En el mes de marzo pasado se cumplió el centenario de José Luis López Vázquez. Cien años de quien fue el mejor actor de nuestro cine, a mi juicio. Cien años de un personaje que no se va a volver a repetir, porque los genios son insustituibles e irrepetibles. Un centenario de alguien que supo interpretar al español medio, al hombre de su época, con todos los tics buenos y malos que tenía y que sigue teniendo. Don José Luis tuvo la oportunidad de trabajar con todos los directores relevantes que había en ese momento en España, por lo que ofreció una paleta de colores bien completa, desde la comedia más insulsa hasta el drama más profundo. En todos ellos quedaron sus ojos, su voz y su mímica, que se abrían hasta lo más profundo para reflejar a los personajes que se quedaban, muchas veces, muy pequeños comparados con el personaje que era él mismo.
López Vázquez fue tan prolífico, tan dúctil a lo largo de su carrera, que hizo desde la comedia más delirante hasta el drama más estilizado, pasando por thrillers, películas de época, musicales, etc. Y en todas estaba bien, daba lo mismo la calidad de la película. Pero también, aunque no lo crean, hizo un poco de cine fantástico, aunque el fantastique sabemos que estaba metido en una especie de gueto, relegado a producciones de corte muy concreto. Pese a todo, empezó por ser el protagonista de la tremenda La cabina, magistral mediometraje dirigido por Antonio Mercero, y escrito por el mismísimo Mercero, en 1972, con ayuda de José Luis Garci, dentro de una hipotética serie que habían escrito para TVE (13 pasos por lo insólito, digo hipotético porque solo se rodó este, y descartaron el resto, hasta años después. La idearon cuando estaban de visita en la Estatua de Libertad, y la elección de José Luis fue inmediata porque era como el español medio, tipo Ugo Tognazzi en Italia). Encima, todo hay que decirlo, este llegó a los platós de TVE porque Mercero venía de hacer Crónicas de un pueblo, y eso había complacido a las autoridades franquistas (y que yo también podría definir como serie de terror, aunque esa es otra historia. Muchas películas de aquella época se pueden entender perfectamente como historias de terror más o menos involuntarias, pero este artículo no va de leerlas así, sino de ir a las que se vendieron como tales).
Pero no solo eso. López Vázquez dio vida al lobisome, supuesto hombre lobo de Orense, que en el siglo XIX hizo sus fechorías en los bosques gallegos. El bosque del lobo, dirigido por Pedro Olea en 1972, fue el primer papel que nuestro actor favorito hizo de corte no comediante, sino de algo muy diferente: un buhonero, de carácter hosco, resignado a su destino y supuestamente condenado a ser el objeto de una leyenda terrible. Y con una caracterización, glups, inolvidable, hecha en combinación con el propio López Vázquez, porque se quedaron sin maquillador. La película es escalofriante por su trabajo, pero por muchas más cosas: la ambientación de toda la película, la interpretación del resto de actores y actrices…
No se quedó aquí la relación de López Vázquez y Antonio Mercero con el fantastique. La pareja volvió a repetir en 1975 para hacer Manchas de sangre en un coche nuevo, escrito por el propio director, que siempre la hubo considerado su película maldita. Le acompañan Lucía Bose haciendo de su distinguida esposa, May Heatherly de su modesta amante y Yelena Samarina como la tercera en una supuesta relación con la esposa, aunque todo eso es lo de menos. Las relaciones aquí están viciadas, salvo quizás la de la amante con López Vázquez, pero queda en la superficie.
Esta película es una pequeña anomalía en la historia del cine español de los setenta, porque estando producida por un equipo de serie A, cuenta una historia decididamente terrorífica, o sea B para los cánones del cine español, haciendo además una crítica nada soterrada de la situación social española de aquel momento. Es como Muerte de un ciclista, pero aquí López Vázquez no causa el accidente, sino que es testigo de él, oye a las víctimas quejándose en el interior de su coche y por fin, lo ve explotar envuelto en llamas, para a continuación salir de allí a toda prisa, a bordo de su nuevo coche. Un Volvo con el tapizado blanco, a donde está claro que no quiere meter a las víctimas y sale corriendo a bordo de él, coche regalado ese mismo día por su mujer para celebrar sus bodas de plata. La vida del protagonista es bastante plácida: es el dueño de un taller de obras de arte, donde se hacen y se venden como verdaderas las obras que hacen sus curritos. La mujer tiene más dinero y la pareja tiene una relación fría y distante: se comportan como casi desconocidos, como el resto de amigos que tienen, todas gentes de las altas esferas, que viven y se tratan igual que ellos. Con el regalo de ese coche, el personaje de López Vázquez entra en una espiral de paranoia, viendo en todo momento las manchas, cosa que su mujer aprovecha para ganarle la partida.
Antonio Mercero, el simpático director de las ya mencionadas Crónicas de un pueblo, Turno de oficio, Verano azul, Farmacia de guardia y Manolito Gafotas, fue un director y guionista interesado, también, en el género fantástico. Aparte de los ya mencionados, dirigió y escribió Los pajaritos (una pareja de ancianos lleva adelante una especie de guerra para salvar los pájaros de la extinción por el enrarecimiento del ambiente), La Gioconda está triste (con el guion de José Luís Garci, de aquellos 13 pasos para el futuro: al cuadro de Da Vinci se le borra la sonrisa, y partir de ahí, comienza el apocalipsis) y La habitación blanca (un tipo se queda tan fundido con su tele nueva que le aparece un canal que no está en los miles que le ofertan, y a final le pasa algo como en Videodrome), tres largometrajes para televisión, productos que tocaban el género al estilo de La cabina, y que son ahora tan vigentes como lo fueron en su fecha de emisión. Es realmente increíble que cuatro productos para televisión, hechos con medios ínfimos y con unas ideas simples, consiguen ser tan eficaces hoy. O es que los problemas son los mismos. Bueno, también tiene Mercero en su cinematografía Buenas noches, señor monstruo, en la que aparecen Luis Escobar, Paul Naschy, entre otros… y el grupo Regaliz, pero esta entra en otra tipología, de las comedias imposibles con niños y monstruos para hacer reír.
Fernando Fernán Gómez: Manicomio
En agosto de 2021 se produjo el centenario del nacimiento de don Fernando Fernán Gómez. Son letras que hay que poner en molde y muy grandes, estamos ante un personaje más grande que la vida, y cuya aportación al escenario intelectual español es gigantesca. En su larguísima carrera hubo espacio para las películas de corte fantástico, bien utilizando los textos de grandes literatos, bien nuevos guiones con fondo cómico.
Manicomio (1953) fue la primera película que dirigió don Fernando —a medias con Luis María Delgado (director de Diferente)—. Él ya por entonces era un actor famosísimo y consagrado en su profesión, y quiso, hombre lleno de inquietudes, internarse en la dirección, dándose de cabeza con los censores del régimen, que le hicieron rescribir el primer guion (hecho a cuatro manos con Francisco Tomás Comés) y siguieron dándole en la cabeza bastante años después. Esta película es un mezcladito de literatura en el cine: adapta cuentos de autores de temática tan dispar como Ramón Gómez de la Serna («La mona de imitación»), Alexander I. Kuprin («La equivocación»), Leonid Andréiev («El médico loco») y Edgar Allan Poe («El sistema del doctor Brea y el profesor Pluma»). Con una cita de Shakespeare comienza la película («Señor, danos una brizna de locura que nos libre de la necedad») y dan paso a las diversas adaptaciones de los cuentos, todos enmarcados en el de Allan Poe, que sirve como el hilo conductor de la película, —aunque, todo hay que decirlo, el primer cuento/adaptación es la mejor, la inspirada en Ramón—. El personaje de Fernando Fernán Gómez es el hilo conductor y el que presenta al resto (salen desde los mejores actores y actrices del momento, a un Vicente Parra debutante o a un Camilo José Cela haciendo de loco, entre otros). Es una hermosa película, extraña y llena de matices, sociológicos también, por lo que fue perseguida por el régimen, y además no cayó bien entre el público, que no fue a verla al cine. Y hasta hace un par de años era prácticamente imposible visionarla, por falta de copias en buen estado.
Don Fernando hizo su película sobre el estado de salud mental de los españoles, antes que nadie y de una manera ciertamente expresionista, muy a la ramoniana, pero antes ya había participado en películas de corte fantástico. Y no pocas.
En El destino se disculpa, de 1944, por J. L. Sáenz de Heredia, basándose en una novela de Wenceslao Fernández Flórez, que también participó en el guion, daba vida a Teófilo, un actor que muere prematuramente, y se convierte en el fantasma-conciencia de su amigo, Ramiro.
A los dos años, participó en Los habitantes de la casa deshabitada (de Gonzalo Delgrás, según la obra de Enrique Jardiel Poncela, haciendo de Gregorio, el chófer de Raimundo, que se encuentran por un accidente en el coche, con la casa de los misterios, y decididos están a pasar allí la noche. La acción es puramente jardielesca, con María Dolores Pradera en uno de los papeles, con el nombre de «Sibila». La película es como la obra de teatro, deliciosa, llena de golpes de humor y llena de fantasmas y espectros, y esqueletos que bailan el bugui-bugui.
No fue la única película basada en Jardiel en la que participó Fernán Gómez: en 1957, fue el protagonista de Un marido de ida y vuelta, dirigido por Luis Llucia, e aquí interpreta al marido atemorizado por su mujer (Emma Penella) que muere al principio de la obra y se va apareciendo en todo el resto de la película a su viuda, viuda breve, porque se casa enseguida con Fernando Rey, el amigo de la infancia de ambos. Don Fernando se pasa la película vestido de torero, porque le da el infarto en un baile de máscaras, dando sustos a quien se le aparece.
También participó en la adaptación de un relato de Villiers D´Isle Adams, Vera, un cuento cruel, que llevó a cabo Josefina Molina en 1965. La trágica historia de la muerte de la joven señora al poco de casarse y la recreación de la «vida» de ella con todos los habitantes de la casa solariega conchabados para ello con el señor, mayordomo incluido (Fernando Fernán Gómez).
En 1956 participó en una película más «seria» y más podríamos decir, torturada: La sirena negra, basada en la novela de Emilia Pardo Bazán, dirigida por Carlos Serrano de Osma. Esta historia es morbosa, llena de alusiones a la muerte que tiene el protagonista, obsesionado desde joven, tras el fallecimiento de un amor de adolescencia. Gaspar de Montenegro desde ese momento no levantará cabeza, con la adopción de la niña, hija de otra mujer que le recuerda a la primera y que fallece también. Por la niña deja a la actual novia, y se va de Madrid, para refugiarse en la Galicia rural con ella. Pero el final será aún más trágico si cabe.
En el mismo año de Un marido de ida y vuelta, don Fernando actuó en la superproducción de José Luis Sáenz de Heredia, Faustina, que tenía como estrella a la mexicana María Félix, quien puso patas arriba el rodaje con sus exigencias, y sobre todo al director, por el guion del que también era autor. Un guion que se basaba en la opereta, también autor de ella Sáenz de Heredia, Si Fausto fuera Faustina, que estrenó Celia Gámez en los cuarenta y llegó hasta Bárbara Rey en televisión durante los ochenta. Todo basado en el clásico de Goethe, pero cambiando de sexo al protagonista y llenando la historia de humor y demonios, entre los que se encuentra don Fernando, que es el encargado de hacer el trato.
De todas estas películas, hay dos que conviene destacar. Cada una por lo suyo: Un vampiro para dos (Pedro Lazaga, 1965) y El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Don Fernando participó en ambas que, creo yo, representan el cine español de aquellas décadas en casi su totalidad. Por un lado, en forma de burla, es el conde Drácula de la primera, que persigue a los dos españolitos emigrados a Alemania, y se presenta como una figura ridícula, reducida a la resaca continua de la sangría que le prepara la pareja en su castillo. Y la segunda, en forma de cuento adulto sobre la infancia y sus terrores, es el padre de las niñas protagonistas, intelectual que se ha aislado con su ambiente, las colmenas, por no estar de acuerdo con el régimen. Con estas dos películas se resume el estado de las cosas en el cine y en el Estado.
Pero aquí no se acaban las colaboraciones de don Fernando con un cine orientado a lo inquietante o espiritual: en 1995 fue Dios en la vuelta de José Luis Cuerda a las películas, en Así en el cielo como en la tierra, una visión humorística del cielo como un pueblo de posguerra.
Al año siguiente, participó en Pintadas (Juan Estelrich, 1996, con guion de Rafael Azcona, basado en su relato «Grafiti»), un cuento bastante angustioso sobre los dibujos-pintadas que se aparecen en el piso que acaba de comprar una pareja joven. Y en 2001 fue el gobernador en Visionarios (2001, Manuel Gutiérrez Aragón), una película basada en la novela del mismo título que firmó Pio Baroja sobre las apariciones marianas en un pueblo de Guipúzcoa. La película es típica de Gutiérrez Aragón, trágica, y luminosa y oscura a la vez.
Sirvan estas palabras como un homenaje, sentido de verdad, a la memoria de dos actores que hicieron brillar el cine español como nunca ha brillado. Seguimos esperando el relevo, que seguro habrá alguna vez. Hay actores excelentes, directores solventísimos, pero seguimos esperando ese nivel.
El nivel de hogaño y de antaño es incomparable, no por calidad, sino por un montón de aspectos más.
Aparte de eso, un artículo muy disfrutable.
Fernando fernan Gómez tiene un prestigio incuestionable y merecido, pero José Luis López Vázquez era tan bueno o mejor actor que él. Muy infravalorado en la historia de nuestro cine.
Un fuera de serie. El Jack Lemmon español, o al revés
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