Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places.
En el ecuador de los noventa, España vivía una situación extraña tratando de encontrar su rumbo tras el espejismo de unos Juegos Olímpicos y una Expo sevillana que convirtieron a Cobi y a Curro en futuros huéspedes de centros de desintoxicación para estrellas efímeras. La sociedad se notaba cabizbaja ante una televisión que había convertido el amarillismo sin pudor en material con el que atragantar a los espectadores. La moda tampoco tenía la brújula afinada y navegaba entre la resaca ochentera y los colores chillones a modo de bandera kitsch. En el terreno del lenguaje se daba un fenómeno curioso: el castellano comenzaba a dejarse meter mano por vocablos ajenos y a admitir sus propias perversiones. Los jóvenes que arrastraban mandíbulas por las discotecas de la Ruta Destroy salían de viernes para partir el bakalao y volvían a casa en el crepúsculo del domingo balbuceando un idioma propio, pero también importando términos anglosajones populares en los tumultos de las raves. Entretanto, en TV3, José María Aznar abría su corazón al pueblo mediterráneo al asegurar que hablaba catalán en la intimidad. El lenguaje, en general, estaba juguetón.
Y de repente, ocurrió algo que nadie, absolutamente nadie, había predicho. Un malagueño envuelto en camisas de estampados imposibles y con un idioma propio apareció brincando en las televisiones para hacer reír a los espectadores, poseer a todo el país con sus convulsiones y provocar que a los lingüistas les comenzase a parpadear un ojo con frecuencia.
De figuras
En 1994, la parrilla televisiva era el equivalente a una contienda bélica que tuviera lugar en la pista central de un circo. Las cadenas privadas habían aterrizado en los hogares españoles un par de años atrás y las propuestas catódicas se vieron obligadas a tirar de artillería pesada para amarrar las atenciones del público: Jordi Hurtado, Andrés Pajares, Carlos Carnicero, Isabel Gemio, Pepe Navarro, Alfonso Arús, Lola Flores, Kike Supermix, José María Íñigo, Emilio Aragón, Teresa Rabal o Fernando Fernán Gómez conformaban una pequeña parte de un elenco extraño, diseminado por diferentes canales públicos y privados con la idea de atrapar al espectador y regatear el temido zapping. En abril de aquel 94, sobre aquellos escenarios, tuvo lugar un hecho inusual: una cadena privada llamada Antena 3 superó por primera vez los índices de audiencia de la omnipresente Televisión Española. El canal público y el resto de emisoras privadas contemplaron la hazaña con recelo e hilillos de humo emanando de sus orejas.
Pocos meses después, en medio de una cruenta batalla por los favores de los espectadores, aquella Antena 3 estrenó un formato que parecía condenado de antemano. Genio y figura, un programa humorístico, ideado por Tomás Summers y presentado por Pepe Carroll, basado en algo tan caduco como contar chistes. Se trataba de un show donde varios concursantes desfilaban enunciando chascarrillos, pero que también poseía una alineación de cómicos especializados en declamar ocurrencias de gracejo cuestionable. Entre ellos se encontraba la figura de una persona a la que ningún comediante de aquel programa fue capaz de hacer sombra. Un pequeño individuo cuentachistes y sesentón, de patilla frondosa que se agitaba, lucía una coleta imposible para una cabeza tan poco pilosa y hablaba una jerga insondable. Un hombre nacido Gregorio Esteban Sánchez Fernández y rebautizado artísticamente como Chiquito de la Calzada.
Aquel humorista recitaba chistes populares, chanzas tan desgastadas por el uso que, en teoría, ya no deberían causar risa. Pero, contra todo pronóstico, en la práctica, sí lo hacían, hasta el punto de obligar al público a retorcerse entre carcajadas. El secreto era que, en su acto, lo importante no era el qué, sino el cómo. El chiste era lo de menos; la ejecución lo era absolutamente todo. Y aquella suponía un ejercicio de dadaísmo involuntario, una amalgama de sacudidas, sufijos imposibles, gorgoritos, regates, paragoges, graznidos, saltos, apócopes, coletillas inusuales, movimientos de kárate casero y palabras imaginarias encabezadas por un «fistro» carismático.
El cómico, que caminaba apuntalándose la espalda y quejándose de dolores ficticios, había creado algo nuevo sin saberlo, se había configurado a sí mismo como un artefacto humorístico impredecible. Era un hombre orquesta del chiste, armado con un repertorio tan natural e improbable como despreocupado e improvisado. Un one-man army. Un marciano que acababa de aterrizar entre nosotros portando camisas que solo un extraterrestre se hubiese atrevido a vestir.
De genio
El efecto que produjo aquel malagueño fue instantáneo, asombrosamente veloz, tanto que, como le ocurrió a Ernesto Sevilla, era más fácil toparse antes con alguien imitando a Chiquito que con el propio Chiquito en la pantalla. La onda expansiva del fenómeno resultó incluso más potente que el punto de la deflagración. El país no solo se reía con el humorista, sino que, de manera súbita e inesperada, parecía incapaz de moverse y comunicarse sin imitarlo. La gente comenzó a caminar arqueada, dando saltitos como si el pavimento abrasase, canturreando sobre los equinos de Bonanza, pegando consonantes nasales al remate de las palabras y utilizando términos como «pecador» fuera del ámbito eclesiástico y «diodenal» lejos de la galaxia en la que hubiera sido enunciado. Mar Abad, en el fabuloso ensayo De estraperlo a postureo, lo dejó bien claro: «Y de pronto, todo el país comenzó a hablar como un solo hombre».
Pero el humorista no siempre contó con el beneplácito de las plumas ilustres. En su época, una era post Mama Chicho, los columnistas habituales calificaron la silueta del cómico como vulgar, esperpéntica y adalid de la patria panderetera. Francisco Umbral lo definió como «Florón calvorón de un pueblo sin clase ni sentido de clase, gracioso antiguo de una España antigua y puta, escobón del lenocinio que sale por la tele para barrer las últimas serpentinas y los últimos condones que ha dejado la clientela, la tropa bienoliente de los contratados, los subvencionados, los implicados, los muertos». En cambio, otros como Rafael Torres dieron de lleno en el calvo: «Los chistes que cuenta son malísimos, pero nadie sería capaz de contarlos tan bien como él».
En realidad, Chiquito de la Calzada no contaba chistes: los dinamitaba, los deconstruía sin pensar en ello. No existía un sofisticado plan detrás porque la demolición ocurría de manera natural. Lo suyo era un surrealismo crudo, un sinsentido que obedecía a leyes ignotas. Los Monty Python nos enseñaron que los andares jocosos eran un fabuloso material cómico al instaurar el Ministerio de los Andares Tontos. El espíritu del léxico inventado que utilizaba Gregorio se replicaría en los vocablos ficticios que más adelante acuñaron la tropa Chanante o Venga Monjas, porque todos nacían con la misma meta: el mero hecho de sonar estúpidos y graciosos, la coña por encima de toda lógica. Chiquito de la Calzada, la figura, era un compendio de elementos cómicos pero no se parecía a ninguno, porque en realidad no había ocurrido nada como él antes. Ni ocurriría después.
A. C. (antes de Chiquito)
El 28 de mayo de 1932, en un edificio ubicado en la calle Calzada de la Trinidad del barrio malagueño de La Trinidad, nació Gregorio Sánchez. Desgraciadamente, la suya no fue una infancia cargada de risas: vivió en una familia de clase obrera y cinturones apretados donde pasaba «más hambre que el sastre de Tarzán». Cuando sumaba tan solo seis veranos se vio huérfano de padre y abandonó el colegio de manera muy prematura. A los ocho años, aquel niño decidió trepar a los escenarios para no apearse de ellos de ahí en adelante. Pero, en esos inicios, la vocación artística del chaval no apuntaba hacia los senderos del humor, sino hacia los recovecos y los ecos del cante flamenco. Adoptando el apodo de Chiquito de la Calzada, en referencia a su temprana edad y a la calle donde fue alumbrado, ejerció de cantaor desde crío, formando parte de la compañía Capullitos Malagueños para animar bodas, farras y eventos de todo tipo.
Su trayectoria musical lo llevó a actuar en el Teatro Calderón, el Teatro de la Latina, el Circo Price y el Teatro Chino de Manolita Chen, donde conocería a Josefa García Gómez, la bailarina que terminó danzando a su lado el resto de su vida. Pero al cantaor las pobres condiciones económicas del oficio no le permitieron evitar las estrecheces y, a la altura de los años setenta, decidió mudarse a Tokio para acumular ahorros aprovechando la popularidad del flamenco en Japón. Presentándose bajo el nombre de Chiquito San, el artista vivió durante dos años en unas tierras orientales donde llegaría a compartir tablao, concretamente el del legendario local El Flamenco en el céntrico barrio de Shinjuku, con Paco de Lucía. A su regreso, ejerció más de palmero que de cantaor y se dedicó a amenizar los huecos de las actuaciones arrojando chistes ante una audiencia que todavía no podía sospechar que estaban presenciando el nacimiento de una leyenda. En los noventa, el productor Tomás Summers se tropezó con Gregorio en Torremolinos y decidió que tenía que llevar volando a aquel alienígena hasta los platós televisivos madrileños. Chiquito rechazó los despegues y decidió ir cauteloso a la capital en tren, tras haber adquirido pánico a los aviones durante su estancia en Tokio. Se presentó en el estudio de un programa llamado Genio y figura. Y desató un huracán.
D. C. (después de Chiquito)
Tras Chiquito, el mundo tal y cómo lo conocíamos cambió por completo. Las palabras y expresiones «comorl», «paparl», «¿te das cuen?», «grijander», «no puedor» o «guarrerida», se infiltraron en el lenguaje habitual de un español medio que, de repente, se despedía con un «hasta luego, Lucas» independientemente del nombre del contertulio. Mientras tanto, el malagueño rodó por multitud de galas televisivas, radios, campañas publicitarias, pregones y actos promocionales.
Al mismo tiempo, la sociedad lo forjó con dedicación como icono de cultura pop: retozó con el tecno al ponerle cara y jingles al Bolero Mix 11, resonó en los corredores del videojuego Doom cuando los modders tunearon aquel first person shooter para incluir sus gemidos en la partida, se convirtió en meme viral gracias a una parodia de la famosa campaña electoral de Barack Obama que rezaba «Yes, we jarl», al estilo de Shepard Fairey, y logró aquello a lo que aspira todo ser un humano civilizado: que Matutano lanzase un snack, Fistros, y una colección de tazos, Chiqui-tazos, basados en su persona. Warner editó los mejores momentos de Genio y figura empaquetados en una cinta VHS que se convirtió en un producto más rentable que muchas superproducciones hollywoodienses. En el internet de Myspace, el DJ Nathan Church inventó el chiquigrind, un género musical nacido de combinar el grindhouse metalero con frases del humorista, creando un punto de unión extraño entre el universo fistro y las palizas sónicas de Napalm Death. En el mundo de las viñetas, Chiquito tiene el honor de haber sido el único superhombre andaluz que se ha paseado por los cómics de DC: el dibujante español Pere Pérez lo infiltró en la franquicia Superman frecuentemente como miembro de la plantilla del Daily Planet en el que curraba Clark Kent, y los artistas David López y Álvaro López lo convirtieron en chófer de la mismísima Catwoman. En 2019, Sergio Mora le dedicó una biografía en viñetas, Las legendarias aventuras de Chiquito.
La primera aproximación de Chiquito a la farándula audiovisual fue anecdótica, previa a la fama y muy exótica: a mediados de los ochenta, apareció de manera fugaz dándole a las palmas en un episodio de Vacaciones en el mar. Pero aún pasaría una década hasta que sus espasmos conquistasen realmente las pantallas. En 1996, Chiquito pegó el salto al mundo del celuloide cabalgando una montura imposible: un wéstern rodado en Almería, titulado Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera y firmado por ese maestro del cine de autor que es Álvaro Sáenz de Heredia, el realizador a cuyas órdenes se pusieron estrellas como Martes y Trece, Emilio Aragón o Ana Obregón en sus delirantes incursiones cinematográficas.
Sobre el papel, aquel film era una desfachatez, un intento de crear lore alrededor de algo tan inadaptable como la colección de coletillas y palabras imaginarias de un cómico inclasificable. En la pantalla, la empresa era incluso más insolente, y presentaba al humorista interpretando a un aristócrata francés, Condemor, acompañado por Bigote Arrocet en el papel de un Lucas en modo Cantinflas de marca blanca. Evidentemente, aquello no tenía ni piernas ni testa al mando y estaba orquestado para colocar en el epicentro a Chiquito y dejarle ametrallar su repertorio de coletillas y chascarrillos. Obviamente, la crítica la acribilló. Razonablemente, el público la convirtió en uno de los taquillazos del año, logrando que recaudara más de doscientos cuarenta y ocho millones de pesetas.
La inevitable secuela fílmica fue un disparate mayor: Brácula: Condemor II. Una perversión castiza y kamikaze de El baile de los vampiros, de Roman Polanski, con colmillos de pega y tarántulas de goma, que introducía a Chiquito en el género fantástico, al cual probablemente pertenecía por derecho cósmico, e incluía el número musical más demencial de toda la historia de nuestro cine. Tras ella, Pápa Piquillo, también orquestada por Heredia, supuso el último rol protagonista del artista, interpretando a un músico ambulante gitano a cargo de una familia numerosa en un inesperado drama social adobado con «jarls». A partir de aquí, el humorista limitó sus apariciones por el séptimo arte a cameos y roles secundarios en cintas como El oro de Moscú o Torrente 5. Y participó en una escena de créditos finales de la cinta Spanish Movie, que hace palidecer a todas las secuencias postcréditos de las producciones Marvel: el encuentro con un Leslie Nielsen que intentaba descifrar a aquel ser extraño del barrio de la Trinidad.
El 11 de noviembre de 2017, Chiquito nos dejó definitivamente para volver a su planeta. En su Málaga natal, en el parque que lleva su nombre, se erigiría en 2021 una estatua de bronce de dos metros en su honor. Un año más tarde, en la barriada de Huelin, en el cruce entre las calles Tomás Echevarría y Antonio Soler, se instaló un semáforo ornamental que sustituía los habituales monigotes de peatones por el perfil de un pequeño Chiquito luminoso que se agitaba pronunciando sus frases más populares.
Gregorio Esteban Sánchez Fernández, Chiquito de la Calzada, tras una vida de penurias y tablaos, alcanzó el éxito a los sesenta años. Denostado en su momento por los elitistas, acabó siendo nombrado hijo predilecto de la provincia y de la ciudad de Málaga y galardonado a título póstumo con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. En las entrevistas que concedió en su momento de mayor fama aseguraba que, a pesar de los brincos, seguía manteniendo los pies en la tierra: «Yo soy una persona que no me creo esto. Bueno, sí me lo creo, pero no se me ha subido a la cabeza como a otros artistas, sin ofender a nadie. Soy el mismo, me preocupan las mismas cosas, conservo el mismo carácter y me moriré igual». Aquel hombre siempre fue el mismo, pero todo un país descubrió que nada volvería a ser igual después de conocerlo.
Muy buen articulo, Chiquito fue un fenómeno social irrepetible, recuerdo estar de viaje en Tanzania en 2009 y niños que se te acercaban para vender cosas te decían hasta luego Lucas.
Una persona con los pies en la tierra hasta el final, una leyenda.
Qué grandes los Chiqui-tazos! Y qué grande Chiquito
Pues casi nunca escribo comentarios en artículos ni en noticias, pero este artículo me ha parecido tan bien hecho y documentado (¡hasta el mod de Doom has mencionado!), con tanto cariño y pinceladas de humor, que me apetecía felicitarte por ello.
Te puede hacer más o menos gracia ( y a mí me hacía mucha), pero lo que nadie pudo discutirle nunca es que era autentico, era lo que se veía, no era pretencioso, y parecía (y los que lo conocieron juran que lo era) muy, pero que muy buena gente.
Cierta vez, para explicarle a mi hijo de 13 años cómo era la vida anterior a los móviles e Internet, le conté esta anécdota: en un no tan lejano 1994, cuando tenía 18 años (aunque para él es como hablar del Pleistoceno), volví de unas breves vacaciones en el extranjero y me encontré con que todos mis amigos del barrio farfullaban una jerga ininteligible (fistro, pecadorrr, al ataquerl, no puedorl, etc.) cuyo origen y significado me resultaban absolutamente insondables. Cabe indicar que, a los dos días, yo también estaba totalmente abducido por ese fenómeno…
Enorme Chiquito.
Lloré cuando murió Chiquito. Un año antes nació mi primer hijo y no lo hice, por poner las cosas en perspectiva. Acompañante de la adolescencia de tdos los que nacimos en los 80. Gran artículo que me ha emocionado.
Me vais a freír, pero tiene dos lecturas. Su humor era indudable y surrealista, pero su conversión en un fenómeno sociológico mostró un rasgo generalizado de atraso que hemos seguido arrastrando. Coexistió con los canis, pokeros y las jessis. De aquellos polvos, estos lodos.
Magnífico artículo. Fue muy lamentable la imitación y explotación que se hizo de su personaje, Lucas Grijander, con Pepe Navarro en el Mississipi, que lesionó seriamente los intereses legítimos de su creador. Chiquito se quejó, y no le faltaba razón.
Chiquito no se quejó, sino que los denunció, porque Lucas Grijander hacía bolos en discotecas y salas de fiesta madrileñas. El caso es que su popularidad había decaído cuando aparecieron Lucas Grijander, Crispín Jander, Chiquitistán y demás. Fue la fauna de Pepe Navarro quien lo volvió a ponerlo de actualidad y lo convirtieron en un fenómeno sociológico. No habría firmado una película de no haber sido por la superpromoción que realizaron los del Mississipi. Cuando debido al pleito desapareció Lucas Grijader de la escena de cada jornada, Chiquito se difuminó como una starlet del pasado.
Estoy de acuerdo. Como humorista tenia muy poco recorrido y es precisamente la fauna del Mississippi la que le aúpa como un fenómeno social, al inventar un universo paralelo alrededor de tres gags del malagueño. Además, tampoco parece inventar nada. Basta escuchar, por ejemplo, las «Bulerias de Juan el Camas» en el disco Inspiración y Locura de Pata Negra, para comprobar que en año 90, hay quien habla igual que Chiquito en el 94. Y mi difunto padre utilizaba la expresión Hasta luego Lucas ( desconozco de donde la sacó, pero la usaba como apostilla de cualquier cosa que no tuviese remedio) desde que yo tengo memoria, al menos 30 años antes del fenómeno televisivo.
No creo que haya habido en España un humorista más grande, era brutal lo que nos reíamos con él.
Yo creo que contaba chistes para no sobrarse demasiado, porque nos hubiera hecho reír lo mismo con el escandallo de una lavadora…
Muy divertido personaje pero en su momento sobreexplotado hasta la náusea. Todo era Chiquito en ese momento, llegué a aborrecerle.
También sacaron chicles que venían con pegatinas con las expresiones de Chiquito.
Un genio del humor, marciano y diferente, como Luis Sánchez Polack, Tip. Como ellos ha habido pocos.
Papá Piquillo me pareció notable, muy distinta de las anteriores. Una buena película.
Se le honró y quiso en vida tanto como una vez muerto, cosa extraña en este país.
-Papar, papar, llévame al circo.
-Nooorll, quien quiera verte, que venga a casa!
Siempre me pareció que el enorme éxito de Chiquito entre cierta fauna estaba motivado más que por el supuesto ingenio del cómico, por el morboso deleite que algunos encuentran en ver a un semejante hacer el ridículo poniéndose en evidencia mientras ellos no, porque eso es lo que hacía este buen señor a cambio de forrarse en el tiempo (poco o mucho) que durase el invento. Que conste que me alegré en su día de que ganase la mayor cantidad de dinero posible aunque sufría por él por lo que he expuesto más arriba. Pero nunca me reí mucho con su «humor» y si lo hice, me sentí algo culpable igual que si me hubiera reído de la caída de alguien en la calle rompiéndose la crisma.
Maestro, con unos pocos párrafos, pincha en el meollo de la cuestión. Me lo ha sacado usted de la boca.
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Mi pequeño barquito se llama meadow sinner. Con eso lo digo todo…