En el sadismo y en la política del poder los seres humanos se convierten en objetos.
(Pier Paolo Pasolini)
Al parisino Donatien Alphonse François de Sade pocos le reconocen por su nombre real y muchos por su título nobiliario. A la obra del marqués de Sade muchos la conocen de oídas, algunos pocos de leídas y en las creaciones de otros tanto se la puede reconocer como una influencia latente, y perversa. Porque existen muy pocos autores cuyo trabajo, filosofía y espíritu subversivo haya empapado tanto el arte, la literatura, el cine y las culturas subterráneas de los siglos posteriores. Sade es, al mismo tiempo, una figura reverenciada y odiada, pero, ante todo, es una influencia imponente. A sabiendas de ello, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona acoge durante estos días, y hasta el 15 de octubre, la muestra Sade: la libertad o el mal comisariada por Alyce Mahon y Antonio Monegal. Una exhibición que no se conforma con ofrecer un mero retrato del controvertido escritor, sino que invita a los osados a hacer algo mucho más interesante: descubrir el legado estético, ideológico y político que aquella pluma libertina dibujó sobre el mundo de la cultura. De aquel hombre cuya influencia salpicó a los surrealistas, a Charles Baudelaire, a Luis Buñuel o a Simone de Beauvoir, pero también al John Waters de Pink Flamingos, al Jesús Franco de Aberraciones sexuales de una mujer casada o al Pier Paolo Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma.
Existen muy pocas personas a lo largo de la historia cuyo nombre se haya convertido en una nueva palabra en el diccionario, en una entrada para definir algo que hasta entonces no creíamos necesario nombrar. Pero solo existe una cuyo nombre haya sido el origen de la palabra «sadismo».
La pasión de Sade
Un 2 de junio de 1740, en el palacio de los príncipes de Condé conocido como Hôtel de Condé, el pequeño Donatien Alphonse-François se presentó en este mundo como hijo de Jean-Baptiste François Joseph de Sade y Marie Éléonore de Maill. Portador de sangre borbónica, y también de un carácter endemoniado, Donatien habitaría la mansión Condé durante sus primeros años de vida como consecuencia del oficio de su madre, dama de compañía de la princesa Carolina de Hesse-Rotenburg. Entre aquellas ostentosas paredes, el niño sería educado junto al príncipe Luis José de Borbón-Condé, pero también maleducado por unos padres y una servidumbre que le concedieron todo antojo imaginable sin rechistar, moldeándolo como un cabrón en miniatura ajeno a la existencia de las reprimendas.
A los cuatro años de edad, Sade le propinó una brutal paliza al príncipe infante de Borbón-Conde, y desde entonces la educación y tutoría de aquel pequeño demonio se rifó de mano en mano entre familiares y conocidos: residió en Avignon junto a su abuela y sus tías paternas; fue acogido por su tío Jacques François Paul Aldonce de Sade, afamado abad libertino de Saint-Léger d’Ebreuil; y finalmente acabó siendo tutelado por el sacerdote Abbé Jacques-François Amblet. El mismo hombre que, años más tarde durante el transcurso de un juicio, testificaría en defensa de Sade definiéndolo como alguien cuyo «temperamento tan apasionado lo convierte en un ansioso buscador del placer, pero de buen corazón». Entre medias, la madre de Sade lo abandonaría para meterse en un convento, su padre lo ignoraría, y el chico crecería con la brújula de los referentes paternos averiada. Pero también descubriendo que otro tipo de autoridades y correctivos poseían cierto encanto extraño: estudió en un colegio jesuita donde la desobediencia y el mal comportamiento se castigaba con flagelaciones. Y a la larga, aquellos latigazos punitivos marcarían algo más que la espalda y los cachetes del joven.
Tras pasar por la academia militar, y siendo aún adolescente, Sade fue enviado a servir en la Guerra de los Siete Años. Allí, se demostró eficiente en el campo de batalla, muy esquivo en el trato con superiores y compañeros, y bohemio en su modo de entender la existencia: el conflicto bélico le permitió recorrer medio mundo durmiendo poco, y derrochando mucho en mujeres, juego y vicios diversos. Aventuras que provocaron que aquel chico no tardase demasiado en adquirir una envidiable mala fama, que su propia familia padecía con vergüenza y repudia. Tras la guerra, se desposó, en una boda pactada por su progenitor, con la veinteañera Renée-Pélagie de Montreuil. Una unión que Sade asumió a regañadientes, pues él en realidad estaba interesado en la hermana de aquella, una niña de trece años llamada Anne-Prospère de Launay. El matrimonio tuvo dos hijos, Louis-Marie y Donatien-Claude-Armand, y una hija, Madeleine-Laure, pero poca estabilidad emocional. El espíritu libertino del marqués lo llevó a coleccionar amantes y convertirse en rondador habitual de las meretrices. «Los días en un matrimonio por conveniencia solo traen consigo espinas» escribiría en las cartas dirigidas a sus confidentes.
En los años posteriores, Sade cimentaría su infame reputación de depravado con verdadera dedicación y empeño. Sería juzgado y perseguido por engañar, secuestrar, drogar y torturar prostitutas; cometer blasfemias retorcidas, entre las que figuraban el masturbarse con crucifijos o sobre cálices eclesiásticos; practicar juegos masoquistas, flagelaciones incluidas, en los que ejercía de dominante y dominado; comandar orgías entre hombres y mujeres donde la sodomía y el masoquismo eran los actos estrella; o abusar de menores en perfomances sexuales perpetradas en su propia casa y con la complicidad de su esposa. Como consecuencia, durante media vida se encontró encarando juicios, esquivando condenas a muerte, realizando huidas a Italia para evitar arrestos, y pasando largas temporadas encarcelado cuando la cosa no salía bien. Empujado por la ambición de ser reconocido como hombre de letras, Sade alumbró una producción literaria, habitualmente escrita durante sus largas estancias en los calabozos, muy extensa, polémica, perseguida y cuestionada incluso a día de hoy. Gran parte de dicho trabajo se ha perdido o destruido por completo.
Tras sobrevivir a las prisiones, el paso por manicomios, la Revolución francesa y el divorcio de su mujer, Sade se acomodó políticamente en la izquierda más radical, a pesar de su pasado aristocrático, y se emparejó con una exactriz llamada Marie-Constance Quesnet. Opositor de aquel convulso periodo de la historia francesa conocido como el Terror, y voz crítica contra la figura de Maximiliano Robespierre, Sade sería arrestado y encarcelado en 1793 por ser considerado un «moderado». Tras la Terreur, y una vez de nuevo en libertad, el conflictivo escritor, arruinado y desposeído de toda posición social, se vio obligado a vender su, otrora lujoso y a aquellas alturas ruinoso, castillo de Lacoste. En 1801, el mismísimo Napoleón Bonaparte ordenó arrestar y aprisionar a Sade, sin juicio previo, tras descubrir las novelas Justine o los infortunios de la virtud y Juliette o las prosperidades del vicio. Dos años más tarde, Sade fue declarado oficialmente loco y trasladado al manicomio de Charenton. Allí representaría funciones teatrales para el público parisino bajo el beneplácito del director de la institución, Abbé de Coulmier, y utilizando a sus compañeros de encierro psiquiátrico como reparto. Aislado en confinamiento solitario, privado por orden policial de cualquier elemento para escribir, y acompañado de una nueva amante de catorce años hija de un empleado del lugar, Sade falleció en 1814 bajo los techos de aquel manicomio.
La pasión por Sade
El marqués de Sade es uno de los personajes más polémicos de nuestra historia, alguien que tan pronto es considerado un peligroso enemigo de la moral, como un sorprendente precursor de las ideas de Sigmund Freud, un criminal atroz, o un ingenioso literato libertino. A principios del siglo XX, los vanguardistas redescubrieron y popularizaron su obra: Guillaume Apollinaire publicó una antología de sus textos en 1909 y Maurice Heine comenzó a reeditar sus obras allá por 1926. Al volverse accesible, se convirtió en un idealizado portador de la libertad, en objeto de admiración de los surrealistas y en inspiración para artistas como Luis Buñuel, Salvador Dalí, Leonor Fini o André Masson. A partir de la Segunda Guerra Mundial, su legado adquirió mucha más presencia al ser observado desde el análisis filosófico, recibiendo nuevas lecturas que se preguntaban si deberíamos valorarlo como un modelo de transgresión o como una advertencia sobre los peligros de la libertad absoluta. En los sesenta, Sade se convirtió en objeto de estudio para gente como el psicoanalista Jacques Lacan, el ensayista Roland Barthes, o los filósofos Gilles Deleuze y Michel Foucault. A finales del siglo XX, la imagen del escritor libertino se erigió como un icono popular, enarbolado tanto por la cultura pop, como por las corrientes BDSM o los activistas LGBTIQ+ más radicales y subversivos. En 2014, un artículo de The Independent recogía una afirmación rotunda del escritor y periodista galo Pierre Guyotat: «Sade es, en cierto modo, nuestro Shakespeare». En el mismo texto, también se reflejaba la opinión del filósofo Michel Onfray: «Es retorcido convertir a Sade en un héroe. Incluso aquellos biógrafos que más embellecieron su historia seguían considerándolo un delincuente sexual».
Entre esta polarización de opiniones, la muestra Sade: la libertad o el mal propone una cuestión interesante: ¿debemos leer a Sade como un filósofo al que interpretar seriamente o como un novelista que se dedica a construir fantasías extremas? «Sade nos propone un desafío», se plantea desde la propia exhibición, «por la vía de la ficción, nos invita a imaginar los límites y los peligros de la soberanía del deseo. Sirviéndonos de guía o mediador, no lleva a preguntarnos si sus escritos representan una filosofía de la libertad, emancipadora y subversiva, o una filosofía del mal que muestra la dimensión excesiva y violenta de la experiencia humana». La propuesta del CCCB explora las lecturas e influencias que ha provocado Donatien Alphonse François de Sade en las generaciones posteriores, el alcance de la onda expansiva de aquellas ideas moralmente alborotadoras. Para ello, Sade: la libertad o el mal se estructura de manera ordenada, presentándose con un prólogo, cerrándose con un epílogo y conteniendo cuatro áreas temáticas bautizadas como «pasiones» en homenaje a una de sus obras más polémicas: Los 120 días de Sodoma.
La pasión de Pasolini
Los 120 días de Sodoma o la escuela de libertinaje (Les cent vingt journées de Sodome, ou l’école du libertinage), uno de los libros más conocidos de Sade, es en realidad una obra inconclusa que el propio autor creía perdida. El texto fue creado a escondidas mientras Sade se encontraba cautivo en la Bastilla, rubricado con letra minúscula a lo largo de un rollo de doce metros de pequeños papeles pegados entre sí, y ocultado en una de las paredes de la celda. El manuscrito, además, se presentaba inacabado: tan solo contenía un primer capítulo completo junto a una colección de apuntes y anotaciones donde se resumían las escenas que conformarían el resto de la trama. A la hora de describir aquella novela, el propio escritor la etiquetaba como «el relato más impuro que se haya contado desde que el mundo existe». Sade sería reubicado a un nuevo destino poco antes de la toma de la Bastilla en 1789, y murió creyendo que el rudimentario pergamino que contenía Los 120 días de Sodoma había sido destruido durante el asalto a la fortaleza. En sus propias palabras, aseguró haber «llorado lágrimas de sangre» al no haber podido recuperar aquel texto. Lo que nunca llegó a saber es que el rollo de papel fue hallado por un joven revolucionario llamado Arnoux Saint-Maximin, custodiado por una familia francesa durante muchos años y adquirido finalmente por el doctor Ivan Bloch, quien publicó su contenido en 1904, bajo seudónimo para evitarse problemas.
Los 120 días de Sodoma narra cómo, a finales del reinado de Luis XIV, cuatro libertinos adinerados (un aristócrata, un banquero, un eclesiástico y un juez, representando a los cuatro poderes de Francia) se encierran durante ciento veinte días en un castillo suizo con la idea de experimentar los seiscientos tipos distintos de placer existentes. Para ello, secuestran a un grupo de niños y niñas adolescentes, y ensamblan un ejército de guardias (apodados «jodedores» por portar penes descomunales), narradoras y sirvientas. A partir de ahí, la historia relata con detalle todas las depravaciones, abusos y vejaciones ejercidas por los poderosos libertinos sobre sus víctimas. Y lo hace de manera tan sutil como un rodillazo en la frente, o lo mínimo que se podría esperar de una persona para la que eyacular sobre el cáliz de Cristo frente a una prostituta es sinónimo de un lunes con la tarde ociosa.
En 1975, el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini se atrevió a realizar una adaptación bastante libre del texto de Sade, la película Saló o los 120 días de Sodoma. Para ello, convirtió a sus perversos protagonistas en cuatro mandamases de la República de Saló, un Estado fascista residual tras la derrota de Benito Mussolini, y empaquetó la narración en una serie de capítulos bautizados en honor a los círculos del infierno de la Divina comedia de Dante Alighieri. El film resultante, estrenado tres semanas después del asesinato de Pasolini, es una maratón visual de las degeneraciones a las que son sometidas unas víctimas interpretadas por actores peligrosamente jóvenes: humillaciones, abusos físicos y psicológicos, violaciones, masoquismo, coprofagia, torturas y gore explícito. Para sorpresa de nadie, la cinta fue prohibida en numerosos países, incluida su Italia natal. Para consejo de todos, desde aquí queremos apuntar que la mejor manera de acercarse a esta película no es con la mente abierta, sino con el estómago vacío.
Sade: la libertad o el mal
La cultura moderna y contemporánea no sería la misma si en ella no hubiesen resonado los ecos filosóficos, estéticos y políticos de la obra del marqués de Sade. En el CCCB, Sade: la libertad o el mal investiga cómo se ha asimilado, interpretado y reinventado el legado del escritor cuando su obra literaria ha vuelto a estar disponible al público. En su prólogo, titulado Sade y su filosofía en el tocador, la muestra recibe al visitante con documentos históricos: las primeras ediciones de los libros de Sade. Junto a ellas, se exponen obras de Paul Chan y Joan Fontcuberta, inspiradas en la filosofía del libertino, y extractos de la polémica reinterpretación cinematográfica que Pasolini realizó de Los 120 días de Sodoma. A partir de ese primer contacto, Sade: la libertad o el mal encamina al público a viajar por la herencia libertina transitando cuatro espacios, cuatro pasiones diferenciadas.
El primer área, «Pasiones transgresoras», analiza cómo, tras el rescate editorial, los movimientos vanguardistas del siglo XX hallaron en la firma de Sade a un ejemplo de portavoz de la libertad. Una figura que cultivaría la admiración de numerosos artistas gracias a la osadía, y a la completa ausencia de ataduras, que destilaban sus creaciones. Las pinturas de Toyen, Laura Fini, Salvador Dalí o André Masson; las esculturas surrealistas y sexuales de Hans Bellmer; o el trabajo audiovisual de Man Ray y Luis Buñuel, nacieron de ese modo, con sus raíces asentadas en los mismos terrenos que cultivaba Sade. Al mismo tiempo, ésta fue la época en la que intelectuales como Pierre Klossowski, Simone de Beauvoir, Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Georges Bataille o Gilles Deleuze, convirtieron al Marqués en objeto de estudio filosófico e ideológico, gestando el inicio de la polarización general de opiniones sobre la persona. La sección «Pasiones transgresoras» ofrece al visitante muestras de las obras de Otto Dix, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Alberto Giacometti y Roberto Matta, junto a libros ilustrados por Leonor Fini, Toyen, André Masson o Hans Bellmer, y documentación fotográfica de una performance de Jean-Jacques Lebel.
El segundo espacio, «Pasiones perversas», documenta el legado pop y underground de Sade, aquel que comenzó a forjarse durante la segunda mitad del siglo XX en una sociedad que utilizaba su imagen como medio, o como excusa, para explorar los límites de la representación del erotismo. De este modo, a partir de finales de los sesenta, el escritor se convirtió en un icono cultural, un nombre presente en el cine, la literatura, el cómic y en muchos otros productos de consumo. Pero también en alguien abrazado por las corrientes más subterráneas de manera paralela a la liberalización de la sexualidad. Una silueta que, al desviarse de la normas imperantes, se transformó en la vía para la aceptación social de las prácticas sexuales no normativas libremente consentidas, aquello que tradicionalmente ha sido considerado como prácticas pervertidas, y para la reivindicación de la multiplicidad del deseo o el cuestionamiento de los roles de género. Estas «Pasiones perversas» se presentan en el CCCB embellecidas con las obras, no menos perversas, firmadas por Pierre Molinier, Susan Meiselas, Robert Mapplethorpe, Jan Švankmajer, Quimera Rosa, Miguel Ángel Martín, Joan Morey, Nobuyoshi Araki y Carles Santos.
Krafft-Ebing acuñó el término «sadismo» en el siglo XIX y, desde entonces, el nombre de Sade se ha asociado al abuso, la dominación y la crueldad. Tomando como base ese reverso maligno del autor, esa delincuencia sexual de la que hablaba Onfray, la sala «Pasiones criminales» enfrenta al público con el mal. Sade declaró no ser un criminal, pero su obra nos obliga a encarar la posición que ocupa la vileza en las experiencias humanas y en las fantasías ficticias. En esta sección se analizan las investigaciones e hipótesis, llevadas a cabo por psicólogos y neurocientíficos, sobre la naturaleza del mal. Pero también se observa cómo ese mismo mal ha invadido nuestra existencia cotidiana a través de las numerosas e incesantes noticias sobre violencia de género, abusos a menores o violaciones. Y cómo el público demuestra una naturaleza morbosa por el sensacionalismo en los medios de comunicación. En «Pasiones criminales» se exponen los terroríficos experimentos de Milgram en Yale y Zimbardo en Stanford, junto a obras de Sira-Zoé Schmid, Laia Abril, Paul McCarthy o Domestic Data Streamers, y fragmentos de la película Funny Games de Michael Haneke.
La cuarta área, «Pasiones políticas», defiende que Sade está actualmente muy presente entre nosotros en la época actual, representado en un sistema de valores característico de la lógica neoliberal. E invita a enfrentarnos a sus escritos como un medio para tratar de entender el origen del mal y su significado: «Sade nos recuerda que la razón ilustrada es la fuente de los derechos humanos y al mismo tiempo su negación. Se discuten los rasgos sádicos del nazismo y otras formas de opresión, pero Sade se opuso a la violencia de la Revolución francesa y a la guillotina, y para sus personajes, la tortura, el expolio y el exterminio son fuente de placer individual. Si bien en la sociedad actual la violencia y el abuso de poder tienen una dimensión colectiva, es necesario examinarlos a la luz de las ideas de Sade para tratar de entender su origen». La sección cuenta con obras de Joan Fontcuberta, Marcelo Brodsky, Kara Walker, Teresa Margolles,y Blalla Hallmann.
Por último, Sade: la libertad o el mal se cierra con un epílogo titulado «El escenario de la revolución». Una sala donde se homenajea la vocación de Sade por el espectáculo teatral, aquella que cultivó hasta sus últimos años de vida con las funciones realizadas en el manicomio de Charenton. «El escenario de la revolución» reconoce cómo las ideas subversivas y libertinas de Sade siguen latentes en el siglo XXI a través del postfeminismo, la teoría queer, el postporno, el teatro, el cine moderno o el arte contemporáneo. Y enumera el trabajo de una serie de creadores de las artes performativas donde existe influencia sadiana: un fragmento de la obra Le retour de Sade de Bernard Noël, junto a varias muestras audiovisuales y fotográficas del trabajo de Albert Serra, Candela Capitán, Angélica Liddell y Shu Lea Cheang.
Sade: la libertad o el mal es una exposición del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (C/ Montalegre 5, Barcelona). La muestra, disponible hasta el 15 de octubre de 2023, ha sido comisariada por Alyce Mahon, catedrática de Historia del arte moderno y contemporáneo de la University of Cambridge, y Antonio Monreal, catedrático de Teoría de la literatura y literatura comparada. Para más información, invitamos al lector a visitar la página oficial de la exhibición.