Arte y Letras

124 escalones

124 escalones
Llanos del Sotillo en los 60. Foto: José Antonio Corrales Gutiérrez. (DP) escalon

Llanos del Sotillo es un pequeño pueblo andaluz de colonización sin plaza mayor. En su lugar hay un espacio central cubierto conocido por todos como «los porches», una iglesia con sacristía, una escuela, un cine de verano que ya no es cine de verano, sino una sala multifuncional con aire acondicionado donde se dan clases de yoga, pero a la que se le sigue llamando cine de verano, y un imponente campanario con escaleras de caracol desde el que, al parecer, nunca se ha tirado nadie. Es raro, porque de altura está bastante bien, mide 28 metros y lleva en pie desde el año 1960. 

—Entonces, ¿nadie se ha tirado nunca desde el campanario?

—Que no.

—¿Cómo puede ser, Felisa? ¿No te parece un poco extraño que nadie en sesenta años lo haya intentado siquiera?

Felisa no está sorda. Su hija dice que un poco sí lo está, que hay que hablarle muy fuerte y que a veces, ni con esas, pero en cuanto le preguntas si alguien se ha intentado tirar desde el campanario (por lo que sea, Felisa, yo ahí no me meto), se echa un poco hacia delante y dice en tono de confesión que no, que desde luego en la torre se habrán hecho auténticas barbaridades, pero que tirarse desde lo alto, lo que es tirarse desde lo alto, no. 

—Ni que fuéramos tontos.

Ángel, uno de los primeros colonos del pueblo, respalda los comentarios de Felisa y añade:

—Vamos a ver, solo porque tengas un campanario de treinta metros junto a tu casa no significa que tengas que ir corriendo a lanzarte. 

Se queda pensativo por un momento y luego continúa diciendo que él presenció la construcción del campanario cuando era niño y que subió muchas veces hasta arriba del todo. Recuerda que, a diferencia de ahora, no había ningún candado ni ninguna medida de protección, que allí podía subir cualquiera cuando quisiera, y que a veces subían con gatos y los tiraban desde lo alto.

—Pero los gatos siempre caían de pie, ojo. No se hacían nada. Caían de pie y salían corriendo y tardabas días en volver a verlos. Menudos pies cogían.

—¿Cómo dice?

—Ahora no se le ocurriría a nadie, es una barbaridad, pero yo qué sé, éramos muy pequeños y nadie nos decía nada.

María, la mujer de Ángel, cuenta que cuando conoció a su marido el pueblo era tan nuevo que las calles no tenían nombre. 

—Los nombres de las calles se los pusieron mucho tiempo después, ya en los años setenta. Al principio se llamaban por letras: A, B, C, D, E, F. Yo vivía en la calle E y mi marido vivía en la calle A. Y nos veíamos en los porches. Y eso que te ha contado de que tiraban gatos, me estoy enterando ahora, la verdad.

Juani, vecina de la calle Rosas, que antes era la calle A, confirma la veracidad de la historia de los gatos, pero aclara que ella nunca tiró ninguno, que eso lo hacían solamente los niños. Además, dice que solo subió a la torre una vez en su vida, durante la gran inundación de febrero de 1963. Recuerda que tenía alrededor de ocho o nueve años y que estaba muy preocupada por la posibilidad de que sus padres y ella se ahogaran o se quedaran sin casa, que quería ver hasta dónde llegaba el río.

—Lo planeé todo el día de antes con otra niña de la escuela que también estaba muy preocupada por lo que estaba pasando. La gente no dejaba de decir: «Como esto siga así, tendremos que salir de aquí nadando», y ninguna de las dos sabíamos nadar. En realidad, yo no conocía a nadie que supiera nadar. Así que aquel día terminamos el colegio y nos fuimos directas a subir al campanario muertas de miedo con nuestros babis del Instituto Nacional de Colonización. Un babi que era una monería, por cierto. Las niñas con el babi blanco, los niños con el babi azul, todos con el escudo bordado. Recuerdo que íbamos contando en alto los escalones. Eran 124 en total.

—¿Qué escudo?

—El escudo del Instituto Nacional de Colonización. Era de color verde con las letras bordadas en blanco. Lo llevábamos todos. Y estaba por todas partes, hasta en las alcantarillas teníamos el escudo.

—¿Y se veía el río?

—Que si se veía el río, dice. Pues claro que se veía el río. Aquel invierno no paró de llover ni un solo día. Se veía todo, el río, el Sotillo entero y hasta la cabeza pequeñísima de mi madre en el corral, con los ojos desencajados, mirándome. 

—¿Y el agua estaba cerca?

—No, no, qué va, al final no era para tanto, la verdad. Mi amiga y yo nos quedamos muy tranquilas. Si te soy sincera, una vez allí arriba el río me dio igual. Lo que más impactó fue ver el Sotillo desde tan alto, verlo como en miniatura, con su forma cuadrada y simétrica y sus calles haciendo rectangulitos. Es que no parecía un pueblo, parecía más bien una maqueta de un pueblo o algo pintado, yo qué sé… Era como una parrilla de asar chorizos, pero en blanco. 

***

Agnes Martin en su estudio. (DP) 124 escalones
Agnes Martin en su estudio. (DP)

En las obras de la artista canadiense Agnes Martin (1912-2004) tampoco nos encontraremos con una plaza mayor: solo hay calles. Una gran parte de sus pinturas están formadas únicamente por delicados y uniformes trazos rectos dibujados a lápiz que se repiten por toda la superficie del lienzo creando una estructura de rejilla. Esta repetición de líneas genera una sensación de calma y de equilibrio visual. La estética serena de Llanos del Sotillo se manifiesta en la obra de Martin a través de la simplicidad, la geometría y el orden.

De alguna forma, se puede decir que Agnes Martin pintaba Sotillos. O borradores de Sotillos. Parrillas. Grids. Mallas. Franjas. Rectangulitos. Todos sus Untitled son Sotillos. Incluso cuando no pintaba cuadrículas, también pintaba Sotillos. Es el caso del lienzo titulado Buds (ca. 1960), una composición de delicados círculos que evoca las lumbrillas que se cuelan por los agujeros de las persianas de las casas del pueblo a la hora de la siesta.

Nacida en una granja de Saskatchewan, la llamada provincia del trigo de Canadá, Agnes Martin se mudó a Estados Unidos en 1932 y se estableció en Nueva York en 1957, a la edad de cuarenta y cinco años, de la mano de la artista y galerista Betty Parsons. Durante la siguiente década, desarrolló su característico estilo a base celdillas cuadriculadas en Coenties Slip, un vecindario en el Bajo Manhattan donde se había instalado una interesantísima comunidad de artistas, en su mayoría homosexuales, muy alejados de la pose masculina que encarnaban algunos reconocidos exponentes del expresionismo abstracto. Entre los vecinos de Agnes Martin se encontraban la artista textil y escultora Lenore Tawney (1907-2007), Robert Indiana (1928-2018), conocido por su famosa escultura LOVE, Ellsworth Kelly (1923-2015), Robert Rauschenberg (1925-2008) y Jack Youngerman (1926-2020). Durante esta época, Agnes fue hospitalizada en varias ocasiones debido a la esquizofrenia que padecía. 

En 1967, tras la muerte de su íntimo amigo Ad Reinhardt, con las grúas de demolición encima de Coenties Slip y cuando estaba en lo más alto de su carrera, Martin abandonó la pintura y se marchó de Nueva York. No volvería a pintar hasta ya entrada la década de los setenta. Durante este periodo de desconexión viajó sola por Canadá y el oeste de Estados Unidos hasta establecerse en Nuevo México, donde vivió en una casa de adobe que construyó con sus propias manos. En su regreso a la pintura aparecieron las franjas de colores pastel.

Hay muy pocos lugares donde esconderse en la obra de Agnes Martin. Si pegas una voz desde cualquier rincón de cualquier cuadrícula de cualquier lienzo, se escuchará en todas las esquinas de todas las cuadrículas del lienzo y resonará en el resto. Sin embargo, en medio de esta aparente ausencia de refugio, Martin nos invita a perder la individualidad, a desaparecer.

En este entorno de espiritualidad y calma, de centro cívico o sala multifuncional vacía con aire acondicionado en la que podríamos hacer yoga, se pueden vislumbrar los corrales y los naranjos del Sotillo, presentes en varios de sus Untitled. Así, en Untitled 5 (1975) vemos los naranjos y el cielo de agosto suspendido, mientras que en Untitled (1978) nos encontramos con una representación del helado Twister de limón y naranja que se vendía en la tienda de Emilia.

Agnes Martin decía que ella pintaba de espaldas al mundo.

En la obra titulada With my back to the World (1997) podemos imaginarla a ella misma sentada en una mecedora en el parque del Sotillo, flanqueada por la Juani y la Florentina, en un momento de quietud y contemplación, de espaldas al pueblo y con la mirada perdida en la fila de eucaliptos que dan sombra al parque y crecen en paralelo al canal, ignorando por completo el ruido constante, como un zumbido, de la autopista que pasa a pocos metros.

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2 Comentarios

  1. De Chirico. Viví mi adolescencia en una capital andaluza en lo peor de la crisis. Cuando veo un cuadro de de Chirico, con esas arquerías interminables que un día se levantaron y desde entonces no ha vuelto a pasar nada, así me sentía, dentro de un cuadro de de Chirico.

  2. Pingback: Solo faltan los monstruos: muerte de un hotel de carretera - Jot Down Cultural Magazine

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