Ante alguien que menciona haber estudiado la carrera de Filosofía suelen darse dos reacciones habituales: quienes se sienten intimidados, dando por hecho que se enfrentan a una persona inteligente (o, en demasiadas ocasiones, por confundir la filosofía con la psicología y esta, a su vez, con el psicoanálisis, creyéndose automáticamente analizado), y los que esbozan una sonrisa irónica sin ninguna intención de disimulo, queriendo que se trasluzca lo pensado («vaya, un/a hippie» o «vaya, otro/a imbécil»), si acaso no lo dicen entre líneas con sus preguntas socarronas. Aquellos que estuvimos en las trincheras sabemos que los de la segunda opinión no solicitada están más cerca de la verdad en términos generales, pero muy rara vez escucharán a un graduado o licenciado en Filosofía reconocerlo, por razones de ego y autoengaño. A no ser que la persona en cuestión sea Juan Vilá. Juan Vilá, nacido en Madrid en 1972, acaba de publicar Tan difícil como raro (Anagrama, 2023) y ha titulado a la primera parte del libro «Los filósofos gilipollas». Juan Vilá, que ha estudiado Filosofía, no se esconde, por lo menos en esto.
Tampoco oculta que el nombre elegido para el libro está extraído de la línea con la que Spinoza cierra su Ética, la cual, además, le acompañó como guía aspiracional durante algunos años de su juventud y le sirve ahora para condensar el grueso de la obra, como él mismo nos confiesa casi al comienzo:
Recordadlo, por favor, y tenedlo siempre presente. Este es el mejor resumen de la pequeña y triste historia que os quiero contar: «Si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñan? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro».
Por el momento no tenemos motivos para desconfiar del autor, quien parece dispuesto a introducirnos en su biografía, abrirse en canal, contarnos todo… y en parte es así, pero solo en parte. Porque la historia que quiere compartir con nosotros habla sobre el vacío, un «falso vacío», y una nada igualmente falaz al estar repleta, acorralada, de cosas, edificios y lugares con nombres de profecía sarcástica cumplida. Porque Vilá nos habla desde el centro de la grieta y los márgenes, ambos en sentido existencial. Por supuesto, esto es una contradicción, ¿qué si no se podía esperar de un libro escrito al estilo de un diario con plena consciencia de que será leído por un público anónimo? ¿Y de alguien que se define a sí mismo como un tarado? Aún más, de alguien empeñado en vivir y resistir a pesar de entender lo absurda que es la vida; de alguien que despotrica con violencia contra las palabras, pero sabe que solamente a través de ellas tenemos una pequeña oportunidad de acceder a algo parecido a la salvación o, al menos, al consuelo. Lo sabe de sobra, porque en 1980 (Anagrama, 2020) recurrió igualmente a ellas con una finalidad similar, solo que entonces a quien pretendía salvar era a su padre y eso, a veces, implicaba condenarse él, pero esa es otra historia.
En esta, hecha y deshecha durante dos años, narra una autobiografía en la que otros son los protagonistas, unos otros ausentes, espectrales: Roberto porque hace más de veinte años que se suicidó, Ana porque no es ya su Ana, sino un cuerpo en lucha con sus vicios y trastornos psiquiátricos convertidos, al mismo tiempo, en la parte dominante de su identidad, Gloria, Bea, Manuel, Carlos, Alejandra, porque tienen más de personaje que de persona, y Juan, que es él, pero no el de entonces, ni tampoco el que escribe. El que se pone frente a nosotros es alguien que busca estar fuera de sí para encontrarse con aquellos a quien invoca por medio del recuerdo, con un lenguaje bien afilado, a medio camino entre la rabia y la melancolía, lo discursivo y lo reflexivo, lo brutal y lo sublime.
Lo sublime, entiéndannos, como lo categorizó Kant: aquello que no está en ningún sitio, que no es propiedad de cosa alguna, sino que se desprende de (y quiere volver a) lo ilimitado, lo inabarcable en altitud, en oscuridad, en temporalidad extendida más allá de lo que somos capaces de concebir racionalmente, y que nos arrastra «a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad». Esta tríada kantiana también podría ser un resumen adecuado para la historia íntima compartida por Vilá, excepto porque la eternidad, según como se mire, puede parecerse peligrosamente a la nada, a la intrascendencia, a ese estado de «ausencia o vacío de un no recuerdo» decretado por la muerte. Lo contrario —y con esto volvemos al argumento anterior— es la memoria. Así que no sería descabellado pensar que Tan difícil como raro es, en el fondo, un cuerpo literario que se quiere a sí mismo como memoria externa de los amigos del autor incapaces de generar sus propias remembranzas. Y sí, eso es difícil, y raro, y excelso, para regocijo de Spinoza y de los suicidas.
Si bien Vilá no se presenta en ningún momento como filósofo, ni imprime a su decisión de estudiar dicha carrera nada parecido a una retórica mística redundante en la vocación, en una concepción elitista de la cultura u otras payasadas autoindulgentes, sí que tiene un vicio, quizá, aprendido de aquellos años (o de los siguientes, en los que ha trabajado como periodista) consistente en revelarnos el porqué, incluso antes de que lo preguntemos. Aunque esto no es cierto del todo, de nuevo: no nos lo explica a nosotros, sino a sí mismo. Y todavía es una verdad a medias: se justifica ante sí mismo, pero habla para los muertos. Para hacerse y hacerles compañía, reverberación del poema de Beckett que deja en la tumba de Roberto, para desprenderse de la sensación de irrealidad y desorientación que sigue al deceso, para hacerse responsable —esta vez sí— místicamente de lo que hizo y de lo que no. Porque sabe que hay cosas que no se pueden comprender, por ejemplo, los motivos que llevan a alguien a precipitarse desde un noveno piso después de leer a Dickens, o cómo se articulan los pensamientos de una persona con trastorno límite de la personalidad y anorexia. Tiene en cuenta que, a veces, no es cuestión de imposibilidad racional sino de voluntad, de no querer comprender a los otros, por mucho que el libro contenga un recuento detallado de daños perpetrados sobre uno mismo, ineludiblemente salpicados a los demás, porque, lo dicho: el vacío es una mentira y nadie existe como una mónada solitaria en la nada. Entiende que toca seguir describiendo hechos cotidianos hasta quedar exhausto y perder, otra vez, el miedo al silencio, ese que una vez tradujo en compañía absoluta.
Habla con y para ellos, porque la putada mayor está consumada y es irreversible. Lorca lo expresó claramente en su poema «Alma ausente»: cuando uno se muere lo hace para siempre y, además, es un acto muy poco original, falto de toda ambición, casi tanto como querer estudiar Filosofía para sacarse unas oposiciones de profesor de secundaria, la opción tranquila y normal, puesto que, en fin, todos los muertos de la tierra hacen lo mismo, olvidar y ser olvidados. ¿Todos? Puede que de los que se escribe no; que a los que se escribe, menos. Eso es lo que se pretende resolver en Tan difícil como raro, al encadenar hipótesis de qué acto habría sido suficiente para salvarlo/s, o si acaso es todavía posible. Por el camino, saca provecho a la sensación de irrealidad para moldear su contraria, para vengarse del mundo mediante la risa, y reírse de las leyes naturales al referirse a ellos, a los restos descompuestos, como si siguiesen siendo cuerpo (en) presente. Escribe para llegar a aceptar la presencia a medias.
Decíamos al principio que Vilá no se esconde. No podría hacerlo, aunque quisiera (y puede que a veces quiera), desde el momento en que elige ponerse delante de nosotros, los lectores, sus testigos fantasmales. Puede mentirnos, por supuesto, pero eso importa poco. La veracidad de los hechos es casi irrelevante, algo declarado por el autor como confidencia o como desahogo, es decir, haciéndonos cómplices de su proceso de escritura o ignorándonos completamente. Tampoco importa. Lo interesante es comprobar cómo nos ubica en el lugar antaño ocupado por él frente a Roberto, a su «desvalimiento metafísico», con esa «mueca torcida en la cara, que sangraba sin sangrar o que sangraba nada», o ante Ana, alguien que se va destruyendo por motivos que solo podemos (puede el Juan del libro) conjeturar. Redacta en el tercio final del libro la siguiente reflexión:
El exhibicionismo, de alguna forma, modula el proceso, controla la puesta en escena, pero no lo dirige ni lo ordena. Ana se destruye y despelleja de forma narcisista, sí, y reclamando permanentemente nuestra atención, también, pero por motivos mucho más profundos y puede que irreparables. Vayamos un paso más lejos con la función del público y su protagonismo. ¿Y si el objetivo del espectáculo fuera romper la cuarta pared, y romperla de todas todas, e incluso romperles los morros y la cara a quienes se ocultan detrás?
Habla de Ana, o a lo mejor usa a Ana para hablar de él desde fuera de sí, lo cual se traduciría en un deseo por darnos una paliza a quienes estamos a este lado de la hoja, porque les advertimos desde ya que consigue traspasar la cuarta pared. Vaya si lo hace. El daño se disemina a cada grito de la conciencia, cada vez que nos recuerda lo ridículos que sonamos echando culpas fuera, a cada arrebato de ternura y melancolía reprimidas por miedo a dejarlas correr y que luego sea demasiado tarde para echar el freno; cada vez que interrumpe una historia, y nos lo imaginamos mirando por esa ventana de la Judería en Córdoba, sin ver las flores, sin ver nada, nada más que sombras de un tiempo condenado a no repetirse, aunque las fechas vuelvan infatigablemente, maldiciendo a Heráclito y sonriendo de medio lado al recordar su muerte cubierto en mierda.
La molienda a palos metafísicos nos la llevamos puesta, de eso no hay duda, pero es que nadie dijo que dejarse acompañar por las palabras fuese cómodo, ni fácil, mucho menos cuando son lanzadas por un nihilista como Vilá. Por favor, les pedimos encarecidamente que no caigan en el error de confundir nihilismo con pesimismo. Los pesimistas son unos tristes aburridos, mientras que los seguidores de Nietzsche gustan del bebercio, la ironía y los bailes, incluso en medio de la tragedia. Sobre todo, bailar en medio de la tragedia, o entre tumbas y muertos, un modo extraño, aunque excelente, de sortear el abismo al sentir el suelo sometido bajo los pies. Juan Vilá ha hecho un esfuerzo notable por explicar el porqué de casi todo esto en su novela, así que no vamos a ser nosotros tan gilipollas (por mucho título en Filosofía que tengamos) de creer que podemos expresarlo mejor.
“…Los pesimistas son unos tristes aburridos…» Esto sí que no lo esperaba, es casi un insulto, y más para promocionar un libro que tiene pinta de interesante. “Qué dirán mis muertos que todavía siguen ahí como si nada, y continuan a opinar mientras la vida pasa, especialmente ella que muy a menudo, y de golpe, como si se despertara mientras rebana cebollas pronuncia mi nombre para luego tranquilizarse -y a mí dejarme suspendido- con un “No, nada, nada”. Aun hoy sigo haciendo suposiciones sobre lo que quizo decir en ese instante con resultado nulo: a) que sobre el misterio de las lágrimas, de cebollas o no, es mejor dejarlo así pues ya los hay en demasia, certeza con la cual andábamos muy de acuerdo y no eran tantas, b) que si será cierto que para no llorar como en aquella película hay que dejarlas “macerar” un día antes en la heladera, c) que si por favor las cortara yo, ya que no soporto el olor a cebollas y me hacen moquear, d) Su distribuir el tiempo y el espacio con ese ¿En qué andás? Acordate de… y me detengo acá pues es larga; que siga cortando cebollas, porque si la ayudo no me queda tiempo para no hacer nada”.
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