I. El arte de narrar
Era a finales de 1956 cuando una escritora, nacida en Salamanca y afincada en Madrid, mandaba el manuscrito de su novela a la editorial Destino para concursar al premio Nadal. Lo hacía de espaldas a su marido, que había ganado ese mismo premio dos años antes («No quería que su opinión me influyese ni en pro ni en contra», escribiría mucho después). El seudónimo con el que concursó era Sofía Veloso. Su nombre real: Carmen Martín Gaite. El título de la novela, Entre visillos. En la prensa de la época saldría la fotografía de una joven de melena corta y oscura. Su aspecto podía asemejarla a cualquier otra muchacha de aquel tiempo, pero sus horizontes mentales iban mucho más allá de los estrechos límites que el franquismo marcaba a la población, en especial a las mujeres. Su nombre se sumaba así al de otras dos jóvenes escritoras que serían puntales de la novela española de la posguerra: Ana María Matute y Carmen Laforet. Las tres ganaron el premio Nadal, a la sazón el premio literario más prestigioso de la década del cincuenta en nuestro país, y que, en buena medida, determinó lo que sería la corriente principal de la literatura española del medio siglo.
Laforet, en particular, fue para Martín Gaite, como esta última explicó en numerosas ocasiones, un mito privado y personal. Porque la joven escritora barcelonesa había alcanzado la respetabilidad literaria con solo veintitrés años, cuando en 1944 publicó su novela Nada. Eso era lo más parecido a un sueño hecho realidad para la autora salmantina. No era en absoluto fácil para las mujeres de aquella generación elegir la carrera de las letras. Que una muchacha como Laforet, que apenas había concluido sus estudios universitarios, se viera convertida en una autora prestigiosa hacía de ella un ser prácticamente quimérico a ojos de una voluntariosa y contumaz aspirante al mundo de la literatura. Y ese fue el sendero que Martín Gaite quiso conocer y buscar por ella misma. No es ocioso insistir en las dificultades que debía sortear una escritora novel en la España de 1950. Como ella misma recordaría: «Escribir era entonces, en efecto, un atributo muy desnudo de prestigio. Yo recuerdo que tardé muchos años en atreverme a poner “escritora” en mi pasaporte; fui “licenciada en Filosofía y Letras” hasta bien entrados los sesenta, porque lo de “sus labores” tampoco lo admitía».
El itinerario posterior de ambas fue, no obstante, muy distinto. Por desgracia, las inseguridades y los demonios íntimos de Carmen Laforet truncaron una carrera prometedora que nunca llegó a dar de sí todo lo que podía. Sin embargo, en el caso de Martín Gaite, ese éxito inicial no fue impedimento para que su talento se desarrollara y fructificase en una de las trayectorias más brillantes, originales y sólidas que conocimos en España en la segunda mitad del siglo XX, y que posiblemente hacen de ella la mejor mujer escritora de ese periodo. A lo largo de una carrera de más de cuarenta años, hasta su muerte en julio de 2000, la autora conoció los elogios de la crítica y, a partir de finales de los años ochenta y durante la década de los noventa, un éxito masivo entre los lectores. Se inspiró en otras mujeres escritoras que la precedieron (en el ensayo Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española reflexionó sobre el tratamiento y la percepción de sí mismas de las mujeres en el mundo de la escritura), y consiguió alcanzar legitimidad en la autoría femenina, haciendo de las mujeres protagonistas de sus obras de ficción y de sus ensayos. Y aunque no se definía como feminista (en una entrevista televisada de los años ochenta concedida a Terenci Moix declaró que esto era así porque quería la libertad para hacer uso de ella y no para arrojársela a la cara a los demás), su éxito y prestigio han sido un modelo a imitar para nuevas generaciones de mujeres escritoras que han venido después de ella. Su lugar y su memoria en las letras españolas serán sin duda duraderos.
Hija de una guerra civil y crecida bajo una dictadura, las condiciones materiales de formación y maduración de Carmen Martín Gaite fueron, con todo, favorecedoras. Procedía de una buena familia, una familia culta, muy característica de los ambientes de la pequeña burguesía de las ciudades de provincias. También, por supuesto, con sus asperezas y rincones oscuros, como contó en alguno de sus libros. Su padre era un notario de convicciones liberales que estimuló la educación y las expectativas profesionales de sus hijas, de Carmen y de su hermana Ana María. Incluso había tenido alguna relación con Unamuno antes de la guerra, una circunstancia que la propia Martín Gaite recordó en alguna ocasión, evocando con simpatía y complicidad cómo el rector de la Universidad de Salamanca se presentaba de visita a la casa familiar sin llevar corbata, un detalle rarísimo en cualquier hombre respetable en aquellos tiempos, y que, siendo niña, le llamaba poderosamente la atención. La independencia y la libertad de pensamiento serían igualmente señas importantes del perfil humano de la futura escritora. Por la variedad de sus intereses intelectuales, que la llevaron a doctorarse en Historia siendo ya una escritora famosa, el fondo humanístico de su poética literaria y la heterogeneidad de los géneros que practicó, desde el relato historiográfico hasta la novela pasando por el ensayo y la crítica literaria, se la puede considerar un ejemplo paradigmático de una mujer de letras. Alguien que con todo merecimiento tiene un sitio junto a los grandes iconos masculinos de la literatura de su generación, se llamen Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Juan Goytisolo, Luis Martín Santos o Juan Benet.
La publicación en 2002, a dos años de la muerte de la autora, de sus Cuadernos de todo en un único volumen, da cuenta del manantial subterráneo del que se alimentó toda su obra. El libro reunía una serie de libretas que Martín Gaite acumuló a lo largo de su vida, ahí se recogían apuntes y reflexiones tomados a vuela pluma en cualquier parte. Una edición hermosa y elegante que reproduce algunas cubiertas originales, y unas cuantas páginas manuscritas, algunas con dibujos y collages. Los cuadernos eran algo que llevaba siempre consigo y que guardaba en el bolso. Esta recopilación no es solo una privilegiada mirada al mundo interior de la autora, una inmersión en los engranajes de su oficio de escritor, sino unas páginas que son reveladoras, por encima de todo, de una dedicación a la escritura como la han demostrado pocos autores. Mostrando así que la escritura era en verdad para ella una práctica ordenadora del sentido de su vida. En el primero de esos cuadernos escribía: «Casi nunca dejamos que un pensamiento nos habite por completo y que llegue en ramificaciones a donde tenga que ir». Estuvo, en efecto, comprometida con la escritura por sí misma. La escritura como intento de desbrozar el sentido de un mundo incomprensible, sabiendo que alcanzar resultados era algo casi imposible, pero que lo valioso de verdad era el intento. Dicho de otro modo, la escritura ocupaba un lugar central en su existencia y la construcción de su identidad personal.
En 1994, en Esperando el porvenir, Carmen Martín Gaite rememoró los inicios de su vocación como escritora en un volumen en verdad hermoso. El catalizador de la memoria es el recuerdo de la tempranísima muerte de uno de sus grandes amigos de juventud, Ignacio Aldecoa, fallecido a los cuarenta y cinco años de un ataque al corazón. En aquel mismo mes de noviembre de 1969, Martín Gaite publicaba en La Estafeta Literaria el artículo: «Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa». Aquel emotivo artículo terminaba con la siguiente frase: «Ha muerto Ignacio Aldecoa: los años cuarenta y cincuenta, lo queramos o no, empiezan a ser historia». En efecto, aquellos muchachos que soñaban con ser escritores, se han convertido con el paso de las décadas en nombres consagrados que figuran ya en la historia de nuestra literatura. Así, en 1994, cuando se cumplía el vigesimoquinto aniversario de la muerte de Aldecoa, Martín Gaite propuso un homenaje en forma de cuatro conferencias pronunciadas en la Fundación Juan March de Madrid. Entre lo autobiográfico y lo analítico, las palabras de la escritora componen un relato que se configura como una emocionante evocación de las vicisitudes y la amistad compartida con aquel grupo de amantes de la literatura y malos estudiantes que fueron sus amigos y partners in crime, los primeros lectores y también los primeros críticos de cuanto escribían, y que han pasado a los libros de historia con el nombre de la «generación de los niños de la guerra». Cursan con desgana sus carreras académicas y esa desmotivación es reveladora del escepticismo que sienten ante la España de la posguerra en la que han crecido y a la que se espera que se integren como adultos, un país sumergido en una atmósfera social y política que, como jóvenes inquietos, les desagrada y coarta. La ruptura con la universidad franquista era evidente, como también lo era su voluntad de conocer mejor lo que la propaganda del régimen pretendía ocultar: que ni España era la envidia del mundo occidental ni la guerra civil había sido ninguna cruzada victoriosa, sino una cruel y trágica carnicería entre hermanos. Pero, al frente de todo, estaba, desde siempre, la vocación literaria. Aquellas conexiones de la etapa estudiantil cristalizaron en la mítica Revista Española, de corta duración (1953-1954) pero de honda repercusión en el futuro literario e intelectual de nuestro país. Su marido, Sánchez Ferlosio, será uno de los directores, junto a Aldecoa, y al dramaturgo Alfonso Sastre. También en aquel ambiente estrecha una fuerte amistad con Juan Benet, entonces ingeniero y aspirante a escritor, que devendrá un personaje decisivo en su reflexión sobre el quehacer literario, a quien dedicará el libro La búsqueda de interlocutor, de 1973, y con el que mantuvo una interesantísima correspondencia (publicada por Galaxia Gutenberg en 2011) que alcanzó su punto álgido a finales de los sesenta.
La posguerra fue un tiempo duro para los escritores, porque esa profesión no contaba entonces con demasiado prestigio ni estabilidad económica. Nunca ha sido fácil, en realidad, pero entonces era especialmente difícil hacer de la escritura una carrera profesional que proporcionase un sustento económico. Esa incertidumbre, esa angustia ante el porvenir, aumentaba para una escritora que había contraído matrimonio con otro escritor, Rafael Sánchez Ferlosio. Al igual que su amigo, Ignacio Aldecoa, que se casó con otra escritora, Josefina Rodríguez (más tarde Josefina Aldecoa). En tono irónico, Martín Gaite iba a recordar las quejas de la madre de Ignacio Aldecoa el día de su boda con Josefina Rodríguez, lamentándose de la falta de recursos económicos de los recién casados: «Luego ella me preguntó si yo tenía novio. “Sí, señora aquel de allí”. “¿Y qué hace?”. “También escribe” —dije yo tras una vacilación—. Carmen Isasi [la madre de Aldecoa], mientras detallaba el perfil aguileño de Rafael, emitió un profundo suspiro. “¡Ay pobre!” —se limitó a comentar—. No sé si se refería a él o a mí».
El catedrático José Teruel, especialista en la obra de la autora salmantina y editor de sus obras completas, ha calificado a Aldecoa, Benet y Ferlosio como los «hombres-musa» de la primera etapa de su escritura. Aunque sus caminos literarios se distanciaron pronto, como de la misma manera se agrandaron las distancias, literarias y personales, que la separaban de Ferlosio. Así, la autora reconocería: «No quería dejarme influir por sus críticas, que muchas veces me desanimaban. Prefería que me las hiciese cuando el libro estaba ya en prensa». Aunque nunca subestimó la opinión de Sánchez Ferlosio, no permitió que su criterio se interpusiera a su propio juicio como autora. En realidad, la poética literaria de Martín Gaite estuvo siempre en las antípodas tanto del hermetismo de la obra de Benet como de la orientación autorreferencial de los ensayos de Ferlosio. Porque el tema fundamental de la escritora, tanto en su reflexión ensayística como a través de la voz de sus personajes, fue asediar el acto misterioso de la comunicación narrativa, tanto la oral e informal como la escrita y literaria. De esta manera consideraba que la «narración literaria no es más que un reflejo o recopilación de situaciones narrativas orales». La conversación era para ella la forja de cualquier texto bien escrito, tanto de ficción como testimonial. Contar de viva voz una historia a un interlocutor atento, real o figurado, es el germen necesario de cualquier narración antes de poder trasladarla a la página. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado, como puso de manifiesto en su maravilloso ensayo El cuento de nunca acabar, que fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo en 1983. Como bien ha advertido el crítico Domingo Ródenas de Moya, la poética literaria de Carmen Martín Gaite es eminentemente comunicativa, y tiene siempre en cuenta al lector, al que se concibe como agente activo en la construcción del sentido del texto, como un compañero, un cómplice, al que se embarca en un apasionante proyecto compartido. Ese interlocutor, ese otro, hipotético o real, al que va siempre dirigido el discurso.
(Finaliza aquí)
Excelente artículo. Sabía muy poco de Carmen Martín Gaite. Pero mi escritora favorita es Ana María Matute.
Gracias por este artículo tan bien escrito.
Ahora hay demasiados concursos y muchas escritoras.
Gracias y saludos!
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