Arte y Letras Literatura

Queneau en Bogotá

Raymond Queneau (DP)
Raymond Queneau (DP)

Lo vi ayer en el pasillo de una librería en el norte de Bogotá, con un traje amarillo y sus ojos escurridizos de pulpo asustado, y me lo traje a casa. Me sorprendió verlo —con su centenar y medio de páginas— en esta ciudad cansada donde hay que pedirle permiso a la policía para sonreír, porque aquí nadie lee sus libros; aunque también me hubiera sorprendido verlo en París, porque allá tampoco nadie lee sus libros. Del nutrido elenco de grandes escritores que ha dado Francia, él es el menos francés, pues es alegre, juguetón, pícaro. O sea: no es francés. 

Homo ludens de pies a cabeza, Raymond Queneau sabe que escribir es un juego. Un juego que hay que tomar en serio, como todo juego que se respete. Y Ejercicios de estilo (1947), que es el nombre con el que me lo encontré, es un ejemplo superlativo de ludopatía literaria. Una anécdota escandalosamente trivial es el punto de partida: en el bus de la línea S, un muchacho de veintiséis años y de cuello especialmente largo entra en cólera con su vecino porque este lo empuja cada vez que se sube un nuevo transeúnte; un par de horas después, ya calmado, el mismo joven aparece en una plaza discutiendo con un tercero sobre si debe o no agregarle un botón a su chaqueta. Nada más. Esa es la materia en bruto con que trabaja el saltimbanqui Queneau, que escribe noventa y nueve variaciones de ese mismo episodio. Variaciones escritas acrobáticamente empleando la aféresis o la políptoton o la síncopa (cuyo significado, claro, me tocó arrancarle al diccionario), o recurriendo a las onomatopeyas, o maniobrando dentro del rígido envase de un anagrama, o narrando de manera retrógrada (de atrás para adelante), o haciéndolo desde el punto de vista del joven de cuello de jirafa y a continuación desde la mirada del viajero que empuja y recibe la reprimenda. Así: noventa y nueve veces, hasta el delirio. 

El fútil pretexto se encoge hasta convertirse, por ejemplo, en un soneto que cumple rigurosamente con todos los requisitos técnicos, trabajo físico extenuante como pocos, casi de albañil, mientras que en la página siguiente se estira y emerge envuelto en la prosa engolillada de una carta oficial. Las piruetas lingüísticas de Queneau no conocen límite: la anécdota aparece más adelante escrita en latín macarrónico («Sol erat in regionemzenithi et calor atmospherae magnissima…»), o en modern style («Un petimetre, aquejado de un largo cuello, y, cosa extraña, con un cordoncillo alrededor del bombín…»), o en geométrico («En el paralelepípedo rectangular que se desplaza a lo largo de una línea recta de ecuación 84x + S = y, un homoide…»), o en amanerado («Eran los aledaños de un julio meridano. El sol reinaba con todo su esplendor sobre el horizonte de múltiples ubres…»), o en yo ya (cuyas oraciones empiezan todas por una secuencia del yo ya: «yo ya vi eso el otro día en la plataforma trasera de un autobús S. Yo ya le encontraba el cuello un poco largo a aquel joven…»). Queneau no deja títere con cabeza y se desgarra en un alarido en contra de los críticos literarios que buscan a toda costa evitar el comercio entre los diferentes estamentos del vasto feudo de la literatura. De paso, se burla sacrílegamente del lenguaje lastimado y bárbaro de los periódicos, anticipa proféticamente los absurdos a los que ha llegado la expansión imperialista de las palabras babosas del mercado, desnuda la criminalidad con que los políticos corrompen la lengua y reivindica sin complejo de inferioridad el carácter travieso de la poesía.

Otro de los aspectos notables de este librito es que su autor está presente en cuerpo y alma, sin siquiera asomarse. Como si jugara a las escondidas por entre las costuras de sus párrafos: acá estoy, pero no soy fácil de encontrar. Esta concepción del oficio literario, que Queneau maneja con una libertad y un dominio soberanos, se ve hoy acorralada, aplastada por el hipertrofiado aleteo de ciertos cenáculos cuyos desvergonzados y quebradizos profetas vomitan sobre el papel la vida propia sin antes pasarla por la molienda de la literatura y a quienes no les tiembla la conciencia a la hora de publicar dos o tres libros al año sobre lo valiente que fue la abuela, sobre lo duro que le tocó a la madre, sobre lo malo que fue el padre. Pero eso, en rigor, no es literatura. Sino apenas habladurías disfrazadas con el rótulo de literatura, el chapoteo de un barullo pretendidamente iconoclasta. La diferencia radica en que el auténtico escritor mira hacia adentro para tomar impulso y arrojar un haz de luz hacia afuera, hacia el mundo. Escarba en lo individual para hallar lo universal y lo eterno, lo que nos compete a todos, y se sitúa así en drástica oposición a esa actitud superficial y amanuense, estimulada por el furor de las redes sociales, que es puro y duro onanismo folletinesco, también llamado insalubremente autoficción. Lo cual nada quiere decir, pues toda gran literatura parte de la vida del autor. En William Faulkner y en Virginia Woolf, para no ir más lejos, ya se despliegan los mecanismos de la «autoficción», solo que a la sazón no se le conocía con ese nombre porque los expertos gringos de la mercadotecnia no se habían percatado del asunto; pero si queremos recoger la pita un poco más, se puede templar una cuerda que comienza en las confesiones de san Agustín y los diálogos insolentemente autobiográficos de Platón, pasa por el Dante y Cervantes que metió en el Quijote toda su vida— y se entrevera finalmente con los escándalos lógicos de Borges y la risa de Queneau. 

Yo tuve la suerte de frecuentar el parque de diversiones regentado por monsieur Queneau desde la adolescencia. Madame Fausse, una imprudente y sabia profesora de literatura, nos sobornó con eximirnos de la guillotina del parcial final —cuya eficacia a la hora de separar la cabeza del resto del cuerpo veníamos de palpar en el módulo de historia, dictado por ella misma— a quienes escribiéramos una reseña crítica de Le vol d’Icare (1968). En esta novela deliciosamente andrógina, un escritor descuida las páginas que ha garabateado y el silbido del viento aprovecha para secuestrar al personaje de Ícaro, que termina vagando por las callejuelas penumbrosas de París, de modo que el escritor se ve obligado a recurrir a un detective privado para traer de vuelta a su extraviada criatura. Con Queneau uno queda flechado desde el primer párrafo, agarrado del cuello por su prosa lírica, florida y resbaladiza, embrujado por una imaginación desmesurada. Por eso es tan importante la visita de Queneau a estos parajes bogotanos, donde el sentido del humor ha sido machacado y suplantado por la cáfila de chistes tontos del programa de televisión colombiano Sábados Felices —al aire desde 1972, lo que lo convierte, según los registros del Guinness World Records, en el más antiguo del mundo: pobre mundo—, que en realidad son más tristes que un domingo de resaca.

Rara vez sale a flote un libro de una novedad tan iracunda como Ejercicios de estilo. Aunque, si uno se para a pensar, esa novedad no es sino un espejismo, apenas un truco de prestidigitador, porque lo que hace Queneau no es más que un viaje de regreso a los orígenes remotos de la literatura, a esa tierra de nadie donde ya todo ha sido dicho, o al menos sugerido. Hace un pocotón de años, cuatro cronistas decidieron narrar, cada uno a su manera, el mismo episodio de un loco de barba salvaje, seguido por otros doce locos en sandalias, que multiplicaba los panes, curaba a los leprosos, desafiaba a los sabios de la tribu y al final terminó clavado en unos largos y ásperos maderos.

Para Raymond Queneau, cuatro versiones de un mismo hecho es cosa de niños. Él decidió llevar el juego un paso más allá y agregar noventa y cinco. 

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3 Comentarios

  1. Adolfo Segundo Bonilla Neira.

    Buen artículo sobre Raymond Queneau.

  2. Antonio Lozada

    Qué bello texto. Dan ganas de leer al ojón de Queneau. Gracias, Jot Down.

  3. Adriana Suárez Vásquez

    Muy interesante texto, me dejó pensando eso de «escarbar lo individual para hallar lo universal». Veremos qué traen esos ejercicios de Queneau.

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