Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places. 52
Playa del Remo, Torremolinos. Diez de la mañana de un febrero sureño a veinte grados que los jubiletas aprovechan para su caminata matinal entre quinceañeras en microtanga y camareros de chiringuito fumándose el quinto piti. Sentado en el borde de una barquita de espetos rebosante de arena negra y ceniza blanca, un tipo calvo con un enorme sombrero Stetson color marfil, chaqueta impecable color marfil, botas de puntera y corbata tejana mira el móvil. A su lado, una pelirroja de peinado lacado, gafas mariposa de pasta y enaguas almidonadas bajo el vestido de flores habla en danés con un sesentón en camisa de piloto, con gafas de piloto de los años cincuenta. Están de bendita primera resaca del Rockin’ Race Jamboree, pero frescos como magnolias de Virginia. Más o menos como los otros veinte mil asistentes que se toman la primera en los chiringuitos o caminan en pareja por el paseo marítimo, del brazo, como hacían nuestros abuelos. Para algunos será la octava o la vigésima vez que vienen al Jamboree, este Rockin’ Race lleva la friolera de veintinueve años celebrándose sin faltar ni uno solo, sin faltar un compás, sin faltar al reencuentro de cientos de rockabillies de Bélgica o Alemania o Algeciras, da igual. Chicas que serían la envidia de Bettie Page arrancan el día bebiendo daiquiris con sombrilla en la piscina del Hotel Barracuda, un día que acabarán en el Paraíso, la carpa junto al auditorio, de la que no saldrán de bailar hasta la madrugada. Vienen de Noruega, México, Brasil, Nueva Zelanda. Stuart y Cecily, de Escocia, pálidos, sin la menor intención de tomar el sol, como no hacía nadie en 1952, descansan tirados en la arena de su tercer día de los cuatro que el Ameripolitan Music Awards de Memphis declaró en el 2019 el mejor festival musical… ¡del mundo!
El Rockin’ Race Jamboree de Torremolinos, ese espectáculo en todos los sentidos, empezó como todas las ideas de garaje: con un encuentro entre buenos amigos, en este caso, de Málaga. Amistad y una pista de dos por dos para el bailoteo y ya está, es decir: con ninguna ambición pero con muchas, muchas ganas. Los entonces chavales que pusieron el marcha el tema, sin saber dónde se metían, eran dos: Guillermo Jiménez Pou, actualmente promotor musical y creador del sello discográfico Sleazy Records, y Victoria (Vivi) Milla González de Lara. Esta pareja de malagueños que de pequeños veraneaban en Torremolinos decidieron, ya más mayores (pero no mucho, apenas eran unos teenagers), abrir un bar de rockabilly ahí: el Pink Elephant. Y es que Torremolinos, según Vivi, se parece a California, lo que supone parte del tirón para el Jamboree. Poco después de abrir el bar se atrevieron tímidamente con bandas de rockabilly locales o de Portugal, todo muy amateur, por amor a la música. Hasta que con el tiempo el festival empezó a tener nombre propio y a sonar por Europa y acabaron por liarse la toalla a la cabeza: Wanda Jackson, The Trashmen, The Comets (por partida doble además) o el argentino Johnny Tedesco empezaron a aparecer en cartel y a hacer historia. Cuenta Vivi (que ha hecho de todo en el festival, desde estar en la taquilla a servir cervezas detrás de la barra) cómo, la vez que invitaron a tocar a The Dragtones, el cantante no pudo venir en el último minuto y los de la banda le pidieron a un colega que lo sustituyera. El colega resultó ser el mítico Howlin’ Pelle, de The Hives. Young Jessie también ha tocado en el Rockin’ Race (después de una odisea de pérdidas de aviones y maletas), Bobby Brooks Wilson, The Phantom Surfers, The Kabooms. La lista no acaba. Este año quienes tocan son los Delta Bombers, recién aterrizados desde Las Vegas. Y más: los Planet Rockers con Sonny George, en el que será el último directo de la banda antes de retirarse, los Slink Moss Explosion, en su primera gira europea, Mad Martin Trio, The Lucky Stars y un largo y sonoro etcétera hasta contar cuarenta grupos en cuatro días con sus cuatro noches.
Por las mañanas las bandas tocan en abierto para todo guiri que quiera acercarse a la explanada de la playa del Remo, bajo un sol siempre veraniego y deslumbrante sobre el capó de un Corvette que empieza a entrar muy despacio en la plaza, un descapotable tan brillante como la sonrisa de la conductora que lo aparca entre Chevrolet color pastel, un Chrysler verde agua, un Cadillac Eldorado. Un haiga con los apliques de madera. Le pregunto a Raquel, de Sevilla, cómo demonios funciona su Buick, una preciosidad color merengue de lemon pie. Me contesta: con gasolina. Vaya pregunta. Es la jefaza de Santos, una empresa que alquila coches de los cincuenta como los que te encuentras estos días por Torremolinos, aparcados bajo palmeras californianas o junto al Fat Fajita, donde una cowgirl de largas trenzas negras se está zampando una hamburguesa doble sin contemplaciones. Más tarde se echará una siesta junto a Popeye en una tumbona en la playa o en la piscina del Hotel Barracuda, entre chicas tatuadas, sacadas de pósteres de Alberto Vargas. Arriba, en el rooftop del hotel, donde el sol te da en toda la cara, antes de que se vayan a dormir la mona entre los montes, les pregunto a tres amigas (Alicante, Tenerife, Zaragoza) qué recuerdo se llevan de este último Jamboree. Rompen en una carcajada rápida y se miran entre sí, pero no sueltan prenda. Lo que pasa en Torremolinos se queda en Torremolinos, amiga.
Don’t lose your mojo. Drink a mojito. Que no falten las gafas de sol. En la cabeza te pones lo que quieras.
Cae la noche. Que va a ser larga. En la entrada a la carpa Paraíso estamos cuatro gatos, entre ellos el Perepe, malagueño, que, con ese jersey de cuello vuelto amarillo, va más de chico yeyé que otra cosa. Tras las cortinas de terciopelo rojo, los seguratas del Paraíso están encantados: estos rockabillies son muy educados, dicen, muy respetuosos. Tal como era la gente en los cincuenta, vaya. El Perepe recuerda el Jamboree de hace dos años, cuando los conciertos no pudieron celebrarse como otras veces y las bandas tocaron en los jardines del Hotel Barracuda mientras el público escuchaba desde las terrazas de las habitaciones del hotel y un dron bajaba y subía grabando los conciertos. Aún no hay nadie tocando en la sala del auditorio, así que es el momento para acercarse al fondo a pillar vinilos de The Mellows o Anita Tucker o Sister Rosetta, o un par de lustrosos zapatitos rojos Mary Jane o una chupa de seda con estampado de… ¡tarántulas! En media hora empieza a alargarse la cola de la entrada, cientos de parejas van del auditorio a la carpa, charlan, beben, suena un mambo de la sala aquí fuera, donde a ratos parece que estemos en un casting de los estudios de La Metro: esas botas, ese tattoo marinero, ese falso lunar, solo faltan Donna Reed o Carl Mann acodados en la barra, mirando bailar el swing, el bop, el jive sobre las tablas de madera gastadas por mil tacones, a punto de saltarse nerviosas del suelo, ahí está la tía Ethel marcándose un jitterbug con un tipo con pinta de llamarse Floyd o Spencer y tener una consulta de dentista en Chattanooga. Las parejas se saludan, se reconocen, van a encontrarse con Jennifer, la bopper de Algeciras, o Charlotte, de Francia. Todos llevan años rulando, bailando el lindy hop de festival en festival, por Europa y Estados Unidos. Quizá alguna veinteañera se ha comprado una flor en el chino y es la primera vez que viene, pero de la mayoría queda muy claro que este es su estilo de vida, que no es un disfraz, que se despiertan cada mañana en Paterson, Nueva Jersey, y Truman aún es juez del condado de Jackson, y Archie y Mary Lou están a punto de subirse a un Oldsmobile color fuego, sintonizar Sixteen Chicks a todo volumen en la radio y poner dirección sur, siempre al sur. Viva Las Vegas. Viva Torremolinos.