El alfabeto bereber ha logrado sobrevivir a través de los siglos y actualmente goza incluso de reconocimiento oficial en Marruecos. Una escritura que seduce por igual a antropólogos, historiadores y tipógrafos, y cuyo mayor reto ahora es no quedarse fuera del ámbito digital.
Son muchos los turistas que, al visitar Marruecos, se sienten intrigados por esos curiosos signos que salen al paso en rótulos de calles, paneles de tráfico y grafitis en las paredes. Algunos parecen cruces; otros, sucesiones de pequeños círculos u otras formas geométricas, e incluso figuras lejanamente humanoides. A primera vista, se antoja un código extrañamente atemporal: no desentonaría en las paredes de una cueva prehistórica, testimonio de un tiempo en el que la escritura era casi indistinguible del dibujo, pero tampoco grabado en un disco de oro enviado al espacio, como un mensaje para los extraterrestres. Cuando descubren su nombre —tifinagh—, no pueden evitar saborearlo mientras su imaginación le atribuye legendarios orígenes.
No irán muy desencaminados: el tifinagh es uno de los alfabetos mediterráneos más antiguos, probablemente surgido del tronco fenicio-púnico, del que también derivan el conjunto grecolatino, el arameo y el árabe, pero desarrollado aparte. Datado entre el siglo VI y IV antes de Cristo, es probable que su propia etimología remita a la raíz fenicia (t-feniq) y que su uso se extendiera por el norte de África hasta las postrimerías del Imperio romano. Pero retrocedió ante el latín y luego el árabe y, durante más de un milenio, solo sobrevivió entre el pueblo tuareg, en las montañas Hoggar, en el extremo sur de Argelia y el norte de Níger. Allí se usaba para escribir el tamasheq, la lengua de estos nómadas. Entroncada con el resto de idiomas bereberes en el Magreb, pero algo alejada, dicen los lingüistas. Suficientemente cerca como para que un marroquí del Atlas y un hombre de Níger puedan comunicarse hablando cada uno en su idioma materno, aseguran algunos.
Jerónimo Gómez, un músico ceutí enamorado de Marruecos y de la lengua árabe, nunca ha llegado a manejarse con el tifinagh, pero, cuando viaja por el país vecino —especialmente por el desierto o por el Rif—, se sirve de una de las diversas aplicaciones que existen en el mercado para leerlo y escribirlo en el teléfono móvil. «Me gusta sobre todo saber cómo suena y qué dicen los carteles que me voy encontrando —comenta—. También me divierte poder soltar de vez en cuando alguna palabra en tamazigh [lengua bereber] y ver las reacciones de la gente al oírla. Si el árabe te ayuda a entrar muy adentro en la sociedad marroquí, con el tamazigh ya se te abren las puertas de par en par, hasta el fondo».
«Si, por ejemplo, vas a comprar el pan y, en lugar de pedirlo en árabe (hobs), dices agrom, se sorprenden mucho —prosigue Jerónimo—. Lo interesante es que lo atribuyen a distintas procedencias, te dicen, por ejemplo: “Ah, eso es rifeño”. “Eso es chelha”, te dicen otros. “No, eso es del desierto”. “Nada de eso, es del Atlas”. Cada cual tiene un mapa lingüístico distinto en la cabeza, pero sin duda Marruecos es más bereber que árabe. Y hasta hay un punto de arabofobia, como algo impuesto desde fuera por el invasor y que desdibuja lo que consideran la verdadera identidad de los marroquíes».
La suma de todas estas opiniones en torno al mostrador de una panadería podría dibujar un panorama bastante certero de la situación del tamazigh, que se conoce con diversos nombres en Marruecos: no hay una clara división del país en una zona de habla árabe y en otra de tamazigh. Las llanuras del noroeste, con las grandes ciudades de Casablanca, Rabat y Fez, hasta Tetuán y Tánger, son principalmente arabófonas, pero la llegada de bereberes de otras regiones ha hecho que sea fácil escuchar tamazigh —muchos usan el nombre genérico chelha— en todas partes.
Lo mismo ocurre fuera de estas fronteras. Desde Malí hasta Libia, desde Mauritania a Níger, son unos dieciocho millones de hablantes —aunque otras estimaciones casi doblan esta cifra— los que comparten las múltiples variantes de la lengua. A las variantes de Marruecos se añaden el cabileño y el chaoui en el norte de Argelia, el chelha de la isla tunecina de Yerba, el habla de Ghadamés y el de los montes Nafusa en Libia, e incluso un islote en el oasis egipcio de Siwa. Además hay que sumar el tamasheq de los tuareg en Argelia, Níger, Malí y Burkina Faso.
Pero, pese a la enorme extensión y vitalidad de la lengua, las hablas bereberes fueron no solo marginadas durante siglos por la hegemonía del árabe como lengua culta, sino negadas y desterradas de la vida pública, especialmente tras la independencia de Marruecos y Argelia, bajo la influencia del panarabismo, que propugnaba la idea de una nación árabe. Aunque el tamazigh nunca llegó a prohibirse en Marruecos, como a veces se dice, estaba ausente por completo en la administración, la enseñanza y la prensa.
Hassan Laaguir, director de Cooperación de la Fundación Euroárabe de Granada, explica que durante mucho tiempo el tifinagh pervivió casi exclusivamente en el seno de la comunidad tuareg, mientras que en otras zonas del norte de África había desaparecido. Y el idioma parecía destinado a seguir el mismo camino: «Primero, la instauración del modelo jacobino francés, que sugería la adopción de una lengua fuerte y unificadora, hizo que se optara por el árabe como oficial, que además posee la consideración de lengua sagrada. Durante la época colonial, el tamazigh siguió enseñándose ocasionalmente en algunas escuelas, e incluso quedó de manifiesto que los chicos lo aprendían más deprisa que el árabe, que es más complicado. Pero con la llegada de la independencia fue totalmente excluido».
La profesora Fatima Agnaou, miembro del Instituto Real de la Cultura Amazigh en Marruecos (IRCAM), recuerda que en sus años escolares apenas se hablaba del tamazigh y aún menos del tifinagh: «Un día leí un texto en francés donde se decía que las mujeres amazigh [bereberes] eran las transmisoras de la lectura y la escritura a sus hijos. Eso me marcó como adolescente, la idea fue desarrollándose en mi cabeza y me dije que tenía que hacer algo al respecto. Que debía al menos aprenderla, pues era un patrimonio que no se conocía en mi entorno».
Fue determinante el papel, a finales de los años sesenta, de la Académie Berbère de París, donde trabajaban sobre todo argelinos de la Cabilia, una región de habla bereber que ha tenido siempre una fuerte conciencia regional e incluso alberga movimientos separatistas. Fue allí donde se hizo el trabajo de recuperar el tifinagh como alfabeto originario de todos los pueblos bereberes, recogiendo la tradición aún viva entre los tuareg; especialmente, entre las mujeres tuareg. Principalmente servía a fines lúdicos, pues no parece que hubiera manuscritos ni cartas escritas en tifinagh, y el dominio era relativamente bajo, de manera que solía emplearse en juegos sociales, así, por ejemplo, alguien escribía una frase en la arena y los demás trataban de descifrar su significado. También se utilizaba, cuentan los antropólogos, para hacer llegar a un amante secreto el lugar y la hora de un encuentro. A veces a la vista de todos: escribiendo letra tras letra el mensaje en la palma de la mano del hombre, sin que nadie más pudiera verlo.
No era un sistema demasiado uniforme, y el trabajo de estandarización de los lingüistas cabileños para crear un alfabeto único y útil para la escritura fue tan amplio que la versión universalmente difundida hoy se conoce a veces como neotifinagh. Durante décadas parecía seguir destinado a una existencia marginal, como elemento decorativo: las escasas revistas impresas en tamazigh que se publicaban en Marruecos en los años noventa, al relajarse la presión oficial contra el idioma, y las páginas web que se lanzaron en la misma década usaban letras latinas para gran parte de los textos y grafía árabe para otros. La segunda opción era problemática por la falta de vocales del alfabeto arábigo, lo que complica enormemente escribir fonéticamente una frase en tamazigh, pero más accesible a la lectura para cierta parte del pueblo marroquí. El tifinagh aparecía en la cabecera, poco más.
Marruecos daba pasos lentos para devolver su lugar al tamazigh. En 1994, la radio y la televisión nacional empezaron a emitir breves boletines de noticias en tamazigh, en las tres variantes en las que se suelen agrupar las formas de hablar del país: el tachelhit o chelha del centro y del sur, el tamazight del Medio Atlas y el tarifit o rifeño del norte, también llamado chelha o cherja, pero fonéticamente bastante distinto a los otros dos, más similares. Se evitó crear una única versión estandarizada, permitiendo que cada corresponsal hablara en su variante materna y confiando en que, con el tiempo y el uso, todos acabarían entendiéndose.
Más polémica trajo la cuestión de la enseñanza del tamazigh en los colegios, porque ahí era evidente la necesidad de una estandarización y sobre todo de una grafía. El debate en el seno del IRCAM fue duro. Los principales activistas del idioma lo tenían claro: el alfabeto latino les abriría las puertas al mundo. Se toparon con la oposición del sector conservador y religioso, que exigía el árabe por ser, si ya no lengua, al menos visualmente identidad de la nación y la fe. Usar el alfabeto «francés», se argumentaba, mostraría que los defensores del tamazigh perseguían una agenda colonialista para dividir la unidad de los pueblos árabes. Al final se llegó a un compromiso: el tifinagh. Nadie podía argumentar que no fuera algo auténtico, nativo, propio. Y desde luego fonéticamente funcionaría a la perfección.
La única desventaja era que en Marruecos nadie conocía el tifinagh. No se usaba desde tiempos inmemoriales. Incluso los pocos manuscritos con siglos de antigüedad que intercalan frases en tamazigh en textos árabes —se conservan algunos en el museo de Zagora— usan la grafía árabe para ambos idiomas. Hay quien cree que imponer el tifinagh era una estrategia para frenar el uso del tamazigh, pues es un código desconocido para la mayor parte del pueblo. Pero al final hasta los más reticentes decidieron darle una oportunidad: parecía valer la pena aprenderlo, revivirlo, conservarlo. No hay tantos alfabetos milenarios en el mundo.
«Cuando el Estado decidió integrar el tamazigh a través de la escritura tifinagh, me dije que mi sueño se había hecho realidad, aunque en tiempos recientes se ha visto de nuevo muy amenazada por factores como las migraciones y la urbanización. Y estamos en un mundo en el que cada dos semanas desaparece una lengua», evoca Fatima Agnaou, quien destaca la buena salud de ambos.
Otro asunto controvertido fue precisamente la estandarización del tifinagh. «Siendo el tamazigh una lengua eminentemente oral, a la hora de escribirlo, cada grupo tenía su propia transcripción y sus reglas ortográficas —recuerda la profesora Agnaou—. Al introducirlo en el sistema de educación reglada, había que estandarizar la grafía. Y tenía que ser también visible en el espacio público».
Fue así como esta versión adaptada del tifinagh llegó a las cartillas escolares, a los anuncios municipales, a las pancartas festivas y a la señalización de las nuevas autopistas nacionales. En todo el país, no solo en las regiones donde se habla. En esto Marruecos se ha tomado en serio la redacción de la nueva Constitución, aprobada en 2011, que define el tamazigh como «una lengua oficial del Estado, patrimonio de todos los marroquíes sin excepción».
Fieles al mandamiento, todos los partidos políticos incluyen su nombre en tifinagh en su logotipo. Las figuras geométricas de este alfabeto ya no son, como en los años noventa, un peligroso elemento subversivo: ahora son el orgullo de la nación. Incluso los movimientos de ultraderecha marroquíes, dedicados a hacerle la guerra a Argelia, a atacar a Francia y a dar vivas al rey, añaden a menudo algunas letras en tifinagh en sus perfiles en redes sociales.
El impulso otorgado al tamazigh y al tifinagh tiene también una dimensión literaria, que se refleja tanto en la edición de un diccionario general de la lengua tamazigh como en la publicación hasta ahora de más de cuatrocientas obras, bajo los auspicios del IRCAM. Mohamed Bouzaggou, un escritor nacido en Nador, es el autor de varias de estas obras, como Jar U Jar («Entre») o Ticri xtaman tsarrawt («La marcha al borde de la horca»), y la obra de teatro Waf («Espantapájaros»).
«El árabe ya tiene sus escritores, yo no puedo hablar de mi mundo sino en tamazigh. Dicen que quien escribe en una lengua que no es la suya, no dice la verdad», me comentó Bouzaggou hace unos años, cuando el tamazigh empezaba a despegar. Aunque él todavía era de los que se resistían a la adopción del neotifinagh: «Ves esos signos y te echan para atrás. Tendríamos que haber adoptado los caracteres latinos, como hicieron los turcos».
Echar un vistazo a la prensa marroquí quizá le dé la razón: la agencia de noticias oficial del reino, la MAP, ofrece una versión en tamazigh escrito en tifinagh, pero es la única, exceptuando unas ocasionales páginas en el conservador diario árabe Al Alam.
Eso sí, abundan los cantantes que se expresan en tamazigh, como Khalid Izri y Houssam Rif (en dialecto tarifit), Izenzaren, Ihya Boukdir, Larbi Imghrane y Fatima Tihihit (en tachelhit) o Mohamed Rouicha, Chérifa, Wallid Mimoun y Meryem Anouz (en tamazight).
Hoy, la literatura amazigh goza de un amplio respaldo, también entre los autores marroquíes que escriben en francés o árabe. Leïla Slimani, premio Goncourt y uno de los grandes nombres de las letras francesas actuales, me subrayaba así la importancia de esta lengua en la cultura marroquí: «Es muy importante, es nuestro patrimonio. Es una lengua muy, muy antigua y muy rica; me parece magnífico poder conservar toda una tradición oral de cuentos, historias, canciones. Por supuesto que hay que protegerla».
El redescubrimiento del tifinagh como seña de una milenaria cultura norteafricana ha inspirado también a muchos más allá de las fronteras del continente. En Zumaia (Guipúzcoa), el tipógrafo Juan Luis Blanco, del estudio Blanco Letters, ha desarrollado varias líneas de trabajo en torno a este alfabeto. «Todo empezó mientras hacía un máster de tipografía en Reading, Inglaterra. Allí nos daban la oportunidad de desarrollar distintos sistemas de escritura, yo empecé trabajando sobre el árabe y me topé con esto… Me llamó tanto la atención que acabé dedicándole mi tesina», evoca. Blanco Letters terminó desarrollando una tipografía de este alfabeto que se puede descargar gratuitamente en su web, así como una tipografía geométrica, Ingeo, que también cubre el tifinagh.
Mientras Blanco se afana en estos caracteres, Jerónimo saca su teléfono celular en alguna esquina de Marruecos y consulta en su aplicación los caracteres en el toldo de algún comercio. El logo que pulsa en la pantalla es el yaz (ⵣ), equivalente a la letra z del tifinagh. «Representa al ser humano —explica—, y está pintado de rojo no por casualidad: si tenemos algo en común todos es la sangre, que siempre es de un mismo color». De fondo, la bandera amazigh, con el azul del cielo y del mar, el amarillo de las arenas «y el verde de las montañas, de todo lo que crece y nos alimenta —añade—. Pero la z se ha convertido en un símbolo del activismo bereber, porque el yaz no es un hombre cualquiera, es el centro de la palabra amazigh, que significa “hombre libre”».
Interesantísimo. Recuerdo el chasco que se llevó un amigo que estudiaba árabe cuando se fue a Melilla por trabajo y pensaba que iba a poder sacarle un partido tremendo a sus estudios.
Pingback: Marrakech no es Oriente - Jot Down Cultural Magazine