Gabinete Caligari, «no hay como el calor del amor en un bar»; Nacha Pop «luego al Penta a escuchar canciones para que te pueda amar»; Siniestro Total «vamos al Kwai y al Berberecho y al Palentino», o sea, a tres bares, porque «somos seres racionales, de los que piden las raciones en los bares». De esos locales que describió la música de la movida queda tan poco como la fama de los músicos que los cantaron. El bar ochentero, por llamarlo de alguna manera, es una especie prácticamente en extinción. Su concepto mismo ha sido reconvertido en ese espacio que da servicio a una terraza instalada sobre la acera, o en el lugar para una experiencia bebible y gastronómica. O sea, cara. Queda muy lejos aquel tiempo en que bar y barato eran sinónimos, aunque esta nueva realidad económica tampoco nos asusta. Continuamos siendo el país con más bares del mundo, podemos encerrar a doscientos setenta y cinco habitantes en cada uno de ellos, o repartirlos por sus terrazas, y el resto del territorio y edificios quedarían vacíos. Pero si un rasgo característico está desapareciendo definitivamente con ellos es aquella música electrónica machacona que salía de una máquina instalada contra una pared. La tragaperras. A las que quedan mejor echarles el último vistazo, porque ya no dejan dinero ni a la empresa que las pone ni al bar que las coloca, así que próximamente desaparecerán las últimas. Eso dicen los expertos. No es que la gente haya dejado de usarlas, pero ahora lo hacen online, y ya no se llaman tragaperras sino slots, no hay más que echar un vistazo a slots-online.es para hacerse una idea. La digitalización ha matado aquel universo que fueron los bares clásicos.
Era un mundo con su propio léxico, plagado de figuras retóricas. La metáfora de parroquianos para designar a los clientes, tan fieles al bar como los católicos a la iglesia del barrio. A menudo más. Abundaba el disfemismo, lo opuesto al eufemismo, siempre humorístico y despectivo. A cuántos bares, por pequeños y oscuros no se los llamó garitos, que originalmente se asociaba con lugares de mala fama, de tahúres y fulleros. Disfemismo y eufemismo se alternaban para referirse al lugar donde hacer pis o algo peor, los servicios para designar el cuarto de baño, o el tigre por aquello de su olor: lo llamases como lo llamases siempre al fondo a la derecha. Eufemismos paralingüísticos, el insulto en tono de saludo cariñoso, cómo estás, cabrón; o morfológicos, cabroncete; hasta cultistas, beodo.
Había también allí un universo de dichos y refranes, las paremias, y seguramente haya sido la última vez que tales mensajes instructivos se usaron masivamente. Eran tan rancios como un casete de gasolinera con chistes de Arévalo. Estaban labrados en el garrote que el dueño colgaba tras la barra, bien visible, un pacificador de parroquianos. O en baldosines mugrientos que suponían graciosos. «Hace un día precioso verás cómo viene alguno y lo jode»; «La mujer y la sartén en la cocina están bien»; «El que paga descansa y el que cobra más»; «Si bebes para olvidar paga antes de empezar»; y hasta «El cliente y el cabrón a menudo lo mismo son».
No es raro que aparecieran en la cultura popular porque formaban parte íntima de la vida diaria. Era el lugar donde iba el trabajador a desayunar, y donde el obrero tomaba como primera ingesta de la mañana con el café un sol y sombra. Difícil asociar esa mezcla de coñac y anís con un cóctel, el escaso secreto de su preparación consistía en mezclarlos a partes iguales. Coñac con anís dulce para encarar la jornada laboral; en la parada del mediodía, antes de comer en casa o junto al menú, un tinto con aspirina, como lo cantó Joaquín Sabina, «los jefes van de coca, los currantes de tinto y aspirina»; y a última hora antes de subir a cenar una copa, o las que diera tiempo. No era infrecuente subir en el ascensor con un vecino locuaz y algo falto de equilibrio. Hoy el agua de los ríos de las grandes ciudades se revela plagada de restos de coca, éxtasis y otras drogas. De haberla medido en los ochenta hubieran encontrado ese diez por ciento de alcohol que el cuerpo echa fuera con la orina y las heces. Con origen en los bares. Aparecían en las novelas de Pepe Carvalho, el detective creado por Manuel Vázquez Montalbán, en los cómics de Makinavaja, y en el cine quinqui, a menudo en forma de atraco o de asalto a la máquina tragaperras.
Su sonido machacón era lo más habitual en aquel universo barístico. Producido por el parroquiano o parroquiana que gastaba el suelto producto del cambio, una vez pagada la dolorosa, antes de irse. Alguna vez estallaba una barahúnda de campanas y sirenas, junto a un juego de lucecitas combinadas, y el cacharro empezaba a escupir monedas con tal fuerza que hasta caían al suelo. Si había niños corrían a veces a ayudar a recogerlas. El de la barra, habitualmente el dueño, negaba con la cabeza, soplándote por lo bajini que no, que el ganador llevaba allí todo el día, y seguramente hubiera gastado más que ganado. Te dejaba con la duda de si eso era verdad o un consejo para que no fueras a probar suerte. Todos sabían que la máquina acababa arrojando el premio a fuerza de jugar, lo difícil era calcular cuándo iba a ocurrir. A menudo había un jugador pegado a ella, que seguía echando y echando hasta se quedaba sin suelto, momento en que iba a pedirle cambio al de detrás de la barra. Que no se te ocurriera probar suerte tú en ese instante, porque entonces te chillaba desde el otro lado que no, que la tenía preparada, que el premio estaba a punto de salir. Perlada de sudor la frente, ojos desorbitados. Esto es, había gente muy obsesionada con su método para averiguar cuándo la maquinita te iba a dar el premio. De hecho a menudo podías entrar, tomar lo que fuera, y salir media hora más tarde, con dolor de cabeza, y el tío de la tragaperras seguía allí dale que dale, esperando su gran premio.
Entre las cosas insólitas de aquellas máquinas de bar estaba su propio nombre. Que desde luego no invitaba a la confianza. Tragaperras. No se refería al animal, sino a un nombre para algunas de las monedas de céntimos de peseta, la otra moneda anterior al euro. Sí, esa con la que se pagaba en los bares baratos, una caña sesenta céntimos de euro, cien pesetas. Como estas máquinas aparecieron aquí en 1981, hasta entonces como mucho se podían haber visto en alguna película sobre Las Vegas, que en versión original los actores llamaban slots. En ese tiempo usar palabras inglesas era de horteras o de presumidos, la gente no tardó en bautizarlas a lo castizo, debido a las dos monedas con que se podía jugar en ellas. Una de tres céntimos de peseta, la perra chica, y otra de diez céntimos, la perra gorda. Perras y pesetas ya eran palabras sinónimas de antes. La sabiduría popular, que enseguida apreció el truco de que en la máquina siempre introducías más monedas de las que recibías, concluyó que se las tragaba sin devolverlas, y de ahí lo de tragaperras. Cabe dudar si alguien, fuera de las páginas de la prensa económica, las llamó alguna vez, en la calle, máquinas recreativas. Que fue el verdadero nombre con el que las lanzaron.
Los dueños de bares tampoco es que se soliviantaran por el mal nombre del aparatejo que acababan de poner, ahora que la democracia había vuelto a legalizar el juego. Los parroquianos preguntaban qué era eso, el del bar se encogía de hombros, la he puesto a ver si me deja algo. Quizá eran sinceros, pero pronto se desengañaron de la inutilidad del aparato, o de si les iba a salir rentable la condición que les pusieron las empresas, tenerlas siempre enchufadas y encendidas. Los hubo que acabaron asegurando que obtenían de ellas el cincuenta por ciento de sus ingresos. Otros aseguraron que les pagaban los gastos fijos. Hasta algunos, confusos, decían que la comunidad autónoma se llevaba una parte, confundiendo impuestos con la recaudación repartida al cincuenta por ciento entre la empresa y el bar. Dejaban mucho dinero, y ese fue un hecho, como lo es que al dejar de ser populares los bares de toda la vida vieron descender drásticamente sus ingresos. La pandemia obligó a reconvertir, o cerrar, los últimos, y quizá aquello de las tragaperras haya sido una ayuda más a su caída.
Otros han venido para sustituirlos. Seguimos siendo el país con más bares del mundo. Pero parece que pronto dejaremos ser el único en que sus bares tenían tragaperras. Por aquella regulación de 1981 que marcó la cultura de toda una época.
Me suena que las tragaperras que funcionaban con duros (5 pesetas) eran anteriores a 1981. En cualquier caso me encantó el ejercicio de nostalgia. Hacía mucho que no escuchaba mencionar al tigre. Aquello tenía que dejar ganancias, de eso no hay duda. En su tiempo recuerdo ver gente que iba a su casa a buscar más dinero para seguir jugando, y cambiaban 1000 pesetas en la barra, y otros que se sacaban el “especial” ¡Y seguían jugando! Aquello sí que era ludopatía pura y dura.
Oye, y ya puestos, habría que hacer una Oda a los bares con futbolín.
Sal de Malasaña, que bares ochenteros con tragaperras sigue habiendo a patadas
Y que poco tardaban en quebrar los bares cuyo dueño cerraba en horas laborables, colgaba el cartelito de «vuelvo en media hora», e intentaba aligerar una tragaperras presuntamente llena…