Si nos propusiéramos determinar cuáles fueron los dos escritores célebres del siglo XX más disímiles, incluso diametralmente opuestos, el dueto conformado por Borges y Hemingway sería un firme candidato a ganar ese título. Al argentino, quien imaginó el paraíso «bajo la especie de una biblioteca», nos cuesta pensarlo en cualquier sitio en que no esté rodeado de libros, abstraído en sus ciegas cavilaciones sobre laberintos, espejos, el tiempo, la eternidad. El norteamericano, en cambio, se encargó de construir a lo largo de toda su vida una imagen de macho, boxeador, corresponsal de guerra, aventurero, cazador… a tal punto que uno podría preguntarse: ¿cuándo leía ese hombre de acción?
Sin embargo, más allá de esas descripciones, estampas o postales fijas más propias de artículos de enciclopedias, el caso es que las biografías de Borges y Hemingway tienen en común varios elementos más de los que en un primer momento uno quizá podría suponer. Y no solo porque fueron dos de los escritores más influyentes del siglo pasado: ambos nacieron casi al mismo tiempo en el continente americano, pasaron parte de su juventud en Europa, y luego, también en simultáneo, cada uno publicó su primer libro, unos volúmenes casi artesanales de sesenta y cuatro páginas en tiradas de trescientos ejemplares. Libros debut que en breve cumplirán un siglo de vida.
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Ernest Hemingway nació en Oak Park, un pueblo muy cercano a Chicago, en el estado de Illinois, el 21 de julio de 1899. Treinta y cuatro días después, el 24 de agosto, en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, nació Jorge Luis Borges. El mundo en que cada uno se crio resulta fundamental para comprender la imagen que se forjaría después. La infancia del pequeño Ernest estuvo marcada por las largas temporadas en la granja de cuarenta acres que su familia tenía en los bosques de Michigan y las excursiones a tierras vírgenes donde su padre le enseñó «a pescar, manejar herramientas y armas, cocinar carne de venado, mapache, ardilla, zarigüeya, paloma silvestre, peces de lago», según describe Anthony Burgess en el libro Hemingway y su mundo. Borges, por el contrario, creció casi sin salir de su casa: una edificación de dos plantas con patio, jardín, parra, aljibe y, desde luego, una enorme biblioteca.
En febrero de 1914, la familia Borges se trasladó a Europa. El objetivo era que su padre se sometiera a un tratamiento oftalmológico contra la ceguera progresiva que lo había obligado a jubilarse (y que legaría como desgraciada herencia a su hijo). Pocos meses más tarde, el estallido de la Primera Guerra Mundial llevó a la familia a refugiarse en Ginebra, Suiza, donde permaneció hasta 1918. En los años siguientes, el joven Jorge Luis residiría en varias otras ciudades europeas —él mismo destacaba Zúrich, Nimes, Lisboa, Córdoba y Palma de Mallorca—, hasta que retornó a Buenos Aires en 1921. Durante su periplo europeo «había aprendido latín, francés y alemán, había participado directa o indirectamente en algunos grupos de vanguardia y se había convertido en miembro activo de uno de ellos, el ultraísmo; había publicado reseñas críticas, artículos y unos pocos poemas; había escrito dos libros», explica Emir Rodríguez Monegal en Borges, una biografía literaria. Esos dos libros (uno de poemas celebrabatorios de la Revolución rusa, el otro de poemas) nunca se publicaron y se perdieron.
Los motivos por los cuales Hemingway llegó a Europa fueron muy distintos. La guerra no fue una incidencia que lo encontró allí por casualidad, sino el centro de gravedad que lo atrajo irresistiblemente: en abril de 1918, y después de un año de trabajar como periodista en el diario Kansas City Star, se alistó para participar del conflicto. Se lo permitieron pese a que había heredado de su madre un defecto en el ojo izquierdo (otra similitud con Borges) aunque no como combatiente sino como miembro de la Cruz Roja. Destinado a Italia, pocas semanas después de llegar sufrió una herida de ametralladora en una pierna y durante su recuperación se enamoró con locura de la enfermera encargada de atenderlo. Esa experiencia es el núcleo de su novela Adiós a las armas, que publicaría una década después. Tras retornar a Oak Park y luego de vivir un tiempo en Chicago, Hemingway sintió que todo aquello le quedaba pequeño. Había nacido en él una sed de nuevas experiencias, que se canalizó en una nueva mudanza a Europa, ahora para vivir en París con su flamante esposa Hadley. Era 1920.
De modo que ahí están nuestros dos autores a comienzos de los años veinte del siglo pasado y con veintipocos años de edad: recién llegados a la gran ciudad en la que desean vivir y escribir, llenos de la energía y las ilusiones de la juventud, con todo el futuro por delante.
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Como Hemingway, Borges también incursionó en el periodismo. No en calidad de cronista, sino con el objetivo de difundir su ideario artístico. Junto a su grupo de amigos ultraístas fundó la «revista mural» Prisma: una hoja pegada en las paredes de Buenos Aires. Editaron dos números, el primero en diciembre de 1921 y el segundo en marzo del 22. Luego crearon la revista Proa, que tuvo tres números —entre agosto del 22 y julio del 23— y que tenía seis páginas, aunque «en realidad era una sola hoja impresa de ambos lados y doblada dos veces» (lo que hoy llamaríamos un fanzine); así lo explica el propio Borges en su Autobiografía. También escribió textos para Nosotros, publicación que por entonces tenía ya cuarenta años de historia. En uno de ellos explicaba qué era el tan mentado ultraísmo. Resumió sus principios en cuatro puntos:
- Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora.
- Tachadura de las frases medianeras, los nexos y los adjetivos inútiles.
- Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada.
- Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia.
Mientras tanto, por supuesto, Borges escribía poesía.
A once mil kilómetros de distancia, Hemingway también escribía poemas, a la vez que enviaba sus piezas periodísticas al Toronto Star, la publicación canadiense para la cual había comenzado a trabajar desde su arribo a París. Todas sus energías y sus expectativas, no obstante, estaban puestas en sus cuentos. Los escribía —aprendía a escribirlos— rodeado de la efervescencia de la bohemia parisina de aquellos años: la «generación perdida» de la que formaba parte junto con Francis Scott Fitzgerald, John Dos Passos y Ezra Pound, entre muchos otros, la librería Shakespeare and Company, el Ulises de Joyce, Picasso, Buñuel, el salón de Gertrude Stein.
Todo escritor construye su propia mitología de origen; en la de Hemingway, el famosísimo episodio de la pérdida de la maleta con sus manuscritos ocupa un lugar central. A finales de 1922, Hemingway había viajado para cubrir la Conferencia de Paz de Lausana, en Suiza; días después su esposa Hadley se subió a un tren para encontrarse con él y que pudieran tomarse unas vacaciones juntos. En la Gare de Lyon le robaron la maleta en la que llevaba todos los relatos que Hemingway había escrito hasta entonces: las versiones mecanografiadas, los manuscritos, incluso las copias al carbón. La amargura invadió al escritor. «Creía que nunca más volvería a ser capaz de escribir», anotó años después en París era una fiesta. Pero trató de ver un costado positivo en la desgracia: «Probablemente me iba a resultar beneficiosa la pérdida de mis trabajos de aprendiz».
Se salvaron dos textos: uno de ellos, «My Old Man» («Mi viejo»), porque poco antes lo había enviado por correo al director de un periódico que no aceptó publicarlo pero se lo devolvió; el otro, «Up in Michigan» («Allá en Michigan»), gracias a que lo había escondido en el fondo de un cajón a causa de la frustración que le causó al joven escritor que Gertrude Stein, tras leerlo, lo calificara de inaccrochable («incolgable», como un cuadro que no puede ser exhibido), acaso porque el episodio central del cuento consiste en una violación.
El primer relato que Hemingway escribió después de la pérdida de los manuscritos fue «Out of Season» («Fuera de temporada»). «Era un cuento muy sencillo —también lo recuerda él mismo en París era una fiesta— en el cual omití el verdadero final, que era que el viejo protagonista se ahorcaba. Lo omití basándome en mi recién estrenada teoría de que uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho».
Hemingway acababa de crear la teoría del iceberg. Con eso, y con el estilo directo y lacónico que había aprendido del periodismo y que hacía que sus cuentos en cierto sentido se ajustaran al ideario de los ultraístas, Hemingway acababa de convertirse en Hemingway. Y Borges, ¿ya se había convertido en Borges? No, pero un poco sí: había empezado a transitar ese camino. En cualquier caso, era 1923 y había llegado el momento —lo supieron los dos a la vez— de dejar de ser inéditos, de convertirse en autores publicados.
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Para su primer libro, Borges seleccionó medio centenar de sus poemas. Y decidió titularlo Fervor de Buenos Aires. Fue una autoedición: el autor pagó de su bolsillo la tirada de trescientos ejemplares. Como se había pactado una edición de sesenta y cuatro páginas y el manuscrito resultó muy extenso, a último momento fueron descartados cinco poemas. El resultado fue un conjunto de cuarenta y seis poemas en los que Borges celebra los arrabales, los atardeceres, los patios y las calles de Buenos Aires; la ciudad de su infancia «redescubierta» tras retornar de Europa: «Si nunca hubiera vivido en el extranjero —aseguró el escritor—, dudo que hubiese podido verla con esa rara mezcla de sorpresa y afecto».
El libro «fue producido con espíritu un tanto juvenil», recordó Borges al dictar su Autobiografía, casi cinco décadas después. «No hubo corrección de pruebas, no se incluyó un índice y las páginas no estaban numeradas». «Fue impreso en cinco días —añadió el autor—; hubo que hacerlo con urgencia porque teníamos que volver a Europa, donde mi padre quería volver a consultar a su oculista de Ginebra». Ese viaje comenzó el 21 de julio de 1923, de lo cual se deduce que el libro, que no lleva fecha, apareció a mediados de ese mes.
Los poemas de Fervor de Buenos Aires se ceñían bastante poco a los preceptos ultraístas que Borges tanto se había esforzado por difundir. Sus versos se desparramaban en adjetivos, adverbios y otros barroquismos («yo empecé siendo barroco, como todos los jóvenes», diría el autor muchos años después) que le valieron acusaciones de deserción y blasfemia por parte de sus compañeros ultraístas. Sin embargo, uno de ellos, Guillermo de Torre (quien en 1928 se casó con Norah Borges, hermana de Jorge Luis), entendió años más tarde que el poeta «había preferido el descubrimiento de un tono al mantenimiento de una manera». Lo refiere César Fernández Moreno en un artículo incluido en el libro 100 años de fervor, publicado semanas atrás por el Ministerio de Cultura de la ciudad de Buenos Aires en ocasión del centenario en cuestión. Néstor Ibarra, amigo de Borges, dijo que este «dejó de ser poeta ultraísta con el primer poema ultraísta que escribió».
¿Cómo circularon aquellos trescientos ejemplares? La mayoría fueron regalados por su autor, algunos a través de un método particular. Lo contó él mismo: «Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: «¿Esperás que te venda todos esos libros?». «No —le respondí—. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados». Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta».
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Al otro lado del Atlántico, en aquellos mismos días de mediados de 1923 aunque con menos prisas, Hemingway preparó su primer libro. No lo costeó él: la publicación estuvo a cargo de Contact Editions, editorial fundada y dirigida en París por Robert McAlmon, otro miembro de la «generación perdida». En términos materiales, el resultado fue similar: trescientos ejemplares de sesenta y cuatro páginas cada uno.
El libro incluyó los ya mencionados tres cuentos que el autor tenía terminados por entonces: los dos que habían sobrevivido a la pérdida de la maleta («Mi viejo» y «Allá en Michigan») y el que había escrito después («Fuera de temporada»). El problema era que esos cuentos solo cubrían cuarenta y seis páginas: a diferencia de Borges, Hemingway no tuvo que descartar sino agregar. Y como no tenía más cuentos, el autor ofreció diez poemas; la mitad de ellos habían aparecido antes en una revista llamada Poetry; los otros eran inéditos. En línea con la austeridad y el minimalismo de la edición, el título del libro fue todo lo llano y descriptivo que podía: Three Stories and Ten Poems («Tres cuentos y diez poemas»). Sí llevó fecha: 1 de septiembre de 1923; un mes y medio después de Fervor de Buenos Aires.
De la circulación de este primer libro se sabe bastante menos que del de Borges, aunque parece claro que fue escasa. De hecho, a menudo se dice que el primer libro de Hemingway fue En nuestro tiempo. La historia de este otro libro, por cierto, también es curiosa: nació como una colección de textos muy breves, llamados «viñetas», sobre episodios de la guerra y de corridas de toros, publicada en 1924 en París con un título en minúsculas (in our time). Un año más tarde, tras un período muy prolífico del autor, apareció —ya con mayúsculas (In Our Time)— la versión definitiva del libro: catorce relatos, entre los cuales se intercalaban las «viñetas».
Entre esos catorce relatos también figuran «Mi viejo» y «Fuera de temporada» (no «Allá en Michigan», censurado a causa de la ya mencionada escena de violación; este cuento no volvería a ser reeditado hasta 1938). Este hecho, y el que Hemingway no volviera a publicar ningún libro de poesía (sí publicó una treintena de poemas en distintas revistas, y de forma póstuma —en 1979— apareció un libro titulado 88 Poems, que recoge los diez de su primer libro, los publicados en revistas y los inéditos), avalan la idea de que el propio autor sentía que En nuestro tiempo había sido el auténtico punto de partida de su obra.
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Borges, en cambio, siempre reivindicó Fervor de Buenos Aires como su obra inaugural. En su Autobiografía admite que ese libro «contenía demasiadas cosas». «Sin embargo —añade—, creo que nunca me he apartado de él. Tengo la sensación de que todo lo que escribí después no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro».
Esa última afirmación es, al menos en cierto sentido, literal: en distintas reediciones de Fervor, el autor modificó el contenido del libro. En 1943, Borges quitó nueve poemas, agregó uno y cambió el título de otros dos. En 1969 fue mucho más allá. Para la reedición de ese año escribió un prólogo que comienza diciendo: «No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades…» Es decir, había reescrito el libro. La edición de 1923 llevaba un prólogo firmado por el autor y titulado «A quien leyere»; su extensión era de ocho párrafos y setecientas setenta y cuatro palabras. A partir de 1969, tal exordio queda reducido a un único párrafo compuesto por las siguientes cuarenta y tres palabras:
«Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor».
Debido a eso, la versión de Fervor de Buenos Aires que circula desde entonces difiere bastante de la que, hace un siglo, leyeron los porteños que accedieron a las primeras ediciones del libro. Por suerte para los lectores obsesivos y curiosos, los poemas excluidos, los versos originales luego suprimidos o modificados y el texto completo del prólogo original se pueden leer en el primer tomo (1919-1929) de los Textos recobrados de Borges, publicados en 1997.
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Ahí terminan —no parece erróneo asegurarlo— las similitudes en las trayectorias de ambos escritores. En la década que vino después de Tres cuentos y diez poemas, Hemingway escribió sus mejores relatos, con los que revolucionó los modos de narrar y se convirtió en una referencia insoslayable para la literatura del siglo XX: los de En nuestro tiempo y también los de Hombres sin mujeres, de 1927, y El ganador no se lleva nada, de 1933, más algunos otros publicados en revistas hasta tres años después. En ese período aparecieron también sus quizá dos mejores novelas: Fiesta, de 1926, y Adiós a las armas, de 1929.
Fue en esos años, también, cuando Hemingway fue construyendo su propio personaje, el del tipo viril e incluso antiintelecual al que uno se imagina más fácilmente entrando en el hotel Ritz durante la liberación de París que leyendo una novela o, incluso, escribiendo. Un personaje que ganó fama internacional, que parecía siempre en el centro del mundo y que terminó fagocitando a la persona, al escritor. Lo que vino después fue el declive. En palabras de Ricardo Piglia, «Hemingway se suicidó en 1936», después de publicar su relato «Las nieves del Kilimanjaro»; a partir de ese momento se convirtió en una «parodia involuntaria de sí mismo». «Lo que escribe en la segunda mitad de su vida —añade Piglia— parece encaminado a borrar su escritura, o mejor, a desmentirla».
Borges, por su parte, desde su periferia sudamericana, tardó mucho en construir su estilo. En los años veinte publicó otros dos libros de poesía (Luna de enfrente, de 1925, y Cuaderno San Martín, de 1929), y también tres libros de ensayos (Inquisiciones, de 1925, El tamaño de mi esperanza, de 1926, y El idioma de los argentinos, de 1928; luego el autor abjuró de los tres y solo volvieron a reeditarse tras su muerte). Se animó a publicar sus relatos, mezclando hechos verídicos con ficción, en Historia universal de la infamia (1935), y recién en la década del cuarenta vieron la luz los cuentos que convirtieron a Borges en el autor universal que hoy es: los reunidos en los libros Ficciones (1944) y El Aleph (1949).
Comenzó a ser traducido y publicado en Estados Unidos y Europa en los años sesenta, sobre todo después de que le otorgaran la primera edición del premio Formentor, compartido con Samuel Beckett, el 2 de mayo de 1961; dos exactos meses antes de que Hemingway se suicidara, no metafóricamente sino de un escopetazo en la cabeza. El Nobel, en tanto, que la Academia sueca le había adjudicado al estadounidense en 1954, al argentino no se lo dieron nunca.
Borges sentía por Hemingway la misma inquina que experimentó hacia casi todos sus contemporáneos. «He hecho todo lo posible para que me guste Hemingway, pero he fracasado», dijo en alguna ocasión. De acuerdo con los apuntes de Adolfo Bioy Casares en su diario, Borges no tenía interés en la obra de Hemingway (aunque desde luego lo había leído), hablaba de él con malevolencia y estaba convencido de que «era mala persona». Según la leyenda, también opinó que «Hemingway, que era un poco fanfarrón, terminó por suicidarse porque se dio cuenta que no era un gran escritor. Esto, en parte, lo redime».
De todas maneras, hay un detalle al que conviene prestar atención. El relato «La espera», de Borges, publicado en 1950 e incluido en las reediciones posteriores de El Aleph, da toda la impresión de ser una glosa —una suerte de reescritura— de «The Killers» («Los asesinos»), uno de los cuentos más conocidos de Hemingway. Lo señalaron ya Emir Rodríguez Monegal en 1955 y —más célebremente— John Updike una década después. Y no hay duda de que toda glosa y toda intertextualidad implica, al menos en cierto sentido, algún grado de homenaje. Vale la pena tenerlo en cuenta, tan siquiera en honor de aquellos lejanos días de un siglo atrás durante los cuales los jóvenes Borges y Hemingway, tan lejos y tan cerca, disfrutaron en simultáneo de ver sus nombres en la portada de un libro por primera vez.