En Las tempestálidas, el escritor búlgaro Gueorgui Gospodínov imagina que, ante el desalentador futuro que se plantea, toda Europa celebra un referéndum para elegir la década en la que vivir para siempre: si no hay futuro, elijamos qué época del pasado nos gusta más. Claro que es una manera de lo más gamberra de ridiculizar la nostalgia. El libro, editado por Fulgencio Pimentel, con traducción de María Vutova y César Sánchez, incluye un mapa con los resultados del referéndum por país (Suiza elige la época del referéndum). «Los noventa permanecieron como la segunda fuerza más votada del continente, un sueño de repuesto y, en cierto sentido, un porvenir luminoso para el imperio de los ochenta. No podían ser subestimados. En ellos entraron de cabeza la República Checa y los tres países bálticos, embriagados aún por la independencia lograda en 1989, Eslovenia y Croacia también terminaron eligiendo la última década del siglo, con una cláusula específica: su década solo entraría en vigor en el periodo posterior a la guerra de Yugoslavia».
Dubravka Ugrešić (Kutina, 1949-Ámsterdam, 2023) dejó Zagreb, su ciudad, primero por Ámsterdam para pasar luego una temporada en Middletown (Estados Unidos), entre 1991 y 1992. Había escrito una columna para un periódico neerlandés estando allí y este le ofreció la posibilidad de mantener la colaboración desde Estados Unidos. Esa sería la materia prima para Ficcionario americano, publicado en 1993 y luego revisado en 2017, y traducido por Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelec para Impedimenta. En esta misma editorial hay otros libros de Dubravka Ugrešić, como Zorro, El museo de la rendición incondicional, La edad de la piel o Baba Yagá puso un huevo. Este último es una de las cosas más divertidas que ha leído en su vida la escritora Bárbara Mingo, autora de Vilnis. A Mingo, al pedir la liquidación de su libro, no solo le facilitaron el número de ejemplares vendidos, sino también dónde se habían vendido. Descubrió que su libro se había vendido más fuera de España que dentro y no sabía qué quería decir. Tardé muy poco en responder: eres una escritora europea. Como Dubravka Ugrešić.
Al final de Ficcionario americano, en el capítulo titulado «P. S.» y fechado en 2017, Ugrešić cuenta que se quedó mirando medio hipnotizada un escaparate de una tienda en la Quinta Avenida. La tienda era de Louis Vuitton, aunque podía haber sido cualquiera. «Como petrificada, miraba allí el precio de un pequeño bolso de aseo solo porque el importe coincidía con el del anticipo de mi nuevo libro. Tuve que afrontar el hecho de que mi trabajo de varios años en el libro (¡qué patético suena esto!) en el mercado global de valores valía lo mismo que un bolso de aseo…».
Ficcionario americano es un diario de sorpresas, podríamos decir: la extranjera anota costumbres que le llaman la atención, a veces con admiración, a veces con incomprensión, siempre con sentido del humor. Dedica un artículo al jogging o, más bien, al dinero que se gasta en gadgets para convertirse en jogger: «Cada día compro algo. Compro a escondidas, en la tienda finjo hacer las compras para mi hermano, mi marido, un amigo, justo es lo que necesito para mi sobrino, digo, aquella cinta para el pelo, ya sabe usted, las que llevan los deportistas…». Aparece el culto al cuerpo: «La cultura americana trata al cuerpo como Su Majestad el Cuerpo. […] Con su ideología del cuerpo, América despoja al cuerpo del derecho a la ambivalencia carnavalesco-grotesca». Lo curioso es que de lo que más habla este libro de artículos y ensayos es de un país que ya no existe en un continente que está cambiando: Yugoslavia, Europa. Yugoslavia (y Europa del Este) es la medida con la que compara Estados Unidos. Aparece también la idea que tienen los estadounidenses de Yugoslavia, «ese país que está en guerra», que a veces confunden con cualquier otro país de Europa del Este surgido de la disolución de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín. «Vengo del “poscomunismo” fresco, pobre de mí, seguro que lo he pasado fatal esperando en las colas para conseguir papel higiénico; vengo, por lo demás, de un país en el que revolotean los cuchillos por encima de mi cabeza, vengo del caos balcánico, he escapado de mis paisanos, a los que no es fácil sacarles una sonrisa, que cual llama pueden escupirte a la cara ante un haveaniceday, he escapado de un país cuyos caminos vitales están abarrotados de accidentes de tráfico».
En el primer texto, «Refugee», Ugrešić se descubre como apátrida, Yugoslavia ya no existe, Croacia no existe, pero consigue el visado en el consulado de Ámsterdam para viajar a Estados Unidos. En el segundo, «ID», Ugrešić está en el avión rumbo a Nueva York, el encargado de comprobar los pasaportes dice que nunca ha visto uno como el de ella: «Y quizá nunca más vuelva a verlo —digo, cogiendo mi pasaporte, y enrojezco debido a mi arrogancia, mi impertinencia, por el tono que llama al orden a cualquiera que no esté informado del asunto, por el tono que es absolutamente ajeno a mi carácter, pero, ya ves, se ha colado en mi voz como un virus. Enrojezco por ese tono con el que resuena todo mi país, mi Atlántida». En el penúltimo capítulo, «Life vest», Ugrešić viaja de vuelta a Zagreb. (También en Las tempestálidas hay un vuelo de regreso a Bulgaria que Gospodínov aprovecha para hacer una especie de retrato de su país). «Al volver a Zagreb, a finales de junio de 1992, tuve la sensación de que la realidad ya no existía. La realidad en mi país, que se desmoronaba y desvanecía, era mucho peor que cualquier cosa que nos hubiéramos imaginado, había borrado los límites entre los mundos existentes y los inexistentes, y de nuevo me encontré al otro lado de otro espejo», escribe Ugrešić en el prólogo del libro. Dubravka Ugrešić abandonó su país para establecerse en Ámsterdam en 1993, después de sufrir amenazas y acoso mediático.
La escritura de Ugrešić combina la inteligencia analítica con la ausencia total de pesadez, es como si iluminara las cosas; nunca hay paternalismo ni resulta fácilmente predecible. Dice Bárbara Mingo a propósito de Ugrešić: «Y siempre es posible detectar en sus textos al menos dos actitudes muy vitales que se superponen sin dificultad, aunque se den de vez en cuando algún codazo: un gran sentido del humor y un gran cabreo. Sobre el cabreo, es ejemplar cómo lo maneja, pues nunca parece nublarle el entendimiento, como si alimentase la templanza precisamente con el enfado». «Harassment» es un buen ejemplo, parece que se esté riendo un poco de la obsesión de los estadounidenses con el acoso, cosa que hace, pero de pronto concluye: «Y cuando yo, una extranjera, recuerdo de dónde vengo, siento de repente vergüenza, y entonces pienso que Estados Unidos tiene toda la razón. Porque la historia de los países balcánicos no es nada más que la historia de un mutuo harassment […]. Me quedo sin aliento ante la idea de que mi actual arrogancia burlona respecto al dichoso harassment sea de la misma clase que esa con la que mis ágiles compatriotas, con una facilidad nunca vista, han destrozado su propio país». En Como un cielo en nosotros, Jakuta Alikavazovic, escritora e hija de inmigrantes de la antigua Yugoslavia establecidos en París, cuenta que los vecinos de la hermana de su padre huyeron conforme la guerra avanzaba, pero, antes de irse, señalaron la casa como un objetivo que eliminar. A la tía de la escritora lo que más le impresionó fue que marcaran su casa a pesar de que durante años se habían ido juntos de vacaciones.
Cuando le dije a Bárbara Mingo que era una escritora europea no tenía muy claro a qué me refería, pero sabía que era una descripción acertada (escribe Vernon Lee: «Es una mera cuestión de sentido común, de ese sentido común que llamamos intuición cuando actúa rápido y casi de forma inconsciente; y que llamamos genio cuando lidia con nuevas e inesperadas combinaciones que nadie ha concebido hasta el momento»; lo mío es una intuición). Escribe Ugrešić (el capítulo se llama «EEW», East Europe Writer): «Envidio al escritor ‘oddicental’. Me imagino a mi colega escritor occidental como un viajero elegante que viaja sin equipaje. A mí me imagino como una viajera con un equipaje ‘enorme’, viajera que desesperadamente intenta liberarse de su carga, pero la lleva a rastras como si fuera su destino. […] toda mi vida había hecho lo posible para conservar el derecho a mi único privilegio. El privilegio de ser escritora. Rechacé afiliarme a partidos, ser miembro de organizaciones, comisiones y jurados, evité ser de izquierdas y de derechas, de arriba y de abajo. Fui una outsider inquebrantable. Rehusé ser miembro de clubes alpinistas, feministas y de buceadores. Un escritor, pensé, no debe tener Patria ni Fe ni Nación ni Nacionalidad; un escritor no debe servir ni a una Institución ni a un Pueblo ni a Dios ni al Diablo; un escritor deber tener solo una identidad, sus libros, pensé, solo una patria, la Literatura. (¿De dónde me habré sacado esto?)». Si no es la mejor, poco le falta.
Es una autora desconocida para mí pero la verdad es que, según este comentario, parece muy interesante, capaz de hacernos pensar en lo que estamos dejando ir.