All the Beauty and the Bloodshed
Fui con ganas a ver All the Beauty and the Bloodshed (Toda la belleza y el dolor) de Laura Poitras (Boston 1964) en la única sesión que ofrecía el cine de Barcelona que la proyectaba, a las 22:35, junto a nueve esforzados espectadores más en una sala de ciento treinta y una localidades —según conté cuando decidí, al ver en pantalla casi todas las butacas en verde, que era una tontería reservar una localidad en una platea desierta—. Salí a la una de la primera madrugada de primavera y, dando un paseo de camino a casa, iba encadenando reflexiones detonadas por el documental dedicado a la lucha de la fotógrafa Nan Goldin (1953), liderando un grupo llamado PAIN (Prescription Addiction Intervention Now), contra la familia Sackler, los propietarios de Purdue Pharma, la empresa farmacéutica que con el medicamento Oxycontin está detrás de la llamada crisis de los opiáceos que se ha llevado por delante la vida de ya cuatrocientos mil estadounidenses. Me preguntaba si las batallas recientes en torno a la ley trans y la ley del solo sí es sí (o whatever) son los rescoldos del activismo setentero, que tuvo en los ochenta una prórroga especialmente beligerante con el movimiento Act Up (Coalition to Unleash Power), donde la propia Goldin participó enarbolando pancartas contra el gobierno, durante la epidemia del sida, por el acceso a tratamientos más eficaces y cambios en la legislación que sirvieran para reconocer la enfermedad y sus implicaciones.
El documental ha tenido su rica cosecha de premios, empezando por el León de Oro del Festival de Venecia. El Óscar al mejor largometraje documental le pasó rozando porque se lo llevó Navalny (dir. Daniel Roher, 2022) dedicado a las tribulaciones del famoso disidente ruso que, después de resucitar del coma, envenenado por los esbirros de Putin, regresó a Rusia para ser condenado a nueve años de cárcel, bajo la acusación de uso fraudulento de las donaciones que sus seguidores hicieron a su partido. Que Laura Poitras se llevara en 2014 el Óscar por Citizenfour, en torno a la figura del entonces jovencísimo Edward Snowden que dio a conocer las escuchas telefónicas ilegales del gobierno USA a todo bicho viviente, pone de relieve la estrecha conexión entre el contexto geopolítico en que Hollywood vota y la película documental premiada. El uso que las instituciones gubernamentales norteamericanas hacen de los datos que recopilan tanto sobre sus ciudadanos como sobre objetivos extranjeros a los que se atribuyen vínculos, reales o no, con redes terroristas, mediante métodos calificados como «de dudosa legalidad», ha sido el tema de otros documentales de la directora, incluido Risk, con Julian Assange en el foco. Desde 2006 Laura Poitras estaba incluida en una lista negra del gobierno de su país, fichada como «activista antiamericana» por su constante interés en la guerra sucia que conforma la política exterior de Estados Unidos, y en concreto a lo que ocurre en Irak, Afganistán o Guantánamo. Decidió instalarse en Berlín, como otras personas relacionadas con el caso Wikileaks, donde sus averiguaciones sobre el modus operandi del espionaje norteamericano interesaron mucho en Alemania y le permitió crear alianzas con periodistas del país para informar de las dificultades en la defensa de la libertad de expresión con que tropieza el periodismo de investigación. De lo dicho se desprende que la directora de Citizenfour tiene bagaje para levantar con solvencia un tema que ilustre el conocido cinismo del sistema político y económico estadounidense y la esforzada batalla de un pequeño grupo de activistas para, si no derrota,r por lo menos dejar tuerto al Goliat de turno.
En este caso, ese gigante se encarna en la familia Sackler, que a lo largo de décadas se construyó un perfil de filántropos mediante aportaciones millonarias a museos, universidades e instituciones culturales de mayor prestigio las cuales, en reconocimiento a esta elegante manera de pagar menos impuestos, grabaron en piedra el apellido de los empresarios dedicándoles las salas de más postín. Salas como la de la exposición de arte egipcio en el MET desde donde Goldin y sus confabulados iniciaban en marzo de 2018 su cruzada de denuncia. Arrojando a un estanque envases vacíos similares a los que con sus pastillas de Oxycontin recetaban a mansalva los médicos de todo el país, salvo que en estos podía leerse «efectos secundarios: muerte», los miembros de Pain realizaron una performance escandiendo pegadizos lemas de denuncia: «Shame on Sackler» o «Sackler kills with its pills». El éxito del movimiento PAIN ha sido del todo inesperado para sus promotores, que en principio esperaban dar la batalla por el testimonio; han conseguido que se borre el apellido que en el futuro debería recordarse, dicen, por su codicia criminal, aunque la universidad de Harvard continúa dando largas a la decisión. En unos cinco años de actividad, mientras el número de muertos casi se ha doblado, desde el Met hasta el Louvre, además de retirar el nombre de la familia, han renunciado a sus donaciones. Difícil saber cuánto tiempo durarán estas muestras de ética, pero por ahora los activistas pueden apuntarse esos logros y otros como la creación de nuevos centros para tratar a los adictos. Como ya se publicó en esta revista, la serie Dopesick, con su acertada panorámica de la crisis de los opiáceos y el hábil retrato de los enfermos y de la codiciosa Purdue Pharma, relataba sin caer en lo estridente lo fundamental del escándalo. Viendo All the Beauty… parece que Poitras y Goldin dan por seguro que los espectadores conocen las líneas fundamentales de la crisis y dedica a los Sackler el tiempo imprescindible para documentar su larga faceta filantrópica y la estrategia mediante la cual se declararon en bancarrota y desviaron su fortuna a otras empresas de su propiedad para eludir las indemnizaciones multimillonarias que podrían reclamarles sus víctimas. Naturalmente, también aseguraron destinar parte del beneficio a «encontrar una solución».
El mayor interés de All the Beauty and the Bloodshed está en cómo entrelaza dos argumentos: el del activismo PAIN, que va encontrando aliados en variados grupos de presión, y el de la trayectoria personal y artística de la fotógrafa Nan Goldin. El estreno del documental debía coincidir con una gran retrospectiva de su obra reciente, pero la directora acertó a apropiarse del material biográfico que le proporcionó sin traicionarla. La parte dedicada a la persona Nan Goldin trabaja un estilo de documental poético que ha de producir un efecto sobre los espectadores movilizando, agitando, perturbando quizá, capas de su conciencia, de su memoria. Que es lo que ocurre cuando se habla de drogas duras, drogas ilegales, de la vida marginal de los queer en el periodo anterior a la epidemia del sida y a la domesticación del lenguaje a través de la corrección política.
Nan Goldin se dio a conocer en España con The Ballade of Sexual Dependency (La balada de la dependencia sexual, Aperture, Nueva York, 1986) coincidiendo con la llegada en formato libro de la obra de nuevos e innovadores fotógrafos de moda como Peter Lindberg, Ferdinando Scianna y Oliviero Toscani, o artistas como Koudelka y Joel Peter Witkin. Entró cuando, sin dejar de ser una actividad minoritaria —la fotografía analógica era y es una actividad costosa en cámaras y materiales—, se ampliaba la oferta temática y estilística. También la recepción de los diferentes proyectos fotográficos estaba condicionada por la sofisticación del cliente habitual del fotolibro, que sabía leer las imágenes, distinguir estilos. Aunque siempre habrá quien compre un libro de fotografía por su contenido sórdido o escandaloso —Witkin con sus cadáveres y personas mutiladas provocó una reacción más fuerte que Andrés Serrano en 1987 con su Cristo del Pis—, cuando llegó a España La balada de la dependencia sexual no costó ver que la fotografía de moda de Scianna y Toscani trataba de rebajar la distancia entre la moda y la calle mientras la mirada de Goldin aportaba a sus personajes marginales del Nueva York de los ochenta un aura cinematográfica.
Había entre ellos, pues, un punto de convergencia: el documento de la época. Goldin aparecía en sus fotografías casi con el mismo protagonismo que el resto de sus retratados; era narradora y personaje de un relato en el que la violencia se manifestaba en rasguños, araños y cicatrices, en brazos que apresan el cuerpo cuando lo poseen y porque lo poseen, caras amoratadas e hinchadas por los golpes, gestos de abandono, miradas de congoja contenida, mujeres abrazadas, mujer aplastada por el cuerpo de un hombre desnudo. También, drogadicción, resaca, gente sola, transexuales. El documental de Poitras no solo aporta profundidad a su trabajo (y una buena banda sonora) con el tratamiento de imágenes, y las declaraciones de artistas, editores o comisarios, activistas de la época Act Up, junto al relato de la vida de amigos que murieron, de sida o de sobredosis, también ofrece un sentido a la trayectoria de la artista a partir de sus experiencias de infancia y juventud hasta que empezó a ser reconocida precisamente con La balada de la dependencia sexual.
Viendo el documental, mientras me acordaba de la navajita que me clavó y luego retorció en la carne, rozándome el nervio ciático, una gitana jovencísima, seguramente con mono de algo que no era un porro, durante un atraco en Gran Vía, cuando Madrid vivía su propia epidemia de heroína, me pregunté por qué la fotógrafa no denunciaba también a los traficantes de heroína, que ella misma consumía según declara, habida cuenta del impacto que este tráfico tiene sobre la economía mundial desde hace casi medio siglo.
Bueno, parece claro que lo que Goldin atacó es el discurso virtuoso de la familia y las bocas cerradas de museos, galerías de arte y universidades mediante donativos de millones de dólares. Cuenta que su adicción fue fulminante y cayó en ella por dos vías: por prescripción médica tras la operación en una mano —es decir, igual que millones de norteamericanos sucumbieron a lo que se vendía en principio como un analgésico potente y de efecto prolongado— y luego mezclado en la droga que tomaba a falta del fentanilo. El documental no explica, porque cuenta con que el destinatario natural de esta historia estará informado, que algunos traficantes utilizan el fentanilo para mezclarlo con heroína, de forma que su consumidor se encuentra con efectos secundarios no previstos. El Oxycontin es una droga «deliciosa», según la definía un médico que comentaba la película, pues procura un estado de euforia, que sin duda los enfermos llevaban mucho tiempo sin experimentar. Solo luego averiguaban que su efecto es breve y provoca adicción rápidamente. La velocidad a la que la fotógrafa se hizo adicta y las cantidades realmente exageradas que debía consumir para soportar el dolor —se gastó miles de dólares de una beca— aceleraron la toma de conciencia sobre el juego sucio implícito en el tinglado de la farmacéutica y la presencia de su apellido en tantos museos o centros culturales donde la propia Goldin tiene obra depositada.
Poitras ofrece un relato de la trayectoria de Nan Goldin desde su infancia que arroja luz sobre su personalidad y sobre un largo periodo de la contracultura norteamericana. Es más logrado en muchos aspectos que Citizenfour y Risk, quizá porque aporta más luz al trauma de Goldin que años de terapia psicoanalítica a muchos analizados. Nacida en Washington DC en 1953, en el seno de una familia típica de suburbio americano, el punto clave es cómo la adolescencia de la hermana mayor, Barbara, pasó de problemática a trágica debido al «estilo terapéutico» de los años cincuenta. Lo que hoy entendemos como una etapa de exploración sexual en varios frentes se entendía entonces como prueba incontestable de inestabilidad psicológica; la rebeldía frente a la autoridad de los adultos como enfermedad mental. Que la terapia incluyese encierros en psiquiátricos y electroshock basta para imaginar el espanto en que se convirtió la vida de una chica de catorce años, que cierto día optó por suicidarse. El impacto que su muerte provocó en su hermana pequeña, que la admiraba como suele ocurrir a esas edades, y la mentira que impuso la madre detonaron la respuesta de Nan Goldin, que a partir de entonces da la impresión de querer mantener viva a su hermana a través de su propia vida. Poitras entrelaza muy bien la narrativa de las imágenes tomadas de las diferentes series fotográficas con las explicaciones de Goldin, que rehúye la confesión a tumba abierta aunque aborda circunstancias que había mantenido en secreto. Siempre ilustrado con series de fotografías que muestran un dominio creciente de su arte.
Gracias a sus miembros más jóvenes —como Harry Cullen y la actriz y productora Megan Kapler—, el activismo de PAIN adquiere un impulso e impacto propio de la performance artística, con intervenciones muy vistosas como la realizada dentro del MOMA, donde el público se adhiere espontáneamente a la protesta; consiguió además sumar a grupos convergentes en sus luchas con resultados prácticos que van más lejos de desenmascarar la hipocresía filantrópica de los millonarios Sackler. Al respecto, siempre son interesantes los testimonios de familiares de víctimas de los opioides porque permiten calibrar la impotencia del norteamericano común ante el sistema. El periodista Patrick Radden Keefe y David Velasco, director de la revista Artforum, explican el impacto de la campaña a través de los medios y cómo participaron en esa repercusión cuando los intereses iban en el sentido de proteger a la familia.
En cada punto de inflexión en la vida de Goldin, desde su mutismo adolescente fruto del trauma familiar hasta la creación de PAIN, queda de manifiesto la necesidad de una persona que ejerza de «puente» entre dos mundos, un profesor con pedagogía moderna, un galerista o comisario de mente muy abierta, una gerente de un bar de chicas… cualquiera que ayude en la transición desde la dependencia familiar, sexual, sanitaria o económica hasta la reconstrucción con dignidad. A fin de cuentas, con sus series fotográficas es lo que Nan Goldin ha hecho durante años, primero con el colectivo homosexual y transexual en los años setenta y ochenta, y con los enfermos de sida a través del movimiento Act Up. Entonces consiguieron levantar del letargo a distintos colectivos señalados por el virus del VIH y adherir a su causa a sectores más amplios, además de que su iniciativa se imitara en todo el mundo. Como bien decían en un diario neoyorquino, All the Beauty and the Bloodshed es un ejemplo más de la interminable crueldad del sistema americano con sus habitantes; eso es cierto, pero también de la capacidad de reacción de una parte de su población, que encuentra el modo de organizarse para construir un discurso coherente y conseguir cambios en las leyes y en la práctica.
Muy interesante artículo sobre un muy interesante documental sobre Nan Goldin.
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