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OXO: el templo del videojuego se erige en Málaga

OXO

Este reportaje está disponible en la revista Jot Down Places.

Si uno coge el compás y pincha en el que nos ocupa, se encuentra con una realidad más que privilegiada. A trescientos metros o cuatro minutos, si lo preferimos en guarismos temporales, uno llega al Museo Carmen Thyssen. El Picasso queda un pelín más cerca, apenas doscientos treinta metros y tres minutos andando. Y son solo dos minutos (ciento veinte metros) los que exige plantarse frente a la Catedral de la Encarnación. Hablamos de Málaga, evidentemente; y hablamos de un museo en la Ciudad de los Museos. 

Pero ¿de qué museo hablamos? 

Su nombre son tres letras: OXO. Así, en mayúsculas, para evocar mejor al padre de los videojuegos al que referencia. Allá por 1952 (¡1952!) un tal Alexander S. Douglas recreaba, en los tonos de neón verde propios de los monitores de la época, un juego de tres en raya. En el Zeitgeist del momento, otro juego clásico, las damas, daba el salto también a los monitores y permitía jugar en un dispositivo de vídeo. Oséase, un videojuego. Para ser lo que fueron aquellos nombres extraños y extraordinarios —fenaquistoscopio, estroboscopio, taumatropo, zoótropo, praxinoscopio, zoopraxiscopio, mutoscopio…— al cine, precursores de un arte balbuceante que pronto pisaría el acelerador para coger el testigo del noveno arte y eclosionar, en nuestro siglo XXI, como el verdadero fenómeno de masas relevante. El fenómeno que esculpe una era. 

De todo esto, con una cerveza por mi lado y una Coca-Cola por el suyo, hablo con Santiago Bustamante un domingo 12 de marzo en un bar junto a su museo; su porque el hombre sonriente al otro lado de la mesa, con la palabra DOOM escrita sobre el pecho en blancas capitulares, es su director cultural. No fue en la terracita del Sherlock Holmes, que hubiera tenido su gracia, sino en la Sala Premier Centro; en la terraza, eso sí, tanto porque nos diera el aire como, y sobre todo, por tener a la vista lo que ambos, e imagino que muchos más, considerarán un pequeño gran milagro. Un edificio de cuatro plantas con concesión del Ayuntamiento de Málaga por treinta y cinco años (¡treinta y cinco!) a la empresa Kaiju Group, que lleva la pasión por lo friki en el nombre, pues hace referencia a esos maravillosos bichos nipones, los Godzilla y compañía. Un edificio que antes albergaba trajes de luces, banderillas y todos los aperos de lo taurino y que ahora es, más allá de 2050, y quién sabe si de Orión, la (culta) casa del videojuego. Un museo que en su primer mes superó los once mil visitantes y que, según el presidente de la Diputación de Málaga, será el segundo más visitado de la ciudad, solo por detrás del Picasso.

Aunque Santi, y entenderán pronto por qué me permito llamarlo Santi, lo define de otro modo. «Para mí es un templo, tal como lo he imaginado y lo he soñado. Es un templo que venera la cultura del videojuego. Y nosotros, los visitantes, somos los que venimos a celebrar esa cultura, como un ritual. Aquí vienes con tu niño y le dices: “Vamos a visitar el templo para venerar juntos eso que me ha hecho ser más grande, eso que me ha cambiado la vida. Ser otros a través de los mundos virtuales y de los píxeles. Lo que espero que a ti, hijo, te haga más grande”. Porque hay que romper la premisa de que el videojuego nos hace asociales. El videojuego hay que compartirlo». Y cada una de estas palabras venía acompañada de un brillo en la mirada y una sonrisa. El mismo brillo que veo, por ejemplo, muchas veces en los ojos de mi hijo cuando jugamos juntos desde el sofá a lo que toque: los monos saltarines de Ape Escape, los romances shakesperianos de Yakuza, la exploración cósmica de Metroid o los saltos sobre el abismo de Sonic y Mario.

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Toca hacer un paréntesis para explicar por qué llamo Santi a Santi. Hay ciertos lugares, etéreos y físicos, donde una serie de almas semejantes halla espacio para el ágora. En España, me atrevería a decir que dos de los más importantes se encuentran sitos en el mismo espacio: en Avilés, con las Jornadas del Cómic y el festival del fantástico Celsius 232. Otro, desde luego, aunque lo mediático cobre peaje, es el Festival de Sitges. Y otro es un programa que se escucha en el 93.2 de Torrespaña, Radio 3, y lleva por nombre Fallo de sistema. Ese es el hogar que inventó Santi, con su desván de las maravillas apodado «Superpodcast» para los frikis. Un lugar de verdadera tertulia cultural por el que pasaban múltiples estrellas fugaces, y deslumbrantes, y luego estaba el grupito de los de siempre. 

Yo estaba (y estoy, aunque menos, porque la vida aprieta) en los de siempre. Los del «Superpodcast». Los que un día loco como pocos, que siempre recordaré a carcajadas, nos subimos a un puesto del Mercado de la Cebada (Madrid) para firmar Desde Londres, con amor, un programa en el que teníamos que vender, a voz en grito, las bondades de un videojuego al público que pasara por allí. La tertulia, el hogar, se crea con rostros, y en ese «Superpodcast» estaban, casi perennes, los de David Martínez (entonces, redactor jefe de Hobby Consolas; ahora, jefe de mercadotecnia de Abylight Studios, un publisher español), Gustavo Maeso (entonces, cabeza de IGN España; ahora, coordinador de videojuegos de Mediaset), Sara Borondo (ahora y entonces, redactora de Vandal y columnista en periódicos como El Correo), servidor (entonces, corresponsable, junto con Jorge Morla, de la sección de videojuegos de El País, «1UP»; ahora, diseñador en MercurySteam) y el propio Santi, el anfitrión de ese hogar y ahora el maestro de ceremonias de ese templo de tres letras, OXO. 

Cuando OXO estaba aún en vías de ser una realidad. Santi nos llamó a tres de los mosqueteros del «Superpodcast» para que ejerciéramos de comisarios de una exposición en el futuro museo. La mía salió rana, porque la suerte no siempre sonríe a los valientes; aunque volveremos a intentarlo. De las otras dos hablaremos en pocas líneas. Pero no es baladí recalcar este hecho. Cuando Santi parió este museo, lo primero que hizo fue contactar a aquellas personas con las que llevaba años colaborando, a quienes respetaba por su criterio y a las que podía llamar, en buena lid, camaradas del píxel. Vamos, que fue lo contrario de la canción de Sabina «El joven aprendiz de pintor»; aquella que dice: «Ahora que el público empieza a hacerme caso ya no dicen que pinto tan bien como Picasso». Bajo la sombra del Picasso, y con tres mil metros cuadrados por llenar de cultura y videojuegos, Santi siguió confiando en los suyos. En nosotros. 

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Cerramos paréntesis, tras haber explicado por qué Santiago Bustamante es para mí, y para muchos, Santi. Volvemos a esa mesa donde la Coca-Cola y la cerveza van bajando. «Un museo, para mí y en este contexto, supone decir que por fin hay un lugar de alta cultura que ha conquistado el videojuego y en donde podemos celebrar juntos nuestro amor al píxel. El mensaje principal es: “Señores, el videojuego tiene ya un museo, es cultura, como la expuesta en el Thyssen o en el Picasso, y no nos amilanamos a hablar de cultura como se habla en esos otros templos”». Ya de camino al museo, Santi me comenta que cree que este es un momento especial; el Zeitgeist, dicen, cuando los astros se alinean y parece ocurrir una avalancha de cosas que cobran un sentido especial para quien sabe interpretar las constelaciones. Que si el The Last of Us, de Neil Druckmann y Craig Mazin, en la pequeña pantalla; que si el Super Mario estratosférico que se avecina para la gran pantalla; que si la abundancia de suplementos culturales que se suman al carro de hablar de aquello de los videojuegos; que si Netflix afirmando que ya tiene en proceso más de setenta. Pero la trepidación viene de mucho antes. Santi la vivió en primera persona antes que muchos, entre los que me incluyo. 

En el programa 55 de Fallo de sistema (van quinientos noventa y ocho), Santi entrevistaba en directo al recién galardonado con todo un Príncipe de Asturias (sobre el que alguna vez habrá que escribir un libro por los múltiples astros que se confabularon para que tal cosa fuera posible), al mismísimo Shigeru Miyamoto. El genio de los genios, el creador de Mario, Zelda, Donkey Kong y tantos y tantos otros. Hoy, el Santi once años más viejo recuerda aquel momento con emoción. Y cree que, tarde o temprano, podrán rendirle un homenaje enorme a ese primer nivel de Mario Bros, la pantalla inolvidable, 1-1, que sublimó al japonés como ese Spielberg o Dickens de este arte. El cuentacuentos incansable capaz de sacarse de la chistera una revolución por título.

¿Cómo se estructura el museo? Más aún, ¿cómo se vive? Pues en vertical. En tres plantas que recorren el pasado, el presente y el futuro del videojuego. En la primera habita la nostalgia. En una abrumadora panorámica desde los inicios del medio, te encuentras con genios como Bushnell de Atari y el todavía más esencial Ralph Baer, pues el primero fue el músculo del negocio, y el otro, el de la creación. Asistes a la revolución que supuso Nintendo, de los Miyamoto y compañía, a la guerra de las consolas (NES contra Master System, Game Boy contra Game Gear, Super Nintendo contra Mega Drive, PlayStation contra Xbox, etc.) y contemplas a los héroes tanto en la ficción (los personajes del videojuego) como tras los píxeles (los creadores). La sensación de esta primera planta es la de una borrachera de color y de formas. Esta puesta en escena estelar me hace plantearme una duda que le confieso a Santi. ¿Con qué visión saldrá el visitante que no conozca el videojuego de aquí? ¿Simplemente, se entretendrá arrancando cabezas en la recreativa original de Mortal Kombat o comiendo fantasmas en el Pac-Man o se parará a leer los múltiples carteles que explican los quiénes y, tanto o más importante, los porqués? Supongo que es una pregunta legítima que se plantean todos los museos sobre sí mismos y sus exposiciones, ya sean temporales o permanentes; pero, en el videojuego, parece aún más necesario un extra de pedagogía para que no se quede todo en una bacanal de ruido y píxeles.

En la segunda planta se despliega el corazón cultural del museo en sí. La exposición temporal, que orbita en torno a las sagas, es el regalo que nos hizo Santi a sus colegas de tertulia. Sara Borondo es la comisaria de la muestra dedicada a Animal Crossing. Como bien explica Sara, ese videojuego fue clave en la pandemia y está completamente alejado de la, por otro lado, legítima violencia de la ficción digital: «Aquí no hay ni enemigos, ni jefes finales, ni siquiera objetivos u obligaciones, como si de pronto estuviéramos en una especie de refugio mental. El último título que salió tuvo esa doble función: ofrecernos un mundo agradable y permitirnos, en 2020, en plena pandemia, encontrar un lugar donde compartir con nuestros amigos y seres queridos charlas, actividades e incluso actividades culturales (desfiles de moda, exposiciones…)». La exposición de Sara recrea con mimo la experiencia de los isleños, e incluye un panel, dedicado a los más pequeños, que se presenta como un trivial con preguntas sobre los personajes. 

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A tiro de piedra de Animal Crossing se encuentra Call of Duty. La antítesis del relax. La tensión y la adrenalina de la recreación de lo bélico en la saga por excelencia de este género en el videojuego. La exposición está comisariada por David Martínez, que es, en el mejor sentido, un auténtico loco de este videojuego y que exprime su espacio para ofrecer múltiples puntos de interés. Vitrinas con las armas, una recreación de su mapa multijugador más famoso en una maqueta a escala, «que explica perfectamente el diseño de niveles a tres calles y dos alturas que inventó Treyarch y que ahora es clásico en la saga», explica Martínez, y lo más atrevido de todo el museo: un televisor que permite jugar con dos botones al nivel más polémico de la historia, «No Russian», de Modern Warfare 2. Simplificando el gameplay hasta el extremo, a la decisión binaria entre vida (botón verde) y muerte (botón rojo) de los civiles de la misión, Martínez pone al visitante en la tesitura realmente sugerente del medio e inalienable de él: el hecho de que la decisión, ética y estética, sobre lo que ocurre en el videojuego está en manos del jugador. Nadie muere más que en los píxeles, pero uno puede cargar con el peso de esa muerte en un momento terrible y sublime, donde se elige y se experimenta esa elección.

A Santi le tocó el papelón de cubrirme a mí, a mi exposición perdida, en apenas una semana. Y lo solventó con nota. Kratos, el héroe heleno de piel blanca, blanca por las cenizas de su familia que recubren sus abultados músculos, es el tercero en discordia de esta segunda planta. Un análisis de sus dos universos mitológicos explorados hasta el momento, los panteones griegos y nórdicos, diversa memorabilia, el último título lanzado para jugarlo como visitante y una profusa cronología desplegada con el nivel de producción estratosférico que luce, en general, el museo. 

¿Se le puede pedir más a esta segunda sala? Pues, fundamentalmente, lo mismo que a la primera sala: más rostros. Una proyección continua de esa maravillosa entrevista de hora y media disponible en YouTube con toda la plétora de directores de la saga. O ese vídeo inolvidable de Cory Barlog, director de la reinvención extraordinaria de 2018, llorando al ver la apabullante acogida de la crítica a su triple salto mortal sin red. En definitiva, más humanidad. Eso es lo único que aún se le puede pedir a OXO, una perspectiva con la que Santiago Bustamante, su director cultural, me confesó estar completamente de acuerdo y entregado a conseguir. El museo debe ser faro de sus artistas, igual que el Louvre es el Louvre gracias a Da Vinci y compañía o el Prado debe parte de su esencia a Goya y a Velázquez

¿Y la tercera sala? Pues un vistazo a lo que el videojuego puede llegar a ser. Juegos que retuercen la parte vídeo de la definición de videojuego sin perder un ápice de interactividad, diseño de niveles o mecánicas. Particularmente fascinante me resultó una instalación arenosa, con un proyector vertical sobre la masa de dunas, que permitía al visitante modificar el paisaje simplemente horadando y dejando, por tanto, que el agua abriera caminos, o apilando material y generando así montañas. «El otro día —me reveló Santi—, una visitante esculpió la península ibérica».

Con la cerveza y la Coca-Cola ya en las últimas, Santi me confesó un gran deseo, un mantra para su visión cultural del museo: «El relato es lo importante. Tiene que haber un músculo cultural. Y eso no es solo lo expuesto, de manera temporal o permanente, sino las personas que visiten el museo». Tal vez maese Miyamoto pueda reencontrarse algún día con su Donkey Kong en este templo del píxel. Tenemos treinta y cinco años por delante para soñar con ello.

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Un comentario

  1. González Diz

    Honestamente deberían haber mas lugares como este en otros paises

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