Existe una vieja leyenda urbana que dice que Steven Spielberg vio El castillo de Cagliostro (Hayao Miyazaki, 1979) en el Festival de Cannes y salió impresionado, hasta el punto de calificarla como «una de las mejores películas de aventuras de la historia». Aunque la historia tiene todas las papeletas para ser un invent como la copa de un pino (para empezar, la película no compitió en Cannes; para continuar, no hay ninguna fuente fiable que acredite la frase de marras), lo cierto es que el rumor puede contener trazas de algo parecido a la verosimilitud. Porque el sentido de la aventura veloz y desprejuiciada de la cinta de Miyazaki parece prefigurar no solo el entonces inminente nacimiento de Indiana Jones, sino también esa bendita locura llamada Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio (2011), que fue la primera incursión de Spielberg en la animación, tres décadas después de no haber visto Cagliostro en Cannes.
El castillo de Cagliostro es, para ubicar a los no iniciados, el primer largometraje del director de títulos capitales del cine (y añadan ahí todas las mayúsculas que consideren) como Mi vecino Totoro, El viaje de Chihiro o El castillo ambulante. Pero también fue el segundo film derivado de la serie de anime Lupin III, sobre un ladrón de guante blanco nieto del Arsène Lupin literario creado por Maurice Leblanc. El anime adaptaba, a su vez, el manga escrito y dibujado por Monkey Punch, pero rebajando un tanto sus tintes misóginos, suavizando su componente sexual y potenciando la acción por obra y gracia del dibujo animado. El director de La princesa Mononoke (que ya se había fogueado dirigiendo varios capítulos del Lupin televisivo) llevó a cabo un proceso extremo de pulido de todos aquellos elementos, entregando un film que, da igual si lo dijo Spielberg o no, constituye una de las cumbres del cine de acción y aventura de todos los tiempos. Tanto es así que ninguna de las veintitantas películas posteriores sobre el ladrón se han acercado siquiera a la altura de su escena inicial, con una loca huida automovilística a bordo de un destartalado Fiat 500 de color amarillo. Tampoco lo consiguió un esforzado y estimable film de imagen real de 2014 (Lupin y el corazón púrpura de Cleopatra), que a pesar de sus virtudes se daba de bruces con un obstáculo aparentemente insalvable: no era de animación. Porque lo que permite el medio animado (y eso lo entendió a la perfección Spielberg en su Tintín) es estirar como un chicle lo verosímil, moldear a placer las capacidades de los personajes y desafiar los límites de la física más elemental para entregar un desbordamiento cinético que difícilmente está al alcance del cine fotorrealista.
Una teoría fílmica sin fisuras, podría decirse… salvo por el pequeño detalle de que es completamente errónea. Porque he aquí que la franquicia de Misión imposible reinventó su propia rueda hasta tres veces, y en el camino se topó, de forma consciente o no, con Miyazaki.
Desde hace más de una década, tiene poco sentido tratar de buscar en las distintas entregas de Misión imposible el ADN de aquella primera (y excelente) película firmada por Brian De Palma en 1996; mucho menos aún el de la serie televisiva creada por Bruce Geller en los años sesenta. Tras un desastre de secuela en slow motion a cargo de John Woo, J. J. Abrams redefinió la fórmula con notable acierto en el tercer largometraje, enderezando el rumbo de una cabecera que amenazaba con naufragar. Misión imposible III (2006) era una magnífica cinta de espías moderna, con un villano temible, una dirección notable y un elemento de melodrama que convertía por primera vez al protagonista en un personaje de carne y hueso. Pero faltaba todavía el ingrediente mágico. Tuvo que entrar en escena un cineasta curtido en los dibujos animados para acabar de refinar la receta de lo que hoy es la franquicia: Brad Bird venía de realizar Los increíbles y Ratatouille para la factoría Pixar y jamás había dirigido un film de imagen real. Y esa bendita inexperiencia le hizo enfrentarse a Misión imposible: protocolo fantasma (2011) como si se tratase de un cartoon, arrojando por la borda todo conservadurismo en las escenas de acción y rehogándolo todo con una buena dosis de sentido del humor absurdo. Nadie le dijo que aquello era una locura irrealizable, así que él fue y lo hizo. Y a partir de la siguiente entrega, el nuevo guionista y director de la saga, Christopher McQuarrie, solo tuvo que coger el testigo de esa carrera de relevos y huir hacia adelante, como el Coyote cuando corre por los aires más allá del borde de un acantilado sencillamente porque no se ha dado cuenta de que ya no tiene el suelo bajo sus pies.
En ese sentido, Misión imposible: Sentencia Mortal (parte 1) no es más que la prolongación natural de los dos (o incluso tres) episodios precedentes. Una montaña rusa de recorrido vertiginoso, pero de acabado impecable, no ya solo en el aspecto técnico sino también artístico. La limpieza de la dirección de McQuarrie en sus escenas de acción, con un sentido del tempo y de la composición espacial que envidiarían Michael Bay y todos sus émulos, se ve acompañada por la tensión y el nervio con que maneja la cámara en los tramos más reposados de la historia. Pero, sobre todo, el cineasta nunca olvida esa herencia del dibujo animado que incorporó Bird en Protocolo fantasma. Solo que si aquel parecía querer emular a su familia de superhéroes de Los increíbles, el director de Jack Reacher (2012) parece haber encontrado el referente ideal en el ladrón Lupin, en Hayao Miyazaki y en sus robos perfectamente imperfectos. Y quizá por eso esta Sentencia Mortal sea la película que mejor permita entender los derroteros que ha tomado la serie. Con ladronas traidoras, locas persecuciones en coche, la policía pisando los talones a los héroes, una llave que conduce a un «tesoro» codiciado por múltiples facciones… la trama podría ser perfectamente una entrega de Lupin III, sí. Pero ese parentesco también (o sobre todo) es una cuestión de tono y dirección, con el desdén por las leyes físicas tan propio del anime, el juego con los lugares comunes de las películas de atracos (esos flashforwards que muestran la realización del plan que Ethan Hunt esboza en voz alta, tan solo para ser abortados por las objeciones de otro personaje distinto) y, como elemento unificador, el humor constante, que no duda en entrar de lleno en el territorio del slapstick para hacernos recordar que aquello de la suspensión de la incredulidad es directamente proporcional al grado de diversión del espectador. Por eso, cuando en plena persecución por las calles de Roma el agente Hunt y la ladrona Grace toman prestado un reluciente Fiat 500 amarillo, la inspiración se hace tangible, y McQuarrie certifica que lleva ya tres películas entregándonos lo que parecía imposible: la versión de imagen real, en toda su gloriosa desmesura, de las aventuras animadas de Lupin. Al mismo tiempo, y gracias a una improbable coincidencia cronológica en las carteleras, la séptima Misión imposible permite vislumbrar lo que le falta a la (por otro lado muy estimable) última aventura de Indiana Jones dirigida por James Mangold: esa celebración del movimiento y esa vocación arrolladoramente lúdica que Spielberg quizá no heredó de El castillo de Cagliostro, pero que sigue viva en películas como esta.
Muy buen artículo. Muy acertado.
Hola a todos. No he visto la película aún. Pero quiero recalcar el poder de atracción de Cruise para llevarnos al cine. Pues va más allá de la franquicia MISION IMPOSIBLE. El año pasado TOP GUN MAVERICK lo prueba. Puedo dar fe de que de las últimas 5 películas que he ido a ver al cine, 2 son de Tom Cruise haciendo de Maverick y de Ethan Hunt.
Estoy de acuerdo con la reseña… pero sólo hasta que ésta llega concretamente a «hablar» de la última película de la saga recién estrenada. Para mí la peor después del bodrio insufrible que supuso la 2a parte. Por falta de espacio limitarme solo a decir que 2 horas y media para una historia que se cuenta en poco más de 1 hora y media… y que encima queda inconclusa. Mamma mía!
Es una opinión, para mí es larga , aburrida como no eran las anteriores y repetitiva. Se nota que no está terminada, falta pulido de guión y edición más fina. Una decepción