Como muchas personas, Gloria López Llovet de Rodrigué (Buenos Aires, 1948) vive entre libros. Así nació, se crio y transitó gran parte de su vida, pero, a diferencia del resto —lectores, escritores, coleccionistas, libreros, acumuladores, bibliotecarios—, ella los fabrica. Gloria es una hacedora de libros o, lo que es lo mismo, una editora.
Como en los viejos linajes de artesanos, hay familias que están indisolublemente ligadas a un oficio. Así son los López con la edición; un arte y un negocio familiar que nació en el siglo XIX en Barcelona, cruzó el océano para escapar del franquismo y se instaló en una Buenos Aires cosmopolita y ávida de lecturas. El apellido está ligado a la mítica editorial Sudamericana, en la que Gloria empezó a trabajar a los dieciséis años escribiendo cartas a máquina.
Sudamericana ya no existe pero Gloria sigue haciendo libros. Su trabajo se divide entre Edhasa, donde nos encontramos para charlar, y La Brujita de Papel, la editorial de libros infantiles en la que despunta el vicio editor con sus hijas. En su oficina del microcentro porteño, nos esperó para contarnos su historia y la de su familia. El pasillo que nos lleva hasta ahí resume, con retratos en blanco y negro, a una estirpe de editores, protagonistas de una época gloriosa de la literatura en español del siglo XX.
Gloria, estás rodeada de libros. Naciste, no solo entre libros, sino en una familia dedicada a hacerlos.
Yo soy la quinta generación de editores en mi familia; mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo eran editores en Barcelona, mi padre también. Mi abuelo vino a Buenos Aires cuando la Guerra Civil, salió de España, estuvo en Francia… todo un periplo. Finalmente aterrizó en Argentina y vino a hacerse cargo de la editorial Sudamericana, que acababa de fundar hacía unos meses un grupo de intelectuales argentinos comandados por Victoria Ocampo. Estos intelectuales no eran editores, se dedicaron a hacer los libros de sus amigos y, a los pocos meses, la editorial estaba fundida. Entonces un amigo de mi abuelo, que era catalán, trabajaba en la Compañía de Electricidad y estaba en el directorio de Sudamericana, le propuso hacerse cargo de la editorial.
Tu abuelo es Antonio López Llausàs, catalán, ¿cómo se llamaba su editorial en Barcelona?
Bueno, él tenía una librería llamada Catalònia en la plaza principal de Barcelona, en la ronda de San Pedro, número 3. Como también disponía de un taller de imprenta, a través de Catalònia hacía algunas colecciones de libros y un par de revistas que heredó de su padre y de su abuelo. Las revistas se llamaban La Campana de Gracia y L’Esquella de la Torratxa; eran dos revistas grandes, muy lindas, con ilustraciones de pintores y diseñadores muy importantes, y se publicaban en catalán. Después hizo una historia de Cataluña, el diccionario de Pompeu Fabra, que fue el primer diccionario de la lengua catalana, y también tenía colecciones de geografía de Cataluña.
¿Y qué pasó con esa editorial?
Con la Guerra Civil desapareció, tuvieron que cerrar. Mi abuelo huyó el día que mataron al director de su revista. A ellos ya los habían amenazado, así que él esa noche se escapó. Mi abuelo se fue por un lado, y mi abuela y mi papá, por otro, y después se encontraron en Francia. Estuvo un tiempo viviendo en Francia, después se marchó a Cuba e inició un proyecto en Colombia para poner una imprenta, pero no resultó. Finalmente se vino a Buenos Aires.
Voy a tener que detenerte un poco, Gloria. Porque esto para vos es historia conocida pero intuyo que hay un montón de detalles que me estoy perdiendo. Me decías que tus abuelos y tu padre se huyeron de Barcelona, ¿cómo fue eso?, y ¿cómo fue la vida en Francia? Porque imagino que se fueron sin nada.
Bueno, yo lo que sé es lo que me contaron. No tengo la posta porque mi papá murió muy joven, cuando yo era chica todavía, y viste que uno no pregunta mucho de chico… Te cuentan y te va quedando. Después, cuando sos un poco más grande, empezás a preguntar y, como ya no tenía a mi papá para preguntarle, claro, me quedaron muchas preguntas sin hacer y ahora me lamento.
Y tus abuelos no hablaban mucho de eso.
No, la verdad es que siempre miraron para adelante, no para atrás. Yo, por ejemplo, me enteré mucho después de por qué mi abuelo se escapó ese día. De hecho, hace poco. Hay muchas investigaciones de españoles, muchos catalanes, que han venido a Argentina, y, a través de las cartas y de las conversaciones, uno se va enterando de las cosas.
¿Tu abuelo tenía contactos en Francia?
Tenía algunos contactos en Francia, sí, pero, en realidad, esa noche se escapó. Huyó escondido en una ambulancia por los Pirineos, y mi abuela y mi papá fueron al puerto y se subieron a un barco que cruzaba hacia Francia por el Mediterráneo. Sin saber si se iban a encontrar. Y yo lo que me pregunto hoy en día es cómo se encontraron, dónde se encontraron, qué habrán dicho para encontrarse. Bueno, supongo que tenían algunos conocidos, porque a mi abuelo le interesaba mucho la cultura y, como en España eran muy habituales las peñas, él tenía la peña de los intelectuales, la peña de los artistas, varias peñas.
¿En ese momento tu papá era un niño?
Mi papá tenía hambre. Era adolescente, debía tener trece años más o menos, o capaz que un poquito más, porque llegó acá con dieciséis o diecisiete. Ellos salieron en 1936 y llegaron acá en el 39. Mi abuelo tenía muchos amigos en Barcelona y uno de esos amigos tenía mucho dinero y un día, cuando empezaron los problemas, le dijo: «Si algún día te pasa algo y te tenés que ir, andá al banco tal y decí que sos amigo mío, que yo te mando». Y nos contó que, cuando se escapó, fue al banco al que le habían dicho y pidió hablar con el gerente, que le dijo: «¿Usted cómo se llama?». «Antonio López Llausàs». Dice que abrió un cajón y sacó una lista: «Usted está en la lista, ¿qué quiere?». Mi abuelo pensó rápido y le pidió dinero para vivir dos años y el señor le dio el dinero para vivir dos años. El que lo mandó era Roviralta, que era muy amigo de mi abuelo en Barcelona.
Qué intriga esa lista, ¿no?
Claro. Pero, bueno, se lo dio. Y sé que lo devolvió, pero nunca supe ni dónde quedaba el banco. Después, viendo cartas, me enteré de que mi abuelo mandaba un dinero a un banco que no estaba en París, sino cerca de la frontera de Francia y deduje que a lo mejor era el dinero ese que fue pagando… Él estuvo en París un tiempo; era muy inquieto, así que no se iba a quedar sin trabajar, sé que trabajó en la casa Hachette, en la librería Hachette. Justamente me enteré hace poquito, por unas cartas que mi abuelo le mandó a Juan Ramón Jiménez en las que le pedía un libro de poesía para publicar. Hachette era una editorial importante y le había encomendado publicar libros para la sucursal de Argentina. Así que él se ocupaba de los libros allá, los hacía en Francia y los mandaba a Argentina.
¿Y ahí puede haber aparecido el contacto con los intelectuales argentinos que fundaron Sudamericana?
El contacto fue a través de su amigo de Barcelona. En esa época mucha gente se fue y se ubicó bastante bien en Buenos Aires. Bueno, te conté que habían ido a Colombia pero pasaron por Cuba primero; había mucha relación entre España y Cuba en aquel momento. Mi abuelo dejó a mi papá y a mi abuela en Cuba y se fue a Colombia a ver si podía poner una imprenta. Estaba con un amigo escritor y estuvieron recorriendo el país. Primero fueron a Bogotá, después a Cali, a Medellín, y, bueno, él vio lo que era Colombia en aquella época: caminos de tierra, trenes… era el Far West. Un día volvieron a Bogotá y en el diario, en la primera página, salió un artículo grande que decía: «Dos españoles se vienen a quedar con las imprentas de Colombia». Mi abuelo leyó eso y dijo: «Nosotros estamos muertos de hambre, no tenemos nada, prefiero morirme de hambre paseando por los Campos Elíseos». Entonces se volvió a Cuba, buscó a mi papá y a mi abuela y se volvieron a París. Ahí fue cuando empezó a trabajar en la casa Hachette.
Claramente quería seguir siendo editor.
Sí, sí, no se le ocurrió hacer otra cosa. Era lo que sabía manejar: una imprenta. Sabía hacer libros, sabía tener una librería, lo había aprendido de su padre y de su abuelo. Era muy emprendedor, no se quedó nunca cruzado de brazos.
Entonces Colombia no le pareció un lugar apropiado. ¿Y Buenos Aires?
Mirá, me contaron que, cuando venían bajando en el barco…, mi abuela se agarraba la cabeza porque recordaba que en España decían que a los hijos perdidos las familias los mandaban a Buenos Aires o a Manila. Entonces ella pensaba: «Buenos Aires debe de ser un desastre, ¿a dónde me llevan?». Según iban bajando por Brasil, los lugares eran cada vez menos poblados, y, cuando llegaron a Buenos Aires, no lo podían creer. Se ubicaron muy rápido en el ambiente cultural y en el círculo de los fundadores de Sudamericana empezaron a contactar con Alfredo González Garaño, Carlos Mayer, Antonio Santamarina y, claro, toda la gente que rodeaba a Victoria Ocampo.
¿Llegaste a conocerla?
¡Sí, sí! Mis abuelos iban a jugar a la canasta los domingos a lo de Victoria Ocampo. Ellos compraron una quinta en Bella Vista y, cuando volvían a Buenos Aires los domingos a la tarde, iban primero a lo de Victoria Ocampo. Yo a veces me volvía con ellos y, mientras jugaban a la canasta, me paseaba con alguna amiga por los jardines de Victoria. Así que sí, la conocí mucho, sobre todo, en la época de Sur, porque hubo un tiempo en el que Sudamericana se ocupaba de hacer los libros de Sur… Eso fue en la última etapa, cuando Victoria todavía estaba activa: ella elegía los libros y todo el resto de las cosas las hacíamos nosotros. Y en esa época la conocí bastante, era una mujer de un carácter muy fuerte, había peleas por las tapas y por las ediciones, era divertido…
Entonces, a tu abuelo no se le ocurría otra cosa que hacer libros, ¿a tu papá le pasó lo mismo?
Mi papá empezó una carrera de publicidad, trabajó en una agencia y, años después, se incorporó a Sudamericana, porque mi abuelo fue comprándoles las acciones a estos señores a los que no les interesaba la editorial y así fue como quedó.
Como un negocio familiar, igual a lo que había sido en Barcelona.
Claro, claro.
¿Vos también pensaste «voy a ser editora»?
No, no. No pensé. El día que se murió mi papá, yo tenía dieciséis años, y, bueno…, fue tremendo para mis abuelos porque además se les habían muerto sus dos hijos mayores en Barcelona antes de irse, una niña, a los trece, y un varón, el mayor, a los diecisiete, y mi papá se murió a los cuarenta y dos. Ellos sobrevivieron a sus tres hijos. Mi papá se casó, y nosotros somos seis hermanos, así que mis abuelos se dedicaron a nosotros. Cuando mi papá se murió, mi abuelo estaba tan desesperado que dijo: «Voy a vender la editorial». Ya tenía más de ochenta años, no se veía con fuerzas, ya estaba de retirada.
Y vos eras casi una niña, dieciséis años. Ibas a la escuela.
Era una niña que iba a la escuela. Y me dio tanta desesperación pensar que mi abuelo vendiera lo único que le quedaba que le pregunté si quería que yo empezara a trabajar con él. Y mi abuelo se ilusionó de vuelta con eso, mi abuela también y dijeron que sí. A la semana que se murió mi papá dejé el colegio y me puse a trabajar con mi abuelo. Lo único que sabía hacer era escribir a máquina, pues me habían enseñado en el colegio, y eso fue superútil.
Entraste para ayudar.
Claro, para ilusionarlo a él, para que pensara que alguien iba a seguir con la editorial.
Eso fue en 1965. ¿Qué lugar ocupaba Sudamericana en el mercado editorial en ese momento?
Muy importante. Era una editorial grande en Argentina; las tres más grandes eran Sudamericana, Losada y Emecé. Y entonces mi abuelo no vendió; eso era lo que sabía hacer y lo que le gustaba, así que siguió trabajando. En la semana en que se murió todavía fue el lunes a la oficina, estaba muy viejito. Tenía noventa y tres años cuando murió.
Entonces vos lo retuviste.
¡Nos retuvimos! [risas]
Y en ese tiempo, él…
Me puso al lado de él a escribir cartas. En aquella época se escribían muchas cartas. Larguísimas cartas. Me acuerdo de que había un departamento de archivo y una persona dedicada todo el día a archivar la correspondencia que llegaba y que se contestaba. Era mucho, mucho, y así todos los días. Cómo cambió el mundo, ¿no? Y empecé así, poquito a poco… Siempre me gustó leer, mi abuela era una gran lectora y me recomendaba todo. Me fomentó la lectura. Y después ellos recibían mucha gente a comer, muchos escritores y editores, todo español que venía de España y tenía algo que ver con la cultura recalaba en la casa de mis abuelos.
Y para vos ¿era un mundo fascinante o cotidiano?
Era cotidiano, pero me entretenía, me gustaba. Ahí, en los almuerzos de mis abuelos, conocí a todos: Ernesto Sabato, Mujica Lainez, Eduardo Mallea, Silvina Bullrich, Sara Gallardo. Iba con mi abuelo a todas las presentaciones de libros, que había muchas, íbamos a exposiciones de cuadros… Salíamos de la editorial a la tarde y empezaba la recorrida por distintos lugares. A la mañana iba con mi abuelo a la imprenta, él pasaba por las imprentas a ver la producción que se estaba haciendo de los libros.
Fuiste aprendiendo con él cada una…
Es un oficio. El negocio editorial es un oficio que se aprende.
¿Qué hay que tener para ser editor?
No sé… [risas]. El gusto por los libros, por la lectura, el gusto por este mundo… Te digo: nunca te podés aburrir porque todos los días pasan cosas distintas. Primero, tratás con personas. No son cosas ni objetos. Son libros, pero quienes escriben esos libros son personas y cada escritor tiene su manera de ser. Luego los ilustradores, los que hacen las tapas, los periodistas con los que uno conversa. Todo es relaciones humanas. Por ejemplo, Mujica Lainez venía a almorzar una vez por mes a la editorial, tenía cuentos geniales, historias divertidísimas, recuerdo las cosas que decía… Eran un montón de autores, los poetas Alberto Girri, Olga Orozco…, pero con todos esos autores con los que yo conviví siempre había algo lindo, algo diferente. Osvaldo Soriano, por ejemplo, tenía pánico cuando entregaba un libro.
¿Por qué?
Tenía miedo de que el libro no funcionara. Entonces el primer mes después de que saliera el libro era insoportable. ¡Las cosas que hacía! Llamaba… nos volvía locos. Entregaba el libro, que en esa época era un CD. Como escribía de noche y dormía de día, lo pasaba por la puerta de vidrio de Sudamericana a las dos de la mañana, y se ponía tan nervioso. Tenía miedo de que el libro no gustara y yo le decía: «Osvaldo, quedate tranquilo que el libro está caminando», pero a las chicas de prensa las enloquecía.
Claro, también está la relación con la prensa, los reseñadores…
Todo ese trabajo es muy importante en una editorial porque si vos sacás el libro y lo dejás huérfano… pobrecito.
Bueno, las editoriales chicas suelen acompañar más a los libros.
Es verdad que las editoriales chicas muchas veces consiguen libros justamente por eso. Por ejemplo, acá, en Edhasa, sacamos tres o cuatro libros por mes, entonces te dedicás y los podés seguir. Y, como no inundás a los libreros, te los mantienen más en la mesa. Cuando llegan Random o Planeta con ochenta libros por un lado y ochenta libros por el otro, tiran a los de ellos mismos, porque el librero quiere tener diversidad. Y el boca a boca es lo que sigue funcionando en la venta de libros, tenemos promotores que van a las librerías, les cuentan el libro… pero eso lo podés hacer con pocos libros. Al libro hay que acompañarlo, no lo podés dejar solo porque se pierde. Cuando voy a una librería digo: «¿Cómo van a agarrar el mío?, ¿por qué?» [risas]. Por eso es muy divertido editar, siempre estás haciendo cosas nuevas, y tratás con personas, es un mundo de personas. Además, cada libro que sacás es distinto del otro, es diferente. Nunca se aprende ¿por qué se vende ese libro? Misterioso, muchas veces.
¿El editor tiene que tener algo de intuición para decir «esto va a funcionar»?
Exacto. Es mucho de intuición, de acertarle a que el libro te parezca que está bien escrito, que tiene algo que vale la pena y ver qué es lo que pasa en el ambiente, ¿no? Es como tener las antenas siempre puestas en ver por dónde van las cosas. Tenés que adelantarte un poquito, pero no demasiado, porque a lo mejor ese libro que no funcionó iría bien diez años después. Esto me ha pasado varias veces. Y después, bueno, vos vas publicando libros, y ese libro, si funciona, te da una pista de por dónde va. Me acuerdo de cuando en Sudamericana hicimos una colección de novelas históricas y publicamos Soy Roca, de Falucho [Félix Luna]. Fue un éxito impresionante. Cuando salió, los libreros decían: «Esto no se va a vender, ¿a quién le interesa quién mató a los indios?».
No solo era una novela sobre un personaje histórico, Julio Roca, sino que además estaba escrito en primera persona.
Eso de la primera persona Falucho lo copió de unos libros de Rex Warner, César y César imperial, que habíamos publicado en España. Falucho venía una vez por semana a la editorial y, al entrar en mi oficina, iba derecho a mirar la biblioteca que estaba detrás de mí. Yo era transparente. Él iba a los libros de atrás y entonces miraba y me decía: «¿Me puedo llevar este?». Eran cosas que llegaban de afuera y que él no las tenía. Volvió un lunes y me dijo: «Ya sé el tono con el que tengo que escribir Soy Roca», porque había leído esos libros el fin de semana. Ese libro está a caballo entre el ensayo y la novela; de hecho, no lo podés definir. Es un ensayo sí, pero se lee como una novela. En realidad, el empujón a ese libro se lo dio la revista Para Ti, que lo sacó en la tapa. No estoy segura de si era Para Ti o Vosotras. En cualquier caso, nosotros lo habíamos leído, sabíamos la pasión con la que lo había escrito y el entusiasmo con el que nosotros lo habíamos leído, y nos parecía un libro estupendo.
Pero podía fallar.
Obvio que podía fallar, como muchos. Pero nosotros empujamos mucho a los libreros. Cuando nos decían que no se iba a vender, insistíamos: «Ponelo, ponelo, es de Luna». Y ahí arrancó y vendimos más de cien mil ejemplares. Ese libro nos dio una pista de que había una línea de novela histórica… Además, nosotros publicamos novela histórica en Barcelona, en una editorial que se llama Edhasa.
Bueno, ahora estamos en las oficinas de Edhasa. ¿Cuándo la fundaron en España?
Mi abuelo, en la época del Gobierno de Perón, cuando empezaron algunas dificultades acá, pensó: «No me digas que me voy a tener que volver a exiliar». Entonces volvió a España y fundó Edhasa como distribuidora y como pequeña editorial. Después se fue a México y abrió una pequeña distribuidora que se llamaba Hermes y dijo: «Si me tengo que volver a marchar, ya tengo una oficina a donde ir».
Las dificultades durante el Gobierno peronista ¿eran con el papel, la importación o de índole política?
Política, más bien. Cosas políticas, claro. Él se había escapado de Franco en España y pensaba «a ver si me toca tener que irme de vuelta» y, por si acaso, tenía a donde ir. Publicó algunas novelas históricas en España y funcionaban bien, pero nunca habíamos hecho eso en Argentina. Entonces publicamos Cuyano alborotador, de José Ignacio García Hamilton, y fue un exitazo. A raíz de eso, dijimos: «Bueno, vamos a empezar a publicar novela histórica de personajes de acá» y sacamos como cuarenta o cincuenta títulos. Eso es como que abre un camino y te hace pensar que ahí puede haber una línea.
Me decías antes que te criaste en una familia en la que era normal vivir rodeado de escritores. ¿Ha cambiado la relación con los autores en los últimos tiempos?
Yo creo que no. La relación del editor con el autor es la misma, sobre todo al principio, cuando el autor viene con sus primeros libros o también con los que uno va a buscar porque leyó algo que le gustó. Lo que pasa es que cambiaron las circunstancias: en la época del principio de Sudamericana, los autores venían y traían el libro ya escrito. Uno lo leía y, si te gustaba, bien, y, si no, no.
¿No intervenían en nada del contenido?
El buen editor siempre aconseja al autor, no lo corrige, pero le sugiere: «Mirá, acá el final habría que reforzarlo o fijate que en el medio este capítulo se interrumpe o te falta un poquito de fuerza en este personaje». En fin, el buen editor es el que es capaz de leer y pensar cómo mejorar el libro. No cualquiera lo hace, es bastante difícil. Tiene que haber comunicación, y el editor tiene que ser tan delicado y tan cuidadoso para que el autor no se ofenda y acepte eso, claro. Pero funciona. Los buenos autores y los buenos editores se encuentran. Yo conocí a editores muy buenos, como a Paco Porrúa [Francisco], que fue el que descubrió a García Márquez, a Cortázar y a tantos otros. En Sudamericana también conocía a Enrique Pezzoni, que fue un excelente editor, a Luis Chitarroni; acá, en Edhasa, a Fernando Fagnani… Son editores que conocen muy bien su oficio, que son capaces de hacer que el libro mejore.
¿Ese trabajo vos lo hiciste alguna vez?
No. Siempre estuve más bien al frente de la coordinación, tanto del trabajo editorial como en el trato con los autores, como lectora, pero ese trabajo no soy capaz de hacerlo.
¿Y tu abuelo?
Tampoco. Cuando empezó en Sudamericana, tenía un editor que se llamaba Julián Urgoiti, era un vasco que también había venido a Argentina. Mi abuelo tenía olfato (como yo también lo fui adquiriendo) para poder leer un libro y decir sí o no, pero es como pensar en la editorial en general, ¿no? El trabajo más fino con los textos es un rol distinto.
Claro, dos roles diferentes con el mismo nombre.
Bueno, en Inglaterra está el publisher y el editor.
Hablaste de Paco Porrúa, otro español. ¿Lo convocó tu abuelo?
Paco Porrúa era muy amigo de mi padre y habían empezado juntos la colección Minotauro, que era de ciencia ficción. A mi padre le encantaba la ciencia ficción y a Porrúa también. Mi padre trabajaba en Sudamericana pero armaron Minotauro, un sello que distribuía Sudamericana y que fue una empresa aparte pero muy ligada. Minotauro siempre fue muy específico, un sello de ciencia ficción. Porrúa elegía los libros, todos de autores muy geniales. Allí editaron todo Bradbury, también Tolkien, Italo Calvino, Ursula K. Le Guin. De todos los libros que sacábamos de Minotauro se hacían diez mil ejemplares, y de los de Bradbury, quince mil. Era una colección fabulosa, no había un libro que no vendiera diez mil ejemplares. En España, mi papá había empezado en Edhasa la colección de ciencia ficción Nebulae. Edhasa empezó primero como distribuidora y después comenzó también a editar. Empezó a crecer con el final de Franco, cuando se realizó la apertura, porque con el franquismo no se podían entrar ciertos libros por la censura, y muchos libros de aquella época de Sudamericana se exportaban a España y se vendían con tapas falsas debajo de los mostradores de algunas librerías. Había un depósito clandestino y algunos libreros sabían eso y los vendían así, debajo del mostrador. Los libros circulan.
Ustedes publicaban a los autores latinoamericanos en España.
Sí, claro, mi abuelo hizo Cien años de soledad en catalán, además de hacerlo en español.
¿Cómo fue la historia de Sudamericana y Porrúa con Cien años de soledad?
Porrúa escribió a García Márquez preguntándole si tenía alguna novela o algo porque le encantaría publicar en Sudamericana. García Márquez no era muy conocido, había publicado cuatro libros: El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande. Esos cuatro libros los había publicado en México y después había hecho un contrato con la editorial Arca de Montevideo, pero acá no habían salido. Porrúa había leído algunos de esos libros y le habían interesado mucho. Entonces le escribe y le pregunta si tiene alguna novela, García Márquez le contesta que para él sería un honor publicar en Sudamericana, pero que justo había firmado un contrato con esta editorial de Montevideo aunque iba a intentar romper ese contrato porque todavía no se había efectivizado. Y también le dijo: «De todas formas, si no puedo con esta, estoy escribiendo una segunda novela y le prometo que se la voy a guardar». La primera novela era Cien años de soledad, y la segunda, El otoño del patriarca, que ya había empezado a escribir. Entonces logra romper el contrato ese que tenía y le manda un primer capítulo. Porrúa firma un contrato con García Márquez con nada, un anticipo absurdo: quinientos dólares, pero, claro, no lo conocía nadie. Cuando lo termina, García Márquez dice que no tiene dinero para mandarlo por correo y nos manda la mitad, pero se equivoca y envía la segunda parte. Después, con la plata del anticipo, manda la primera parte [risas]. Cuando lo leyó, Porrúa estaba convencido de que ese libro iba a ser un éxito y convenció a mi abuelo de hacer ocho mil ejemplares, cuando de todos los libros de primera edición se hacían tres mil. Se hizo como un lanzamiento de García Márquez porque Sudamericana celebró un concurso de novelas con la revista Primera Plana, en el que los jurados eran Tomás Eloy Martínez, García Márquez y Augusto Roa Bastos, y Tomás Eloy Martínez (que era el director de Primera Plana) puso por primera vez en la tapa la foto de un autor: la de García Márquez. ¡Lo que eran las revistas de ese entonces!
Claro, porque esa no era una revista literaria sino generalista. Tiene que ver con la época. En los años sesenta y setenta, en Argentina, la literatura era masiva. Los autores eran personajes públicos muy reconocidos.
Sí, las ediciones eran… Bomarzo, por ejemplo, vendió cuarenta mil ejemplares, Silvina Bullrich vendía cuarenta, cincuenta mil ejemplares de cada libro que salía, Beatriz Guido, Marta Lynch, Abelardo Arias, había muchos éxitos…
¿Y qué pasó?
[Risas] No me preguntes qué nos pasó. No lo sabemos, se fue degradando… y, bueno, España empezó a crecer y México empezó a crecer y Colombia empezó a crecer. Cuando yo empecé a trabajar en Sudamericana, el cincuenta por ciento de la producción se exportaba. En toda América Latina estudiaban con los libros de Argentina. Todo eso se fue perdiendo por las trabas que se pusieron en Argentina para exportar, trabas para esto, trabas para lo otro, y todo ese caudal fabuloso se fue perdiendo. Hoy en día, ¿qué revistas hay o cuántos diarios quedan donde se pueda hacer una crítica de un libro? Bueno, por ahí, la no ficción, los libros relacionados con la política normalmente tienen lugar en los noticieros, pero la narrativa no, con la narrativa cuesta muchísimo. Pero digamos que es una coyuntura, esperemos que así sea.
En la última Feria del Libro de Buenos Aires, el escritor Guillermo Saccomanno ponderó el «silencioso acto de la escritura» frente a «una feria de la industria y no de la cultura». ¿Qué pensás de esa mirada que critica a la industria editorial por ser, precisamente, una industria?
Hay que tener dinero para hacer libros, hay que arriesgarse a hacer libros. Este es un negocio que, al principio, cuanto mejor te va, peor te va. Porque vos sacás un libro, pero primero pagaste todo antes. Si el autor es un poco conocido, pagaste un anticipo por ese libro, después todo lo que es el costo de imprimir un libro, que es un costo importante, y ya sacás ese libro a la venta en consignación. O sea, que vos mandás esos libros a todas las librerías del país, algo en lo que vos invertiste, y no sacás un peso hasta ahí. Por ahora solo vamos metiendo. Entonces los mandás y, al cabo de noventa días, los libreros empiezan a pagar lo que vendieron. Así que no recibís nada de pago por ese libro hasta muchos meses después. Mirá el tiempo que lleva la inversión. Si ese libro funciona muy bien y tenés que reeditar, todavía no cobraste, por eso digo que, al principio, cuanto mejor te va, peor te va. Y todo es una cuestión de buena fe: vos podés ir a la imprenta y controlar cuánto se hizo, podés ir a cada librería de Argentina y ver cuántos vendieron y si te liquidaron bien, o sea, es todo de buena fe. Y nunca vendés los tres mil. Siempre quedan libros boyando por las librerías…, no sé, de Jujuy, de Tucumán, de la Patagonia. El país es inmenso y es tan costosa la devolución que muchas veces tenés que reimprimir aunque todavía no recogiste y hay libros dando vueltas.
¿Y por qué creés que existe esa idea sobre la industria editorial?
Porque habrá habido casos, seguramente, en que no pagaron a los autores u otros problemas. Además, en un país con tanta inflación, hasta que te pagan y le pagás al autor… Acá se liquida dos veces al año. En Europa se liquida una vez al año: en diciembre se manda la liquidación y se paga todo, pero, claro, no hay inflación. Los dólares y los euros son los mismos ahora y después, pero acá no. Nosotros hemos llegado a liquidar cada tres meses para que los autores no se perjudicaran. A ver, si vos le explicás a un autor qué es lo que cobra de cada libro y lo que se gasta en cada cosa… Por ejemplo, en general, el librero tiene un promedio del cuarenta por ciento, o sea, sobre un libro que vale cien pesos, el librero se queda cuarenta. En el caso de las grandes cadenas, cincuenta, y las librerías más chicas, treinta y cinco, pero la mayoría de la venta se produce en las más grandes. Después, la distribución te cuesta un diez por ciento como mínimo; ya estamos en un sesenta. El costo de hacer el libro es un veinte por ciento; ya estamos en un ochenta. El autor se lleva el diez, y el editor, otro diez.
Pienso en esa idea romántica del escritor como artista pero que, a la vez, quiere publicar sus libros con una editorial cuanto más prestigiosa, mejor. Como en cualquier negocio, los números tienen que cerrar, hay que hacer cuentas.
Es bastante fácil, claro. Evidentemente, si después el libro se vende mucho y vos podés hacer una multiplicación, mejor… En este país, igual, siempre estás corriendo detrás. Pero, en los países más estables, o en las épocas estables, a lo mejor afinás los números y podés llegar a cobrar en la reediciones y lograr que el margen del autor sea un poco más grande, pero nunca va a ser mucho más. Como mucho, quince; los autores que venden más tienen una escala entre el diez, el doce y hasta el quince.
Hablaste de la realidad del país, de la inestabilidad, del crecimiento de otros mercados latinoamericanos y también del español. En algún momento tuvieron que vender Sudamericana, ¿cómo fue eso?
Nosotros somos seis hermanos y heredamos la editorial junto con mi mamá. Algunos trabajábamos en la editorial y otros no. Como siempre en un negocio, tenés que estar metiendo. Cuando había beneficios, se metían en la editorial para hacer más libros, entonces, los que no estaban nunca no cobraban nada. Todos estaban de acuerdo en que era la empresa familiar, pero, en un momento dado en el que las cosas en Argentina estaban muy difíciles (creo que era 1997 o 1998), vino Plaza & Janés, que era del Grupo Bertelsmann, un grupo alemán. Vinieron a verme y me lo plantearon así de frente: «La verdad es que nos interesa el mercado argentino, nos interesa instalarlos acá. O hacemos una propuesta de compra o nos instalamos en la vereda de enfrente y les sacamos los autores».
Y era una advertencia real, lo podían hacer.
Obvio. Porque García Márquez publicaba con nosotros, pero después empezó a tener agente, Carmen Balcells, y con los problemas de Argentina, que iba para atrás, y con España, que iba para adelante, primero perdimos los derechos de España y después los de México. A García Márquez no lo podíamos sostener porque él pedía un millón de dólares de anticipo y nosotros podíamos pagar cien mil. No daba el mercado de acá, ni tampoco la exportación, porque no se podía exportar bien. Cada vez había más problemas para abastecerte, más problemas para exportar, más problemas con el dólar, que no podías girar. Tuvimos esos problemas en los últimos treinta años sin parar. Entonces, cada vez que salía un libro nuevo de García Márquez era un problema, te lo juro. No solo por el anticipo. Cada vez que salía un libro de García Márquez había una devaluación. Vos hacías mil ejemplares, comprabas el papel en dólares, pagabas el anticipo en dólares y cobrabas la mitad de la mitad. Cuando salió El otoño del patriarca había la obligación de pegarle en la tapa el precio, una de esas cosas argentinas. Entonces tuvimos que ponerle el precio en la tapa y a la semana fue el Rodrigazo [nombre con el que se conoce al plan económico de Celestino Rodrigo, ministro de Economía de Isabel Perón en 1975]. Devaluación cien por cien en un día, una locura. Vos lo habías puesto a cien, tendrías que haberlo subido a doscientos, y no lo podías cambiar porque el precio estaba impreso en la tapa. Debías el papel en dólares y el anticipo en dólares, todo se te duplicó. El libro de tirada más grande que hicimos en la historia de Sudamericana, que era El otoño del patriarca, con doscientos mil ejemplares, casi nos funde. Como se paró todo, nos vinieron unas devoluciones monstruosas y tardamos como quince años en agotarlo.
Voy a buscar si el ejemplar que tengo de El otoño del patriarca lleva el precio en la tapa.
[Risas] Y después era tan cómico, porque, cada vez que salía un libro de García Márquez, los libreros decían: «Ojo, que hay devaluación». Nos agarró una vez, nos agarró dos veces, a la tercera vez que publicamos hicimos un seguro de cambio. Cosas insólitas…
En definitiva, las crisis económicas se fueron sucediendo una tras otra. Después, en los noventa, llegó la convertibilidad del dólar uno a uno con el peso, lo que creó una ilusión de competitividad, pero no era así. Entonces llegaron los alemanes con una propuesta…
Vinieron los alemanes. Nosotros teníamos dos autores que eran bestsellers: García Márquez e Isabel Allende. Cada año había un libro de ellos y eso te daba resto para poder hacer lo que se te ocurriera, editar los libros que quisieras. Entonces, cuando nos dijeron eso, pensamos: «Ojo, nos vamos a quedar sin estos dos autores». Creímos que no nos iban a seguir respetando porque ellos ya los publicaban en España, tampoco lo harían los autores porque les ofrecerían una cifra tan astronómica que aceptarían, como es lógico. Entonces dijimos: «¿Qué hacemos?». Esa noche no dormimos: «Todavía podemos vender y, dentro de un año, ya no va a valer ni la mitad de la mitad y nos la van a comprar por chauchas; si hay que hacerlo, es ahora». Y lo hicimos.
Vendieron, pero seguiste trabajando con los nuevos dueños. ¿Solo vos o también otros miembros de tu familia?
Tengo dos hermanos más que trabajaban conmigo: uno que se ocupaba de la administración y las finanzas, y otro que se ocupaba de la ventas y ahora es el gerente de Random House. Cuando vendimos, tuvieron que dejarle el puesto a los alemanes mi hermano, que era el financiero, y mi marido, que era el director general. A mí, por contrato, me obligaron a quedarme cinco años porque no querían que los autores se fueran conmigo, y yo dije: «Bueno, yo me quedo, pero, si no los aguanto porque son insoportables, me voy».
Te quedaste, así que no fueron insoportables.
Yo tengo mucha capacidad de adaptación. Tengo una parte de sangre catalana y una parte alemana que me ayuda. Me dije: «Tengo que aguantar».
¿Te quedaste en el mismo puesto?
El mismo, directora editorial. Yo me quedé y el primer año fue bastante duro, no tanto por mí, porque siempre me trataron muy bien, sino porque era una empresa familiar y la editorial se fue transformando. Pasamos de hacer diez novedades por mes a hacer cuarenta porque había que hacer todos los libros que ellos hacían en España y vos querías que también se siguieran haciendo los libros de Sudamericana. Hay que buscar el equilibrio, porque tenés que hacer los libros que más vendan, aunque no siempre sean los mejores. Con el tiempo, la editorial se va transformando. Después me dieron Chile y Uruguay. Había que viajar y al final tenía veinte o veinticinco personas a mi cargo. Me había convertido en una gerente más que en una editora. Por eso, en un momento dado, me fui, porque no me divertía tanto. Lo pensé el día que cumplí cuarenta años en Sudamericana, me cayó una ficha y dije: «¿Qué hago de mi vida?». Viste que, cada tanto, uno se pregunta: «¿Voy a seguir haciendo esto igual?». De todas maneras, yo la pasaba bárbaro, no te creas. Me encanta trabajar, me encanta lo que hago y lo pasaba buenísimo con mis editores y con mis autores, tenía una relación excelente y me llevaba bien con todo el mundo. Además ya en ese momento mi hermano era el director general y yo era editora, pero me planteé esto que te digo. Si, por aquel entonces, vos me preguntabas: «Recomendame un libro», yo me bloqueaba; nada de lo que yo publicaba estaba para recomendar. Empezás a pensar: «¡Ay!, ¿qué le recomiendo a esta mujer?». Era difícil y, además, me la pasaba haciendo presupuestos, viajando, publicando y peleando para que los de España no nos invadieran y Sudamericana siguiera teniendo el lugar de los buenos ensayos y de los buenos libros que había tenido. Era como una lucha, una lucha mía, de nadie más. Al final dije: «Sí, sí, me voy a ir».
Pero no dejaste de trabajar. Después armaste una editorial de libros infantiles con tus hijas: La Brujita de Papel.
En marzo les dije que me iba, pero les di un tiempo para encontrar a alguien. Así que estuve todos los días hasta diciembre yendo a la oficina, y me dije: «¿Qué voy a hacer?, ¿me voy a ir a mi casa a no hacer nada?». Yo había empezado con Canela [nombre artístico de la periodista y escritora Gigliola Zecchin] la parte infantil de Sudamericana. Hasta entonces en Sudamericana solo publicábamos los libros de María Elena Walsh y, en un momento dado, conocí a Canela; empezamos a hablar, tuvimos muchas coincidencias, como si fuera ahora con vos, me trajo unos libros para publicar y me pareció que ella podía dirigir una línea de infantiles.
¿Eso fue antes de vender la editorial?
Sí, estábamos solos todavía. Nos empezó a ir muy bien y nació una línea muy interesante de libros infantiles. Es muy divertido, porque el libro infantil tiene mucho condimento del trabajo del editor, ya que tenés el texto pero después tenés la imagen, hay que buscar a un ilustrador que se adapte, y además puede ser muy libre. Hay miles de formatos, mirá. [Busca en los estantes y nos muestra libros infantiles, despliega todas las variantes en materiales, formatos y diseños]. A vos te traen una hojita y vos empezás a ver si lo hacés en rústica, en tapa dura, en cartoné… A veces el texto es mínimo y hay que armar un libro de cero. Hay mucho de creación del editor, es muy divertido. Entonces un día estaba en mi casa almorzando con mis hijos y con mi marido (yo tengo seis hijos: cinco mujeres y un varón), y le digo a mi marido: «¿Qué tal si cuando me voy de Sudamericana hago una editorial infantil?». Y mi marido me dijo: «Y, bueno, si querés, dale». Cuando nosotros vendimos Sudamericana, no vendimos Edhasa, que era una editorial chica de España. Entonces mi marido decidió ponerla en Argentina y hacer libros de autores argentinos. Pero mi idea no era irme a Edhasa, sino armar una editorial infantil, y mis hijas se entusiasmaron y se sumaron. Si supieras lo que tardamos para hacer cada libro, vos te matarías de risa. A veces les digo a las chicas: «No podemos trabajar tanto en un libro, no podemos tardar un año y medio en hacer un libro». Pero, bueno, son apuestas.
No pensaste en retirarte.
No, no. Y ¿sabés por qué? Porque me divierto trabajando. Yo soy feliz acá, me olvido de todos los problemas.
esta es una entrevista verdaderamente extraordinaria, parte de la historia de la edición en Argentina, y de una familia a la que creo que no hemos agradecido lo suficiente. Con cierta candidez, Gloria Rodrigué nos cuenta todo sobre el oficio, y nos hace desear que escriba (y publique) una memoria. Bravo, Gloria!, bravo, Andrea Calamari!, gracias a Jot Down por saber administrar el espacio con tanta sabiduría.
Gloria nos muestra con nitidez las calidades de una emprendedora excepcional. En un país donde todo se da en contra ¡Felicitaciones!
Me encantó la entrevista que le hicieron a mi hermana Gloria porque me enteré de cosas que no sabia de mi padre y de mis abuelos. Estuve en Sudamericana trabajando 25 años antes de que se vendiera y me trae mucha nostalgia ésa historia familiar. Felicitaciones a Andrea Calamari por la entrevista. Muy profesional y a Gloria toda mi admiración.