Viene de «Hijas de Indiana Jones (1)»
Las hijas de Indiana Jones y la amenaza del juego doméstico
Los noventa cinematográficos evidenciaron una notable ausencia de hijas de Indiana Jones. En la pequeña pantalla se intentó rellenar el hueco con la serie juvenil Las aventuras del joven Indiana Jones, un programa que tenía hasta a cuatro actores distintos interpretando a Indy en diferentes etapas de su vida: los jovenzuelos Sean Patrick Flanery y Corey Carrier, el septuagenario George Hall y hasta el propio Harrison Ford asomándose por ahí en un episodio. Pero la serie, a pesar de haber sido ideada por George Lucas, era un coñazo para los que iban buscando aventuras similares a las que resonaban en la sala de cine. Resultaban más emocionantes, incluso más cercanos al espíritu aventurero, los dibujos de Patoaventuras que aquel ladrillo.
Ocurrió que la fedora en lugar de morir del todo, lo que hizo fue importar su espíritu a otro medio: el de los videojuegos. Las peripecias de Indiana ya habían tanteado ese mundo desde el principio de los tiempos, con un cartucho de Atari, Raiders of the Lost Ark (1982), de píxeles gordos como cabezas de ídolo fabuloso. Pero lo más interesante es que se crearon dos corrientes dentro de la marca Jones ™, diferenciadas por su temática. Por un lado, estaban las obras que trasladaban el argumento de las películas al juego. Cosas como la máquina arcade de El templo maldito, las diferentes versiones para consolas y ordenadores de La última cruzada, o el estupendo pero endemoniado Indiana Jones: the Greatest Adventures de Super Nintendo. Un cartucho en donde se empaquetaba toda la trilogía como un juego de acción y plataformas muy variado, con secuencias de conducción a bordo de vagonetas, aviones o lanchas (hinchables y a motor). Por otro lado, estaban los juegos que apostaban por idear tramas originales para el Harrison Ford digital. Indiana Jones in the LostKingdom de Commodore 64 lo enviaba a superar pruebas en un templo misterioso y se presentaba sin manual de instrucciones porque, según rezaba la caja, «Nadie le explicó las reglas a Indiana Jones y nadie te las explicará a ti». La aventura conversacional Indiana Jones in Revenge of the Ancients viajaba por el Tepozteco mexicano y contenía una secuencia en la que Indy saltaba desde un puente a un avión en marcha pilotado por Marian. Indiana Jones and the Fate of Atlantis visitaba la leyenda atlante a golpe de inventario y point ‘n click. E Indiana Jones y sus aventuras de despacho presentaba retos de escasos minutos en Windows, con una vista aérea heredada de los primeros Zelda, un botón de emergencia que permitía ocultar rápidamente el juego cuando el jefe se asomaba por la oficina del usuario, y una misión en la que era necesario localizar una calavera de cristal tolteca doce años antes de la vapuleada cuarta película.
A mediados de los noventa, a una compañía llamada Core Design se le ocurrió agarrar la idea del explorador de tumbas y trampas, sustituir al arqueólogo por una chavala de tetas (poligonales) enormes y arrojarla con ropa ajustada a mundos tridimensionales en busca de reliquias entre plataformas y palancas. Así, inspirados por el látigo ajeno, nacieron Lara Croft y Tomb Raider, un personaje y un videojuego tan exitosos e influyentes como para generar más de una veintena de secuelas esparcidas por todos los sistemas conocidos por el ser humano. Al igual que Indy en el cine, Tomb Raider creo escuela en el software y provocó la aparición de decenas de clones, entre los cuales los más irónicos fueron las nuevas hazañas protagonizadas por el mismísimo Jones Junior. O unos Indianas inspirados en una Lara Croft que había nacido inspirada por un Indiana.
La versión tridimensional del arqueólogo debutó en Indiana jones y la máquina infernal, una secuela de Fate of Atlantis que venía a ser Tomb Raider con Indy como protagonista, y cuyo argumento danzaba entre ruinas babilónicas, presuntos alienígenas y la amenaza de un ejército soviético. Todo ello años antes de, sí, otra vez, la vapuleada cuarta película. Indiana Jones y la tumba de emperador escarbaba en la sepultura del emperador chino Qin Shi Huang y funcionaba como precuela de El templo maldito. Y el flojucho Indiana Jones y el cetro de los reyes tenía un MacGuffin simpático, el palito con el que Moisés separó las aguas, pero renunciaba al estilo Lara Croft para encadenar set pieces más o menos inspiradas. Mientras tanto, la saga Uncharted combinó en 2007 el alma indianesca con el planteamiento Tomb Raider parar crear una sólida franquicia de videojuegos con entidad propia. Juegos de tecnología sorprendente, detalles minuciosos y aspecto de superproducción hollywoodiense. El blockbuster reinventado a golpe de pad.
Las hijas de Indiana Jones contra el celuloide PlayStation
A finales de los noventa, en el terreno de las superproducciones cinematográficas tuvo lugar un nuevo cambio de sentido. En Universal Pictures desempolvaron el nombre de una cinta mítica, La momia (1932), para someter aquellas vendas a un lavado en forma de remake, cuya gran novedad era abandonar el género del horror de la original para zambullirse en de la acción aventurera. Y así, el estreno de La momia (1999), protagonizada por Brendan Fraser y Rachel Weisz, no solo convirtió a George de la jungla en la silueta moderna de héroe, sino que además animó a unos cuantos a pregonar que había nacido un sucesor digno de la aventura clásica. Ocurría que aquello no era del todo cierto, porque La momia a pesar de que tenía muy presentes las gestas de Indy era realmente hija de las correrías de la era PlayStation: CGI abundante, tono más infantil (con alguna concesión grotesca, como los escarabajos que se colaban bajo la piel para devorar a la gente desde dentro) y la sensación de que aquello era muy divertido pero carecía de la presencia rotunda de En busca del arca perdida. Se trataba de una nueva encarnación moderna del género, distinta e informal, una que tenía ecos de videojuego y necesidad de lucir barniz digital.
El éxito del film propició una secuela, El regreso de la momia (2001), simpática pero excesiva y tontuela, donde el departamento de FX entró en modo berserker salpicándolo todo con bichejos CGI, y dejando huella en la historia del cine al moldear a un Dwayne Johnson digital que parecía incluso más muñeco que el propio Dwayne Johnson. Y poca broma con esto, porque desde entonces aquel Rey Escorpión de PlayStation 2 suele encabezar la mayoría de listas sobre defectos especiales cinematográficos. El propio responsable de aquella monstruosidad, John Berton Jr. (un hombre que ha trabajado en peliculillas como La guerra de las galaxias, Terminator 2, Parque Jurásico o La máscara), reconoció que el villano salió tan chusco porque al no tener a Johnson disponible para escanearlo como referencia (la Roca estaba muy ocupada con su carrera en los rings de lucha libre), el equipo tuvo que esculpir al maloso a ojo y con prisas. A Brendan Fraser le volvieron a preguntar por el asunto durante la gira promocional de La ballena, y él decidió contestar solo con la verdad: «Podrían remasterizar la secuencia hoy en día, supongo, pero entonces no sería tan divertido si no puedes ver en pantalla a ese torpe personaje de videojuego con cara de Dwayne. En cierto modo ya funciona bien así». La tardía tercera parte de la saga, La momia: la tumba del emperador dragón (2008), sustituyó a Weisz por Maria Bello, Egipto por China y la gracia de las anteriores por sosería random.
Momias aparte, los dos miles no anduvieron sobrados de hazañas aventureras. La franquicia El bibliotecario parió las películas televisivas En busca de la lanza perdida (2004), El mapa del rey Salomón (2006) y La maldición del cáliz de Judas (2008) protagonizadas por El-que no-era-George-Clooney-en-Urgencias, Noah Wyle. Tres hijas evidentes de Indy, que servían más como metadona que como sustituto eficaz, al ser baratas y carne de relleno intrascendente de tardes. A La búsqueda (2004) y La búsqueda 2: el diario secreto (2007) muchos las defienden como herederas indianescas, pero parecían una maratón en un geriátrico en comparación con las cintas de Steven Spielberg, y encima se sustentaban en algo profundamente aburrido: la historia de EE. UU. Viaje al centro de la tierra (2008) y Viaje al centro de la tierra 2: La isla misteriosa (2012) fueron descendientes de las momias digitales y hasta llegaron protagonizadas por gente de aquellas películas: Brendan Fraser y Dwayne Johnson. El segundo además protagonizaría el Jungle Cruise (2021) de Jaume Collet-Serra que, de nuevo, le debía más a las vendas CGI de Egipto que al látigo y la fedora. Entretanto, el género contempló unas volteretas curiosas cuando Tomb Raider, ese videojuego que había nacido inspirado por las pelis de Indiana, se trasladó al cine con una pareja de entregas encabezadas por Angelina Jolie, Tomb Raider (2001) y Tomb Raider: la cuna de la vida (2003), y un reboot posterior con Alicia Vikander, Tomb Raider (2018). Enredando aún más el rizo, la serie Uncharted, esos videojuegos que nacieron inspirados por el Tomb Raider que nació inspirado por las pelis de Indiana, también pegó el brinco a las salas de cine con una Uncharted (2022) protagonizada por Tom Holland.
Las tres mejores películas de Indiana Jones que no son películas de Indiana Jones
En busca del arca perdida y sus dos primeras secuelas no inventaron el género de la aventura, pero sí que lo dominaron y perfeccionaron hasta el punto de convertirse en sus principales representantes. El problema es que las hijas de Indiana Jones posteriores, incluida la dichosa calavera de cristal, nunca han llegado al nivel del icono que construyeron, junto a un castillo de arena, Lucas y Spielberg con la trilogía original. Los ochenta tuvieron sus clones risibles, aunque continuistas al fin y al cabo, pero los noventa y los dos miles andaron secos de tesoros milenarios protegidos por trampas ancestrales. Existe, eso sí, un fantástico podio, que este texto se acaba de inventar, con las tres mejores películas de Indiana Jones que no son películas de Indiana Jones.
1. Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio (2011): tres años después de parir la decepcionante El reino de la calavera de cristal, Spielberg se estrenó en el cine de animación con una cinta que acabó siendo todo aquello que debería de haber sido la cuarta entrega de Indiana Jones. Se trataba de una apuesta curiosa y arriesgada teniendo en cuenta que las viñetas de Hergé quizás no levantan demasiadas pasiones entre la audiencia contemporánea. Porque Tintín siempre ha sido un cómic bastante desconocido para el público estadounidense, y en territorios europeos, aquellos que fueron niños de los años ochenta en adelante solían ignorar los álbumes por, a pesar de lo bonito de la línea clara belga, considerarlos un coñazo formal con Mucho Texto al lado de los llamativos Astérix, Lucky Luke o Mortadelo y Filemón. Ocurrió que Spielberg se topó con el tebeo siendo ya mayorcito y, fíjate que casualidad, gracias a Indiana Jones: una reseña de En busca del arca perdida comparó la película con las correrías de Tintín, despertando la curiosidad del director quien, tras hacerse con los tebeos y devorarlos, decidió adquirir los derechos para una futura versión cinematográfica. La admiración del realizador por la obra de Hergé, a la que calificaba como «Indiana Jones para niños», resultaba recíproca, porque el historietista belga, desencantado con las adaptaciones de su obra a la gran pantalla, consideraba que aquel director era «el único que podría hacerle justicia al personaje». Durante años, Spielberg tonteó con la idea de rodar su Tintín en imagen real, hasta que en 2006 contactó con Peter Jackson para ver si su compañía de FX, la famosa Weta Digital, andaba por la labor de cincelarle un perrito Milú en CGI. Jackson, que también era bastante fan de Tintín, le comentó al hombre que quizás la mejor manera de trasladar con eficacia aquel flequillo al cine era tirando de animación por ordenador, propulsada por la tecnología de captura de movimiento. Como sonaba convincente, ambos decidieron aliarse, con Jackson convirtiéndose en productor y segundo al cargo, para darle forma a Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio, una película cuya trama combinaba elementos de los cómics El cangrejo de las pinzas de oro, El secreto del unicornio y El tesoro de Rackham el Rojo.
La buena noticia es que El secreto del unicornio salió bien, muy bien de hecho, incluso para los que no eran fans de las páginas de Tintín. Spielberg se dedicó a hacer en ella lo que tenía que haber hecho con Indy: trazar el viaje del héroe como una aventura emocionante repleta de secuencias imposibles. Set pieces creativas en las que el director descubrió que podía hacer uso de la cámara virtual típica de la animación 3D, aquella que revolotea a lo loco alegremente alrededor de todo, para construir planos secuencia enrevesados hasta el absurdo. La dirección artística arriesgó al instalarse entre el hiperrealismo y la caricatura fiel a las viñetas, «Hemos hecho a los personajes fotorrealistas, las fibras de su ropa, los poros de su piel y cada pelo individual. Se ven exactamente como personas reales… pero personas reales de Hergé» apuntaba Jackson. La osadía salió bien, y la captura de movimientos remató el estilo. Andy Serkis, el eterno Gollum, interpretó al capitán Haddock vía motion capture y bromeaba sobre el asunto explicando que cuando le llamaron se temía que fuese para hacer de Milú. A día de hoy, están los que afirman que nunca existió una Indiana Jones IV, y por otro lado estamos los que creemos que sí, pero que se estrenó bajo otro nombre.
2. Indiana Jones and the Fate of Atlantis (1992): a Hal Barwood le cayó un buen marrón encima cuando le encomendaron dirigir un videojuego de Indiana Jones basado en una trama completamente original. Por una parte, el hombre solo había programado un par de juegos amateurs para el Apple II, uno de los cuales ni siquiera llegó a publicarse, que andaban a años luz del carácter de superproducción que demandaba el proyecto. Por otro lado, el encargo suponía crear una aventura gráfica que estuviese a la altura de la anterior incursión point ‘n click del personaje, la excelente Indiana Jones and the Last Crusader diseñada por Ron Gilbert, Noah Falstein y David Fox en 1989, una obra redonda y brillante muy alabada por los aficionados. Por último, en Lucasarts quería utilizar como argumento del nuevo juego un guion descartado de Chris Columbus para el cine que incluía melocotones mágicos, un libreto que Barwood consideraba demasiado pocho como para ser exprimido con éxito.
Lo cierto es que en Lucasarts no habían fichado a Barwood por su experiencia en el terreno del videojuego, un mundo que le fascinaba y del que quería formar parte, sino porque tenía tablas en el campo del cine. El hombre había firmado el guion de la Loca evasión de Spielberg, reescrito Encuentros en la tercera fase (donde hasta tenía un cameo en pantalla) e incluso ideado y producido el clásico de culto El dragón del lago del fuego. Y lo primero que hizo a ponerse a cargo del nuevo juego de Indy fue anunciar que depositaría el guion de Columbus en la papelera con cariño e idearía una nueva trama él mismo. Tras encerrarse junto a Noah Falstein en la biblioteca del famoso rancho Skywalker, se topó con un dibujo tosco de un mapa de la Atlántida en un librajo barato e intuyó que aquello tenía potencial. A partir de ahí, ambos investigaron las menciones a aquella isla de fantasía en los textos Timeo y Critias de Platón, el volumen Atlantis: the Antediluvian World de 1882 firmado por el atlanteliever Ignatius Loyola Donnelly, o en cualquier locura pseudocientífica que le echase imaginación al asunto. Y también picotearon de textos esotéricos, escritos por gente tan cuerda como la ocultista Helena Blavatsky o el médium Edgar Cayce, para inspirarse a la hora de tejer una trama que incluía magia y artefactos ignotos. «El proceso de documentación fue extenso y riguroso, pero consistía sobre todo en leer libros muy locos de autores extraños que de verdad creían en la existencia de Atlantis y estaban convencidos de saber cómo encontrarla», apuntaba Barwood, «pero las partes más importantes de la historia me las inventé. Era más divertido así». A la hora de bautizar la nueva aventura, el equipo de desarrollo decidió conservar un título que realmente no les acababa de convencer, Indiana Jones and the Fate of Atlantis, porque durante las reuniones en busca de un nombre alternativo más molón nunca llegaban a ponerse de acuerdo, todos acaban sugiriendo de coña retitular el asunto como Indiana Jones se hace la Atlántida.
Tras dos años de curro, Indiana Jones and the Fate of Atlantis se lanzó en 1992 para los ordenadores domésticos. Su trama acompañaba a Indy y a su colega Sophia Hapgood alrededor del mundo, intentando localizar la Atlántida antes de que el ejército nazi pusiera las pezuñas sobre aquel lugar legendario. Y todo porque los atlantes habían descubierto un metal fabuloso, el orichalcum, con el que se podían hacer cosas guapísimas. Fate of Atlantis se convirtió en un éxito y con el tiempo sería recordada como una de las mejores aventuras gráficas jamás hechas. Lucía tanto banda sonora como gráficos espectaculares y, a diferencia de lo que solía ocurrir en el género, era maravillosamente rejugable al permitir encarrilar la historia por tres vías diferentes: la de la inteligencia, que ponía más énfasis en los puzles, la de la fuerza, que poseía más escenas de acción y acertijos con soluciones más brutas, o la cooperativa, en donde Indy y Haphood resolvían los escollos en equipo. Tanta ambición y complejidad, con cada ruta incluyendo diferentes escenarios y diálogos, triplicó el trabajo de Hal y compañía, pero el resultado fue unánimemente aplaudido. El juego era tan bueno que cuando, años más tarde, se incluyó como extra en la edición para Wii del muy inferior Indiana Jones y el cetro de los reyes, el público consensuó con sorna que aquello era un relanzamiento de Fate of Atlantis que incluía como bonus opcional El cetro de los reyes.
La odisea del arqueólogo en la Atlántida no solo fue un buen videojuego sino también una buena entrega de la saga en general. Y hasta poseía una portadaza, dibujada por William Eaken, al estilo de los pósteres clásicos de Drew Struzan. Lo que hacía grande Fate of Atlantis era el haber captado perfectamente el espíritu de los films, la sensación de investigación y aventura, respetando escrupulosamente su legado, con Barwood y Falstein utilizando como referencia la biblia del personaje. Un texto legendario que contiene todo el canon oficial y que en Lucasfilm obligaban a estudiar si uno quería embarcar al héroe en nuevas hazañas. De lo único que carecía Fate of Atlantis era de set pieces trepidantes, pero aquello era el resultado del necesariamente pausado ritmo del juego y, sobre todo, de las limitaciones de la época. Por eso la persecución en coche de aquella aventura gráfica tenía esta pinta y andaba muy muy lejos de cosas como la bestial y espectacular huida en jeep que treinta años más tarde se marcaría Uncharted 4. Pero aquella ausencia daba igual, porque los verdaderos entendidos en reliquias valiosas siempre han tenido muy claro que Fate of Atlantis debería de estar en un museo. Y que, en el fondo, era una gran Indiana Jones IV, aunque ni siquiera fuese una película.
3. Gravity (2013): o la sorpresa. ¿Qué coño pinta Gravity aquí? Pues mucho. Cuando Rodrigo Cortés estrenó Buried, aquel largometraje donde Deadpool se tiraba noventa minutos encerrado en un ataúd pasándolas putas, al realizador se le ocurrió definir su película como «Indiana Jones en una caja». Se trataba de una afirmación que como frase promocional era estupenda, pero lo cierto es que aquel thriller estaba enterrado más cerca de Hitchcock que de Spielberg. En cambio, en el caso de Gravity de Alfonso Cuarón sí que se puede decir que esto es «Indiana Jones en el espacio». Aunque no lo parezca.
Cuando Cuarón concibió Gravity no era consciente del follón en el que se estaba metiendo. La idea parecía sencilla, una persona tratando de sobrevivir en el lugar más extremo posible, el espacio. Pero la tecnología necesaria para ejecutarla tal y como el realizador tenía en mente suponía una tarea tan compleja como para que la producción se alargase durante cuatro años y medio. En Gravity, Sandra Bullock interpretaba a la doctora Ryan Stone en su primera misión a bordo de un transbordador espacial, acompañada de un astronauta veterano llamado Matt Kowalski (George Clooney) al que era mejor no pillarle mucho cariño. Tras un accidente, la historia se convertía en un Bullock versus todo, en gravedad cero. El rodaje y edición de aquella cinta fue una tarea laboriosa e infernal. Los animadores (Gravity contiene un ochenta por ciento de CGI en su metraje, pero CGI del bueno) se vieron obligados a rehacerlo todo por completo en al menos dos ocasiones, Bullock tuvo que aislarse durante horas en una estructura aparatosa y aprenderse complejas coreografías para que cámara y FX bailaran con ella sin pisotones, y el equipo de sonido hubo de ingeniárselas para representar un escenario en donde el ruido no se propagaba por el aire, sino por las vibraciones. Para rematar, Cuarón aderezó el relato con una colección de complejos planos secuencia de los suyos, porque al hombre le gusta más un plano eterno que a un niño una piscina de caramelos, y también porque quería darle al conjunto un aspecto de documental. En la Warner decidieron realizar algunos pases previos de la película inacabada para tantear la reacción del público y los espectadores la recibieron regular, comentando que la cosa mejoraría metiéndole extraterrestres al asunto, algo a lo que el director se negó de manera rotunda. En el fondo, Indy ya nos había dejado claro que a veces los aliens no son lo que la gente quiere ver. La película se estrenó en 2013, y fue la hostia en todos los sentidos, acaparó siete Óscar y logró que tanto crítica como público arrastrasen las quijadas por suelos ante lo que estaban viendo en pantalla. El mismo Quentin Tarantino que aplaudió al Templo maldito nombró a Gravity como una de las mejores películas de aquel año. Cuarón, por su parte, decidió que no volvería a rodar nunca una película en el espacio. Durante la promoción de Gravity le preguntaron sobre sus futuros proyectos, y el hombre contestó: «Cualquier película en la que los personajes caminen sobre el suelo».
Gravity era una cinta de supervivencia, pero ante todo era una aventura pura. Y ahí se encuentra su conexión con Indy. Porque Gravity no comparte temática con las correrías del arqueólogo, en este espacio profundo no hay reliquias, trampas en templos o indígenas ofuscados con los cuestionables saqueos del hombre blanco a su patrimonio histórico. Pero sí que hay otra cosa profundamente indianesca: set pieces espectaculares, una detrás de otra, in crescendo, sin parar. Por eso mismo, Gravity viene a ser lo contrario de Fate of Atlantis. Aquel juego capturaba la esencia del personaje a base de reflejar su universo, pero no sus aparatosas escenas de acción. Mientras que esta película atrapaba el espíritu del aventurero sin evocar su entorno, pero a golpe de set pieces increíbles. Porque Gravity se presentó como una colección de secuencias brillantes adscritas a los mecanismos utilizados por Spielberg en la puesta en escena de la acción: amenazas inminentes avanzando en segundo plano, situaciones contrarreloj donde los peligros se apilaban sin parar, y una heroína que conseguía zafarse de lo imposible en el último momento, como quien recoge el sombrero justo cuando la puerta está a punto de cerrarse. Porque quizás Gravity sea el Indiana Jones in Outer Space que nunca tendremos.
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Gravity es una gran peli estilo Indy, igual que los aguacates son los mejores coches estilo silla.
Te habrás quedado contento con lo de Gravity. Horrible final solo comparable al de Indiana Jones IV
Tanto darle vueltas para buscar hijas de Indiana Jones y se te olvida Parque Jurásico, la primera, con un Indiana Jones con sombrero y todo.
Me gustó el artículo en sus dos entregas, aunque lo de Gravity no tiene sentido y, francamente, con esa misma lógica, el autor del texto podría haber metido al final cualquier cosa, dejando al artículo como esas películas buenas con un final absurdo…
Fui uno de esos críos de principios de los 90 que siempre consideró a «Indiana Jones and the Fate of Atlantis» como la 4a obra de la saga y que soñó, infructuosamente, con verla llevada a la gran pantalla. Pero tuve que conformarme con el telefilm barato de «MacGyver y El tesoro perdido de la Atlántida» (1994), que podría haber sido un buen sustituto de no ser por contar con un presupuesto tan ridículo que no les dió ni para actualizar el peinado ochentero de Richard Dean Anderson.
Posteriormente sí llegó una auténtica heredera del espíritu del videojuego: la entonces desnostada pero muy digna y entretenida película de animación «Atlantis : el imperio perdido» (2001), una verdadera hija no reconocida de Indiana Jones que fracasó en su día por salirse del canon Disney imperante hasta ese momento, que exigía hacer películas excesivamente infantiles y con cancioncitas pegadizas. Hoy, algunos la consideran una película de culto.
Con «Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio», sí que es verdad que volvió a sentirse el alma de las pelis clásicas de Indy en cada fotograma y fue una verdadera lástima que se cancelase el proyecto de Spielberg de continuar la saga del reportero belga en sucesivos films. Pero esa única película basta para quitarse el sombrero ante lo conseguido.
P.D. Lo siento pero lo de «Gravity» no lo veo.