Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 43 «Europa»
Los adolescentes de hoy conforman la primera generación que recibirá el legado de la Segunda Guerra Mundial y de la Shoah sin supervivientes: la mayor experiencia de aniquilación contra población civil en Europa. Podríamos trazar el arco temporal de esta violencia organizada desde la guerra que arranca en 1914 y hasta el bombardeo aliado sobre Alemania en 1945. Antes de la Gran Guerra era difícil prever la catástrofe. Conflictos, pogromos, expropiaciones, violaciones, hambrunas y revoluciones no faltaron, pero no se presagiaba tal aceleración destructiva. Por otro lado, a pesar de todo, se había ido forjando a lo largo y ancho de Europa un sentido de ciudadanía al calor de los valores de la Ilustración.
Precedido por diferentes corrientes humanísticas, el movimiento de las luces aspiraba a la emancipación a partir del conocimiento y la razón. Sobre sus logros y los escombros de las dos guerras mundiales se asentó nuestro sentido de democracia contemporánea occidental y un sistema cultural y de valores compartido por el cual, todavía, muchos creemos en la posibilidad de resolver las cuestiones públicas a través de la palabra, recurrimos a la ciencia por encima de la superstición, defendemos el derecho de expresar y difundir nuestra opinión, de ser todos iguales ante la ley, de sufragio universal. Creemos en la educación como base del progreso social, en el mérito como plataforma de ascenso laboral, nos satisface detentar una actitud cosmopolita y viajera, nos sentimos reconfortados de vivir en países aconfesionales y laicos, confiamos en la libertad del individuo, en la mediación, la reinserción, la ética y la buena voluntad de cada persona, fundamental para que las relaciones sociales se basen en la solidaridad y la fraternidad.
Una organización cultural y de valores que, desde hace unos años, los nuevos bárbaros (se los reconoce por el tono populista o autoritario) ansían derrocar, con el beneplácito, patrocinio y bendición del capitalismo neoliberal, la inigualable arbitrariedad de algunos demócratas que lo hostigan desde dentro y todo ello favorecido por una cultura de la humillación pública a través de las redes sociales.
Todos los sistemas se abren paso a codazos. También lo hizo el que surgió de las ideas de la Ilustración. En el nombre de la razón y en un afán modernizador, las políticas de las luces desterraron buena parte de los valores de la tradición, algunos de ellos procedentes del humanismo, arrinconaron e invalidaron el legado cultural que no se adecuaba a su molde, favorecieron el materialismo sobre la espiritualidad, perfeccionaron la dominación imperialista y colonial, contribuyeron al espolio cultural y medioambiental, y despreciaron lo diferente, de tal manera que el sistema funcionó como una apisonadora contra la singularidad: la promesa de la igualdad y de la ciudadanía plena lo exigían.
La Ilustración priorizó el logos, todo debía someterse al tribunal de la razón. Se rechazó, o no se pensó, que también se puede hacer un uso ilegítimo de la misma (Foucault desarrolló este aspecto), y se asoció el mal con lo irracional, lo primitivo y lo animal. Ese afán de situar al ser humano por encima de cualquier otra forma de vida, de emancipación del mundo natural, constituye todavía hoy un lastre.
Tzvetan Todorov escribió un ensayo fundamental para comprender a quien mejor entendió algunas de las zonas oscuras que atraviesan nuestra condición. Lo tituló Goya a la sombra de las luces. El prestigioso historiador, filósofo y crítico cultural encuentra en la obra del genial artista la oscuridad y las sombras que el optimismo ilustrado no supo ver. El propio Todorov me lo explicaba con estas palabras durante una entrevista que mantuvimos hace años:
La barbarie no desapareció con las luces y eso Goya lo pensó con sus imágenes mejor que ninguno de los filósofos políticos de su tiempo; es el pintor fundador de la modernidad y su obra contiene una lección de sabiduría que se dirige a nosotros hoy en día. La Ilustración no creyó en el mal; a diferencia de los primeros cristianos, que lo situaron en el pecado original, algo que ahora nos puede resultar ridículo, pero fue ese el modo con el que quisieron evidenciar un mal imposible de superar. Todo eso Goya lo supo mejor que ninguno de los pensadores de su tiempo.
La razón no es necesariamente lúcida y además puede ser déspota. El dogmatismo no tiene problema en apoyarse en datos «positivos», científicamente verificables o sensorialmente perceptibles. Kafka se enfrentó a ella. Los románticos también. La obra del escritor de Praga cuestiona la tiranía de la racionalidad, la estira y lleva al límite hasta tornarla absurda. Concretamente en relación con el mal. Este pensador del fatalismo paralizante evidencia en El proceso que ser inocente no basta para librarse de la condena; un tribunal (un Estado entero con Hitler al mando, por ejemplo) puede llenarse de razones para inculpar al inocente por el mero hecho de ser, y condenarlo a muerte.
Las certezas de la razón, como los dogmas de la religión, pueden engendrar conflictos incontrolables. Tal como sostiene Albert Camus, el siglo XX es el inventor del crimen lógico: un crimen colectivo, administrativo, universal. Se advierte al visitar las instalaciones de los campos de internamiento y exterminio de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. Hoy, ochenta años después de la barbarie, los turistas se hacen selfis a la entrada de Auschwitz. Algunos de los que posan para hacerse la foto descienden de familias en cuyo seno hay víctimas de la Shoah. La banalidad del mal tiene muchas caras, una de ellas es la banalización que hacemos de la memoria del mal.
Para el filósofo Manuel-Reyes Mate, buen lector de la obra de Walter Benjamin y premio nacional de ensayo por La herencia del olvido, el deber de memoria se da, precisamente, porque al conocimiento se le escapa mucha realidad. La memoria nos interpela porque, como sostiene Hannah Arendt, todo paso que da la humanidad, para bien o para mal, puede ser umbral del siguiente hito en su camino hacia su salvación o destrucción.
El modo de ejercer el pensamiento también puede favorecer la violencia. Reyes Mate sostiene que en Europa ha prevalecido el rechazo a lo diferente a causa de que el pensamiento occidental es idealista, es decir, la forma de conocer se da a través del concepto, lo cual provoca violencia. Según este investigador de la dimensión política de la razón, de la realidad solo nos interesa lo que tiene de común y a eso lo llamamos «lo esencial», lo cual nos lleva a despreciar lo que tiene de diferente, que es a lo que llamamos «accidente». Esto implica que imponemos a la realidad la comprensión que nos hacemos de ella. De esta manera, el conocimiento es la iluminación que arrojamos sobre la realidad, la luz que nuestro ojo proyecta, de ahí que la tradición cognitiva conlleve una violencia latente.
El pensador George Steiner, fallecido en 2020, fue el último gran intelectual y a la vez heredero fiel del modelo ilustrado. En él advertimos su pasión por el conocimiento, su desenvoltura multilingüe, su facilidad metafísica y, sin embargo, un talante elitista que cercena el enorme potencial de sus reflexiones. En su entrevista con Laure Adler (Un largo sábado), realizada en 2014, se lamenta de lo difícil y frágil que es ser una persona culta, que en el lenguaje ilustrado quiere decir civilizada, y a renglón seguido pone el ejemplo de España y de la Portugal rural como lugares en los que la lectura no se practica como corresponde. Esa sobrevaloración del elemento moderno y urbano como dotador de civilización, ¡la gran metrópoli!, frente al ámbito rural, «paleto e ignorante», explicita una comprensión del mundo con prejuicios.
Recuerda la del artista estadounidense Joseph Pennell, ejemplo de la mirada clasista del juicio ilustrado. Tras un viaje por la Europa de 1892, es decir, tres años después de que la engalanada París exhibiera al mundo su torre Eiffel, realizó una serie de dibujos que publicó bajo el título El judío en casa (The Jew at Home). En uno de ellos, tomado en Brody, la ciudad natal del escritor Joseph Roth, el dibujo muestra en primer plano al «tipo ideal» de austrohúngaro: un apuesto oficial de la monarquía dual portador de un generoso bigote, lleva monóculo y lee el periódico. Está sentado, espalda recta y modal elegante, en el interior de un café, junto a una mesa velador próxima a la puerta que da a la calle, por la que entonces pasa el «tipo salvaje»: un judío con su caftán y sombrero negros, largas barbas y peots o patillas; pasa como con prisa y mira al interior del café de forma distraída. Al fondo se ven otros jasídicos ataviados con vestimentas y sombreros tradicionales. Este y otros retratos, de hermoso trazo, por cierto, están contextualizados por las palabras con las que Pennell prologa su obra, «Brody, la mayor ciudad puramente judía de Austria-Hungría, es el ejemplo más horrible de vida judía que he visto», que muestran ese desprecio por lo que no se adecua al ideal (y antisemita).
Resuena con la anécdota del astrónomo turco de El principito, de Saint-Exupéry, al que nadie en Europa cree porque va vestido con ropa y tocado tradicionales, pero, cuando el gobernante tirano obliga a su pueblo a ir a la europea, el científico se pone un traje elegante y entonces todos respetan su opinión y alaban su conocimiento.
En su admirable y bellísimo texto El elogio de la sombra, el escritor japonés Jun’ichirō Tanizaki confronta la estética de Occidente y la japonesa. Expone el modo en que la primera ha sometido el sentido de la belleza a la luz, a la claridad, a lo brillante y a lo blanco, frente a la fascinación japonesa por el enigma de la sombra, por el juego del claroscuro.
Salvando la distancia entre ambos textos, remite al que escribió Erich Auerbach durante su exilio en Estambul, entre 1942 y 1945: Mimesis. En esta obra de inagotable valor, el filósofo y comparatista coteja el estilo homérico y el de las narraciones del Antiguo Testamento, dos modelos de enorme influencia en el legado humanístico europeo. Del primero destaca la voluntad descriptiva y unívoca, clara, luminosa, brillante, que concede la máxima prioridad a la exacta definición de los objetos representados. Del segundo, su tendencia al claroscuro, pues todo está enfocado a dispensar un efecto sugestivo, una pluralidad de sentidos que necesita interpretación. El claroscuro pone en marcha la imaginación, favorece la continua invención de sentido y el hallazgo de lo imprevisto, lo extraño, lo desconocido. Místicos y cabalistas, muchos de ellos ataviados con el mismo caftán que desagrada a Pennell, supieron aprovechar este legado para poner en movimiento la exploración creativa.
Al observar con atención el dibujo, que el artista titula Una escena de café. Contraste de tipos, uno puede preguntarse qué está pensando el oficial del monóculo mientras lee el periódico; estará tranquilo, porque 1892 es un año en el que los países e imperios pactan sus alianzas y no hay guerras en el horizonte. Y el hombre del caftán, ¿qué tendrá en la cabeza mientras camina y vuelve la mirada al interior del café?, quizá se dirige a su casa o a la sinagoga, quién sabe si ese día se rebelará contra el rigor de su Dios.
En su texto La idea de Europa, Steiner sostiene que, por oposición a Estados Unidos, Europa está hecha de cafés: «Dibujen el mapa de los cafés y tendrán uno de los indicadores de la idea de Europa». Pero pronto él mismo se da cuenta de que debe dejar fuera a Inglaterra, una cultura más enfocada a la taberna o al pub (he aquí una idea precursora del Brexit). También queda fuera Moscú porque, sostiene, es un «suburbio» de Asia. Él mismo va mostrando las dificultades de simplificar para hacer cuadrar la idea. En segundo lugar, define a Europa por su paisaje a escala humana. Aquí se camina, escribe; el peripatético, el vagabundo, el mendigo lo hacen. Podemos añadir los artistas itinerantes, los arrieros, amantes, delincuentes, campesinos, refugiados, los que huyen, los que se fugan, los que persiguen, los que salen al exilio, peregrinos, senderistas, ánimas, sombras, la Santa Compaña.
Un tercer indicador de la personalidad europea, escribe, es su modo de enfocar la memoria: «Las ciudades son cajas de resonancia de las conquistas intelectuales, artísticas y científicas». Olvida a los vencidos, los invisibilizados, los borrados (¡tantas mujeres!) o simplemente a los que viven cada día del milagro. Lo que le importa es que en Europa las calles se llenan de nombres y estatuas de compositores, científicos y filósofos, estadistas y militares.
En Gurs, localidad del sur de Francia en cuyo campo de concentración estuvo la filósofa Arendt, hay un cementerio con multitud de tumbas de republicanos y judíos. En 1940, tras el ataque alemán del 10 de mayo, el número de internados en estas instalaciones de madera pasó de mil quinientos a doce mil. El campo comenzó a llenarse de mujeres y niños señalados como judíos. Son de origen alemán o apátridas procedentes del territorio del extinto Imperio austrohúngaro y ahora los tratan de enemigos y los llaman «indeseables»; llegaron también comunistas y gitanos franceses, y republicanos vascos y navarros.
En Retorno a Sefarad, su autor, José Antonio Lisbona, cuenta que, desde mediados de 1931, el Gobierno de la República tuvo interés por anular el edicto de expulsión de 1492 y favorecer el retorno de los sefarditas. Con el correr de los meses, el entonces ministro de Hacienda, Indalecio Prieto, había depositado doscientos cincuenta y siete millones de pesetas oro en el Banco de Francia como garantía de un préstamo a bajo interés destinado a respaldar a la peseta ante una ulterior depreciación. Cuando llegó a oídos de Francia que los republicanos pretendían anular el edicto de expulsión y propiciar el retorno, que incluso habían comenzado las gestiones, las autoridades competentes mostraron un gran disgusto porque veían peligrar la influencia que mantenían sobre sus colonias del norte de África a través de la Alianza Universal Israelita. El Gobierno de la República española, ante el temor de perder su aval, decidió dar marcha atrás a la anulación del edicto y al retorno. Quién sabe qué habría sucedido si los republicanos no hubieran temblado ante el engreimiento francés. Sea como fuere, ahí está, visible en Gurs, una muestra del apocalipsis bélico del siglo XX, en el que murieron asesinadas millones y millones de personas. Una evidencia de las sombras de nuestra condición.
El secularismo ilustrado impulsó el desplazamiento de la idea de Dios y puso en su lugar la idea de la soberanía humana y la razón. Lo sucedido en Europa no pudo comprenderse ya como prueba divina, sino como escándalo, absurdo, horror. Se impone desde entonces pensar de nuevo el mal, la naturaleza y la condición humana. Hay un deber de memoria. Goya, en su enorme lucidez, no aspiraba a la belleza ni a dar una lección de moral, sino a revelar nuestra condición en el mundo. No aspiraba a la verdad de las formas, sino a mostrar las pasiones, también la locura y la violencia. En el famoso lienzo dedicado a los fusilamientos del tres de mayo, la luz de un farol ilumina la tragedia.
El primer crítico del racionalismo y la Ilustración fue Marx quien escribe que la razón instrumental se ha convertido en un útil monstruoso para la dominación de los objetos y las personas, es decir, para la explotación de la Tierra y los obreros.
El artículo no cita a Husserl (más vale echar un vistazo a “La Crisis de las Ciencias europeas”), ni a Heidegger, que escribió largo y tendido a propósito de la fragmentación de las ciencias ajenas a valor alguno que les dé el menor sentido.
Lo de Todorov… por favor. Es un segunda o tercera fila que suele copiar no demasiado fielmente a Adorno y Horkheimer, quienes también criticaron sistemáticamente al siglo de las Luces. Adorno escribe que los ideales de la Ilustración condujeron directamente a Auschwitz. La cultura alemana, omnipresente desde Kant termina en los campos de exterminio. Adorno cita explícitamente hasta a su pasión: la música. Aparte de la ambigüedad manifestada por figuras como Furtwängler, recuerda cómo en Auschwitz había un conjunto de cuerda interpretando obras de Haydn, Mozart y Beethoven para acallar los ruidos procedentes de las cámaras de gas.
Como colofón, recordar que en la sección sexta de “Más allá del Bien y del Mal” titulada “Nosotros los Doctos” de Nietzsche hay una crítica bastante mejor que todo este artículo en el parágrafo 207. Cualquier estudiante de filosofía lo ha leído.
El artículo es una pirueta de repetidos fuegos de artificio que no llevan a nada. La autora no sabe qué decir, por mucho y muy bien que cite, bajo su extremo relativismo cultural. A ver, bonita, Steiner te parecerá inaceptable en su elitismo, pero mientras tu le das al tarro desde el tuyo ¿vas a tener alguna respuesta ética que detenga la barbarie propia o ajena? ¿de verdad te crees que está el horno como para despreciar la capacidad que tiene la inteligencia de aceptar la diferencia, pero no así al revés?
Que cansina la lloradera de los señoros ofendiditos.
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Comentario que demuestra la capacidad analítica de su creador.
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No puedo comprender los troleos a los que nos someten ciertos comentaristas, troleros de profesión, quizás, que no son capaces de abrirse por sí mismos ninguna vía de acceso al mundo de lo público, porque no son capaces de conseguir la atención de casi nadie, y sólo sienten la posibilidad de ser «reactivos», demoledores de todo lo que no sea lo suyo.
A mí me encanta este artículo, como tantos otros, como todos, pod´ria decir sin ningún rubor, de Jot Down. Por eso me he suscrito a la revista.
Sé que a veces me resulta todo lo que leo como una densa bruma en la que, a tientas, incluso a manotazos de remero, creo tocar y creo oler, ya que no veo, maravillosas insinuaciones de algo que, sin atreverme a ver si es interesante desde un punto de vista objetivo, sé que me resulta fascinante, motivador, como la reja de un arado que levantará, al menos, lo que yo esté dispuesto a penetrar en la tierra con mi esfuerzo, con mi pasión.
Esa bruma es encantadora para mí. Por eso me he suscrito a la revista.
Estimada Berta: no te conozco de nada y no sé si eres bonita; no sé si serías bonita para mí. Pero nunca te diría «a ver, bonita», si no quisiera reconocer todo lo bueno. Nunca te trataría con menosprecio, nunca sería yo mismo tan despreciable como para menospreciar lo que yo he decidido libremente «obligarme» a leer a ratos; nunca despreciaría mis propias elecciones. Nunca sería tan despreciable para mí mismo, y nunca me atrevería a exponer y a justificar en público mi desprecio… (Sé que mis dos últimas palabras conllevan cierta ambigüedad; así lo reconozco y así lo he querido. Pero me encanta la ambigüedad, porque me provoca esfuerzo, y placer en el esfuerzo. Por eso me he suscrito a esta revista.)
Si no me diera la revista todo eso, y mucho más, me limitaría a ser trolero, o a ver los documentales de La 2, que son también impresionantes, a veces.
Gracias por este artículo y por mucho más de lo que esperaba. Lamento la torpeza de quienes sólo buscan demostrar su erudición, halagar su propia vanidad… Gracias por compartir tantas insinuaciones de ideas que me llevarán… ¡Qué odiosa me resulta siempre la ortodoxia! Con lo bonito que es hablar, y después callar para que el otro piense y hable, y calle… Ya me callo.
Pero quiero terminar agradeciendo que dejes ciertos comentarios sin respuesta. También estaría encantado de que no me respondieras a éste mío. Agradeceré lo que decidas.
Epatado , estoy