pacífico occidental) se colocase el monte Everest (mayor altura de la superficie del planeta Tierra, con 8849 metros) al revés, todavía quedarían más de dos kilómetros de agua antes de tocar el final de la fosa.
Aquí en casa no tenemos pensado ni subir la cordillera del Himalaya —además, ¿para qué, para hacer más cola en pos de llegar a la cima que en la caja del súper en hora punta?— ni bucear en medio de la nada. Pero sí que disfrutamos, o admiramos, una tarde del tórrido julio refugiados a la sombra, acompañados de las voces de Carlos de Andrés, Perico Delgado y la de mi hijo, incesante, cómo los ciclistas que compiten en la edición del Tour de France se las arreglan para subir los 1465 metros del volcán Puy de Dôme, en el Macizo Central francés. Resulta que no lejos de allí, en la ciudad de Clermont-Ferrand, nació un tal Blaise Pascal, quien antes de que el cáncer o la tuberculosis (o una mezcla de ambos, no está claro) pusiera fin a su vida también un verano, con solo treinta y nueve años, había alcanzado a ser matemático, físico, filósofo, teólogo católico y apologista. Un verano hace trescientos sesenta y un años, no eran tiempos de redes sociales y de atención dispersa, evidentemente.
El caso es que, debido a su complexión, el prolífico Blaise no era capaz de subir la colina ni a pie ni en un velocípedo, y por lo tanto pidió a su cuñado que subiera hasta la cima. El propósito, lejos de conocer el detalle de las vistas a falta de un dron, era demostrar la existencia del espacio vacío, o dicho de otro modo, la finitud de la atmósfera. Para realizar la comprobación, Florin Périer, demos a conocer su nombre al menos, ya que hizo el esfuerzo, ascendió hasta la cima provisto de dos barómetros de mercurio. Una vez allí, el nivel del metal descendió, y así se reveló que el peso de la atmósfera a gran altitud era menor que a nivel del mar. Lo cual venía a querer decir que si uno lograra elevarse todavía más —con la ayuda de alas más que de la voluntad de un favor— llegaría un momento que dejaría atrás la atmósfera y sus distintas capas y alcanzaría el espacio exterior, denominación que en definitiva se corresponde más con su composición, porque vacío no está. Es decir, previo a este descubrimiento, se desconocía la idea del espacio como tal. Y a nadie se le hubiera ocurrido una odisea a través de él. Ni a Arthur C. Clarke. Por cierto, si le suena haber escuchado pascal, hectopascal (unidad que se utiliza para medir la presión atmosférica) o incluso kilopascal, sepa que también son nombres que se crearon en reconocimiento a las contribuciones del escritor —sí, además— galo.
Hablando del espacio, aquella tarde para los profesionales del ciclismo habrá sido lo más cercano a sentirse en él en una carrera. Porque la subida al volcán estaba prohibida al público general y a vehículos de asistencia. Escucharían entonces solo el sonido de las motos de la televisión, el clic de las cámaras de fotos, las ruedas propias y de los compañeros tratando de agarrarse al asfalto que ardía, los jadeos que pretendían impulsarlos, el silencio de la naturaleza que se iba elevando sobre los bosques y los cerros, los pensamientos que les recordaban qué cerca está siempre el fracaso, cuánto esfuerzo cuesta el éxito.
«La prueba más dura que la naturaleza le impone al corredor es la montaña. La montaña, es decir, la gravedad. Ahora bien, vencer la pendiente y el peso de las cosas es decidir que el hombre puede adueñarse de todo el universo físico. Pero esta conquista es tan dura, que el hombre moral tiene que poner todo su empeño. Por ello —y el país entero lo sabe— las etapas de montaña son la clave del Tour: no tanto por ser las que deciden el vencedor como por manifestar claramente qué es lo que está en juego: el sentido de la lucha y las virtudes del combatiente». En tales términos expresaba su idea del deporte de las dos ruedas otro escritor francés llamado Roland Barthes, como parte del texto y guion de un documental, Le sport et les Hommes (1961)2, dirigido por el canadiense (igual que Michael Woods, el ganador de la etapa «volcánica» de este año) Hubert Aquin. «El ciclismo es un deporte literario», razona el corredor vasco Mikel Landa.
Y cómo dudar de la épica y del desafío físico casi sobrehumano que supone el Tour observando avanzar con determinación al español Carlos Rodríguez con la sangre resbalándole por la mejilla y heridas en el brazo y la pierna —el espectador parlanchín de la casa le contempla con un leve gesto de preocupación, esta vez en silencio— al carismático esloveno Tadej Pogačar, ese que guarda un parecido con el Tim Roth de los 80, el mejor del mundo para muchos, el más querido para otros, desfondarse en el Col de la Loze («I’m gone, I’m dead» se le escucha decir a través de la radio de su equipo, el UAE Emirates) maillot abierto y piernas que se mueven solo por instinto de competitividad, o en realidad a cualquier vencedor de etapa salvo los que están acostumbrados a las victorias —el tímido danés Jonas Vingegaard, ganador de las últimas dos ediciones, no hubiera desentonado en una película de su paisano Carl Theodor Dreyer— quienes cuando los micrófonos se acercan para captar las primeras declaraciones son la personificación del agotamiento, la alegría empequeñecida ante la sensación de alivio, buscando fuerzas nuevamente pero ahora para mantener la compostura, para poder retener las lágrimas.
Como ejemplo más cabal de la historia reciente de estas entrevistas nos quedará la de Matej Mohorič, compatriota de Tadej, luego de cruzar la meta el primero al esprint en la etapa 19, una tarde en Poligny. En un acto inusual de honestidad brutal el atleta expone al mundo —con la rapidez de alguien que de repente libera algo que venía guardando— sus dudas, temores y recuerda y reconoce la labor de todo el personal de su equipo (Bahrain Victorious) y de paso de todos los hombres del pelotón3. Emociona oírlo, a pesar de la incómoda postura que debo adoptar para captar su mensaje mientras mi querido hijito me detalla un nuevo escenario producto de su abundante imaginación.
Ah, el clima montañés
Uno no sufre al nivel de un ciclista profesional, todo sea dicho, aunque es cierto que no es sensato estar escribiendo estas líneas de madrugada, descartando horas de sueño que nunca serán recuperadas, elegir comenzar la mañana con la cabeza y los párpados rellenos de cemento. El tema es que así como para la mayoría de padres y madres con hijos pequeños la idea misma de las vacaciones, de algo similar a una libertad temporal, pertenece al pasado, quien escribe, a menudo, tampoco se plantea aparcar su vocación por su llegada, ya sea estival o invernal.
El propio Barthes, siempre interesado por los fenómenos sociales de su época, se ocupó de este tema en el ensayo «El escritor en vacaciones», incluido en su libro Mitologías4. Allí describe al literato como alguien que, más allá de encontrarse en este período, «no deja de trabajar, o al menos de producir. Falso trabajador, también es un falso vacacionista». Y luego amplía su visión explicando que el creador «es víctima de un dios interior que habla en todo momento sin inquietarse, tirano, por las vacaciones de su médium. Los escritores están de vacaciones, pero su musa vela y da a luz sin interrupción».
Hasta tal punto acierta el normando que en ocasiones, por más que haya cerrado el ordenador y apagado las luces, he informado a mi cuerpo que el reposo ya no puede aplazarse más, el cerebro no se da por aludido y me encuentro tumbado terminando un párrafo en las notas del móvil, para poder volcarlo en este texto ni bien mis ojos puedan mantenerse más o menos abiertos con la luz natural que invadirá el salón en unas horitas. «Él acepta sin duda que está provisto de una existencia humana, de una vieja casa de campo, de una familia, de un short, de una hijita, etc., pero contrariamente a los otros trabajadores que cambian de esencia y en la playa no son más que veraneantes, el escritor conserva en todas partes su naturaleza de escritor; al tener vacaciones, muestra el signo de su humanidad; pero el dios permanece, se es escritor como Luis XIV era rey, incluso en el inodoro».
Se interpretará, lógicamente, que el semiólogo basa su escrito considerando autores de un cierto estatus en aquella Francia o Europa de los 50. Para uno, que no vive del oficio, dirigirse junto a la familia, en transporte público, relativamente lejos de la pegajosa ciudad por unos pocos días, ya implica un esfuerzo estimable. Pero cómo se agradece cambiar de aires, aunque sea breve. Mi mujer me explica, una vez allí, que Pablo Picasso estuvo un verano de 1906, haciendo la Ruta —o Camino— de los Segadores desde el pueblo prepirenaico de Gósol. Le acompañaba la artista y modelo francesa Fernande Olivier, quien alguna vez recordó así la experiencia: «Para llegar había que hacer un recorrido de varias horas sobre una mula, por senderos rodeados, de un lado, de una pared vertical de roca que te masacraba manos y rodillas, mientras del otro lado un precipicio profundo nos obligaba a cerrar los ojos para vencer el vértigo». A la propia dificultad de los caminos se le añadía que transportaban quizá las mismas telas que le sirvieron luego al pintor malagueño para plasmar el itinerario en el lienzo Los segadores.
La anécdota me hizo acordar y planear escuchar el sonido entre solemne y nostálgico de la trompeta de Miles Davis en «Blues for Pablo» (escrita por un Gil Evans que, como señala Adrian Vogel, conocía la música y la cultura española y latina y estableció la conexión blues/flamenco). Por la noche, sin embargo, me entretuve un poco con los vestigios electorales y del Tour recién acabado, y el cansancio dejó sin concretar el deseo. En el balcón hacía fresco, y la humedad de la gran metrópoli parecía quedar mucho más lejos de lo que estaba.
En una entrevista para la revista The Paris Review5, el polémico V. S. Naipaul, nobel de Literatura en 2001, fue consultado sobre si todavía le atraía viajar (tenía sesenta y pico), ya que había estado en tantos rincones del globo. «Se va volviendo difícil, ya sabe. El problema es que no puedo ir a sitios sin escribir sobre ellos. Me da la sensación de que me he perdido la experiencia», reflexionó. Para terminar con un «no soy la clase de persona que se va de vacaciones». Ojo, no es para tenerle lástima tampoco, al trinitense seguramente lo único que le preocupaba era su propia persona («Quería ser muy famoso», confiesa en la misma conversación) y sus libros, porque por lo demás era un reconocido arrogante y abusador.
Ya es agosto y parece que no va a pasar nada, pero pasa. Muchas veces de forma inesperada. Y si no miren la historia de Shamira, en Barcelona, salió un momento para tomar aire en una plaza y la parte más alta de una palmera datilera, de unos cinco metros, se quebró y le cayó justo encima en un golpe mortal, con solo veinte años. O la del empresario Giacomo Chiapparin, cerca de Bérgamo, su cadáver recuperado gracias a la labor de unas veinte personas que tuvieron que rebuscar entre los veinticinco mil quesos Grana Padano que lo sepultaron. Cada rueda del famoso producto italiano pesa entre veinticuatro y cuarenta kilos.
Entro a la cocina para ver si tenemos arroz y descubro en la pared del piso contiguo a una salamanquesa adulta para la cual quizá ese sol del mediodía también es demasiado, y se mantiene inmóvil en un ángulo oscuro. Llamo con sigilo a mi hijo y la observamos juntos. Se le acerca un insecto alado del que desconocemos el nombre. Pongo «insecto con alas negro cola larga» en el buscador y nada. Pruebo agregando «similar a una libélula» y tampoco. El bicho revolotea y el reptil mueve unos milímetros su cabeza pero luego se va y la posibilidad de acción se desvanece. La quietud y expectación se nutre del aroma a praline que parece llegar desde algún vecino y me recuerda a mi infancia. Aparece gateando, en el marco de la puerta, mi hija. Sonríe mientras se le cae una pieza de dominó de madera que tenía adherida a su piel. «Así es el calor», que cantaban Los Abuelos de la Nada.
Con mi hija, esta vez fuera y en porteo, sentimos el olor a petricor, que es aquel que se percibe en el ambiente instantes antes de que llueva. A pesar de agradecer el alivio térmico y sensorial, no es cuestión de dejar que el bebé se empape, así que busco refugio bajo las ramas de un podocarpo procedente de la China. Sé a estas alturas que todo en la vida pasa muy rápidamente, y entonces la abrazo y le hablo bajito. Por el tronco circulan frenéticas cientos, tal vez miles de hormigas, es difícil calcular, pero me lo pregunto. En un saco de arroz de un kilogramo hay aproximadamente cuarenta mil granos, según el libro.
Notas
(1) Los pulpos tienen cero huesos. Anne Richardson, ilustrado por Andrea Antinori. Zahorí Books, Barcelona, 2023.
(2) La editorial Paidós publicó el texto de Barthes en 2008 con el título Del deporte y los hombres, traducción de Núria Petit Fontseré del original, publicado en 2003 en francés. En el pequeño volumen, también pueden consultarse las reflexiones del crítico y teórico literario sobre las corridas de toros, las carreras de coches, el hockey sobre hielo y el fútbol.
(3) Tres semanas antes, mientras se disputaba la Vuelta a Suiza, había fallecido su compañero Gino Mäder horas después de precipitarse por un barranco en un descenso.
(4) Mitologías. Roland Barthes; traducción de Héctor Schmucler. Editorial Biblioteca Nueva. Madrid, 2012.
(5) The Paris Review Entrevistas Vol. II (1984-2012). Traducción de Javier Calvo. Acantilado. Barcelona, 2020.