No entender puede no tener fronteras, puede —incluso— ser un don, escribió Clarice Lispector, una manera de atravesar las ataduras del sentido, la cárcel del significado común.. Los sueños son ese territorio en el que, a priori, nadie entiende, el lugar en el que nunca se sabe a ciencia cierta, donde las cosas pueden ser blancas y negras al mismo tiempo, pero ¿cómo funciona el tiempo en el sueño? «¿Qué se hacen en el sueño el tiempo, el espacio y el principio de causalidad?», se preguntó André Breton, que no llegó a una explicación acabada más que a través del arte, quizá porque el arte, como los sueños, tiene partes secretas, insondables, mágicas.
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Sentada así, con los ojos cerrados, se creía casi en el País de las Maravillas, aunque sabía que bastaba con abrirlos de nuevo para que todo volviera a la sosa realidad.
(Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas)
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El 26 de diciembre de 1932, Sigmund Freud, en su tercera carta a André Breton, escribió: «Yo mismo no soy capaz de aclararme qué es y qué quiere el surrealismo. Quizá no estoy hecho para comprenderlo, yo que estoy tan alejado del arte».
André Breton nació en Francia en 1896, cuando Freud ya tenía cuarenta años y faltaban solo tres para que, en noviembre de 1899, le escribiera a Wilhelm Fliess (médico y psicólogo polaco, una de las amistades más íntimas de Freud, con quien mantuvo una larga correspondencia durante casi veinte años), como podría hacerlo cualquier escritor que recibe, por fin, muchos años de trabajo condensados en un cuerpo: «Ayer finalmente apareció el libro». Se refería a La interpretación de los sueños, uno de los pilares fundamentales de la teoría psicoanalítica, uno de los núcleos del interés de Breton por el psicoanálisis.
Antes de ser el fundador del movimiento surrealista, André Breton estudió Medicina y, en el comienzo de la Primera Guerra Mundial, fue destinado, como asistente, al Hospital Militar de Nantes y, tiempo después, al centro psiquiátrico de Saint-Dizier, donde eran trasladados los soldados que presentaban delirios agudos. Fue en medio de esas labores cuando conoció la existencia de los trabajos de Freud sobre los sueños, que eran ignorados o rechazados por la mayoría de los psiquiatras, gracias a la traducción del doctor Maeder, un escritor suizo que se había ocupado de resumir algunas de las ideas de Freud en francés. Se dice que Breton comenzó a experimentar registrando sueños de pacientes con el fin de interpretarlos de acuerdo con el procedimiento de asociación libre propuesto por Freud. Se dice que, a partir de esa experiencia, Breton concibió la existencia de lo surreal.
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[…] pero cuando el Conejo sacó un reloj del bolsillo de su chaleco y lo miró y echó a correr de nuevo, Alicia se puso en pie de un brinco, al cruzar por su mente como un rayo la idea de que nunca había visto un conejo con un chaleco con bolsillo, y menos aún con un reloj que sacar de ese bolsillo; muerta de curiosidad, echó a correr tras él por el campo, justo a tiempo de verlo desaparecer en una ancha madriguera debajo del seto.
(Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas)
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En octubre de 1921, un grupo de jóvenes entusiastas del movimiento antiartístico, de entre veinticinco y treinta y cinco años, visitaron al ya prestigioso Freud, de más de sesenta, en su casa de Viena. Los jóvenes eran Tristan Tzara, Jean Arp, André Breton y Max Ernst, que fue el promotor del encuentro. Freud, por entonces, ya era Freud, no solo había publicado La interpretación de los sueños, sino también el ensayo Más allá del principio de placer, estudio que supuso una revisión de todo su sistema teórico y el reconocimiento, por ejemplo, de que no todos los sueños son la realización de un deseo inconsciente; pero, probablemente, no era eso lo que más les interesaba a sus jóvenes visitantes. Breton, Tzara y sus compañeros buscaban una suerte de padrinazgo por parte de Freud, el reconocimiento de alguien a quien prácticamente habían considerado un maestro; pero acaso se pensaban más cerca de lo que en verdad estaban o quizá Freud se cuidaba muy bien de quedar asociado a un movimiento artístico, puesto que su gran interés residía en defender el psicoanálisis como ciencia, lejos del arte, del ocultismo o de cualquier disciplina que pudiera relacionarlo con el campo de las creencias. Breton, a pesar de sus esfuerzos, no logró conquistar a Freud, quien, algunos años más tarde, en una carta a Salvador Dalí reconocería que los había tomado por unos «locos integrales», a los que había escuchado con impaciencia durante un breve rato entre visitas de pacientes.
Breton, por su parte, mantuvo a Freud como su gran interlocutor en muchos de sus textos, especialmente en Los vasos comunicantes, en donde lo acusó de falta de espíritu dialéctico, de cierta tibieza a la hora de asumir las consecuencias de su propio pensamiento, de omitir una de las fuentes de su teoría y de cierto pudor imperdonable en sus interpretaciones sobre sus propios sueños: «las preocupaciones sexuales no representan al parecer ningún papel en sus sueños personales [los de Freud], mientras que contribuyen de una manera netamente preponderante en la elaboración de los otros sueños que se decide a someternos».
Poco tiempo después de la visita, en la revista Littérature, Breton escribió: «No me desagrada saber que el psicólogo más grande de esta época vive en una casa de aspecto mediocre en un barrio perdido de Viena».
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Para Breton, entre el mundo del sueño y el mundo real había una continuidad, dos mundos que no eran más que uno, que podían y debían estar al servicio de la creación artística. Cuestionaba, además, la diferencia jerárquica entre los pensamientos oníricos y de vigilia. Se preguntaba en qué criterio lógico nos basamos para hacer prevalecer unos sobre otros.
Freud, en cambio, muy preocupado por el estatus científico de su teoría, no solo se empeñó en sostener diferencias estructurales, sino que en 1914 agregó a la primera edición de La interpretación de los sueños la siguiente frase: «la realidad psíquica es una forma particular de existencia que no debe confundirse con la realidad material». La realidad psíquica es, sencillamente, el mundo en el que vivimos, la manera en la que creemos o nos decimos cómo son las cosas, el único mundo posible; por eso es curioso el empeño de Freud, ya que se trató de un concepto clave no solo para los sueños, sino para toda la conceptualización psicoanalítica, que echó por tierra la necesidad de contrastar los dichos de un paciente con la realidad. Ningún psicoanalista saldría a corroborar si el padre de un paciente es, en efecto, terrible. No importa si miente, porque ahí, en las palabras, como en la literatura, siempre hay una verdad.
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—¿Qué sabes tú de este asunto? —le preguntó el Rey a Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Nada de nada? —insistió el Rey.
—Nada de nada —dijo Alicia.
—Esto es algo realmente trascendente —dijo el Rey, dirigiéndose al jurado, que estaba empezando a escribir esa frase en sus pizarras cuando el Conejo Blanco les interrumpió:
—Intrascendente es lo que su Majestad ha querido decir, naturalmente —dijo en tono muy respetuoso pero frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.
—Intrascendente es lo que he querido decir, naturalmente —se apresuró a decir el Rey acto seguido, y continuó para sus adentros en voz baja: «trascendente… intrascendente… trascendente… intrascendente…», como si estuviera intentando decidir qué palabra sonaba mejor.
(Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas)
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Hace algunos días, un domingo de madrugada, ya en medio de este texto y preocupada por encontrar una forma sencilla de transmitir la teoría de los sueños de Freud, tuve que acompañar a mi hijo de trece años al aeropuerto para que se fuera de viaje de egresados. Una vez allí, pasé un buen rato mirando cómo se divertía con los amigos mientras despachaban las valijas, y, al mismo tiempo, me preguntaba si era oportuno decirle —en ese momento— que se cuidara del sol, de lastimarse, que por favor me enviara algún mensaje durante su estadía. Al regresar a mi casa ya al amanecer, dado que también me preocupaba no llegar a tiempo con la entrega de este texto, me puse a escribir, a leer a Freud, a Breton, aquí y allá, hasta que el sueño me venció a la hora aproximada en la que el avión estaría despegando. Durante esas horas soñé que mi hijo llegaba al hotel, que ahí estaba yo para recibirlo y que nuestra habitación era algo similar a mi estudio, en donde él me encontraba trabajando en este texto. Nos saludábamos complacidos al ver que todo marchaba de acuerdo con lo esperado. No recuerdo el final del sueño, pero, al despertar, la teoría freudiana cuajó ante mí con impactante nitidez.
Con el aporte de Freud, los sueños se convirtieron en una fuente valiosa de un conocimiento sobre nosotros mismos del que no tendríamos noticias si no fuera por el trabajo de interpretación, dado que pertenece al inconsciente: esa otra escena psíquica a la que no es posible acceder voluntariamente, pero que determina nuestro proceder.
Los sueños están formados por un motor inconsciente y un resto del día. El resto se puede ver a simple vista, se trata de algo pendiente, tal como los restos diurnos de mi sueño. El motor, en cambio, es el deseo inconsciente reprimido, que no es sinónimo de deseo en el sentido corriente. En mi caso, uno de los deseos inconscientes puede ser no separarme de mi hijo; inconsciente, porque no me reconozco en ese deseo, me hace feliz ver cómo es capaz de alejarse y hacer su vida sin mí; en ningún momento consciente pensé en ofrecerme de madre acompañante ni nada parecido, aunque sí me reconozco en la preocupación de que sepa cuidarse solo. Pero, ¡vamos!, me diría Freud, ahí está mi sueño para cumplir aquello que juzgué inconveniente o que ni siquiera me atreví a pensar: estar con mi hijo, tener noticias del aterrizaje en destino sin dilaciones y que eso no interfiriera con el hecho de seguir trabajando en este texto y cumplir con el plazo previsto de entrega. Pero acaso el tercer motor pueda ser el más impactante: mi sueño, pensado así, sostiene a la letra la teoría de Freud acerca del sueño como cumplimento de un deseo inconsciente reprimido, cosa que el propio Freud tuvo que admitir, después de la publicación de su ensayo Más allá del principio de placer, que no se aplicaba en todos los casos.
Pienso, entonces, que quizá también soñemos por amor.
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—¿Quién eres tú? —dijo la Oruga.
No era este un principio alentador para una conversación. Alicia contestó con cierta reserva:
—Yo…, yo…, ahora no sé muy bien, señor…, pero sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; me parece que he debido cambiar varias veces desde entonces.
—¿Qué quieres decir? —dijo la Oruga en tono severo—. ¡Explícate!
—Me temo, señor, que yo no puedo explicarme a mí misma —dijo Alicia—, porque yo ya no soy yo, como podrá ver.
(Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas)
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En 1972, cuarenta años después de la última carta de Freud a Breton, Jacques Lacan, médico y psicoanalista francés, gran lector de Freud y responsable del retorno a su teoría para luego reelaborar y refundar el psicoanálisis, y que también había conocido a Breton, dictó su conocido seminario Aún, en el que dijo: «un sueño es algo que no introduce a ninguna experiencia insondable, a ninguna mística: se lee en lo que se dice de él, y se podrá avanzar si se toman sus equívocos en el sentido más anagramático de la palabra». La continuidad entre el mundo real y el de los sueños está dada, entonces, por las palabras. Los sueños, como el de Alicia en el País de las Maravillas, como la realidad, son un texto y, como tal, se pueden leer y escribir. Breton llevaba seis años en ese nudo sordo que es la muerte y no estaba para debatir con Lacan, pero me atrevo a conjeturar que podría haberle recordado que lo insondable está justamente ahí, en las palabras.
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