Daylight is nobody’s friend. God comes in like a landlord and flashes on his brassy lamp.
(Anne Sexton)1
¿Os habéis preguntado cuál fue la primera vez que sentisteis miedo? En mi caso, debía de tener alrededor de siete años y, aún ahora, mientras escribo, no puedo evitar estremecerme al recordarlo. Sucedía de noche, cuando me iba a la cama. Yo remoloneaba todo lo posible para atrasar ese momento y, como ya había aprendido a leer, utilizaba los libros como excusa para quedarme despierta el mayor tiempo posible. Pero llegaba el momento en que mi madre venía a avisarme de que se hacía la hora de dormir y apagaba la luz. Entonces, me quedaba con los ojos abiertos en la cama, escudriñando las sombras. En ese momento, mi imaginación reparaba en pequeños detalles en la oscuridad de mi habitación: una prenda colgada en el perchero que parecía tomar una forma humana; la cara del payaso en lo más alto de la estantería, cuya mirada estaba segura de que me seguía, o la puerta del armario que amenazaba con abrirse para mostrar algo terrorífico al otro lado.
Aquellas sombras me perturbaban porque podían transformarse en cualquier cosa para atormentarme. No era capaz de controlar mi corazón acelerado, ni podía evitar sentir escalofríos en la espalda. Tenía miedo, pura y llanamente, uno incontrolable, porque me sentía a merced de aquellos seres imaginarios. Cerraba los ojos e intentaba no moverme con la esperanza de que, si conseguía no llamar su atención, me dejarían tranquila una noche más.
Al reflexionar sobre este recuerdo, mi primera reacción fue achacar mi miedo a la oscuridad. Después de todo, se trata de uno de los tropos más utilizados y reconocidos que asociamos a las historias de terror. Pensémoslo: un lóbrego sótano, una cripta siniestra, un desván lleno de telarañas, un bosque al anochecer, una mazmorra sin luz, el espacio oscuro bajo la cama. Todos ellos tienen una cosa en común: la falta de iluminación, uno de los recursos más evidentes del género.
Sin embargo, al profundizar más, he comprendido que lo que alimentaba mi miedo no era la oscuridad en sí, sino la poca luz que me permitía distinguir contornos y siluetas. Era esa indefinición provocada por el resplandor de las farolas de la calle que se colaba entre las lamas de la persiana o por la luz del pasillo que atravesaba el umbral.
Precisamente este efecto se asocia a un tipo de terror que en inglés se conoce como daytime horror y que tiene lugar en escenarios donde la luz domina la escena. Estamos hablando de películas como Midsommar (Ari Aster, 2019) o de novelas como Agujeros de Sol, de Nieves Mories, que contravienen, a simple vista, las convenciones del género.
La oscuridad, elemento iconográfico por excelencia del terror
Según The Merriam-Webster Dictionary, un tropo es un tema común o un recurso utilizado con frecuencia. A finales de los años cincuenta, el crítico George Bluestone2 ya lo definía como un pensamiento simbólico, específico del ámbito de la imaginación, y lo describía como un recurso narrativo que podía o no ser disruptivo para la historia (en este último caso, constituyendo el cliché).
Como todos los géneros, el terror se apoya sobre tropos propios —sean o no clichés— que su audiencia reconoce con cierta facilidad y que cumplen una función catártica definida. Se trata de buscar aquello que, de manera clara e inmediata, provoque incomodidad, malestar, desazón e incluso angustia. Estos recursos nos ayudan a alcanzar dicha catarsis, un proceso bien conocido desde la Antigüedad porque permite sublimar nuestras emociones negativas para liberarnos de ellas o, al menos, mantenerlas bajo control.
Así, cuando leemos una historia o vemos películas de terror, lo hacemos porque nuestra seguridad no se ve realmente amenazada. El sobresalto, la taquicardia o la sudoración excesiva se producen, aunque nunca nos sentimos en peligro e incluso notamos cierto placer. En este sentido, la teoría de transferencia de la excitación de Dolf Zillmann3 reconoce los intensos sentimientos positivos que experimentamos cuando, al final de las historias de terror, el personaje o los personajes heroicos triunfan. En resumen: consumimos terror porque sabemos que son ficciones imaginadas, escritas o dibujadas en las páginas de un libro o proyectadas en forma de largometraje o serie.
La oscuridad promete una geografía abierta a interpretaciones en la que cualquier cosa puede encarnarse o suceder. Por eso se emplea para ocultar a aquellas criaturas que representan los traumas y miedos de la sociedad. Esta plasticidad la convierte en un espacio liminal en el que lo conocido y lo desconocido coexisten, arropados por las sombras, tal y como afirma el autor gaditano de fantasía y terror Jesús Cañadas: «Andreu Martín decía que quizá asociamos el hombre lobo a la luna llena porque las noches de luna llena son lo bastante iluminadas como para ver al monstruo. Eso es la oscuridad, es todos los monstruos porque no es ninguno. Por eso es más fácil (aunque fácil no es) apoyarse en la oscuridad para dar miedo, porque el miedo se apoya sobre la propia incógnita de la oscuridad».
La oscuridad representa la noche en la que las criaturas amenazadoras acechan, la muerte que habita cementerios y mausoleos, los secretos que nos atormentan, las enfermedades físicas o mentales que nos aquejan, los sentimientos de aislamiento o alienación con respecto a nuestra comunidad, las pulsiones inconfesables o los instintos socialmente inaceptables.
«Caroline, no vayas hacia la luz»
Tal vez ahora adquiera significado pleno la icónica frase que repiten la médium y la madre de la niña abducida en Poltergeist (dirigida por Tobe Hooper en 1982): la luz también puede ser fuente de amenaza. Son numerosas las obras audiovisuales y literarias que lo demuestran, y que se desarrollan en escenarios diurnos repletos de referencias solares turbadoras. Entre las primeras destacan películas como The Wicker Man (Robin Hardy, 1973), The Texas Chainsaw Massacre (Tobe Hooper, 1974), Jaws (Steven Spielberg, 1975) y The Hills Have Eyes (Wes Craven, 1977).
Hay quienes apuntan4 al aumento de los asesinos en serie como una de las causas que explicarían la aparición de largometrajes de terror a pleno sol en los setenta. Después de unos años en los que los movimientos contraculturales reivindicaban más libertad y desafiaban el estilo de vida tradicional, Ted Bundy o el crimen de la familia Manson consiguieron infundir miedo en la sociedad, contribuyendo a que nadie se sintiera seguro durante el día.
Una parte de estas historias hunde sus raíces en mitos paganos que nunca desaparecieron del todo del imaginario colectivo, a pesar de los intentos de las religiones institucionalizadas. Los ritos conjurados en The Wicker Man y Midsommar hacen referencia a creencias ancestrales, organizadas en comunidades, que encarnaban el miedo de la sociedad hacia los cultos surgidos justamente antes y durante el movimiento contracultural. Es lo que, a comienzos de los 2000, derivaría en el folk horror, un terror que abunda en las tradiciones del pasado y en las ideas religiosas anteriores al cristianismo y las trasplanta al presente. Este tipo de historias exponen comportamientos censurables desde el punto de vista social, bien porque se acerquen a cultos que hoy nos resultan superados pero que un día imperaron en diversas regiones, bien porque desplieguen ceremonias desviadas de lo considerado como normativo.
La multipremiada Experimental Film (ChiZine Publications, 2015), de la canadiense Gemma Files, ganadora del Premio Shirley Jackson a la mejor novela de terror y del Sunburst, y traducida al español por Elisa Rivera (La Biblioteca de Carfax, 2017), es una de las obras literarias que profundizan en esta temática. Sobre la Dama del Mediodía, una deidad eslava en forma de joven vestida de blanco que se paseaba por los cultivos cuando el sol estaba en lo más alto armada con una guadaña, la propia autora afirma que representa la luz y el calor: «No esperamos que una figura con un halo cegador por cara sea terrorífica, incluso si lleva un enorme par de cizallas. Me gusta cómo invierte nuestras expectativas sobre la iconografía de terror y me encanta que represente a la musa devoradora, al impulso creativo tan puro y concentrado que podría cauterizarte el cerebro como el sol lo haría a través de una lupa»5.
Dentro del revival actual del folk horror, la celebrada Midsommar describe acontecimientos que tienen lugar en una comunidad sueca donde, durante el sol de medianoche, se celebra un ritual conectado con creencias paganas. El paisaje bucólico, los planos sobreexpuestos y los colores desaturados potencian la sensación de inquietud, con momentos en los que tanto el espectador como los personajes se ven obligados a guiñar los ojos por el exceso de luz. Nada permanece oculto. Todo se muestra. Existen análisis realizados con inteligencia artificial6 para establecer la huella emocional de este largometraje en forma de gráficos que miden el nivel de estrés, así como las respuestas positivas y negativas de los espectadores asociadas a los colores que predominan en cada escena.
Esta película consiguió que recordase la novela corta «Ynys-y-Plag», del inglés Quentin S. Crisp, publicada en español por la magnífica y ya desaparecida editorial digital Fata Libelli. En ella nos acercamos a temores íntimos, como son la locura y la alienación, a través del ojo profesional de un fotógrafo que, en primera persona, cuenta sus sobrecogedoras experiencias en un jardín. Su falsa frialdad y su aparente objetividad se oponen al paisaje diurno y a la profundidad de las emociones descritas.
En obras españolas como Agujeros de Sol (Dilatando Mentes, 2020), de Nieves Mories, Carcoma (Amor de Madre, 2021), de Layla Martínez, Pronto será de noche (Valdemar, 2015), de Jesús Cañadas, o Duramadre (Obscura, 2021), de Víctor Sellés, el terror se despliega a plena luz en escenarios que no necesitan de las sombras o de las telarañas para infundir miedo. El sol, el astro más brillante, la fuente de luz y calor por antonomasia, tiene especial relevancia en Agujeros de Sol. «En la novela significa muchas cosas», explica su autora. «Representa la impunidad con la que se cometen muchos crímenes, muchas veces amparados por instituciones gubernamentales o eclesiásticas, que se sienten por encima del bien y del mal. Y también representa el juego de dos niños, [y] el sol como indicador […] del crimen. La oscuridad es un elemento protector, donde se refugia la protagonista, pero el sol es paisaje, motivo y moneda de cambio». De día, no hay dónde esconderse de aquello que nos atormenta y la congoja permanece como una segunda piel en los personajes de esta historia de venganza, de niños robados y de vidas asfixiadas por las convenciones sociales más conservadoras.
La historia que Layla Martínez narra en Carcoma se sitúa en un escenario rural en el que los secretos y los traumas intergeneracionales sirven para sacar a la luz las profundas desigualdades sociales. Estrechamente vinculada a la historia de la España posfranquista, de nuevo nos encontramos con una ficción protagonizada, como en Agujeros de Sol, por mujeres. Para Yolanda López Aguinaga, presidenta de la Asociación de Castilla y León de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror, lectora voraz de terror y bloguera en la web Activos Tóxicos, este detalle no debe pasar desapercibido, porque Carcoma y Agujeros de Sol «atacan dos pilares tradicionales muy arraigados en el patriarcado: la familia como la unidad estructural social, y la mujer, a su vez, como puntal en el que se sostiene la familia. Estas obras corrompen estos conceptos. Los pervierten al tocarlos». Aquí, las mujeres son víctimas, verdugos, heroínas, villanas y monstruos. El día se transforma en un espacio de terror no solo porque la violencia se ejerce, y queda más patente aún si cabe, a cualquier hora, sino porque extraerla de la noche permite exponer más contundentemente las desigualdades sociales y de género. «Layla y Nieves […] sacan a los muertos a secarse al sol como quien tiende la ropa», añade López Aguinaga.
Desde el título de su novela, Pronto será de noche, Jesús Cañadas apunta a un escenario en el que los personajes se ven atrapados en un atasco infinito bajo un sol de justicia. La oscuridad no existe como el lienzo desde el que se puede dar forma a los miedos de los conductores y pasajeros, y el autor recurre a otros elementos atmosféricos. «Por eso es un desafío tan difícil y bonito hacer terror a pleno sol», afirma el autor, quien añade que «al escribir la novela, me planteé el desafío de dar miedo a plena luz y con mucho calor. Para eso tienes que apoyarte en sensaciones aledañas al miedo: el agobio del calor, la asfixia, la opresión. Y esas sensaciones se conjuran con palabras, claro».
También en Duramadre, de Víctor Sellés, el terror adquiere tintes solares y, como en Pronto será de noche, la luz se alía con el calor para generar una sensación de asfixia, de bloqueo existencial, en una historia donde se muestran una vez más los conflictos intergeneracionales y los secretos de familia, y donde el infierno no se localiza en el mundo subterráneo sino en el verano abrasador de la ciudad.
El terror en Technicolor encarna el miedo a lo conocido, a lo familiar, a lo que acostumbramos, a lo que nos resulta amenazador porque lo reconocemos como real, como parte de nuestras vidas. Como si de un exorcismo se tratase, necesitamos airearlo, sacarlo del lugar desde el que nos puede hacer daño y dejar que el sol borre las huellas de lo que nos aterroriza. Porque no es la oscuridad lo que más tememos, como no era lo que me atemorizaba de niña, sino el exquisito horror de la realidad.
Notas
(1) Love Poems, Houghton Mifflin Harcourt, 1999.
(2) Bluestone, George, Novels into Film, John Hopkins Press, 1957.
(3) Zillmann, Dolf, «Transfer of excitation in emotional behavior», en J. T. Cacioppo y R. E. Petty (eds.), Social psychophysiology: A sourcebook, Nueva York, Guilford Press, 1983.
(4) Barton, Michaela, «How Real-Life Crimes Brought About the Dawn of ‘Daylight Horror’», Screen Queens, 2019.
(5) Leeder, Murray, «Every Movie is a Ghost Story: an interview with Gemma Files», Luma Quaterly, 2016.
(6) Holmström, Josephine, «How the Movie Midsommar is Creepy Despite not being Dark», Vionlabs, 2020.
Los Otros, de Amenabar, es uno de los mejores ejemplos cinematográficos de Fotofobia. En esa película, por lo menos, hasta la revelación final, el mundo en blanco y negro invertido que construye, consigue que miremos la luz blanca como algo espantoso ….
A plena luz del día y en un escenario de lo más ensoñador, transcurre Quien puede matar a un niño de Chicho Ibañez Serrador. Una de las películas más terrorificas que he visto.