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‘Indiana Jones y el dial del destino’: al final de la escapada

Indiana Jones y el dial del destino
Indiana Jones y el dial del destino. Imagen: Walt Disney Pictures.

«No eres el hombre que conocí hace diez años», le espetaba Marion Ravenwood a Indiana Jones en una escena de En busca del arca perdida. «No son los años, cariño», respondía Indy, «son los kilómetros». Y es que en 1936, el intrépido arqueólogo se encontraba en toda su plenitud vital y física. El último capítulo de la saga, sin embargo, encuentra al personaje en un momento muy distinto: enfrentándose a su jubilación, para empezar, pero también a todos los reveses que puede acumular la vida cuando golpea a traición al encarar sus últimas curvas. El profesor Henry Walton Jones está en horas bajas; ni siquiera sus clases son ya lo que eran, llenas de pupitres vacíos y ante la mirada de desidia de sus estudiantes, incluso de las femeninas. Ya le advirtió Belloq que acabaría convertido él mismo en una reliquia de otro tiempo. Y por eso Indiana Jones y el dial del destino tampoco es igual que sus predecesoras; no puede serlo, o estaríamos ante un mero ejercicio de nostalgia y fotocopia, tratando de reverdecer unos laureles que ya hace mucho tiempo que se agostaron.

Por el contrario, James Mangold apuesta deliberadamente por un tono melancólico, un aire crepuscular que contagia incluso a la partitura de John Williams: si prestan atención, notarán que la «Raiders March» de los créditos finales suena más reposada, como si el héroe hubiera hecho las paces con la vida, o hubiera dejado al menos de escapar de ella. Porque, admitámoslo, en retrospectiva la vida adulta de Indiana Jones no ha sido tanto una sucesión de persecuciones como una constante huida: del aburrimiento, de la madurez, de la responsabilidad, de la relación con su padre, incluso de las mujeres de su intenso y otrora «bondiano» historial amoroso. Toda esa dinámica de fuga perpetua alcanzaba, ¡por fin!, su punto de no retorno en El reino de la calavera de cristal, un magnífico e incomprendido ejercicio en el que Spielberg ponía a su héroe ante el espejo y le obligaba a enfrentarse a su mayor temor, que resultó que no eran las serpientes sino sentar la cabeza. Atreverse a hacer feliz al amor de su vida, o a ejercer de figura paterna deshaciendo los errores de su propio padre, por ejemplo. Por eso, la última escena de aquella cuarta película era el punto final perfecto en el que despedirse del ya maduro Indy. Porque, como demuestra William Goldman en La princesa prometida, los finales felices solo son tales si no nos asomamos a lo que pasa después. Pero he aquí que Mangold viene a contar justo eso. Lo tomas o lo dejas. Y resulta que, contra todo pronóstico, ahí se encuentra una de sus grandes virtudes.

Indiana Jones y el dial del destino es, entonces, el relato de una vejez. Tras el obligado prólogo con una larga escena de acción que arranca in medias res, Mangold echa el freno y, justo después, se detiene por un momento a filmar el cuerpo octogenario de Harrison Ford. Sin adornos, sin CGI, incluso sin camiseta. Esto es lo que hay, parece decir, y construyamos desde ahí en vez de tratar de negar la mayor. Al fin y al cabo, el tiempo pasa, como le recuerdan al espectador los constantes relojes que, igual que el cocodrilo de Peter Pan, se ciernen implacables sobre el protagonista. Quizá la sombra del Spielberg de Hook es más alargada de lo que parece. Y quizá ya no son los kilómetros, sino los años, los que finalmente han abatido al héroe invencible.

¿Significa esto que no estamos ante una cinta de aventuras, sino ante algo más tedioso o incluso pretencioso? Para nada. Por fortuna, las dos horas y media del metraje se ajustan como un guante a la plantilla clásica de la franquicia, con persecuciones constantes, acertijos, reliquias arqueológicas, viajes por el mundo… Y algunas secuencias, como la persecución en tuk tuk por las calles de Tánger, son verdaderamente vibrantes. En una época en que apenas existe cine de aventuras puro, casi siempre contaminado hoy por ese otro género mucho menos romántico que es el de la ‘acción’, es de agradecer que Mangold presente su propuesta como una sencilla aventura a la vieja usanza. Y, sobre todo, como una auténtica película de Indiana Jones, ese género propio que tantos han tratado de imitar, casi siempre sin éxito. Todos los ingredientes están ahí, empezando por el macguffin prestado de los libros de historia (esta vez, la Anticitera encontrada en el mar Egeo a principios del siglo XX). Eso sí, ahora el peso de la acción física ya no recae tanto en el arqueólogo del látigo como en su ahijada Helena, verdadero hallazgo del film. Por supuesto, el carisma arrollador de Phoebe Waller-Bridge es clave para que funcione la química entre ambos, pero todo en El dial del destino está pensado para que ella tenga tanta presencia como él (de nuevo, la partitura de Williams delata las intenciones de los creadores, consagrando los momentos clave de la cinta al bellísimo «Helena’s Theme», que parece sacado de la edad de oro de Hollywood). A pesar de todo, no se asusten: Indiana Jones sigue siendo el protagonista de su película, el héroe sigue siendo héroe, y Harrison Ford hace una interpretación brillante, quizá más rica en matices que en todas las entregas anteriores. También hay, como es obligado, un rico plantel de secundarios (como un estupendo Antonio Banderas cuyo trabajo vocal es más Gato con Botas que nunca), algunos de los cuales dejan lecciones de absoluta vigencia. Por ejemplo, la agente de la CIA (Shaunette Renée Wison) que descubre por las malas que asociarse con nazis es siempre una mala idea, no importa cuál sea la causa.

¡Ah, los nazis…! Los grandes villanos de la saga, y que aquí se presentan también bajo una luz nueva. Y es que estamos en 1969, y la amenaza de los fascismos parece haber quedado atrás con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero, como estamos comprobando también en 2023, las apariencias engañan, y el mal se aferra a la sociedad aunque tenga que esconderse bajo nombres falsos. Por suerte, si hay algo en lo que el viejo Indy no ha cambiado es esto: siempre puede uno confiar en que acabará dando a los nazis su merecido, por la vía más directa posible.

En la columna del debe, eso sí, se echa de menos la exquisita caligrafía visual de Steven Spielberg, que elevaba cada set piece a pieza de orfebrería fílmica. Y la imparable cinética que impregnaba a las mejores entregas de la franquicia (léase la tercera, la primera y la cuarta, por ese orden ). Y también, ¡ay!, una cierta magia que quizá ya sea irrecuperable, porque los tiempos no son los mismos. Pero de eso trata a fin de cuentas este Dial del destino: de aceptar que no se puede cambiar el pasado, y que solo queda mirar hacia adelante y dejar de escapar de nuestros propios fantasmas.

Y de disfrutar viendo a un señor de ochenta años pegar puñetazos a los nazis. Eso también.

Indiana Jones y el dial del destino
Indiana Jones y el dial del destino. Imagen: Walt Disney Pictures.

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3 Comments

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  2. Esteban

    Un bodrio infumable, desprecio total al personaje como ya hicieron en Star wars, por suerte un fracaso merecido

  3. celso correa

    Lo de » carisma arrollador » no lo vi por ningún lado … al menos en esta pelicula , y lo de antonio banderas no tiene perdón…si la vieron ya saben por que …!
    pero lo cierto es que es superior al bodrio de la calavera de cristal y es un digno final…
    saludos!

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