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Dubrovnik, una historia de tres ciudades

Dubrovnik
Vista del centro histórico de Dubrovnik, desde el monte Srđ. (DP)

A medio camino entre Venecia y Atenas, resguardada por las islas, bahías y escabrosas laderas de la costa dálmata, se yerguen las imponentes murallas que custodian Dubrovnik, la antigua ciudad Estado de Ragusa.

Desde la Edad Media, su historia se oculta tras las sombras de los grandes imperios y naciones que se sucedieron en el Mediterráneo. A través de la diplomacia y el comercio, la República de Ragusa supo, tras independizarse de Venecia, sobrevivir hábilmente a las pugnas que esta mantuvo con los bizantinos y posteriormente con el Imperio otomano

Ragusa, al igual que Malta, Génova o Venecia fue una de esas pequeñas repúblicas marineras del Mediterráneo que supieron navegar entre la convulsa geopolítica de la baja Edad Media y la Edad Moderna. La urbe se convirtió así en un árbitro necesario para las grandes potencias durante casi cinco siglos. Calculadora, fría y católica, Ragusa fue tributaria del Imperio otomano y de Venecia. En aquel mundo multipolar, de imperios, piratas berberiscos y enormes corporaciones religiosas, militares y coloniales, esta ciudad llegó a poseer la tercera flota mercante más importante del Mediterráneo, rutas comerciales con China y hasta colonias en Konkan (India). Gracias a lo cual, se convirtió en uno de los pocos reductos en Europa donde los habitantes eran libres y podían dedicarse a comerciar y prosperar sin ser saqueados por monarcas ni ejércitos.

Con un sistema político parecido al de Hong Kong o Singapur, esta ciudad Estado funcionó como una boyante tecnocracia corporativa. A semejanza del Dux veneciano, Ragusa era dirigida por el «Rector», cargo «electo» por las treinta y tres familias patricias para el período de un mes, sin posibilidad de reelección antes de dos años. Durante ese mes estaría retenido en el palacio de gobierno. En un lugar donde todos se conocían, este sistema de gobierno, tan rígido como su orden social, garantizó una libertad inusitada a sus habitantes.

En su libro Adriático el analista norteamericano Robert Kaplan considera que «era un sistema hecho a medida para Nicolás Maquiavelo: el gobierno avanzado al estilo de los whigs que rigió Ragusa era la expresión perfecta de los principios del florentino, los de un realismo frío y aristocrático al servicio único y exclusivo de la supervivencia».

En ella convivió una sociedad multicultural, principalmente neolatina y eslava, que supo destinar los impuestos de sus ciudadanos a salvaguardar su libertad y prosperidad, financiando un sistema doble de murallas, que se mantuvo inexpugnable al mundo hobbesiano de los Estados nación que lentamente se estaba creando tras ellas. 

Dubrovnik fue «una ilustración de cómo el arte de gobernar es a menudo una cuestión del mal menor, ya que solo aceptando este hecho, un pueblo sobrepasado en número por todo el mundo puede defenderse». Y así fue durante diez siglos, hasta que la ciudad perdió definitivamente su independencia en 1806, cuando Napoleón abolió la República de Ragusa tras acudir como aliado y poner fin al asedio ruso que la mataba de hambre. Posteriormente fue anexionada al Imperio austrohúngaro y, ya en el siglo XX, engullida por la vorágine nacionalista en que este desembocó con las guerras de los balcanes.

Como pocas ciudades, Dubrovnik se vio envuelta en las pasiones identitarias desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El nacionalismo se cebó particularmente aquí, desde que perdió su independencia como ciudad mercantil y cosmopolita, y adquirió niveles inquisitoriales a principios de los años noventa. Cuando solo las murallas (ya entonces patrimonio de la humanidad) la salvaron de su último asedio mientras era bombardeada por el Ejército Popular Yugoslavo.

El propio nombre de Dubrovnik (bosque de robles) de origen eslavo, convivió con el latino de Ragusa durante siglos. El idioma raguseano, una lengua latina de origen ilirio, desapareció a lo largo del siglo XX, cuando la Yugoslavia de Tito practicó una política de eslavización y prohibición de las lenguas latinas, incluida el italiano (otro de los idiomas comunes en la zona hasta entonces).

Para investigar un poco sobre su historia pueden disfrutar de los mapas, cuadros y maquetas en el interesante museo marítimo, que se encuentra (junto al acuarium) en el principal baluarte de las murallas. O en las novelas y libros de historia de la librería Algebra, que encontrarán sin pérdida en el Stradun, la calle principal.

Si en alguno de estos sitios compra un librito sobre la ciudad, el mejor lugar para leerlo quizás sea durante la obligada visita a la muralla. Serpenteando, rodeará el centro histórico y podrá apreciar, desde sus fabulosas defensas, la interesante geografía sobre la que se asienta: sus bahías, calas y los altos de sus colinas edificadas. Todo ello salpicado por torres, cúpulas y tejados, que irán recolocándose en bellas perspectivas a lo largo de su recorrido y que no consiguen difuminar el trazado reticular de sus calles y escalinatas; ya que, salvo algunos edificios puntuales, la mayor parte mantienen una altura homogénea, conformando un manto de tejados rojizos bajo la imponente presencia de la montaña Srd.

Y precisamente desde los elevados baluartes podrá ver al otro invasor al que (como con Napoleón) se le han abierto las puertas de sus murallas: el dinero de los visitantes que llegan diariamente en los cruceros o que se alojan en los apartamentos turísticos de su centro histórico.

Como hemos visto, la esencia de esa ciudad Estado, independiente durante casi mil años, se basó, al no poseer un hinterland agrícola, en «mirar al mar» y enfocarse en el comercio internacional. Una vez que pasó a ser un municipio secundario de otros Estados y muy significativamente de la Yugoslavia socialista, su identidad comercial desapareció. La industria se concentró en Serbia y Zagreb (más cerca de centro Europa), servidas por los cercanos puertos de Split y Rijeka.

Es por ello que desde finales de los noventa, sus habitantes encontraron en el incipiente turismo de masas la fuente de prosperidad que los Estados nacionalistas le habían negado. Convirtieron su vieja ciudad en un producto de consumo inagotable con el que volver a prosperar.

Dubrovnik, que hace un siglo era una tranquila ciudad balneario para los pocos viajeros de las clases medias y altas, se ha rendido ahora al turismo de masas, con todas sus ventajas y sus inconvenientes. Y, además, actualmente vive un genuino proceso de mutación identitaria, directamente ligado a la cultura audiovisual de sus nuevos y efímeros pobladores. 

Efectivamente, ahora vive del pasado, pero cada vez más no de su propia historia, sino de ser el escenario de otra ciudad. La antigua Ragusa ha entrado en el imaginario colectivo de millones de personas en todo el mundo, pero como escenario de la ficticia  King’s Landing (Desembarco del Rey) la capital de los Siete Reinos en la serie de televisión Juego de Tronos. Paradójicamente, un reino despótico y feudal, todo lo contrario que Ragusa, que (junto con Venecia) más bien se parecería a las Ciudades Libres y librecambistas, como Volantis o Braavos.

Este turismo masivo viene en muchos casos a ver una ciudad que no es Dubrovnik, ni conocen ni le interesa el espléndido pasado de la ciudad que tienen ante sus ojos. Lo comprobarán cuando vayan a visitarla y descubran como ésta muta y se disfraza para satisfacer y entusiasmar a sus actuales «invasores».

Podrá apuntarse usted a los concurridos circuitos turísticos por Desembarco del Rey, donde visitará la bahía de Aguas Negras, las fortalezas y palacios, y podrá ver cómo la ficción se hace realidad y cuáles fueron los trucos informáticos para tunear las calles y los castillos en los que conspiran los Lannister y los Tyrrell.

Si va a visitar esta preciosa ciudad, tendrá el curioso ¿privilegio? de pasear por tres ciudades al mismo tiempo: La oficialista Dubrovnik, ciudad eslava balneario, con sus calles, tiendas y restaurantes. La eterna Ragusa, en sus esquinas y callejones latinos. Restos de una moral mediterránea defendida desde sus imponentes murallas, con vistas al mar que la hicieron grande. Y la cada vez menos imaginaria Desembarco del Rey, abyecta ciudad de intrigas, protagonista de una de las grandes fábulas de nuestro tiempo, donde algunas de sus vistas escenográficas forman parte del imaginario colectivo de la sociedad global.

Ya no se encuentra a mucha población local en el centro de la ciudad, esta se ha marchado a los extramuros o a los bordes interiores de la muralla, donde quedan callejuelas tranquilas por las que no se adentran muchos de los turistas que disfrutan del escenario de sus calles centrales, atestadas en temporada alta. En estas callejuelas, entre sus casas, esquinas e iglesias, uno puede perderse y dejar de sentirse, por un rato, parte de esa masa deshumanizada. 

Dubrovnik cuenta con una oferta de unas 21 500 camas de hotel, para una población de 52 625 habitantes, a lo que hay que sumar la enorme oferta de camas ofrecidas en apartamentos turísticos. Estas cifras van en aumento, de forma muy significativa desde 2010, y durante el tiempo que Juego de Tronos sea una serie de referencia, su identidad seguirá mutando en aquellos lugares que sean reconocibles por las escenas de la serie, al igual que aquellos actores que se encasillan en los personajes que han representado durante mucho tiempo.

Tras dos siglos de tormento nacionalista, Dubrovnik está entrando en una nueva etapa en la búsqueda de su identidad. En una ciudad tan pequeña, estos cambios se perciben fácilmente. Aproveche a vivir en primera persona este fenómeno cuando la visite, pero sobre todo, déjese llevar por su encanto. Disfrute de la buena música en la terraza del Jazz Café Trobadour a la espalda de la catedral. Saboree su cocina adriática en alguno de los restaurantes de la calle Prijeko, sus platos son un vestigio no censurado de aquellos siglos de fusión culinaria entre el mundo italiano, turco y eslavo. 

Dubrovnik
Vista del puerto de Dubrovnik. (DP)

Y en cualquiera de las tres ciudades en las que se encuentre en ese momento, no pierda la oportunidad de disfrutar de las magníficas puestas de sol, ya sea desde la fortaleza Lovrijenac, en el café Buza de la muralla o desde la Bahía de Aguas Negras.

Ese espectáculo, el Mediterráneo en todo su esplendor, no hay fanatismo identitario que pueda arrebatárnoslo.

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