Con un ritmo de vida cada vez más ajetreado, más urgente, el consumo de cultura en dosis pequeñas tiene un auge imparable, con tuits y memes como algunos de los protagonistas. En esta era del menos es más, la microficción nos enseña que, con ingenio y los ingredientes adecuados, se puede destilar la historia hasta su núcleo, hasta la intensidad pura. Y, además, jugando.
Quien escribe estas líneas ha sido y es una lectora empedernida, empecinada, feliz, que considera un placer de fin de semana el perderse entre las páginas de un libro, a ser posible con un buen disco, café y lluvia afuera. Así que, cuando se anunció el primer confinamiento, allá por marzo de 2020, pensé, con un resquicio de esperanza y elevadas dosis de autoengaño o de ingenuidad, que aprovecharía los días de aislamiento entregada a este cotidiano placer. Para mi desgracia, me enfrenté a la frustración de arrojar libro tras libro a la montaña que se iba formando junto a la cama, títulos que deseaba leer o que había disfrutado anteriormente, autores nuevos y favoritos por igual. Y es que no era capaz de pasar de la página 60, de la 30, de la 15. La angustia por la situación a la que esta pandemia había sumido al mundo, la incertidumbre, el aislamiento y la ansiedad hacían imposible la lectura. No conseguía concentrarme. Las palabras bailaban ante mis ojos pero no los traspasaban, ninguna historia me hablaba con la fuerza suficiente para acallar las cifras de un horror que acechaba a cada instante. Hasta que la microficción vino en mi rescate.
Fueron esos cuentos breves y extraordinarios, como los registrados por Borges y Bioy Casares, los únicos acompañantes que toleraba en aquellos días de sucesivos encierros. Imágenes que lograba leer antes de perder la concentración, palabras que resonaban aun cuando creía no haberlas escuchado. Historias como en cápsulas para aliviar mi desazón lectora, de corto tamaño y gran intensidad. De las que ya se encontraban ejemplos, por separado o formando parte de otras obras, en textos de hace varios siglos, pero que en las últimas décadas han experimentado un marcado aumento en su producción e investigación. Hoy en día se imparten conferencias en todo el mundo centradas exclusivamente en su estudio, por ejemplo, en el Congreso Internacional de Minificción, que celebra su vigesimoquinto aniversario este año, y en la edición española a cargo del Simposio Canario de Minificción, que prepara su quinta edición. El encanto de estos textos hace que encontremos también revistas especializadas (como la española Microtextualidades o la peruana Plesiosaurio, por mencionar algunas), así como editoriales que dedican con valentía a esta literatura el núcleo de su catálogo (Macedonia, en Argentina; Sherezade o Asterión, en Chile; Micrópolis, en Perú; Ficticia, en México, etc.).
Pero ¿qué es la microficción? O minificción, o microrrelato, o relatos hiperbreves, o… Porque todavía no nos hemos puesto de acuerdo en el nombre (y por ende en la definición) de lo que Irene Andrés-Suárez, ensayista y especialista en literatura española contemporánea, defiende como el cuarto género narrativo1. Para empezar, hablamos de textos muy cortos, normalmente de una página como máximo, aunque pueden ser mucho más cortos. Son con frecuencia fronterizos con otros géneros, híbridos con toques poéticos o ensayísticos. También se caracterizan por su rebeldía tanto temática como lingüística, por sus juegos con el lenguaje. Para, finalmente, dejarnos un golpe, un pinchazo, un fogonazo. Pero no se confundan, no estamos hablando de textos escritos de forma improvisada o repentina, sino de obras literarias capaces de sintetizar mundos, vidas al completo en apenas unas frases. Incluso varias, porque una de sus virtudes es la capacidad para expandirse a través del lector. Lo cual solo se consigue con mucho trabajo e ingenio, dominando las claves que analizaremos.
Pero lo mejor será que veamos algunos ejemplos para que el objeto de estas páginas resulte menos abstracto. El siguiente es un microrrelato clásico, que podría leerse incluso como un homenaje al género, donde la vida florece microscópicamente.
Ecosistema
El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En otoño aparecieron entre la tierra unos diminutos insectos blancos, pero no parecían perjudicar al bonsái. En primavera, una mañana, a la hora de regar, me pareció vislumbrar algo que revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco tiempo, el bonsái se llenó de pájaros, que se alimentaban de los insectos. A finales de verano, escondida entre las raíces del bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espiándola con sigilo, supe que comía los huevos de los nidos. Ahora vivo con ella, y hemos ideado el modo de cazar a los pájaros. Al parecer, nadie en casa sabe dónde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi ausencia, cuida mis plantas como un homenaje al desaparecido. En uno de los tiestos, a lo lejos, hoy me ha parecido ver la figura de un mamut.
(José María Merino)2
Donde no sobra el espacio ni el tiempo, construir microficciones requiere consagrarse al arte de reducir, desarrollar el instinto de encontrar y eliminar lo superfluo, lo accesorio. En este proceso de concisión, el afán por encontrar la palabra apropiada y el significado preciso no se agota. Y es que un adverbio de más o un adjetivo descuidado pueden destrozar el ritmo, el sonido o el clímax al que aspira el texto. Una asistente a un taller improvisado que impartí el año pasado, exaltada al descubrir la microficción, la definió en una sola frase: como el trabajo de un wordsmith. Del inglés word («palabra») y smith («herrero, artesano»). Porque de eso se trata, de un proceso de orfebrería de la palabra.
Aunque esto pueda sonar a una técnica de escritura muy estricta, nada más lejos de la esencia de la microficción, que convierte esta restricción en herramienta de juego. Como ha destacado Francisca Noguerol, catedrática de la Universidad de Salamanca, pionera en nuestro país y referente internacional del estudio de la microficción, se trata de un género especialmente proclive al juego, que explota las posibilidades lúdicas del texto a todos los niveles. Comenzando con los juegos de palabras:
Toque de queda
—Quédate, le dije.
Y la toqué.
(Omar Lara)4
O recreándose en el sonido mismo de los vocablos, como hace la gran Luisa Valenzuela, experta jugadora (del lenguaje):
Pasión esdrújula
Penélope nictálope, de noche teje redes para atrapar un cíclope.
(Luisa Valenzuela)2
Explorar cada nivel del idioma de forma lúdica está permitido en la narración cuando se trata de microficción, incluso masajeando las formas verbales, como nos demuestra este texto del granadino Olgoso:
Conjugación
Yo grité. Tú torturabas. Él reía. Nosotros moriremos. Vosotros envejeceréis. Ellos olvidarán.
(Ángel Olgoso)2
Y es que hay autores que verdaderamente gozan con los juegos lingüísticos, los cuales llevan a extremos insospechados:
Festín de fantasmas
El fantasma feliz fabula fantasioso una fantástica fiesta fastuosa. Fascinado forja el festejo. Con frenesí frívolo facilita el florecimiento del flamboyán. Fuentes y faroles fulgentes favorecen la fiesta. Famosos fantasmas con frac, firuletes y fistol fluyen. Fabada, faisán, filete. Frutas: fresas frescas y frambuesas. Flan. Feroces, fornican y fosforecen. El fantasma Fernando fuma y el fuego con fulgor los fulmina.
(Dina Grijalva)5
Hay quienes hasta se atreven a contar una historia mediante un palíndromo:
El canto de las sirenas
Es rica Roma. Le das oído, Diosa del amor, a Cirse.
(Óscar René Cruz)2
O quienes le dedican un libro completo a las figuras retóricas, por ejemplo, llenando página tras página con oxímoron variados:
Compleja simplicidad
Comprender a otro es una carrera de fondo que se completa en la duración de un disparo, rara vez de salida.
(Lorena Escudero)6
Seguramente no habrá pasado desapercibido el tono lírico o ensayístico (cercano al aforismo) de algunos de estos textos. Y es que la microficción se define también por su carácter flexible y limítrofe con otros géneros, en los que se interna, con los que convive. Como escritora, personalmente encuentro en esta cualidad de inclasificable uno de los mayores atractivos a la hora de crear. En particular, la hibridación poética resulta natural, gracias a la importancia que se da a su sonoridad a la hora de elegir las palabras, consiguiendo una musicalidad tan inigualable como por ejemplo:
Ágrafa musulmana en papiro de Oxyrrinco
Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte.
(Juan José Arreola)4
Parece ser significativa también hoy en día en la versión anglosajona del género, que posiblemente ha seguido una tradición más realista en comparación con la escrita en castellano, siempre más conectada a los movimientos vanguardistas. Un análisis exhaustivo nos llevaría lejos de la intención de este artículo, pero contaré como curiosidad el experimento que llevé a cabo a finales del año pasado, cuando presenté a un concurso de flash fiction (similar a la microficción aunque generalmente más extensa) un texto en inglés de trescientas palabras que escribí como poema (una vez eliminados los saltos de línea correspondientes a los versos), y que quedó finalista al premio. De hecho, esta fusión es evidente también en el sentido opuesto si leemos a los seleccionados en las últimas ediciones del conocido premio británico Forward de Poesía, donde vemos ejemplos de juegos con el formato, que son tan característicos de la microficción: narraciones con varias posibilidades de elección (opciones a, b y c para completar la historia), escritas como listas de la compra, menús… o anuncios clasificados como la siguiente microficción:
Sección de anuncios
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- a) Corte de cabello.
- b) Cambio de look.
- c) Muerte «accidental» de su marido.
Así usted lucirá radiante, emprendedora, pero, sobre todo, estará libre de estrés y de riesgo de contraer enfermedades venéreas, como yo, portadora de papiloma gracias a mi expareja.
¿Qué espera? ¡Cambie su vida ya!
(Karla Barajas)7
Pero quizá la cualidad más encomiable de un microficcionista es su capacidad de identificar lo importante pero prescindible, aquello que puede ser dicho sin decirse, lo que debe ser sustituido por un silencio activo. Ese silencio, la no palabra, es un elemento clave en la arquitectura de la historia, y de su elocuencia depende el éxito de la microficción, como teoriza en sus artículos el escritor y antólogo argentino Raúl Brasca. Para funcionar, el silencio contenido debe ser reconocido e interpretado por el último ingrediente de la microficción: el lector. Un lector partícipe, cocreador de la historia, que busca el desafío y la complicidad. El siguiente ejemplo de Cortázar nos demuestra que lo no dicho (¿quiénes se «disfrazan» y por qué lo hacen?) es la pieza fundamental de la narración, que acepta varias interpretaciones:
Amor 77
Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
(Julio Cortázar)2
Claramente, la ambigüedad es una herramienta muy útil a la hora de escribir microficción. Nos deja una adivinanza de la que somos dueños y ejecutores, como consigue Borges:
El adivino
En Sumatra, alguien quiere doctorarse de adivino. El brujo examinador le pregunta si será reprobado o si pasará. El candidato responde que será reprobado…
(Jorge Luis Borges)4
De este modo, recursos como la ironía, los dobles sentidos o la sátira son los otros juegos en los que la microficción se especializa. Y aquí debo sin duda mencionar a uno de los autores más reconocidos:
El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio
Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.
(Augusto Monterroso)4
Por último, destaca la importancia que adquiere, en general, la última línea, capaz de crear ese fogonazo, o de dar la vuelta por completo a la historia, haciéndola inolvidable, como nos enseña el propio Brasca:
Felinos
Algo sucede entre el gato y yo. Estaba mirándolo desde mi sillón cuando se puso tenso, irguió las orejas y clavó la vista en un punto muy preciso del ligustro. Yo me concentré en él tanto como él en lo que miraba. De pronto sentí su instinto, un torbellino que me arrasó. Saltamos los dos a la vez. Ahora ha vuelto al mismo lugar de antes, se ha relajado y me echa una mirada lenta como para controlar que todo está bien. Ovillado en mi sillón, aguardo expectante su veredicto. Tengo la boca llena de plumas.
(Raúl Brasca)2
Esta importancia del final supone una gran presión para quien escribe estas líneas viendo acercarse, irónicamente, el límite de palabras. Espero que estas páginas y la selección que contienen hayan servido al lector exigente para encontrar un nuevo reto al que merece la pena enfrentarse adentrándose en este género. Y terminaré con una dimensión más que hace inigualable a la microficción: sus creadores. Comencé diciendo que vino en mi rescate, ya habrán entendido que en parte se debe a sus singularidades y a sus juegos. Sin embargo no lo hizo solo con su música y sus palabras. También lo hizo con sus autores. Porque durante la pandemia la logia microficcionista se unió más que nunca y, gracias a la inigualable labor de editoriales digitales como la peruana Quarks, muchos microficcionistas pusieron a disposición de los lectores algunas de sus obras para que pudieran aliviar, de forma gratuita, aquellos días de desasosiego. Así que a quienes acaben de descubrir la microficción leyendo este artículo y tengan curiosidad les recomiendo visitar su página web, donde podrán encontrar trabajos contemporáneos de este género tan breve, tan punzante, tan lúdico.
Notas
(1) Irene Andrés-Suárez (ed.). Antología del microrrelato español. El cuarto género narrativo (1906-2011). Madrid: Cátedra, 2013.
(2) Clara Obligado (ed.). Por favor, sea breve (1 y 2). Antología de relatos hiperbreves. Madrid: Páginas de Espuma, 2001 y 2009.
(3) Francisca Noguerol Jiménez. «Palabras prójimas: minificción y juegos con el lenguaje», en Osvaldo Rodríguez Pérez (ed.), Los mundos de la minificción (pp. 11-32). Valencia: Aduana Vieja, 2009.
(4) David Lagmanovich. «La extrema brevedad: microrrelatos de una y dos líneas». Espéculo: Revista de Estudios Literarios, 32, 2006.
(5) Dina Grijalva. Goza la gula. Culiacán: Andraval Ediciones, 2012.
(6) Lorena Escudero. Oxímoron. Granada: Editorial Nazarí, 2022.
(7) Fernando Sánchez Clelo (ed.). Cortocircuito. Fusiones en la Minificción. Puebla: Ediciones BUAP (Ficción Express), 2017.
(8) Raúl Brasca. Microficción. Cuando el silencio toma la palabra. Lima: Micrópolis, 2018.
El relato más corto de toda la historia es el del creador y escritor español, Antonio Miguel Moreno, titulado «breve relato de existencia».
A pesar de no tener ninguno de sus libros a mí mano en este momento, pues los leí en bibliotecas hace muchos años, me parece que Alejandro Dolina también hizo uso de este tipo de escritura en sus libros
Ironía: escribir tres páginas para hablar de microrrelatos, limitados a una
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