Una mujer envía un mensaje a su amante. Es un bulto con una serie de objetos: té, una brizna de hierba, un fruto rojo, un orejón, un trozo de carbón, una flor, un terrón de azúcar, un guijarro, una pluma de halcón y una nuez.
¿Qué significa? ¿Qué lee el hombre en ese puñado de cosas?: «Ya no puedo beber té, sin ti estoy tan pálida como la hierba, mi corazón arde como el carbón, eres tan hermoso como una flor y tan dulce como el azúcar, pero ¿tienes una roca en lugar de corazón? Volaría hasta ti si tuviera alas, soy tan tuya como una nuez que estuviera en tu mano».
La historia del mensaje cifrado es de un cuento de Kipling y nos muestra un lenguaje, concreto y simbólico a la vez, capaz de lograr el entendimiento perfecto. Claro que, para ser efectivo y cumplir su propósito, requiere de una comunión absoluta entre los involucrados y de un código único y común, como acaso tienen —por lo menos durante un momento más o menos breve— todos los amantes.
Un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas
El capítulo 68 de Rayuela es famoso:
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
Cuando fuimos adolescentes y nos sentíamos la Maga o soñábamos con serlo, esperábamos toparnos con alguien como Horacio Oliveira, un ser capaz de inventar mucho más que un apodo cariñoso; queríamos alguien lo suficientemente enamorado, cool, cínico y francés como para crear todo un idioma para dos. El glíglico de Cortázar —tan enamorado, cool, cínico y francés como Horacio Oliveira— era una aspiración. Queríamos formar parte de ese mundo donde el tiempo se pierde sin culpa, los amantes juegan a encontrarse por la ciudad sin salir a buscarse y se entienden con palabras inventadas.
El idioma es una jerigonza que imita la estructura del español, tiene su morfología, su sintaxis, su puntuación y su entonación. Lo entendemos porque hay una gramática reconocible pero también porque venimos siguiendo a los protagonistas: deambulan por las calles de París y se quedan tumbados en un cuarto pobre porque no importa nada más. No hace falta una novela para contar esa historia, mucho menos una novela romántica. El amante —y el autor— solo condesciende al romanticismo a través de los juegos de palabras, como tomando distancia. Incapaz de soportar la carga de sentido que los términos del amor arrastran, intenta alivianarla con hidromusas, pínices y marioplumas.
Cortázar se ganaba la vida como traductor. Conocía esos mecanismos de las lenguas, manejaba los hilos invisibles del sonido y el ritmo que nos permiten captar de manera intuitiva el significado hasta por fin comprender. A su personaje Oliveira le complace también hacer cosas con las palabras. Como un niño pequeño que vive inmerso entre los sonidos de la lengua materna sin poder hablarla aún, el protagonista de Rayuela quiere hablar el lenguaje del amor pero no puede permitírselo. Demasiado empalagoso para él. Entonces balbucea. Es también como un adolescente: fatalmente incomprendido, busca sustraer sentido a los mayores (la sociedad, el sistema) y se escuda en un argot propio.
«Heste Holiveira siempre con sus hejemplos»
Julio Cortázar ya había escrito algunos de sus mejores cuentos en Buenos Aires, había sido maestro de escuela, profesor en la universidad, había terminado los estudios de traductor público, había traducido a Chesterton, Defoe, Gide, Yourcenar; Argentina ya no tenía nada nuevo para ofrecerle. Se fue a Francia y se quedó «del lado de allá». A la mañana traducía, a la tarde leía y escribía. Con el tiempo se fue llenando del espíritu Rayuela: la búsqueda de un lenguaje propio y poético, ciertas dosis de humor, una sed metafísica, la convicción de ser un cronopio en medio de famas, las charlas con sus amigos, el desencanto burgués: «He puesto todo lo que siento frente a ese fracaso total que es el hombre de Occidente».
Lo que le quedó fue un libro, «un ladrillo, un artefacto», del que se sintió orgulloso. Con Rayuela entró en el boom latinoamericano de los sesenta; si hubiera un podio, definitivamente estaría entre los premiados. El primer puesto indiscutido quedó para Gabriel García Márquez con sus historias caribeñas: exóticas, pintorescas, mágicas. Una delicia de colores para los ojos europeos. Julio, en cambio, vivía en París —donde Europa es todavía más Europa— y, a falta de un entorno exuberante, decidió ir por la exuberancia del lenguaje. Se declaró enemigo de los géneros, de las formas establecidas y de las palabras del diccionario.
Curiosamente, mis primeros recuerdos son de diferenciación. Una especie de sospecha de que si yo no exploraba la realidad en su aspecto de lenguaje, en su aspecto semántico, la realidad no era completa para mí, no era satisfactoria. E incluso entré en una etapa —a los ocho o nueve años— que podría haber sido peligrosa y desembocado en la locura: las palabras empezaban a valer tanto o más que las cosas mismas.
(La fascinación de las palabras. Conversaciones con Julio Cortázar, Omar Prego)
Para vos la operación del amor es tan sencilla
Cuando en 1950 la judía alemana Edith Aron volvía de Buenos Aires a Europa, coincidió durante tres meses en el mismo barco en el que viajaba Julio Cortázar. No se conocieron. Un par de años después, cuando él se instaló en París, se cruzaron en una librería, en el cine, en los Jardines de Luxemburgo. «Él estaba muy influido por los surrealistas, que creían que las coincidencias eran algo importante, así que me invitó a tomar algo, me leyó un poemita y hablamos de amigos comunes en Buenos Aires». La historia la contó Edith Aron, la inspiradora de la Maga, esa chica inocente, enigmática y algo esotérica que se relaciona con el mundo a partir de la intuición, también con Horacio.
Hacía todo el tiempo ese tipo de juegos, en los que yo nunca me sentí a la par. ¡Me acomplejaba porque él sabía tanto y yo sabía tan poco! No me decidí a irme a vivir con él justamente porque quería estudiar.
Lejos del personaje, Edith Aron fue profesora, escritora y traductora. Llevó al alemán a algunos de los mejores escritores latinoamericanos: Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, incluso al propio Cortázar, hasta que un día le sacaron la traducción de sus libros. Al poco tiempo supo que Cortázar había mandado una carta a su editor en la que criticaba su trabajo y decía que era lógico: todos conocían las limitaciones de la Maga.
Me hizo mucho mal profesionalmente. ¡Yo trabajé en el Instituto Goethe de Londres, en el Imperial College! Creo que Cortázar me confundió con el personaje. Eran textos muy buenos, los hice ver por expertos. Cortázar estuvo muy mal en hacérmelos sacar. Luego se arrepintió, pero yo ya tenía una rabia infinita.
Los manuscritos traducidos quedaron en un cajón y la rabia infinita siguió por años, hasta que un día de 1984 leyó en el periódico que el hombre de París había muerto. Las frases de Rayuela se reproducían en pósteres, tarjetas y cuadernos escolares, mientras las parejas intentaban llegar a un idioma propio y secreto, solo para ellos, como el que tenían la Maga y Horacio Oliveira.
Pero el capítulo 68, el relato de ese revolcón memorable, está en tercera persona. El glíglico, más que un idioma secreto entre dos amantes, es otro de los juegos que el autor deriva hacia su protagonista. A Horacio Oliveira le encanta hablar de sí y se complace en ver su imagen reflejada en cualquier superficie, es el poeta filósofo incomprendido, enredado en un casi amor con la mujer de los encuentros casuales. El entendimiento con la Maga es imposible; no comparte el código, es una invitada a su show existencial.
Tal vez ella, antes de marcharse, haya dejado sobre la mesa un pequeño bulto con una serie de objetos, cuyo significado es incomprensible para él.
Excelente artículo me dan ganas de volver a Rayuela y otra vez adentrarme en este gran amor Gracias
Me dió ganas de volver a leer a Rayuela…
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