Existe la extendida creencia, fruto seguramente de una lectura equivocada de obsoletos manuales de autoayuda, de que la humanidad ha progresado intelectualmente a través de los siglos. Seguramente, el progreso técnico desde la antigüedad será un hecho absolutamente innegable, pero, en lo que a sensibilidad se refiere, es más que dudoso que la nuestra esté mucho más allá de la que tenía Homero hace miles de años.
Pasan las generaciones y sus integrantes cada vez están más titulados, pero no necesariamente más preparados. En lo que respecta a libertad de pensamiento, curiosidad e inquietud intelectual, me atrevería a decir que el porcentaje de inquietos, de soñadores, de curiosos, de voraces intelectualmente, permanece inmutable en cada generación, del mismo modo que el índice de berzotas, cretinos, boquiabiertos y memos se reproduce siglo a siglo de una manera porcentualmente estable.
Permítanme que saboree un momento esas maravillosas palabras drásticas (berzotas, cretinos, memos…) antes de que llegue el día en que, como a Roald Dahl, me prohíban usarlas o masticarlas por considerarlas ofensivas e inapropiadas, e incluso alguien se permita la arrogante y asnal licencia de intentar borrarlas de mis textos cuando yo ya no esté.
Pero estas letras a modo de proemio no pretenden celebrar el maravilloso tesoro de vocablos que poseemos en el castellano para señalar la estupidez y el sopor intelectual, sino que persiguen centrar el foco en su opuesto, en el brillo crepitante del fuego del juego mental, en el análisis, la reflexión, el comentario del inmenso bazar que las artes han puesto afortunadamente, a través de los siglos, a disposición de los más curiosos y los más inquietos. Y que estos saben aprovechar, aunque sea en un porcentaje minoritario, en todas las generaciones.
Estoy absolutamente convencido de que la única función del arte y la escritura es explorar la vida humana en todas sus facetas; en su bondad y en su maldad, en su suavidad y en su crudeza, en su inefable ilusión vigorosa y su desalentadora sordidez. Por eso, una de las cosas que más me gusta es calibrar, diseccionar, comparar, cómo se han enfrentado a ese reto narrativo los más grandes artistas. Debido a ello, nunca he pretendido leerlo todo, sino que he preferido conocer a fondo unas cuantas pocas obras maestras indiscutibles y rastrear a fondo sus mecanismos.
Los artículos de Jordi Bernal que siguen a este prólogo comparten esa línea de curiosidad. El objeto de su interés es desmenuzar facetas, enfoques de relaciones afectivas entre los protagonistas de muchas de las obras de arte que nos han fascinado. Encontrar los secretos que laten más allá de sus superficies y que las hacen tan atractivas e incluso adictivas. Para ese propósito, el cine es un marco impagable e inolvidable. Bernal habla de sus símbolos, del río secreto de sobreentendidos y contextos que discurre paralelo a las historias que muestran y cuentan.
El autor, Jordi Bernal, es bastante más joven que yo. Coincidimos como alumnos de filología en la Universidad de Barcelona hace muchos años, cuando él llegaba allí como bisoño y yo como reservista, convaleciente de una biografía de una década de rock’n’roll y excesos. Era ya entonces -cosa rara en un joven- un antidogmático instintivo, se guiaba estrictamente por un olfato y un gusto individuales muy bien formados, y eso le permitía disfrutar tanto del sarcasmo radical de un Hunter S. Thompson como de la astucia ácrata del clásico El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford. No era habitual encontrar entre la gente joven un bagaje de lecturas y cinefilia como el que acompañaban a Jordi. Tenía además una sonrisa escéptica que recordaba a la que las fotos atribuían al poeta catalán Gabriel Ferrater. Una de las cosas que me lo hacía muy simpático era que aborrecía con intensidad a los pelotas. Así que era un placer compartir con él charlas y copas sobre (y a la salud de) las locuras de Samuel Fuller, de Howard Hawks o de Don Siegel, y hablar de todo: de cine, de poesía, de política, de escritura, de la melancolía comercial de Raymond Chandler, de la ficción y de su contrario.
El bazar de guiños, complicidades, consignas, delicadezas y exquisiteces que amueblaba su cerebro era inagotable, fuente siempre de placer y de sorpresas. A pesar de ello, Jordi no posaba nunca de luchador callejero. Era muy divertido hablar con él de música porque era un buen conocedor del rock del cual yo provenía, pero le hubiera parecido de un enorme mal gusto querer hacer de ello hermandad o fraternidad como hacen los maduritos cuando evocan una juventud rockera que en realidad nunca protagonizaron.
Todo lo contrario: algunos de los mejores momentos casi oxonienses de aquel paso por la universidad los compartí precisamente con gente nada elitista, con los que proveníamos de una clase media baja emanada del progreso de los barrios obreros catalanes, llenos de emigrantes, del final del siglo veinte. Lo curioso es que los especímenes más inquietos de ese espectro vivían en un lujo intelectual y estético (no económico) muy superior al de sus correspondientes clases altas, lo cual es muy curioso y habla a las claras de la decadencia intelectual de una burguesía urbana que ya hace tiempo abandonó el lujo intelectual para conformarse con la productiva severidad woke. Ese dandismo interior de las clases medias a finales del siglo veinte es algo tan barcelonés que resulta solo explicable como reacción a la presión del nacionalismo de legumbre y bandera que empezaba a progresar en la zona catalana de mucho bolsillo ya por entonces. Existían pequeños paraísos de cosmopolitismo cuyos muros eran perpetuamente lamidos por las olas de esa marea creciente de ruralismo barbudo nacional de cuenta corriente. Yo vivía en Sitges y, traficando con mi acreditación de prensa, entrábamos indistintamente en los estrenos del festival internacional de cine de la localidad. Creo que uno de los primeros artículos remunerados de Jordi lo escribió haciendo uso de esa acreditación falsa. El objetivo en realidad era ver la mayor cantidad de películas nuevas posibles, desde los hermanos Kaurismäki (Aki y Mika) a debutantes desconocidos que aparecían ya por entonces con nombres como Santiago Segura o Quentin Tarantino.
Como todo antidogmático, terminó de una manera instintiva enfrentado, al igual que muchos en Cataluña, al nacionalismo; llevándole la contraria, planteándole objeciones, interrogándose sobre el lugar en que aquella marea de uniformidad dejaba a la libertad individual y al disenso. Por eso, a lo largo de las dos últimas décadas, nos fuimos reencontrando siempre en los ambientes de pensamiento de la ciudad que iban más a contrapelo. Siempre refractarios a las banderas. Siempre disfrutando del encuentro y reafirmando la complicidad como un efecto lógico e inevitable. Por eso puedo afirmar con conocimiento de causa que el eterno tema que siempre ha ocupado a Jordi Bernal ha sido la fascinación, cosa que demuestran las semblanzas que siguen a continuación. Jordi tiene la gracia de abordar el tema de la fascinación desde un desapasionamiento, casi una frialdad, que opera usando el instrumento de una minuciosidad de acumulación de datos. Consigue con ello un efecto contrapuntístico de muy difícil obtención, porque consciente con mucho sentido del humor de su propia mitomanía, la atempera con esa mirada neutra y desapasionada que delata de una manera singular cómo bajo ella siempre irradia incandescente ese latido de fascinación original que pervive subterráneo y que es lo que nos mantiene en marcha a todos los seres humanos.
Alguien dijo una vez que la inteligencia es la capacidad de poner en contacto cosas aparentemente no relacionadas pero que están unidas por un hilo invisible. Eso es lo que hay en los artículos que siguen. Son escritos hechos con inteligencia, que es algo mucho mejor que meros artículos inteligentes o aquellos fabricados para un restringido círculo de lectores que se consideran inteligentes. Pero para presentarlos no voy a hablar de los textos, porque lo mejor es que los lean y los disfruten. Prefiero intentar transmitirles tres o cuatro dimensiones sobre el autor, sobre el creador de la voz que habla en ellos y que es, al fin y al cabo, la voz de todos nosotros; esos constantes conspiradores culturales que, generación tras generación, sin aumentar ni disminuir, van pasándose el testigo del interés cómplice por los raros, los imprescindibles, los irrepetibles, los refinados irreductibles, sus extrañas formas de vida, sus extravagantes gustos estéticos, su vocación por lo inapropiado que es la única manera de luchar contra esa sonámbula marea de uniformización que los poderes establecidos quieren siempre imponernos.
Si tuviera que reducirlo todo en dos palabras diría que Jordi Bernal es básicamente una cosa: un barcelonés. Barcelona, como ciudad, tiene muchas virtudes y muchos defectos, gran parte de ellos contrapuestos. Pero una de sus cosas más estimulantes es que, por su propia cursilería (económica, nacionalista, biempensante, pueblerina, etc.), genera sempiternamente una tipología invencible y resistente de individuos escépticos, apacibles y hedonistas que detestan la malversación y el desperdicio de un lugar tan bello para la causa de la fascinación.
Si tal como lo he dicho todo esto suena muy abstracto, lo concretaré en imágenes más sensoriales. Ser barcelonés, haberlo sido, querría decir ahora mismo, en este tiempo, acercarse en moto hasta la ciudad en media hora por una carretera que bordea el mar para desembarcar entre las estanterías de la Librería La Central en la calle Mallorca y ponerse a husmear entre las miles de páginas de sus libros expuestos. Pasando de sala en sala, encontrarse por casualidad allí con Jordi Bernal, que, por coincidencia, ha pensado aquel día hacer lo mismo. La siguiente dimensión es alegrarse por todo, por las páginas, por el encuentro, e irse a tomar algo y conversar en una mesa al aire libre de la contigua Rambla de Cataluña, mientras la temperatura es tibia a nuestro alrededor y las acacias frágiles de ese paseo montan guardia sobre nuestras cabezas, protegiéndolas. Que la ignorancia de los políticos, su zafiedad, su matonismo, su grosería, sus insultos, no hayan podido acabar ni con nosotros ni con las acacias (a pesar de nuestra más que evidente vulnerabilidad) es una causa de fascinación, casi tan misteriosa como la de todas las historias -de mayor o menor cantidad de amor- que siguen a continuación.
Este artículo corresponde al prólogo del libro Amores cinéfagos de Jordi Bernal Durich que se puede adquirir en librerías y en nuestra tienda en línea.