En un lugar desde el Oriente se establecieron en la llanura conocida como Senaar. Tras hacer ladrillos, se pusieron a edificar una torre cuyo techo fuese el cielo mismo. Estaban ensoberbecidos de esta construcción y de tener una lengua común para hacerlo más rápido. Entonces, Yavé bajó del cielo para ver aquel sindiós, y para boicotearlo, decidió repartir diferentes lenguajes entre los hijos de los hombres, para que no se finalizara aquel edificio y se tuvieran que dispersar por los diferentes puntos de la tierra. Y por eso se llamó Babel, porque Yavé los confundió.
«La confusión de las lenguas» (Génesis, 11: 1-9)
Qué pensaría el escritor bíblico si viera ahora el catálogo de lenguas en la Clasificación Decimal Universal y se encontrara con ese grupo al final del todo, poco visitado y nada tenido en cuenta por la mayoría de lingüistas y estudiosos de los idiomas: el conjunto de los lenguajes inventados, un grupo numerosísimo, puesto que incluye más de novecientos. Extraño, ingenuo, creado en los últimos novecientos años, en este grupo podemos encontrar de todo. La primera lengua inventada (que conozcamos) fue descrita en el siglo XII por Hildegard von Bingen. Conocida como la lingua ignota, suponemos que fue creada como medio de canalización de las visiones espirituales de la monja, profetisa, científica, polímata y miles de cosas más. Se formularon otros lenguajes en esta vertiente —inspirados por potencias celestiales—, aunque no son mayoría, por supuesto. Recordemos, unos siglos después, a John Dee y el lenguaje de los ángeles.
Bueno, pues, con el paso de los años, fueron muchos los idiomas que se inventaron para intentar dar respuesta a los problemas y las necesidades de cada época. Los creadores de estos lenguajes, hablando en general, fueron unos tipos estrafalarios que pensaban que con sus creaciones la vida de los seres humanos se inclinaría inmediatamente hacia el bien, el progreso y la paz. En cuanto estos idiomas no eran tenidos en cuenta por la humanidad; es más, cuando la humanidad pasaba olímpicamente de ellos, su tendencia hacia la bondad universal se transformaba en odio por sus congéneres, envuelto en un deseo de venganza a causa del desprecio y las bromas que (en el mejor de los casos) sus obras habían causado. Aunque, la verdad sea dicha, las biografías de estos personajes nos permiten entender estos cambios de humor.
John Wilkins dedicó una década a perfeccionar su lenguaje filosófico, un enorme y detallado idioma que sustituiría al latín en los libros de ciencia, por ejemplo. Lo tenía terminado por fin cuando el Gran Fuego de Londres se lo llevó por delante, junto con todo el Trinity College, en 1666. No crean que se quedó lamentándose. Dos años después ya había reconstruido su idioma en otro tocho de seiscientas páginas. ¿Y todo para qué? Para que el mundo académico lo recibiera muy bien, el rey inclusive afirmó que él mismo lo iba a aprender, los grandes físicos y matemáticos hablando maravillas… y, poco tiempo después, el lenguaje filosófico se acabó diluyendo como un azucarillo en las páginas de la historia. Hasta el siglo XX, cuando Jorge Luis Borges le dedicó un ensayo, El idioma analítico de John Wilkins, donde se queja de su no inclusión en la Enciclopedia Británica y lo ensalza como el deseo de crear un lenguaje universal, aunque lo considera cándido y, en algún punto, ridículo, pero no el intento, sino el resultado: el bueno y esforzado de Wilkins, como todos los estudiosos de su época, intentó ofrecer un lenguaje que fuese una traslación del significado del universo. Las palabras tenían su sentido, perfectamente clasificadas por categorías. Un ejemplo: la palabra gato sería el de la cabeza redondeada, en general. El problema es que no sabemos cuál es el último significado del universo y, al final, estos lenguajes se quedan en un conjunto de sinónimos y redundancias, cuando su autor lo que pretendía era dar un significado y un término únicos a cada cosa. Como sabemos, las clasificaciones del universo son arbitrarias y están llenas de conjeturas, y lo mismo les sucede a estos lenguajes absolutos.
Sin embargo, el lenguaje de Wilkins tiene muchos valores, aunque es difícil de usar. Toma estructuras del inglés, pero también del latín, aunque no lo desarrolla. Su idioma abre la puerta a los tesauros, a nuevos métodos de clasificación bibliográfica, y a la taxonomía de la naturaleza que más tarde sería perfeccionada por Linneo. Pero, en resumen, como lenguaje, era imposible de usar.
Aunque pasado de moda, no quedó en el olvido de algunos estudiosos de las matemáticas a lo largo de la historia.
Hubo otros que intentaron crear un lenguaje, digamos, completo, cuyas palabras tuvieran un sentido unívoco y quedaran sometidas a la lógica de las matemáticas: Edward Somerset y su Una centuria de nombres y escantillones de inventos…; Cave Beck y su invento El carácter universal: para que todos los países del mundo puedan entenderlo y otros conceptos, y Francis Lodwick, quien, con su Común escritura, dio un paso de gigante en el mundo de los lenguajes, porque no solo utilizó un sistema de puntos, ganchos, marcas, combinados con palabras, sino que estos expresaban relaciones entre conceptos. Leibniz describió esto en su día como un «cálculo del pensamiento», y Descartes, veinte años atrás, ya había concebido un lenguaje parecido, pero al final se encontraba con la insalvable dificultad de todo filósofo: no tenía todas las soluciones al universo, por lo que hacer un lenguaje espejo se quedaba en una especie de fantasía.
Lo que estas personas no podían imaginar es que un siglo y medio después habría un lenguaje inventado pero usado por hablantes nativos y, más adelante, varios idiomas artificiales que aprendería la gente por placer. Ya habían desaparecido las necesidades filosóficas de encontrar un lenguaje que fuese el equivalente idiomático al mundo, aunque sí ha pervivido hasta el día de hoy la lucha por aplicar las matemáticas y sus derivados en la lingüística.
Esperantoland
Ludwig Zamenhof nació en el siglo XIX en una ciudad ahora perteneciente a Polonia. Creció rodeado de rusos, polacos, alemanes y judíos; todos hablaban un lenguaje diferente y se llevaban poco más que mal. Empezó a desarrollar su idioma en la adolescencia, cuando la familia se trasladó a Varsovia, donde el padre fue nombrado censor judío. Ludwig hablaba yidis y ruso, pero en el colegio había estudiado algo de latín, griego, francés y alemán. Cuando habló inglés por primera vez encontró una manera definitiva de crear su lenguaje. En 1887, con la autopublicación de un pequeño libro titulado Lingvo internacia, nació de forma oficial el esperanto. Ludwig y su mujer, Klara, empaquetaron los libros y los enviaron. No firmó la obra, simplemente, puso como autor a Dr. Esperanto («El que espera»).
Lo que no se esperaba el doctor fue la reacción mundial y el éxito. Nacieron a su sombra decenas de lenguajes parecidos que se vendían como más fáciles de aprender y más bellos que el esperanto, pero no se comieron nada: interlingua, glosa, novial, globaquo, hom-idymo, ulla, auli, ilo, ile, ispirantu, europal, simplo, geoglot…
La primera revista en esperanto se publicó en 1889 en Alemania, La Esperantisto, y atrajo a muchas figuras del movimiento cultural, entre ellas al autor León Tolstói, que escribió un ensayo para la revista. Eso sí, cuando, por orden del zar, se prohibió su publicación en Rusia, enseguida prometió no volver a colaborar en ella.
Mientras tanto, en 1879, en Alemania, Johann Schleyer había creado un lenguaje universal obtenido durante una noche sin dormir directamente de Dios. Lo llamó volapük y alcanzó un gran éxito en su país, en Estados Unidos y en China (a finales de 1880 había casi doscientas cincuenta sociedades y clubes en el mundo y veinticinco revistas sobre el volapük). Hasta el presidente de Estados Unidos conocía el lenguaje y puso a su perro de nombre volapük.
Lo más increíble fue que, en unos pocos años, la mayor parte de los volapükistas se había pasado al esperanto. Pero aún hay más. En 1906, durante el Segundo Congreso Internacional de Esperanto, en Ginebra, el mismísimo Zamenhof ofreció un discurso airado contra los posibles usos de su lenguaje fuera de los principios fundados por él, es decir, con fines comerciales y prácticos. Esto no fue lo último, en 1907, tuvo lugar un cisma dentro del esperanto: un pequeño grupo de gente prestigiosa en el mundo académico decidió fundar la facción a favor del ido («prole»), una variedad del esperanto que consideraban más lógica y más bella. Los demás se quedaron al lado de su fundador y, en 1908, más de trescientos esperantistas se reunieron en el Tercer Congreso, celebrado en Dresde. Portaban banderas y lucían estrellas, las dos de color verde, y durante unos días participaron en lecturas de poesía y actuaciones teatrales. El ido se diluyó en sus continuas reformas.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el esperanto tuvo su oportunidad en el movimiento liderado por Ivo Lapenna, un abogado académico de Zagreb. Tras el chasco que se llevó el idioma tras la Primera Guerra Mundial, siendo humillado y despreciado en los foros internacionales frente al francés, esta vez, medio millón de firmas fueron presentadas en la Unesco, entre otros organismos internacionales, para solicitar que el esperanto fuera considerado un lenguaje universal, pacífico y que llamaba a la solidaridad entre todos los países. La Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura no decidió convertirlo en idioma oficial del mundo, pero le pareció que el idioma estaba muy bien. En realidad, hay pequeñas comunidades con el esperanto como lengua materna y, atención, el hombre más rico del mundo tiene un apellido esperantista: Soros («Se elevará»).
Vamos a saltarnos la semántica general y todos los lenguajes lógicos y basados en lenguajes naturales del siglo XX. Vamos directamente a los idiomas artísticos.
Lenguajes creados para la ficción
Empecemos por la ciencia ficción feminista. Una profesora de Lingüística de la Universidad de San Diego, California, para ganar un poco de dinero extra se inició en la ciencia ficción (no sé qué suena más sci-fi: si el género propiamente o dedicarse a escribir libros para ganar dinero). La primera novela de Suzette Haden Elgin se titula Native Tongue. En ella, el grupo de mujeres protagonista desarrolla una gramática propia para diferenciarse de los hombres: el láadan. Más adelante, decidió llevarlo a la vida real, y, así, cierto grupo de estudiosas de las lenguas hablaron este idioma durante un breve lapso de tiempo.
Para cuando la trilogía de El Señor de los Anillos se publicó, a mediados de los cincuenta del siglo pasado, su autor, J. R. R. Tolkien, llevaba cuarenta años trabajando en sus idiomas. En realidad, se puede decir que escribió el libro para dar una forma a sus lenguajes. Ya desde niño, Tolkien se sintió atraído por las palabras en galés que veía impresas en los trenes que paraban detrás de su casa. Cuando, estudiando en Oxford, descubrió el finés, empezó a construir su primer lenguaje inspirado en él, además de una mitología y una historia. Derivó en el quenya, una de las lenguas élficas de El Señor de los Anillos. Parte de su construcción sirvió para describir el quenya primitivo; el inspirado en el galés, sindarin, daría lugar al antiguo sindarin, al medio sindarin, al adunaico, al ilkorin y a una variedad de estados en la vida del lenguaje. En total, Tolkien desarrolló quince idiomas en sus libros. Para él, la creación de lenguajes era un arte en sí mismo, que aumentaba y enriquecía las historias, pero valioso incluso sin ellas.
G. R. R. Martin hizo lo propio en su obra Juego de tronos, aunque sin la obsesión y dedicación de su maestro. Incluyó el dothraki y el valyrio entre los pueblos que pueblan su saga. En la adaptación para televisión, los productores David Benioff y D. B. Weiss recurrieron al lingüista David J. Peterson para hacerlos más reales.
Son muchos los autores a lo largo de la historia de la literatura que han provisto a sus tierras imaginadas de un lenguaje artificial.
Utopía (1516), de Tomás Moro, tenía un idioma que se parecía sospechosamente al latín. Los habitantes de Hombre en la Luna (1638), de Francis Godwin, hablaban el moonspeak, un lenguaje musical. La gente de La terre australe connue (1676), de Gabriel de Foigny, se comunicaban con un lenguaje filosófico, al estilo de Wilkins.
Julio Verne creó un lenguaje completo para Veinte mil leguas de viaje submarino y los tripulantes del Nautilus, aunque no aparece mucho en la novela.
Arthur Machen ideó el aklo para su cuento «El pueblo blanco». Este lenguaje fue retomado por Lovecraft en su cuento (uno de los más populares) «El horror de Dunwich». No solo él, Robert Anton Wilson lo utilizó en su trilogía ¡Illuminatus!, y, más tarde, Alan Moore en su historia The Courtyard.
George Orwell incluyó la neolengua en 1984. Es un inglés, pero con censura. Justo de lo que trataba su libro.
Posiblemente, el lenguaje inventado más famoso de la literatura es el nadsat. Una especie de jerga juvenil inglesa mezclada con ruso y otras lenguas eslavas que se hizo famosísima cuando Stanley Kubrick la llevó al cine: La naranja mecánica. Su creador, Anthony Burgess, un escritor con un estilo humorístico muy interesante en la mayor parte de su obra, ha pasado a la historia por esta novela de su primera etapa. Hay multitud de referencias en la cultura popular al nadsat (incluso en la nuestra: «La naranja no es mecánica», canción de Los Nikis).
Ideolenguas en el cine y la televisión
Aunque el nadsat es muy conocido, a estas alturas se ha hecho mucho más popular el valyrio que hablan en Juego de tronos. De hecho, Valar morghulis («Todos los hombres deben morir») se ha pronunciado más en estos años que las frases en nadsat tipo: «Drugos, esta noche vamos a colchoquear».
El klingon es la ideolengua más famosa de todo el universo sci-fi. Fue creada en 1986 para las películas de Star Trek y para dar voz a los klingon, los archienemigos que luego terminan siendo amigos de la Federación. Son una raza guerrera, y su idioma, diseñado por el lingüista Marc Okrand, está desarrollado como tal: suena a alienígena, tiene muchas consonantes, sonidos guturales y muchos patrones lingüísticos que no están en los lenguajes que conocemos.
Otra película, Avatar, conocida como la más taquillera de la historia, tiene una lengua inventada: el na’vi, el idioma de los habitantes de la luna de Pandora. Esta lengua fue creada por otro lingüista, Paul R. Frommer, inspirándose en los lenguajes maoríes y hawaianos. Aún no tiene la densidad del klingon, pero su vocabulario ya supera las dos mil palabras.
Hay muchos más. Unos, más tontos. Otros, completamente absurdos. El cine y la tele es lo que tienen a veces. Y si hablamos de Internet, la cosa se eleva a varias potencias de pretensión y disparate. Por ejemplo, el P@x’áâokxáâ tiene, además de su nombre, influencias del mohawk, el suajili y el japonés para comunicar sus visiones filosóficas.
Finalizando con esto, solo me queda decir:
Longa vivo kaj prospero.
«¡Larga vida y prosperidad!».
Tanto esfuerzo en crear una lengua para que luego se escriba en whatsapp: ¡ola, que ase!
*ola ke
(El adunaico no es una lengua élfica, es una lengua humana de aire semítico, pariente de la lengua común de la Tierra Media.)
Me sorprenden dos cosas del artículo. La primera es que el ido sea tan viejo, hace unos años conocí alguien que lo estudiaba y lo promocionaba. La segunda es el uso de «ideolengua», porque no es común usarlo, pero existió una lista de correos (!) de Yahoo (!!) en la década del 2000 que se llamaba así y reunía a muchos ideolingüistas. Destaco la ideolengua «castiellano padremoñal» o «español sen cuchesmos», que era un castellano solo con léxico patrimonial y con sus cultismos no introducidos alrededor del siglo XVI sino evolucionados en forma natural desde el latín. Es decir, no dictador y Géminis, sino dechador y Yembres…
Intenté crear algunas. Recuerdo una que sonaba como polinesio, pero llena de sufijos de caso. Otra que sonaba celta y no llegó a ninguna parte. Y una evolución del inglés a una lengua (más) aislante, al estilo chino, no «does she speak English?» sino algo como «shi ta ing wang du», ahora creo que estuve cerca de inventar el tok pisin…
Namarië!
Gracias, Grace.
Habría que añadir a Sir Thomas Urquhart of Cromarty, caballero escoces del turbulento siglo XVII, traductor de Rabelais, y autor de «Logopandecteision» una introducción al lenguaje universal.
Partidario de los Estuardos, luchaba por su causa en «La guerra de las tres reinos» y durante una temporada fue preso en la torre de Londres. Al enterarse de la restauracion de estos en la figura de Carlos II, se murió de un ataque de risa literalmente. También nos dejo «The Jewel», una defensa de Escocia.
Alasdair Gray, fallecido hace un par de años ya, tiene un cuento en «Tales Unlikely, Mostly» que ficcionaliza a Sir Thomas en la temible torre de Londres, lamentando haberse perdido los claves de su lenguaje universal en la batalla de Worcester en 1651…. Je je je….