El cine argentino es una invocación, un llamado en medio de las cenizas y el humo. Un canto mágico con el que los integrantes de una tribu nómade se consuelan de las fuerzas ocultas que laten y acechan en la intemperie. Según todos los testimonios, hay películas, sin embargo.
Hubo películas en el llamado período clásico; el de los estudios profusos, los sombreros, los salones de baile, el habla que dividía con claridad a las clases sociales, el tango. Hubo películas en el «nuevo cine» de los años sesenta, y también a fines de los noventa con el «nuevo cine argentino» —fórmula acaso amnésica, en la que se apañaron revoluciones truncas y se fomentaron con enjundia inaugural ciertos equívocos que siguen hasta ahor—. Hay películas también en la actualidad. Las películas se hacen, se sigue filmando.
Cada año se celebra el Bafici (Buenos Aires Festival internacional de Cine Independiente), un canal en el que la vitalidad de las películas hechas en la Argentina no deja de hacerse notar. Las películas argentinas constituyen una obstinación formidable: sin salas, sin público, pero ahí están. Aunque, ¿vale la pena hablar de un cine argentino? Dormir por la patria, apoyar la cabeza junto a los laureles mustios de algún que otro Óscar; promocionar la idea de imágenes nacionales; usar viejas consignas guerreras para el combate en el campo internacional de los discursos. ¿Sirve de algo eso?
Las películas que importan han estado, en realidad, siempre sueltas. La escasez elegante de los films que no responden a sujeciones limítrofes es la que ha iluminado mejor, como una revelación, la consciencia de los espectadores más atentos e inquietos. Son aquellas películas que expiden luz a raudales, sin miramientos, sin permisos, sin pasaportes. Las que se alimentan de incisos secretos, de diferencias que las hacen únicas, de estrías melancólicas, del peso de un mundo que parece caber solo en esas imágenes y en ninguna otra. Como si todo empezara y terminara allí: en la aceptación solitaria de la propia estirpe.
En Piel de verano (Lepoldo Torre Nilsson, guion de Beatriz Guido, 1961), Graciela Borges está bellísima, quizá más que nunca: la vemos como si fuera una mujer de hielo, intocable y mortífera, capaz de un desapego y una indiferencia hirientes, dolorosos. Sin embargo, lo que me resulta inolvidable en esa película es la figura de Alfredo Alcón. Martín, su personaje, tiene una cicatriz en el cuerpo y la desdicha indecible de los enfermos crónicos, los parias, los humillados, los que han asumido —no sin una cierta petulancia, que no alcanza a desmerecer el estremecimiento de un cuerpo desguarnecido, blanco preferido de escalpelos y supervisión facultativa— el desamor y la soledad eternos. Se me ocurre que las mejores películas deberían hacer suya, sin prevenciones ni ambages, esa condición de náufrago, de criatura que está destinada al margen de lo aceptable, siempre un poco afuera de la comodidad y la conveniencia; de la suerte que no les toca, de la gloria que no les es concedida. No hablo de un hado funesto sino de una victoria obtenida de la piel para adentro, de la convicción salvadora de estar a solas con las propias fuerzas. De hacer películas sin esperar nada. Sin reclamos ni vergüenza. Sin miedo al ridículo ni a la hostilidad del mercado global de las imágenes, que vive de la repetición y la docilidad.
Vale decir que hay películas argentinas más allá de Darín y de 1985. Las películas de Raúl Perrone, por ejemplo, exhiben la desenvoltura de los animales exóticos; los que miran el mundo con una curiosidad que los ennoblece y los vuelve, en el mismo impulso, un poco frágiles, a merced del escarnio o la indiferencia. Perrone filma mucho, filma además desde hace añares. Su cine está hecho de estallidos espléndidos, de ruptura, de prueba y error, de vueltas portentosas a una prehistoria del cine en el que parecen haberse forjado los sueños de las imágenes del futuro. Perrone inventó la palabra independiente sin nombrarla nunca. Su pacto fue con los espectadores, seguidores fieles a los que nunca pidió nada, ni dio tampoco nada, como no fuera la impavidez regia de su filmografía, que va y viene con una tenacidad de maratonista, ajena a las veleidades industriales, al tráfico de dádivas y a la aceptación colegiada de sus colegas. Más que cine de inspiración «social», el director se dedica a registrar el sinsabor y la dicha insensata de los desposeídos, la santidad descarnada que puede tener a Pasolini como dios tutelar, pero que abreva también en las iluminaciones burguesas de las pinturas de Manet, o en los desvíos de comicidad lunar que ha animado cierta porción del cine independiente americano: siempre en Ituzaingó, la localidad del director, donde está ubicado el mundo, donde caben todos los mundos imaginables. Con Perrone es difícil saber cuál es su última película —porque siempre hay una o dos más que las que consigna la información periodística—, pero pongamos Sean eternxs como una de las últimas, vista en el Bafici del año pasado, para saber de qué se trata el cine de este director personalísimo.
El cine argentino no existe. Pero están sus directores, sus películas solas, que perseveran en la emoción y la distinción de los desheredados. Olvidemos las viejas aspiraciones industriales: lo que hay es lo que realmente existe. Películas como islas que buscan aún su público. Directores insumisos, que consiguen o no financiación pública y navegan como pueden en la indiferencia oficial, pergeñando fugaces obras maestras, esas que los cinéfilos devotos miran o no miran —a veces no alcanzan a verlas todas— pero les basta con saber que están ahí.
El mejor de todos, el gran director argentino de estos tiempos, es José Celestino Campusano. El hombre de Quilmes ha filmado la descomposición tribal de la Argentina como nadie. Ha sabido ver y trasmitir historias de lealtad y venganza, como si se tratara de verdaderos relatos orales, que pudo convertir en sagas casi homéricas: es decir, en tramas que contienen todo lo pensado y vivido durante siglos; todos los temas y sus tropos consecuentes; todo el dolor, la redención y la magnificencia de hombres y mujeres comunes que en sus películas —mediante la construcción minuciosa de los diálogos, formas del habla inesperadas, giros literarios y carga física, material, de las escenas— adquieren los relieves del mito y la fábula. Campusano filma historias violentas, en paisajes desfallecidos, en ese territorio poco visto en las películas argentinas que es el de las ciudades o pueblos que languidecen hasta convertirse en campo. Sin quererlo, quizá sin haberlo siquiera pensado, su cine funciona también como gran testigo de un país que añora formas perdidas de convivencia. En sus películas no parece haber futuro, pero sí hay memoria, mecanismo por excelencia con el que se sostienen los sueños y se administra la beligerancia contra el desasosiego innombrable del presente. En una filmografía con muchas películas extraordinarias, mis preferidas son Fantasmas de la ruta (sobre todo su versión acortada para cine, porque en su origen fue una miniserie de televisión), El perro Molina y La reina desnuda. En el Bafici 2023 pudo verse El clan Vega.
¿Y qué hay de los otros, los raros cineastas sin obra; los que simplemente —es un decir— aparecen, se dejan caer, al margen de las carreras, de la burocracia rutinaria de la autoría: aquellos que menos se esperan porque sus películas parecen materializarse en los entresijos de la exposición de nombres propios establecidos, con una gracia etérea, casi fantasmal? Esos existen también. La felicidad de su entrada en escena es de las mejores cosas que le tocan vivir a un programador de un festival de cine. Volvemos al primer párrafo de este repaso incompleto, estos apuntes, acaso olvidables: el Bafici como cantera de «descubrimientos», de desembarcos inopinados, de perplejas maravillas.
En un país sin verdadera industria del cine —situación quizá venturosa— las películas crecen un poco solas, inermes: su orgullo es el de las criaturas silvestres cuando se pasean por un Edén que en realidad está plagado de peligros, de trampas, de oscuras notas al pie. Esas películas observan todo con desconfianza, como en estado de alerta permanente, pero a la vez nada puede quitarles su jovialidad, el garbo inmediato con el que salen al mundo, puesto que las fuerzas que las llevaron hasta allí dejan marcas profundas, que han calado en su constitución, tensado sus músculos, afilado su mirada. En el Bafici están esas películas, dispensadas con una prodigalidad majestuosa: como regalos de un cielo donde moran dioses esquivos que de pronto se vuelven abiertamente generosos.
El anonimato de esas películas es también su misterio, su capacidad de sorpresa, su novedad: ¿de dónde vienen? ¿Adónde van? No todo está perdido. Hay películas bajo la superficie de los nombres consagrados y las familias del cine, del consenso crítico y de la obstinada galería de autores, falsarios y mercachifles. Esos nombres sorprendentes están, se pueden decir. Películas como La sudestada, Último recurso, Nene revancha, Vodka, Catálogo para una familia. Son algunos de los títulos que se pudieron ver en la edición 2023 de festival y que dan cuenta de una vitalidad subterránea, que hace de la dispersión y la cautela su estrategia, ajena al ruido de las consignas acerca de «la gran cosa nueva»; películas alejadas del centro de atención, engañosamente humildes, irreverentes por defecto.
De la gente de La sudestada había datos olvidados, pistas perdidas en el tiempo, de una extraña primera película, Cracks de nácar, que fascinó a quienes la vimos, una década atrás. Después nada, silencio. Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, la dupla de directores de marras, lucen como salidos de una máquina del tiempo. Su nueva película, la historia de un detective privado, una investigación que deriva hasta la incandescencia, una mujer misteriosa que se comporta como una diva tocada por la gracia de dones eternos, está animada por un lirismo secreto, casi imperceptible, y un humor inasible, que parece por momentos salido de un sueño. ¿Qué hacer con una película así? No se sabe, pero debería reclutar devotos orgullosos de entre cualquier audiencia que la vea con los ojos abiertos de verdad. No se encuentran muchas películas como esta y hay que aprovechar. Último recurso se trata de una película ligera, que va a toda velocidad, que hace suya la caligrafía del slapstick y su retahíla de efectos, rimas y contrapuntos; que parte de un sentimiento de inestabilidad para dirigirse a otro que es igual o más desgarrador, aún atravesado por la veta cómica que es la marca más visible con la que está confeccionada: nos rige la incertidumbre; el mundo es un teatro de malos entendidos y escrituras ilegibles. Su director Matías Szulanki ha hecho una suerte de buddy movie con mujeres (María Villar y Tamara Leschner, excelentes) que está entre lo más divertido que se haya podido ver últimamente. Nene revancha, dirigida por Gonzalo Demaría, parece restablecer el trazo venerable de un cine escrito, con carga literaria, que diagrama la potencia de una trama novelesca, imposible, con la desvergüenza y la falta de reservas de un melodrama. Sus escenas carcelarias ostentan la fuerza anti naturalista de las grandes «películas de cárceles» junto a los diálogos pausados, con elegancia decimonónica y dicción versallesca. Su historia es de retorcida venganza, supervivencia y viaje fatal, en el que todo se cumple como en Eurípides. Demaría celebra un cine que bajo su apariencia de cierta vetustez ofrece una rotunda respuesta a las películas de laboratorio que se pasean orondas por los festivales del mundo. Vodka, por otro lado, hace gala de una ambición y una determinación que solo parecen pertenecerle a la modernidad del cine. Es de las películas que podríamos llamar refinadas; llenas de detalles de glamour decadentista, música maravillosa, cierta dejadez emocional y planos deslumbrantes fotografiados en blanco y negro. Tomás Guiñazú es un joven director que había llamado la atención con algunos cortos y un largo y que se entretuvo en las presentaciones de Vodka describiendo la película como un sándwich, con una capa de vanguardia, cine de género en el medio y de nuevo vanguardia. El comentario puede resultar más o menos ingenioso y pertinente, pero la película es bastante más que eso. En el fondo, Vodka no deja de reclamar para sí un legado del cine en el que el director es una especie de médium que invoca fuerzas cuyo misterio se imprime en las imágenes y sugiere la presencia de un mundo al que éstas apenas alcanzan a rozar como con las puntas de los dedos. Catálogo para una familia, de Iair Michel Attias, reconstruye una vida que es la de un artista, el abuelo del director, pero es también la de una Argentina perdida. El director escarba en la memoria del mundo del arte —con su inventario de equívocos, rencillas privadas y omisiones— y se convierte, con holgura y generosidad, en biógrafo desencantado de la historia familiar, en observador de un intrincado folletín cortesano que lo incluye a regañadientes, como un detective cuya frugalidad de movimientos vuelve una figura aún más sospechosa, un outsider dentro del propio clan. La película postula la existencia de un enigma como dispositivo esencial del cine. Dicho de otro modo, se filma porque se duda, porque no se las tiene nunca todas consigo. Catálogo para una familia se las arregla para hablar en primera persona al tiempo que desestima tanto la queja por un mundo desaparecido como el privilegio de reservarse la última palabra.
¿Cine argentino? Asunto improbable. En todo caso, hay películas hechas en la Argentina que importan. Son las que se mueven con el sigilo y la astucia de los confabulados, que encuentran su público más en los festivales que en las salas de estreno comercial, que ofrecen pistas de un cine posible que tal vez no exista nunca, que parecen empujadas por el delirio animista que le otorga alma a las cosas para que empiecen a andar solas, estremecidas por el fervor y el riesgo de las aventuras imposibles. En la vanidad trasparente de ese cine —que no es nacional sino apátrida—, de esas películas que se hacen porque no queda más remedio, reside quizá el trance feliz en el que ya no tiene sentido hablar de cine argentino para referirse a una masa identitaria, con su lenguaje común, sus taras, sus esmerados exégetas e incluso sus detractores. Más allá de las películas que excitan el orgullo nacional con premios, menciones o rechazos pérfidos en el exterior, el cine argentino parece una quimera o un accidente: pasto de ministerios, regulaciones y protección oficial. Después están las películas. La variedad y la distinción vive en algunas de ellas con una frescura todavía desconocida.