Desconocemos si hay alguna persona encargada de llevar un registro de las efemérides. Encargada de manera oficial, queremos decir, con su trabajo a jornada completa, su escritorio de madera conglomerada lleno de archivos polvorientos, su placa de metal con nombre y puesto serigrafiados… si es que, acaso, no serán varias personas, una para cada año, designadas de manera vitalicia, igual que los sillones de la Real Academia Española, pero con menos pompa y con más misterio. Porque no nos estamos refiriendo a los historiadores, no, sino a que existiese algo así como una sociedad secreta a nivel mundial comprobando que los datos volcados en internet se ciñen a los de esos libros cutres (cutres para nosotros, para ellos seguramente sean lo mejor de sus vidas) que se regalan cuando no se sabe qué regalar y/o se tiene poco aprecio a la persona homenajeada, titulados El año que tú naciste, porque todos sabemos que Rosa Collado Bascompte, supuesta autora de la saga, no existe, ¿verdad?
Bueno, pues en el hipotético caso de que esa sociedad existiese, imaginamos que hubo tortas, quién sabe si, incluso, algún intento de envenenamiento o una conspiración al más puro estilo idus de marzo, para quedarse con el 1983. Fue un año fascinante aquel, de verdad. Viajes espaciales, atentados, grandes descubrimientos médicos, salvarnos por los pelos de una guerra termonuclear entre la Unión Soviética y Estados Unidos pero que habría acabado con todos, el estreno en televisión del Equipo A, la derogación del garrote vil, la fundación del Getafe Club de Fútbol, la victoria de Thatcher en las elecciones, terremotos en medio mundo, varias detonaciones atómicas en Nevada, Lola Flores gritando ante cinco mil no-invitados a la boda de su hija «¡si me queréis algo, irse!» (esto no aparece en las páginas de efemérides consultadas, así que aprovechamos este canal para solicitar, no, rogar que sea agregado)… pero, principalmente, fue un año de avances impresionantes en materia tecnológica y de comunicaciones, respondiendo satisfactoriamente a las peticiones hechas por la ONU en 1981, cuando acordaron que aquel 83 sería «El Año Mundial de las Comunicaciones». Empieza a funcionar la primera red de telefonía móvil, la AMPS, ARPANET cambia al protocolo TCP/IP y Apple saca al mercado el primer ordenador con interfaz de usuario. Traducción de lo anterior: que hace cuarenta años desde que internet se presentó al mundo como posible y accesible para todo hijo de vecino, al menos en la parte técnica.
En la práctica, la diversión no empezó hasta el 89 con la puesta en marcha de la World Wide Web y, sobre todo, a partir del 97, cuando el señor Andrew Wienreich —del cual hoy nadie se acuerda— creó SixDegrees, la primera red social digital. Sí, hemos dicho red social digital y no, no es redundante, aunque la simple aclaración sí deje traslucir un síntoma de cómo nos relacionamos. Resulta que el astuto Wienreich tuvo el acierto de crear una página web siguiendo la hipótesis de los «seis grados de separación», oportunamente popularizada por Duncan Watts quien, a su vez, se inspiró (guiño, guiño) en un experimento realizado por Stanley Milgram siguiendo el estudio de Manfred Kochen e Ithiel de Sola Pool, «Contacts and Influence». En realidad, dicha hipótesis tenía más que ver con la versión estadounidense de la ardilla cruzándose la península ibérica sin tocar suelo que con algo científico, hasta que llegó a internet y, poco a poco, las seis personas se fueron reduciendo a una sola aplicación de distancia. Pero para eso todavía quedaban años.
Además del apartado pseudocientífico, SixDegrees surgió para imitar la función de las agendas telefónicas clásicas, solo que aquellas nunca abandonaban el hogar, siempre escondidas debajo del teléfono fijo o dentro del mueble que lo soportaba, y entonces, por fin, podían hacerse públicas. Con la intención de facilitar la consolidación de los vínculos, tuvo la brillante idea de etiquetar las relaciones desde el instante en que se establecía el contacto (lo dicho, muy astuto). Lo que en la vida física hubiese tomado horas, si no días, meses de encuentros fortuitos o forzados, conversaciones casuales o, directamente, no haber tenido lugar nunca, se simplificaba con la siguiente fórmula: algún conocido de conocido clicaba en tu ficha, tú recibías un correo electrónico —hecho que captaba tu atención porque, por entonces, todavía se consideraba algo extraordinario y no un disparador de la ansiedad— notificándote que Fulanito o Zutanita te había etiquetado como colega o amistad, aceptabas y, acto seguido, se te pedía que añadieses a más personas. Así de fácil. Como coleccionar cromos, pero con más beneficios ya que, llegado el caso, a ese nuevo fichaje podías pedirle que mirase tu currículum, o que se lo entregase a ese otro colega a seis personas de distancia. Y si tenías trabajo, pues sacar valor para proponerle tomar una copa después del horario de oficina a ese amigo de amigo de colega del cual te habían hablado alguna vez. El nombre y la comunicación oral aún eran importantes. Lo eran todo, básicamente, porque Weinreich y su equipo no habían contemplado la revolución de las imágenes que se produciría a partir de 1999 tras el primer teléfono móvil con cámara integrada. La ausencia de fotografías sería el fin de la primera red social en 2001, y su presencia el eje central de todas las que vinieron después.
Fotolog, por ejemplo, surgió en 2002 haciendo las veces de un diario personal (pero sin el requisito de privacidad que solía definir a los diarios, claro) permitiendo acompañar los textos largos con imágenes, a veces tomadas del mismo internet, a veces fotos autodisparadas con una cámara digital haciendo malabarismos para sujetarla a todo lo alto que daban los brazos sin dejar de apuntarse, porque lo de enfocarse ya era harina de otro costal. No en vano, la palabra selfie nació en aquel mismo año —según cuenta la leyenda—, a modo de disculpa por haber subido a un foro una foto de bajísima calidad.
El mundo, es decir, internet, se dividió entre aquellos que buscaban cierto goce en la parte estética de la fotografía, aspirando al deleite de la profesionalidad, o esperando profesionalizarse, en webs tales como Flickr (2004), Tumblr (2007) o Pinterest (2010), y los ensimismados, eternamente amateurs, que usaban la tecnología para dar fe de su existencia, borrosa, descuadrada, a menudo anodina, pero presente, en MySpace (2003), Facebook (2004), Tuenti (2006)… y, por encima de todas las demás, en Instagram (2010), la red social del ilusionismo por antonomasia. Mientras Facebook vendía nuestros datos, Instagram se iba haciendo experta en vendernos una falsa sensación de profesionalidad. Comenzó con el clásico formato cuadrado, recordándonos a las Polaroids, luego con los filtros de colores y, por último, copió cada recurso de otras plataformas digitales que podían atraer público, fueran los filtros modificadores de la apariencia corporal, las stories o, más recientemente, los reels, vídeos cortos que se mantienen en el muro, destinados principalmente a los usuarios más ambiciosos, esos que se hacen llamar a sí mismos creadores de contenido, otrora gurús o influencers —receptores de la estupenda canción «Libertad obligada», de Biznaga, la cual citaríamos completa. Saben que no podemos hacer eso, así que les recomendamos que la escuchen. El disco La gran pantalla, en general—.
Y así, casi sin darnos cuenta, lo que al principio parecía conducirnos hacia una expansión ilimitada del contacto entre iguales, cumpliendo los sueños de las abuelas que se sentían en la obligación moral de devolverles el saludo a los presentadores de informativos, se convirtió en un espectáculo sobre lo fácil que es reducir lo humano a un cúmulo de datos y recompensas materiales. Dicho de otra forma: que la proliferación inconmensurable y acelerada de imágenes fragmentó el concepto de red social en su acepción predigital, favoreciendo los vínculos mercantiles entre consumidores y consumidos. No es un giro dramático de los acontecimientos, sino mera consecuencia lógica de a) internet, y b) la mecánica de las cámaras de fotos. Bueno, eso y que, como advertimos un par de párrafos atrás, SixDegrees ya estaba enfocada al beneficio personal, así que poca sorpresa, pero vayamos a los motivos menos evidentes.
La historia de la fotografía está inexorablemente ligada a la disección de la realidad en —perdón por la redundancia— gráficas, cifras y otras cuantificaciones impersonales. De nuevo hay una parte obvia, esa a la que siempre se alude, la de la imposición de límites a nuestra vista o a lo que puede ser visto, musa de los cuadros de Magritte y hasta de Ortega y su Meditación del marco. No obstante, no es a esa disección a la que nos estamos refiriendo ahora, sino a otra que opera de forma más sibilina. Una voz en off nos explica un buen ejemplo de esto en el documental Luz por todas partes (Theo Anthony, 2021): cuando Étienne-Jules Marey inventó el fusil fotográfico en 1882, «fue más allá de fotografiar el movimiento. Cuando se captaba el movimiento se convertía automáticamente en datos. Ver e interpretar se combinaban en el mismo dispositivo. […] El mundo se vuelve un recurso de extracción de datos». Pero, cuidado, porque el término interpretación es engañoso en este contexto, al menos si damos por sentado que tal ejercicio implica la participación de un ojo humano que observa, junto a una cabeza y un raciocinio expeliendo resultados más o menos subjetivos. Es la propia máquina la responsable de ofrecer esos parámetros que permiten la lectura de lo capturado, entregándolos como si fuesen la realidad misma, lo valioso de ella en tanto que aprehensible en un solo bocado, objetiva, moldeables a nuestros intereses.
Lo mismo sucede dos siglos después con los algoritmos que mandan en las redes, y es algo de lo más normal. Primero, porque su contexto es el de internet, que no es precisamente un invento filantrópico, sino que comparte idiosincrasia con los casinos. No es una suposición nuestra, ¿eh? No, lo dice Leonard Kleinrock, pionero de internet y uno de los desarrolladores de ARPANET. A quienes manejan los hilos les preocupa entre poquísimo y absolutamente nada la potencial belleza de las fotografías difundidas en su sistema (de ahí, por ejemplo, que pezón femenino que ve Instagram, foto que borra o cuenta que tumba, aunque fuese una obra del mismísimo Courbet), siempre y cuando muevan dinero, esto es, atraigan a más gente al circuito. El cómo se alcanza tal efecto es, por otra parte, consecuencia intrínseca a las fotografías, y lo dejó escrito Roland Barthes, allá por 1980, en La cámara lúcida:
una foto no puede ser transformada (dicha) filosóficamente, está enteramente lastrada por la contingencia de la que es envoltura transparente y ligera. Muestre sus fotos a alguien; ese alguien sacará inmediatamente las suyas […]; la Fotografía nunca es más que un canto alternado de «Vea», «Ve», «Vea esto», señala con el dedo cierto vis-à-vis y no puede salirse de ese puro lenguaje deíctico.
Lo que pasa es que, en este punto de la historia, en medio de la amalgama de imágenes que intercambiamos hacia nadie en concreto y, por tanto, hacia todos en general, solo podemos ver repeticiones de lo mismo, incapaces de discernir ya qué es lo que nos enseñan los otros y qué eso tan especial que nosotros deseamos mostrar. Lo más sorprendente es que nos importa una mierda. Lo reproducimos en masa, sin pudor alguno. Incluso le hemos dado nombres específicos, como «trend», y nos sentimos validados al «sumarnos al reto» de lo que sea.
Quizá en los albores de las redes sociales estuviese justificado hablar de Narcisos; puede, de hecho, que nosotros mismos lo hayamos argumentado en alguno de nuestros textos anteriores, pero lo cierto es que la sociedad se refleja mejor en un personaje secundario del mito, al menos en este sentido: somos Eco. No hay, propiamente, una imagen real del sí mismo que nos embobe, y no podemos culpar a la inversión ofrecida por la cámara, por el agua, o por lo que sea que intermedie. Se debe, más bien, a lo contrario. Nos alejamos voluntariamente del reflejo, empoderados en la idea de ser una figura voluble, cambiante, camaleónica acorde a los cánones. Ineludiblemente, mientras más nos distanciamos del reflejo, más nos desviamos de la posibilidad de reflexión (que por algo comparten raíz etimológica), obnubilados por, y en, la inmediatez de las respuestas. Si seguimos señalando con el dedo nuestras fotografías (es decir, publicándolas en redes) es por el deseo de ser reconocidos, admirados, elogiados, bellos a ojos de los demás; invitados a salir de la cueva del anonimato, en definitiva. Y ¿cuál es, en nuestra sociedad, el mayor indicativo de haber logrado todo lo anterior?
[Pausa dramática para pensar].
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El dinero, obviamente.
Lo cual explica que internet esté a rebosar de gente de todas las fachas dando consejos baratos para prosperar sin salir del circuito online, igual que hubo en su momento manuales desglosando la ley de los grandes números para hacerse rico en Las Vegas. Y explica, asimismo, que las redes sociales se adapten a los requisitos de sus feligreses, alegando una falsa democratización del trabajo (de lo mal que deja a nuestras instituciones que solo nos refiramos a la democracia en estos aspectos y en estos ámbitos hablaremos otro día) con plataformas del tipo OnlyFans. No es nuevo, lo sabemos. También Lola Flores pidió su famosa peseta a cada español en el 1989, prometiendo a cambio unos cantes y unas copitas, y desde 2010 han existido plataformas de mecenazgo como Verkami, Ko-fi, o Patreon. Pero sí es distinto, porque supone un salto cualitativo, uno que va desde la erótica de las imágenes a las imágenes eróticas. Eso se lo contamos en otro artículo, que ya hemos abusado suficiente de su atención por hoy.