Cine y TV

La soledad de Jack Nicholson: All work and no play makes Jack a dull boy (y 2)

Jack Nicholson en Mejor. imposible. Foto Cordon
Jack Nicholson en Mejor… imposible. Foto: Cordon.

Viene de «La soledad de Jack Nicholson: All work and no play makes Jack a dull boy (y 2)»

La fuerza del cariño

Jack Nicholson supo recién a los treinta y siete años que su hermana era en realidad su madre. Y que su madre era su abuela. Un truculento giro a lo Chinatown que hubiera estremecido a Polanski, a John Huston y a Robert Towne, su propio guionista. Para entonces, ya había pasado de figurante del cine serie B, gracias a Roger Corman, a icono del desencanto social tras el verano del amor y estrella de Hollywood nominado algunas veces al Óscar.

Después de dar vueltas por su sala, con el helicóptero aún al acecho por los techos de su mansión, Jack se mira reflejado en una de las estatuillas que ganó como si buscara allí una respuesta. Quizás, si hubiera modo de describir el rostro verdadero del Óscar, sería el de Jack Nicholson, el único hombre vivo que aún parece encarnar, para bien y para mal, la historia de un Hollywood rebelde y excesivo. Uno que está presente y otro que algunos ya no quieren recordar. Curiosamente, el célebre cartel de Hollywood con sus letras blancas gigantes está en una colina ubicada casi exactamente frente a la suya, varios kilómetros más allá, del otro lado de la Hollywood Freeway. Es algo así como Nicholson cuando se enfrenta al sol sin usar lentes oscuros. 

¿Qué mira Jack Nicholson cuando se ve reflejado en las estatuillas que ganó? ¿O cuando lo hace en su piscina mientras se muestran en ella todos los personajes que interpretó con cada paso que da a su alrededor, con cada agitación que el viento produce entre las aguas? ¿Qué efecto tiene en él esa especie de sesión espiritista? ¿Qué sueña aún el actor que muchos quisimos haber sido? ¿Qué dice cuando se habla a sí mismo, tal como lo hacemos muchos, mientras estamos solos? 

Parte de su casa incluye hoy lo que fue el antiguo paraíso personal de Marlon Brando, conocido como «Frangipani», por su flor favorita, poseedora de un aroma seductor. Décadas de historias y excesos nos hablan de una avenida tan sinuosa como sus curvas, con las que atraviesa las colinas de Santa Mónica y Hollywood. No es gratuito que Mulholland Drive haya merecido una película de David Lynch y se le haya dedicado algún documental sobre las estrellas que vivieron a lo largo sus treinta y cuatro kilómetros de extensión. En ese contexto, la propiedad de Nicholson, vista desde el cielo, es solo un puntito con sus propios secretos.

Allí, en la mansión de Mulholland Drive convertida en solitario museo de su éxito, aún suenan los ecos de las juergas interminables de quien podía prodigárselo todo, todos los días, todo el tiempo, rodeado de quienes quisiera, con todo el alcohol, la cocaína, el LSD o la marihuana disponibles, con discos que no pararon de sonar hasta que él retiró la aguja. «Siempre puedes buscarte la ruina con la droga, pero es que puedes buscarte la ruina con cualquier cosa», aseguró en una entrevista el mismo hombre que también confesó: «He tenido todo lo que un hombre podría desear, pero no se puede decir que haya triunfado en el amor».

Cuando Jack ronda por su casa todo un mundo se pone en movimiento. Arañas, polillas, cucarachas, pelusas o ratones se alertan a su paso. Como en tu casa, como en la mía. En el techo, sus pelos infernales. En el suelo, el dilema de caminar y seguir esquivando las líneas del parquet, prisionero de su propia rayuela. En las paredes, Matisse, Warhol, Tamara de Lempicka, Picasso, Rodin o Modigliani. Es coleccionista, como lo fue Edward G. Robinson, como Barbra Streisand, como Madonna, como Dennis Hopper, como Vincent Price, con quien coincidió en El cuervo, joya de terror gótico y de bajo presupuesto dirigida por el maestro del rubro, Roger Corman, noventa y siete años, buena salud. Quizás aún lo llame a veces por teléfono. 

¿Qué más puede haber/suceder/detenerse/precipitarse/reconstruirse/recordarse en aquella amplia y mítica casa de Mulholland Drive? 

El rastro de un crimen de Roman Polanski, por ejemplo. Fue allí donde el director de Chinatown, de entonces cuarenta y tres años, abusó sexualmente de Samantha Geimer, de trece. Un delito cometido en marzo de 1977 —en ausencia de Jack— y por el cual no podrá volver jamás a los Estados Unidos, aunque su víctima asegure haberlo perdonado hace mucho. Fue en la parte de la casa que antes perteneció a Brando donde su hijo Christian asesinó a la pareja de su hermana Cheyenne en 1990, en uno de los crímenes contemporáneos que más estremeció a Hollywood y del que aquella familia jamás se repuso por completo.

«Olvídalo, Jake. Es Chinatown»

Antes de partir

«Desde luego, todo el mundo quiere ser libre. Pero una cosa es hablar de ello y otra muy diferente es serlo» —le dice el abogado outsider George Hanson a Dennis Hopper en una inolvidable escena de Easy Rider— «es muy difícil ser libre cuando te venden y te compran en el mercado. Claro que no les digas jamás que no son libres, porque entonces se dedicarán a matar y mutilar para demostrarte que lo son. Oh, sí. Hablan y hablan y hablan sobre libertad individual, pero ven un individuo libre y se cagan de miedo». Unas palabras que, de tan vigentes, también podría declamarles desde el balcón a los paparazzi que lo acosan.

Tal vez, a la hora de la cena, arrase con su brazo con lo que haya en la mesa, lanzando al piso comida, platos y vasos como en aquella escena de Five Easy Peaces que lo reafirmó ante el público norteamericano como un actor de amplios rangos. El delicado pianista burgués Robert Eroica Dupea enfrenta las consecuencias de su deserción de la clase alta para trabajar en pozos petroleros, convertido en un hosco obrero. Es la misma película que nos dejó su imagen tocando un piano en la parte trasera de un camión que va por la autopista. Es una de las muchas veces que tocó dicho instrumento en una película. Always look at the lighter side of life…

Tal vez se siente un rato frente a su TV, haciendo zapping o revisando el streaming y se cruce casualmente con la cara de Leonardo DiCaprio, detenga de pronto la transmisión, encendido del furor actoral al que le ha hecho pausa, y le diga: «Tengo esta rata, esta maldita rata que roe y come queso y genera preguntas…», mientras imita con sus dientes y sus ojos a un insaciable roedor. Tal vez, simplemente, recuerde que es el presidente James Dale en un mundo recién invadido por extraterrestres, por lo que debe saludar al líder marciano para invocarlo a la paz. «¿No es el universo lo suficientemente grande para los dos?», le dirá, antes de ser asesinado por él.

Si a Spike Jonze y Charlie Kaufman se les hubiera ocurrido hacer Cómo ser Jack Nicholson en lugar de Cómo ser John Malkovich, probablemente hubieran colapsado como quienes ven el video de El aro. El material para trabajar sería abrumador. ¿Se imaginan estar en la cabeza de Jack Nicholson y poder ver lo que él vio? ¿Se imaginan poder ser él o sentir como él? ¿Se imaginan estar dentro de su mente, controlarlo, hacerlo salir a la calle, ser visto, hacer una nueva película? «Me gusta interpretar a personas que aún no han existido», ha dicho quien, en cambio, podría ser la más febril representación de algunos de nosotros mismos.

¿En serio ha perdido la cabeza? ¿O quienes la perdieron son los que permanecieron horas frente a su casa esperando grabar o fotografiar a un hombre que solo quería un sencillo momento de paz en su propia casa? Quizás se asomó al balcón para ver a cuántos paparazzi podía asesinar con su hacha, si fuera capaz de superar el laberinto construido a su alrededor y no caer congelado como Jack Torrance. Quizás fue él quien la compró en subasta por doscientas mil dólares. Quizás lo hizo para tomar un respiro del Joker, del hombre lobo, del sindicalista Hoffa, del diablo Van Horne, del detective descreído Jake Gittes, del escritor maníaco de El resplandor, del periodista usurpador de identidades de The Passenger, del Frank Chambers que asesina por una mujer, del viejo policía Jerry Black obligado a cumplir una promesa, del dramaturgo O’Neill que no cree en revoluciones, del joven marino Buddusky que le muestra el mundo a un desertor antes de encarcelarlo, del Melvin Udall atarantado por sus manías, del brutal coronel encubridor de Cuestión de honor, del hombre a punto de morir en Antes de partir, del asesino a sueldo enamorado en El honor de los Prizzi, del psiquiatra capaz de desquiciarte en Locos de ira. Todos, en todas partes, al mismo tiempo. El multiverso de los multiversos.

Afuera, los paparazzi/hienas ya están imaginándolo asomarse nuevamente, mientras le dicen «¿Cómo estás, Jack? ¡Qué gusto verte!», como le sucedió hace unos días, cuando reapareció sorpresivamente en el Staples Center de Los Ángeles para ver a los Lakers, acompañado de su hijo Ray, mostrando buen humor y mejor semblante. 

Entonces, él los saludará tímidamente con una mano, mientras menea un whisky con la otra.

(Un hacha recién afilada descansará a sus pies)

Y le preguntarán: «¿Por qué te decidiste al fin a salir, Jack?»

Y él responderá: «Es que adentro… adentro están todos locos».

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