Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places.
En 1921, el periódico The Washington Times publicó un artículo en el que varios médicos elevaban su protesta ante una exposición con la que «cubistas y otros anormales entusiastas de la pintura moderna» mancillaban las salas del «digno y conservador» Museo Metropolitano de la ciudad. Uno de aquellos doctores, enfrentado por primera vez con la obra del malagueño Pablo Ruiz Picasso, sentenció: «He podido contemplar el trabajo de personas dementes confinadas en asilos, y diré que los dibujos de estos locos están muy por encima de las supuestas obras de arte que acabo de ver en esta exposición».
Dos décadas después, en 1938, aún había quien tenía problemas para asimilar el estilo del español; de nuevo, una exposición en Washington inspiró un artículo de protesta, esta vez titulado «La clave para entender la obra de Picasso». Según su autor, «el presente comentario podría ofrecer la clave para entender la totalidad de la exposición, pues no es improbable que Picasso represente en su persona la constante decadencia de la civilización y las actuales influencias dominantes que están llevando el mundo hacia el cataclismo». Otro detractor calificaba la obra de Picasso como «excéntrica» y «solamente apta para un extraño sentido del gusto», preguntándose por qué la vanguardia parisina etiquetaba al español como un genio; no obstante, en un impulso de imprevista magnanimidad, el crítico terminaba admitiendo que una de las pinturas «no está tan mal como parece a primera vista».
Todas las nuevas tendencias encuentran resistencia e incomprensión al principio. Pablo Picasso estuvo estrenando tendencia tras tendencia y explorando territorios insólitos durante décadas, así que sus más acérrimos críticos apenas tuvieron respiro para acostumbrarse a él. Aun así, lo inevitable terminó sucediendo; el mundo captó la grandeza de Picasso y entendió por qué los demás artistas lo veneraban. Hoy nos resulta fácil regodearnos con la incapacidad de aquellos viejos críticos para digerir la revolución picassiana, pero cabe recordar que fueron víctimas de su época; sin anestesia previa, estaban asistiendo a la que seguramente fue la más profunda transformación de los paradigmas artísticos en los últimos mil años de historia. Picasso no fue el único revolucionario de su tiempo, desde luego, pero sí el más importante, el que más caminos abrió y el que más caminos completó.
Hoy, enfrentarse cara a cara con su obra ya no es motivo de escándalo sino un privilegio, una oportunidad para examinar su revolución desde la aventajada perspectiva que ofrece el tiempo. Es particularmente fascinante su trabajo de juventud, en el que comprobamos cómo iba tomando forma, año tras año, la explosión de un nuevo paradigma con el que romper todos los antiguos paradigmas.
La primera piedra, la primera vara de medir para comenzar a calibrar su talento, son las pinturas del final de su infancia y el comienzo de su adolescencia. Un detalle muy llamativo del Picasso infantil es su temprana preocupación por los volúmenes, por la geometría tridimensional, que parece anunciar más al escultor que al pintor. El Estudio doble del ojo izquierdo es un ejercicio académico que Picasso realizó cuando tenía diez u once años en el que parece estar preparando más una talla en mármol que un lienzo. Siendo un niño, y mucho antes de su revolución cubista, se preocupaba por descifrar la ingeniería que se esconde tras las intrincadas formas del rostro humano. Unas formas que él reducía a resúmenes geométricos más simples, que no fáciles de ejecutar, como si ya desde pequeño la disección de los espacios fuese una parte connatural de sus instintos.
A sus trece años demostraba una inusual madurez. Por ejemplo, el Retrato de Lola era técnicamente crudo, pero dotado de un sentido de la armonía que no cabría esperar en un escolar. Armonía en la composición, en los colores, en los contrastes. Aunque lo más asombroso es que esa madurez se disparó en cuestión de meses. A los catorce años ya creó una obra que puede considerarse madura, quizá el primero de sus grandes cuadros, Retrato de un hombre barbudo. Un impresionante trabajo para tan corta edad, abrumador ejemplo de precocidad, en el que el adolescente Picasso ya no solamente se preocupa de captar las formas, las luces o las sombras, sino de capturar aquello que no puede reproducirse con tanta facilidad: el espíritu de la escena. Ese hombre barbudo no es solamente un rostro. Es un ser humano cuya mirada clavada en el suelo nos hace preguntarnos qué le sucede. Es un cuadro en el que no solamente hay imagen, sino que también hay un sutil drama subyacente. Esta capacidad de infundir vida en un lienzo es una rarísima cualidad en un artista adolescente. Tal hazaña suele ir precedida de años de desarrollo de las habilidades puramente técnicas; el pintor aprende primero a profundizar en un arsenal de técnicas concretas según el ejemplo de sus maestros, y después, con suerte, es cuando consigue comunicar un mensaje igualmente profundo. Por algún motivo misterioso para quienes no nacemos con esos talentos, un Picasso que no había cumplido quince años poseía el don de crear pinturas que iban más allá del proceso normal del aprendizaje.
El interés de Picasso por los principios que gobiernan la forma continuó hasta su juventud parisina; el estudio Mujer sentada, de 1906, es otra disección geométrica que simplifica las formas humanas, pero ya no es un papel imitando las tres dimensiones de la escultura, sino que explora una geometría del volumen que se ajuste a las dos dimensiones del papel. Aunque Picasso también exploró la escultura y la cerámica, decidió que era el momento de devolverle su dignidad al carácter bidimensional del dibujo y la pintura. Dejar que la pintura expresase los volúmenes con un lenguaje propio, y no con un lenguaje heredero de la escultura, fue un paso inmediatamente previo a la revolución cubista.
La revolución cubista suele ser vista como una agudización de la obsesión por la geometría, pero hay algo más que rara vez se menciona. En Desnudo de pie, de 1909, el cuerpo humano es reinterpretado para mostrar las tensiones normalmente invisibles de su estructura esquelética. Picasso deja de lado el retrato naturalista del ser humano, pues ya ha sido estudiado hasta la saciedad durante milenios, e introduce un principio nuevo con el que retratar el cuerpo: las fuerzas. Empieza a fijarse en los mecanismos interiores, en la lucha de diferentes piezas que se empujan y se apoyan entre sí, y que compiten por protagonizar determinados movimientos o adueñarse de determinadas posturas. Esta mecanización del cuerpo, esta fijación en las fuerzas, obliga a dejar de representarlo como la figura simétrica que vemos en nuestra experiencia diaria. El cuerpo picassiano es una maquinaria asimétrica porque describe la desigualdad de las fuerzas en cada postura; quizá, quién sabe, no fue casualidad que este nuevo principio artístico naciese poco después de la invención de los rayos X. Algunos contemporáneos, sin entender el papel que las fuerzas contrapuestas jugaban en esta nueva manera de retratar, dijeron que los cuerpos de Picasso eran «deformes», y que la tradicional belleza de los modelos estaba siendo «desperdiciada».
El abandono del equilibrio clásico naturalista inspirado en la escultura clásica, hasta entonces el principio regulador del retrato pictórico, estaba influido por otros tipos de arte que habían sido practicados fuera de Europa. La Pequeña figura, de 1907, es un icono tallado que recuerda tanto a los iconos de la etnia dogón en Malí como a las esculturas de los aztecas. Picasso halló un elemento común en esas figuras de pueblos distantes: la búsqueda de la esencia interior de los personajes retratados, bajo una intención tanto o más simbólica que figurativa, pero no completamente abstracta. Esas esculturas supeditaban las formas naturales a la necesidad de expresar aquello que no puede verse: lo espiritual, lo sobrenatural (o, en el caso de Picasso, lo psicológico). Una filosofía artística que se había perdido en Europa después de la Edad Media, cuando el Renacimiento trajo de vuelta el naturalismo clásico y dejó atrás el esquemático simbolismo religioso de los iconos. Europa había retornado a los antiguos romanos, quienes divinizaron a sus emperadores mediante retratos escultóricos muy fieles al original, como queriendo hacerlos inmortales convirtiendo su carne perecedera en piedra inmutable. Por el contrario, los aztecas y varias etnias africanas —al igual que buena parte del arte cristiano medieval— habían concebido el ámbito de lo divino como algo demasiado distinto del mundo natural. No era razonable, por lo tanto, representarlo bajo unas mismas leyes estéticas. Los dioses, los espíritus y hasta las almas de los difuntos han de provocar extrañeza y distancia, porque no es su exterior físico lo único que debemos contemplar, sino también su, para nosotros, ajena esencia inmaterial.
La misma extrañeza que producen los seres humanos vivos cuando vamos más allá de su apariencia exterior. Picasso quiso construir un conjunto de técnicas nuevas con las que retratar aquello que no se ve, ya fuesen los mecanismos movidos por fuerzas físicas contrapuestas, ya fuese la esencia espiritual o psicológica de lo retratado. Introdujo este principio en su obra de manera muy evidente en varios estudios que realizó entre 1910 y 1914, dibujando iconos que se asoman a la vertiente invisible de los objetos. Por ejemplo, el desnudo de Mademoiselle Léonie no es la reproducción naturalista de un cuerpo femenino, y Picasso incluso renuncia a su entonces habitual representación de fuerzas físicas enfrentadas. Es la recreación casi religiosa de la retratada, su reencarnación —o, dicho de otra manera, su desencarnación— en un objeto mitológico, pero no del todo inmaterial, sino atado todavía a las leyes de la gravedad. Porque no es una abstracción, no es arte abstracto como tal: es la traducción del retrato físico a un idioma donde lo tangible y lo intangible protagonizan juntos el retrato. Mademoiselle Léonie produce extrañeza porque no es una copia del natural, sino el estudio de las esencias invisibles que se ocultan bajo la piel. El retrato de Frank Burty Haviland, titulado Cabeza de hombre, es otro perfecto ejemplo. Son reconocibles los elementos básicos de un rostro humano, pero descompuestos en la búsqueda de la esencia interior.
Los estudios de bodegones Botella de Bass, guitarra, diario y copa sobre una mesa cuadrada o Frutero son la aplicación de esa traducción a los objetos inanimados. Aparecen vagamente reconocibles, pero también en la distancia de lo que trasciende la materia, como si también los objetos cotidianos tuviesen una vida espiritual. Picasso descubrió, quizá por influencia del fetichismo africano, que la espiritualización no tiene por qué limitarse a las figuras humanas, y que cualquier otro elemento del mundo puede ser convertido en un retrato del alma.
En la década de los veinte, no obstante, Picasso retorna ocasionalmente a un estudio más naturalista de las formas en trabajos como Tres desnudos o Las tres gracias. Ya ha vuelto del revés a personas y objetos para desvelar las fuerzas subyacentes y los trasfondos espirituales; ahora se pregunta cómo volver a ocultarlos pero sin hacerlos del todo imperceptibles, cómo volver a vestir la maquinaria, cómo conservar esos elementos subyacentes cuando se retorna a una apariencia carnal. El mejor ejemplo es el Retrato de Olga de 1923, uno de los varios que dedicó a su pareja Olga Jojlova, en el que capta sus rasgos y su expresión con precisión milimétrica utilizando un sencillísimo conjunto de trazos. Bajo unos escasos trazos se esconde todo ese mundo espiritual, toda esa máquina de fuerzas que Picasso ha estado analizando durante dos décadas y que ahora vuelve a ser casi invisible, pero dando vida a todo el retrato como un casi invisible puñado de sal da vida a un guiso. A primera vista, el sencillo y natural Retrato de Olga no se parece a obras de época similar como el cubista retrato de Françoise Gilot, Mujer en un sillón, o el pitagorismo esquemático de Composición con calavera, y, sin embargo, la filosofía es la misma que la de estas obras. Porque, tras un largo viaje, Picasso ha reinventado el naturalismo. Su retrato naturalista ya no parece ajeno a la vertiente más jeroglífica de su obra. Es diferente a los ojos, pero similar al espíritu. Para copiar ya está la fotografía; para capturar el espíritu están décadas de evolución artística.
La obra de Picasso se multiplicó y experimentó mutaciones como las criaturas de Darwin; cambios que solamente carecen de sentido cuando no se han observado con detenimiento sus orígenes y causas, pero que, una vez observados, desvelan la brillantez de una lógica artística incontestable. Picasso siempre supo lo que hacía, incluso cuando lo que hacía no tenía precedentes. Y quien tenga miedo a Picasso puede perderlo. Hacerle una visita y contemplar de cerca sus obras para desentrañar el espíritu con el que fueron creadas no requiere de estudios ni de conceptos sofisticados; basta con abrir los ojos y mirarlas como miraríamos un icono tribal o una inscripción antigua: con candidez, expectantes por comprobar qué nos dicen. Al igual que nos fascinan las figuras de civilizaciones exóticas aunque no conozcamos todos los detalles de su sociedad, podemos sentir fascinación por el trabajo de un artista que fue una civilización en sí mismo.
Picasso es la Angélica Liddell de la pintura. Por egolatra y sobrevalorado
Pablo Picasso es el arte que rompe con las estructuras y proclama que es posible una nueva visión de la pintura. La historia lo definirá como el antes y el después. Y cumplió con su deseo más importante: no quiero ser un artista moderno, quiero ser eterno.
Pingback: El eco de Picasso - Jot Down Cultural Magazine
Pingback: El eco de Picasso – Jot Down – Lavozhispana: Información que trasciende los titulares
Pingback: El eco de Picasso - Multiplode6.com