Los mayas organizaban su mundo en reversa. Calcularon con exactitud de reloj atómico una alineación de planetas que sucede cada veintiséis mil años. El 21 de diciembre de 2012, último día del baktún, no predice el fin del mundo, sino que descifra el pensamiento maya. Los secretos que fray Diego de Landa no había conseguido recuperar de las cenizas de los códices tras el auto de fe de Maní, ni los arqueólogos que le siguieron han conseguido extraer de sus lecturas del Popol Vuh.
Aquel 2012 no se acabó el tiempo. Lo que sí se había acabado, un año antes, fue la cocina de creatividad. O eso parecía cuando el 30 de julio de 2011 El Bulli sirvió su último servicio. Para Andoni Luis Aduriz aquello debió de significar la muerte del padre, ya que había visto en Ferran Adrià a su referente, y en la creatividad su razón de ser. Causalidad o casualidad, este momento coincide con el período «salvaje» de creatividad de Mugaritz, en palabras de Ramón Perisé, jefe de cocina de I+D en Mugaritz. Faltos de referente, los urbanitas de Mugaritz, tiraron pa’l monte —como no podía ser de otra manera partiendo de un caserío guipuzcoano—. En el proceso de selección de los platos que integrarían el menú acabaron ganando siempre los más raros. Ahí empiezan a surgir los panes mohosos, condones a.k.a. goma de lácteos, angulas vivas o fetos en líquido amniótico.
Doce años después del cierre de El Bulli es difícil hacerse a la idea de lo que supuso la cocina de vanguardia. Las esferificaciones de aceituna o tortillas desestructuradas parecen hoy términos que, proscritos de la cocina, han encontrado un acomodo en el mundo del stand-up comedy, en los monólogos de Leo Harlem, junto a olores que se comen. Por usar el símil gastronómico: teníamos Adrià hasta en la sopa. Seguramente de ese polvo vengan estos lodos. Los Simpson ya lo predijeron; a Ferran Adrià no le hizo falta reclamar un guiñol en Canal +, como había hecho Gaspar Llamazares, pues ya tenía su caricatura amarilla de cuatro dedos, aunque nunca llegara a salir en un episodio. Algo parecido sucedió con Donald Trump. Si bien Los Simpson anticiparon su presidencia, no lo hicieron con el famoso meme de las escaleras mecánicas, que fue posterior.
Como Donald Trump, Ferran Adrià consiguió una revolución contra natura. Solo que el chef catalán no necesitó de ningún freak semidesnudo con cuernos y pieles. En su momento parecía lógico siendo vanguardia no convertirse en carne de cañón, sino en conferencista de Telefónica, aunque lo normal para el vanguardista sea seguir la dirección difícil, la que usa el salmón, como canta Andrés Calamaro.
Ferran Adrià —excuse Santi Santamaria— consiguió generar consensos en la cocina. O, si esto incluso para el autor de la deconstrucción es metafísicamente imposible, consiguió algo no menos desdeñable: ser profeta en su tierra. Tanto viento a favor obtuvo que insufló en todas las cocinas la repentina necesidad de ser creativos. De pronto parecía que el único restaurante del cuadro de honor de la Guía Roja de Michelín que no pretendía ser vanguardia era Zuberoa, recientemente desaparecido —aunque no haya vanguardia más sofisticada que reinterpretar un clásico—. Sin retaguardia, por definición no puede haber vanguardia.
Si además de foodie eres un nerd el non plus ultra de los congresos es Diálogos de cocina. Qué mejor foro para que, tratando de resolver esta ecuación, José Carlos Capel interrogase a Dabiz Muñoz, el chef que aúna el consenso del momento, sobre si DiverXO es vanguardia. Dabiz y Andoni, contra todo pronóstico al vivir en la época de las redes sociales, no se tiran beef al estilo Adrià y Santamaria. Muy al contrario, en el momento seguramente de mayor reconocimiento en la carrera de un cocinero, cuando a DiverXO le concedieron su tercera estrella Michelín, la cita de Dabiz que recogían los medios era que «ningún restaurante merece tener la tercera estrella antes que Mugaritz». Tanto buenrollismo nos ha impedido ver las formas antagónicas que tienen ambos de entender la cocina. La complejidad de la cocina de Dabiz, con su paladar mental del tamaño de la Wikipedia, frente al menos es más de Mugaritz, al más puro estilo Ludwig Mies van der Rohe.
Mugaritz inaugura estos días su temporada número veinticinco con una propuesta titulada «Recuerdos del futuro». No hay mejor momento para trazar puntos de fuga en el tiempo que cuando cierra el restaurante Noma y su chef, René Redzepi, cuestiona que la alta cocina sea sostenible. Como pasaba con los mayas, acaso ese anunciado fin del mundo para la alta cocina no sirva para ejercer de Nostradamus, sino para entender como se piensa en los fogones de élite —si es que se piensa y la cocina de élite no es autoexplicativa—.
Si alguien invita a pensar en la cocina es Andoni Luis Aduriz. En palabras de Dabiz Muñoz, la diferencia entre la creatividad de Mugaritz y la de El Bulli es que mientras que Adrià era un cocinero de técnica, Aduriz lo es de ideas. Como si de la cuenta de Twitter de Arturo Pérez Reverte se tratase, cuando entras en Mugaritz te dejan un cuadernito a modo de diccionario con términos y definiciones clave para entender el universo del restaurante trans. Derribando la cuarta pared de Stanislavski, no todos los conceptos están definidos y se pide al comensal que coja el lápiz y se vuelva académico de la lengua por un rato. Hay mucho de teatralidad en Mugaritz.
En esos debates de sobremesa que en varios formatos Mugaritz intenta fomentar lleva tiempo sobrevolando qué es la alta cocina —qué es alto y qué es bajo—; qué es vanguardia, qué es innovación; y qué es un clásico. Es difícil no pensar en estas cuestiones cuando el título de la propuesta es Recuerdos del futuro, y directamente imposible si a uno de los primeros platos que te presentan lo llaman «Un clásico».
Cuenta Juan Villoro que, si el Premio Cervantes hubiera existido en época del manco de Lepanto lo hubiese ganado Lope de Vega. En su ensayo «El Quijote, una lectura fronteriza», incluido en el libro De eso se trata, recuerda la cita de Italo Calvino de la definición de clásico «un libro que no cesa y sin embargo nunca termina de decir lo que tiene que decir». Desde este prisma nos costaría identificar como clásicos gran parte del recetario tradicional. Algunos, como por ejemplo el ODER, Observatorio De la Ensaladilla Rusa, se han encargado de que todo ya esté dicho en materia de ensaladilla, desde sus ingredientes al desprecio con el que hay que tirarla. La furia no se acaba en las barras de los bares. En la barra de bar por antonomasia, Twitter, salen de debajo de las piedras haters como sapos corredores dispuestos a partirle la madre a quien ose a atentar contra la receta canónica de la paella, se llame el hereje en cuestión Jamie Oliver, Gordon Ramsay o directamente Jesucristo. ¿Será que tradicional y clásico no son sinónimos en ese diccionario de Mugaritz?
Es posible que alguno sin haber leído a Ander Izaguirre y su Vuelta al País de Elkano piense que la gastronomía es el último refugio legítimo del nacionalismo. Convendría recordar a quienes se lanzan a acusar a los guiris de desconocer las esencias patrias que difícilmente hoy sería Cervantes el referente de la lengua española sin los ingleses. Un siglo antes de que en España encumbrásemos al Quijote al nivel de clásico, antes lo habían hecho no solo los ingleses, sino también los franceses y los alemanes. Ciertamente es muy difícil ser profeta en tu propia tierra, y sin tiempo no alcanzamos a ver las cosas con perspectiva. Resultaba imposible reconocer que Cervantes había inventado la novela moderna antes de que esta existiera, pero resulta evidente una vez leída Crónica de una muerte anunciada.
Quizás el tipo de recuerdo del futuro del que habla Mugaritz sea un déjà vu. A raíz del libro Pirámides de tiempo del filósofo Remo Bodei comenta Juan Villoro que «en rigor, este tipo de recuerdo no está en el pasado porque la repetición sucede, trae su propio presente». Ya en 1906 lo mismo le dijo Picasso a la modelo Gertrude Stein cuando esta le recriminó su falta de parecido con el retrato que le acaba de pintar: «no se preocupe, ya se parecerá». Igual dentro de un tiempo interpretamos como clásicos texturas de Mugaritz, hasta olvidarnos de cuál solían tener, del mismo modo que hoy no recordamos que originalmente el ragù alla bolognese no llevaba tomate. Explica Aduriz que lo mejor de la cocina de la abuela era la abuela. La pasión y el amor nublan los recuerdos, incluso cuando estos recuerdos son los sabores de la infancia.
El pintor y youtuber Antonio García Villarán defiende que, a los pintores hiperrealistas, como Antonio López, con sus veinte años para pintar La familia de Juan Carlos I, habría que llamarles hiperrelamistas; van relamiendo sus propias pinceladas hasta borrarlas, y con ellas lo que hace suyo el cuadro, su creatividad. Con el objetivo de intentar hacer indistinguibles sus cuadros de una fotografía acaban por no transmitir nada. Un mero derroche de técnica. Desde este punto de vista, la propuesta de Mugaritz no tiene nada de hiperrealista. Aquí la técnica siempre intenta trasmitir algo más.
Algún crítico esperará encontrar precisamente eso: relamidos. Un restaurante donde simplemente comer muy bien. A esos es posible que la propuesta de Mugaritz, si no les parece hiperrealista, es porque les resulte surrealista; o utilizando al propio García Villarán como arma de doble filo: gastrohampa. García Villarán, archienemigo de la Feria ARCO, repartes carnés de hamparte, palabro inventado por él mismo que viene a significar «aquello que no es arte, pero que la sociedad trata de vendernos como tal». Como Maurizio Cattelan y sus plátanos pegados a la pared con cinta scotch. Si alguien gana en pasión a los acólitos de Mugaritz son sus detractores. Argumentan que Mugaritz es para los muy cafeteros. Como los aficionados del torero José Tomás; van a plaza de segunda categoría con un pañuelo en la mano pidiendo la oreja antes de que empiece la corrida.
A ellos, si se sientan en la mesa, les sorprenderá que el déjà vu que propone esta temporada Mugaritz es la plasmación más clara de la cocina de susurros de la que tanto habla Aduriz. En su afán por luchar contra la dictadura del gusto, y tras doctorarse en merluzas en blanco, proponen un menú en el que el ingrediente principal es el elemento que más comúnmente olvidamos: la textura, y no las provocaciones para lo que tanto se les ha preparado.
Joserra, jefe de sala en Mugaritz, suele contar la anécdota de unos estadounidenses que llegaron acojonados al restaurante. Habían pedido un taxi en su hotel de Donostia y cuando dieron por destino Mugaritz en la recepción como única respuesta les dijeron: «preparaos». Sin darse cuenta, el recepcionista le estaba haciendo un favor a todos. A Mugaritz, pues decía Oscar Wild «hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti», pero fundamentalmente a los estadounidenses: la mejor manera de disfrutar Mugaritz es tener una pulida capacidad de asombro. Mugaritz es un restaurante trans, que no se siente a gusto en el cuerpo de restaurante. Cuando te reciba Joserra como maestro de ceremonias quizás sientas entrar al musical The Hole o un cabaré del Berlín de los años 30.
La mejor definición que se puede hacer de Mugaritz viene de Diego Guerrero, chef de DSTAgE; dice que es un «oxímoron». Ciertamente lleva veinticinco años haciendo vanguardia, innovando todo este tiempo, y aspirando a que en un déjà vu nos despertemos recordándolo como un clásico.