La consabida triple pregunta filosófica, en su formulación habitual —¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?— sugiere la idea de una esencia —un «somos»— que viene (del pasado) y va (al futuro) sin alterarse sustancialmente, que se desplaza en el espacio-tiempo sin desgaste de su mismidad; pero el gran trinomio ontológico se podría —se debería— plantear también a la recíproca: ¿Quiénes éramos? ¿Dónde estamos? ¿Quiénes seremos?, como corresponde a una existencia —más que una esencia— que se transforma sin cesar en un escenario permanente (pese a los cambios que provocamos en él al arañar su superficie): el mundo en el que vivimos, el dónde en el que estamos. Somos el mudable río heraclitano que excava su sinuoso cauce en la impasible tierra firme de Parménides, camino de la mar que es el morir. O lo que sea.
Se le ha reprochado —y no sin razón— a la ciencia ficción clásica (aún no ha cumplido cien años y ya tiene su panteón y su canon) que dedicara su poderosa capacidad especulativa a describir los mundos exóticos y los maravillosos logros tecnológicos que supuestamente alcanzaremos en el futuro, prestando muy poca atención a las cuestiones sociopolíticas, a las transformaciones psicológicas y conductuales de los individuos y las comunidades venideras. Del mismo modo que muchas novelas históricas al uso parecen protagonizadas por gentes de hoy que se visten de época sin quitarse el reloj de pulsera, los personajes de muchas historias de ciencia ficción son hombres y mujeres actuales que se han puesto un traje espacial que les viene grande y han cambiado el vuelo chárter por la astronave. Nos dicen muy poco sobre quiénes somos al olvidar quiénes éramos y no preguntarse quiénes seremos.
Y por eso resulta tan reconfortante, sobre todo para los viejos aficionados a la ciencia ficción como yo, sumergirse en narraciones transitadas por hombres y mujeres —o lo que sea— de algún futuro hipotético que no parecen el segurata del supermercado con un uniforme de licra y una pistola láser. Y por eso, a pesar de que en general el denominado «género fantástico» me interesa poco, e incluso me preocupa su sobrevaloración por parte de un amplio sector de jóvenes lectoras/es subyugado por el pensamiento mágico, recientemente he disfrutado (que en mi caso quiere decir que me he sorprendido, he reflexionado y me he reído) con varios libros de la editorial Duermevela, especialmente con El gurja y el Señor de los Martes, de Saad Z. Hossain.
La novela de Hossain parte del encuentro accidental —y accidentado— de un viejo guerrero gurja con un poderoso djinn que, como el consabido genio embotellado, recobra la libertad tras un cautiverio milenario, y pertenece a ese inquietante tipo de distopías que parecen lo contrario (el equivalente sociológico del lobo con piel de cordero), pues describe un «mundo feliz» (la referencia a Aldous Huxley no es casual), un hipertecnológico Katmandú del futuro que no ha olvidado que fue el paraíso artificial de varias generaciones de hippies despistados. Una megalópolis en la que una superinteligenia electrónica de lógica implacable —irónicamente denominada Karma— concede todos los deseos compatibles con el orden establecido a una población que no sabe lo que quiere. O que solo lo averigua cuando es demasiado tarde. Como en nuestro paraíso neoliberal. Un mundo regido con mano de acero y silicio por una supermáquina que funciona por inercia, como una fuerza ciega de la naturaleza, como una catástrofe natural alimentada por el egoísmo y la pereza de una humanidad abotargada. Como el cambio climático o las pandemias desencadenadas por el carnivorismo. Porque, como nos aclara una joven djinn expendedora de marihuana orgánica por si, cual alienados humitas (que es como despectivamente llaman los djinn a los degradados humanos), no nos hemos enterado:
Lo que la gente no acaba de pillar es que Karma no es un ser consciente. No tiene principios morales. Valida la operación siempre que hay una transacción comercial. A todo le asigna su valor justo, calculándolo con una precisión que es inconcebible para los humanos. No se estafa a nadie, todo tiene su valor intrínseco, pero en última instancia, lo que determina ese valor es lo que la gente quiere. Mientras no destruyas las funciones de la ciudad, puedes hacer lo que quieras según las reglas de libre comercio.
(¿Qué dices, hypocrite lecteur, mon semblable mon frère? ¿Tú también puedes hacer lo que quieras según las reglas del libre comercio? ¿No tienes algún oscuro deseo que pedirle al Señor de los Martes? ¿No hay en tu interior un ultrajado gurja con sed de venganza?).
Es fácil, al principio, dejarse fascinar por los personajes principales de la narración, que nos obligan a replantearnos nuestras ideas preconcebidas sobre los genios dispensadores de deseos y sobre los gurjas, esos míticos guerreros nepalíes abducidos por el despiadado imperio británico. Pero poco a poco la atención se desplaza hacia los personajes anónimos, los verdaderos protagonistas de todas las historias, esos humitas demasiado humanos —o demasiado poco— que imperceptiblemente nos llevan a la gran pregunta: ¿quiénes seremos?, ¿en qué nos estamos o nos están convirtiendo? Que es la verdadera cuestión que subyace a la oscura inquietud con que leemos algunas historias proyectadas en el futuro.
Otros títulos de la colección Duermevela, como El hechicero de la corona, de Zen Cho, o El Señor de los Djinn, de Phenderson Djèlí Clark, me han interesado, sobre todo, por su cuestionamiento sistemático —y antisistémico— de los roles de género tradicionales y aun de los géneros mismos, lo cual, en el reino de la narrativa fantástico-heroica, tradicionalmente poblado de supermachos y de princesas voluptuosas, se agradece especialmente, y más si la subversión va acompañada de saludables dosis de humor. Estos libros, y algunos más que han caído en mis manos en los últimos meses, no han disipado mi preocupación por el excesivo interés que entre muchas y muchos jóvenes suscitan la narrativa fantástica y el pensamiento mágico; pero es reconfortante comprobar que hay algo de vida —vida inteligente— más allá —o más acá— de los universos Marvel y DC, de los epígonos de Tolkien, de Harry Potter, de la saga Star Wars…
Como superviviente de la primera generación de niños abducidos por Disney, me reconforta comprobar que, aunque las técnicas de descerebramiento y domesticación de la juventud son cada vez más poderosas e invasivas, la resistencia no se rinde y la guerrilla cultural encuentra la manera de colarse incluso en los recintos mejor protegidos. Como el de la fantasía épica, coto de caza (de cerebros) del poder desde hace tres mil años. O más.
«El horror, el horror…». El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
Más allá de DC y Marvel siempre ha habido vida. Lo que no está claro es que sea vida independiente ni inteligente.
Los dos mundos del cómic capaz de plantar cara a la industria estadounidense ha sido el manga japonés y el cómic franco-belga.
La evolución de éste último ha sido preocupante. En un principio se concentró en Pilote, en donde uno de los socios fundadores Jean Micheal Charlier, quizás el mejor guionista del siglo XX, mantuvo una pugna dialéctica con los demás socios debido a su pensamiento existencialista. Terminó fuera del negocio y volvió a ser luego contratado como mero editor, pues en su ausencia las ventas de Pilote se resintieron ampliamente.
Por desgracia, Pilote fue asimilada por Dargaud (lo mismo que a Bruguera le pasó por encima el grupo Z). Y, finalmente, Dargaud ha quedado integrado en el emporio Média-Participations. Así pues, una editorial ya oligárquica ha entroncado en un grupo oligárquico aún mayor.
Al manga japonés le ha ocurrido algo parecido. El problema es que los cómics integrados en grupos industriales mastodónticos están sometidos a la ideología y, por lo tanto, apenas dicen nada.
Lo único estimable del cómic está en el mundillo independiente, que o es de un frilkismo atroz o distribuye marginalmente. Y en cuanto los pocos autores buenos son integrados dentro de la industria y pueden llegar al público, el sistema se encarga de blanquear lo que tengan que decir. No es necesaria la censura. Basta con la política de empresa.
Lo que planteas ocurre en todos los ámbitos de la cultura; pese a ello, hay un margen -o varios- para la resistencia. Las grandes transformaciones empiezan siendo marginales.
Gracias por el soplo de Duermevela y por contarlo tan bien.
Fui a la página web de la editorial y he pasado más tiempo viendo la dirección en google maps que el catálogo. Todavía no tienen mucho pero promete, aunque no lo digo por eso. De niños nos íbamos en bici allí porque es un lugar «mágico». En un radio de un kilómetro alrededor hay un montón de pequeños lugares excepcionales donde sólo van los niños y a escondidas. El jardín atómico es evidente. Un motivo tonto para que me vayan a gustar esos libros y Duermevela más.
Promete, sí. Esperemos que cumpla y esté a la altura de la «magia» del lugar.
Ya había escuchado cosas buenas de Duermevela. Apunto tus sugerencias siempre interesantes.
Es curioso, yo asoció la literatura fantastica a dos libros que ayudaron a formarme como lector, uno de ellos Tolkien, que me perfiló el sentimiento de perdida de la naturaleza y biodiversidad. Viví en persona mientras lo leía en un entorno cambiante. La burbuja inmobiliaria previa al 92 se llevó el paisaje campestre de mi infancia y adolescencia para devolverme autovías, viviendas «acosadas», centros comerciales, y coches a toda velocidad.
El otro, algo anterior, fue la Historia Interminable, que me mostró a Nietzsche antes de saber quién era. (Como Momo me enseñó a Marx).
Dos autores, Tolkien y Ende, que no son santos de mi devoción; pero celebro que su influencia haya sido positiva. Y que siga sorprendiéndonos.
Ah Maestro, me sorprendes. Fíjate que puedo entender tus reparos con Tolkien o Lovecraft pero a Ende no me lo esperaba. ¿Se puede creer que Marx tenía, y tiene, mucha razón y fue clarividente y disfrutar con Proust? No es coherente pero pasa.
Ende tiene un lado oscuro, y yo lo he visto de cerca. Tendré que dedicarle un artículo. Y no creo que sea incoherente pensar que Marx tenía mucha razón y disfrutar con Proust. Como diría el inolvidable Gila, son amores distintos.
Lo esperaré con ganas.
Por favor Carlo, debería desarrollar esa afirmación sobre Ende, además cuando asevera que lo vio de cerca.
Sepa que hoy no dormiré plácidamente (y no exagero).
Los deseos de mis lectoras/es son órdenes, me pongo a ello. Pero te aclaro que vi de cerca el lado oscuro de los escritos de Ende, no a él en persona.
Yo creo que Marx tenía razón en muchas cosas (no en todas, por eso hay que leer a Castoriadis y otros que también lo cuestionan desde la izquierda) y lo que más he leído en mi vida es a Proust.
«La crítica literaria marxista desprecia con frecuencia la «interioridad», la disección del alma en la literatura burguesa –menosprecio que Brecht interpretaba como indicio de consciencia revolucionaria. Sin embargo, esa actitud no parece demasiado alejada del desprecio de los capitalistas hacia la dimensión no rentable de la vida. Si bien la subjetividad constituye un «logro» de la era burguesa, es cuanto menos una fuerza antagónica en la sociedad captialista.» (La dimensión estética. Herbert Marcuse)
Lamento discrepar. Me sorprende que esta entradilla sea suya, Frabetti, pero para gustos se hicieron los colores.
Tengo la impresión de que Duermevela sería Disney si pudieran. Es más, estarían encantados de que Disney los comprara. La realidad es el imperio. Nuestra condición no ha mejorado desde los tiempos de Alejandro. Cuando los seres humanos dejaron de decidir en sus destinos y su sino era impuesto desde algún lugar, hasta los griegos se volvieron introspectivos. Estoicos, epicúreos, escépticos, megáricos, cirenaicos y cínicos apostaron por la conquista de lo único sobre lo que tenían algún control: lo interior. A todos les dio por proclamar loas a la ética. A partir de ahí la fantasía, la magia y el simbolismo aparecieron como opción antes de la caída postrera en la religión.
Hubo un hombre inteligente que abrió uno de sus libros escribiendo que la historia se repite dos veces: una como tragedia y la otra, como farsa. Vivimos en la farsa de la farsa.
Me temo que Duermevela está mas cerca de lo primero que de lo segundo.
No es cuestión de gustos ni creo que Duermevela fuera Disney si pudiera; pero admito que es pronto para hacer una valoración fundamentada. Dicho sea de paso, me fascina tu continuo cambio -y tu imaginativa elección- de alias.
Es una experiencia normal. El yo está sobrevalorado. ¿Cuántos egos habremos sido cada uno de nosotros? Si pensamos en ayer, nos supondremos siendo los mismos, pero si recordásemos nuestra niñez reconoceremos que fuimos completamente otros. Si nos encontráramos con los que éramos a los 17 años, ellos ni siquiera nos saludarían por considerarnos démodés y apocados. Más allá del mero nombre, tan poco somos.
Gracias, francisco, tomo nota de la sugerencia. Aunque lo mío es la ciencia ficción, y esto pinta más bien gótico…
Eres afortunado si tu yo-17 se limitaría a no saludarte. El mío me correría a gorrazos.
¿Y cuál crees que estaría acertado: tu yo de los 17 años, o tu yo actual? Por curiosidad…
Creo que mi yo de los 17 era más valiente y el actual está mejor informado. Algunos de los gorrazos que me daría me los merezco, pero otros no, creo.
La del horror imagino que esté prendida de usted, maestro Fabretti, y quiera significar el amor, el amor. Bien inicio para un cuento de literatura fantástica.
No entiendo por qué, mi respuesta a fcf ha aparecido debajo de Kardoudi.
La del horror, horror parece que esté prendida de usted, maestro Fabretti, y su pasión la haga trabucarse: significaría el amor, el amor. Un buen inicio para un cuento de literatura fantástica y lo que seremos.
A mí me recuerda a un tal Antonio Larrosa que abrasó la página de 20 minutos hace más de una década a tanto postear lo mismo («clica sobre mi nombre»). Fuimos injustos con él, pues el tal prójimo trataba de promocionar un libro (imagino que pontificando principios morales caducos). Su objetivo era hacerse publicidad por el morro aprovechando la tirada del diario on-line. Ésta, sin embargo, parece bastante más subdesarrollada.
Carlo, creo que a pesar de tu inteligencia y de una cultura enormemente superior al promedio de los mortales, caes en los mismos prejuicios que todo el mundo. Sospecho que tu principal objeción a Tolkien es que era católico.
Ni una cosa ni otra, me temo, amigo Rafa. Y digo «me temo» porque pagaría con gusto el precio de unos cuantos prejuicios vulgares a cambio de una inteligencia y una cultura enormes, que, desgraciadamente, estoy lejos de poseer. Entre mis diez narradoras/es favoritas/es hay dos católicos militantes: Graham Green y G. K. Chesterton, y si detesto a Tolkien (porque admito que lo detesto cordialmente) es por su maniqueísmo y por su nefasta influencia en varias generaciones de escritores y lectores. No sé si has leído mi artículo sobre Darger y Tolkien, en el que digo:
En el caso de Tolkien, no es necesario recurrir a sutiles interpretaciones, pues él mismo expresó sin ambages su idea de que «la fantasía es escapista, y esa es su gloria». La cruda realidad es, para este católico ultraconservador (literalmente más papista que el papa, pues nunca aceptó el Concilio Vaticano II), una cárcel de la que huir más que un hábitat que hay que transformar. En su extenso poema Philomythus to Misomythus, dedicado a su colega y amigo C. S. Lewis, Tolkien afirma categóricamente: «I will not walk with your progressive apes, erect and sapient. Before them gapes the dark abyss to which their progress tends» (No marcharé con tus monos progresistas, erectos y doctos. Ante ellos se abre el oscuro abismo al que su progreso tiende). No era una vana advertencia: su vida y su obra fue una larga marcha atrás, hacia el Medioevo idealizado de los cuentos de hadas.
Sin mencionar que «El Señor de los Anillos» es una santificación wagneriana del «apartheid». No hay una única esencia humana, sino una diversidad estanca en la que la caracteriología lo es todo. Los orcos poseen el papel de los nibelungos frente a los que emergen las potencias del bien encarnadas por Bilbo «Sigfrido» Bolson.