Cuando Ulises navegó costeando la isla de las sirenas tapó los oídos de sus compañeros con cera y ordenó que lo atasen a un mástil, siguiendo las indicaciones de Circe, la hechicera. Al escuchar las promesas y cantos de las sirenas pidió ser desatado pero, tal y como había ordenado, sus compañeros lo ataron doblemente. Ulises lo arriesgó todo por escuchar el canto de las sirenas: su reencuentro con su amada Penélope, con su hijo Telémaco y con el trono de Ítaca. ¿Qué poderosa curiosidad le hizo poner en riesgo su regreso? Escuchar lo que nadie antes había escuchado y vivir para contarlo. Así de fascinante es indagar en los límites del mundo conocido, los márgenes de lo real, donde nuestra imaginación inunda con mitología, magia y fantasía lo inexplorado, porque resulta insoportable dejarlo vacío. Los seres humanos nunca hemos llevado bien dejar vacío lo vacío. Explorar forma parte de nosotros y exploramos tanto lo real como lo improbable. Exploramos qué hay más allá del helado norte, más allá de las estrellas y más allá de la vida, y lo hacemos con una salvaje curiosidad narrativa. Las sirenas prometían a Ulises un canto de conocimiento: «Acércate y detén la nave…[ ]…conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra». Y es esa exploración narrativa la que nos conmueve y nos tienta, la que crea mitos y leyendas. ¿Qué cantan las sirenas, a qué sabrá esa fruta que no debo tocar, dónde y cómo se fabrica la seda? Cuando los límites se convierten en impulsores exploras con una determinación salvaje. Te conviertes en Ulises, en Eva, en Marco Polo. Y eso es lo que ofrecen los juegos de rol, ponerte una máscara invisible: el personaje, y explorar los márgenes del mundo con él.
Si no sabes de qué va esto de jugar a rol, imagínalo así: un grupo de personas nos sentamos alrededor de una mesa a jugar interpretando a personajes que vivirán una historia. No hay guion, pero sí una propuesta secreta. La historia «va de algo» pero solo lo sabe un participante de la mesa: la directora de juego. El resto descubrimos su propuesta interpretando a nuestros personajes en una alucinación colectiva, controlada y aceptada a la que llamamos rol. Hablamos en primera persona: «abro la maldita puerta»; o en tercera: «mi personaje abre la puerta». Describimos e imaginamos objetos y lugares que no existen y nos movemos por ellos desde nuestros personajes. Cuando surgen conflictos un sistema de juego regula las acciones. «Quiero saltar del ferrocarril golpeando al nazi que va en la moto y ocupar su lugar». ¿Cómo saber si lo lograré? Para eso están las reglas. Se lanzan dados y observamos si las pretensiones del jugador tienen éxito o fracasan. Así construimos historias que no responden a un esquema concreto porque la propuesta inicial se transforma con las decisiones de los jugadores y el azar de las reglas. Se improvisan los diálogos y las acciones creando una narrativa imprevisible dado el número de variables que le dan forma pero que, a la vez, se ajusta a todos los participantes en la mesa de juego. La historia nos pertenece porque todos la creamos. No hay otra forma de construcción narrativa que integre este mecanismo. Cine, teatro, novela o videojuego crean narrativas pasivas. Diríamos, simplificando, que en estos cuatro modelos hay quien construye una historia y hay quien consume dicha historia pasivamente. Pero en los juegos de rol, la creación, el protagonismo y el consumo de la historia se dan a la vez de forma activa por el mismo grupo de gente.
Fernando Wagner, en su libro Teoría y técnica teatral, nos habla de un triángulo de fuerzas en el teatro formado por los actores, el público y el autor de la obra. Este triángulo refuerza la experiencia conjunta del teatro y se produce con una potencia extraordinaria en las partidas de rol, dado que todos ocupamos simultáneamente todos los papeles. Y lo hacemos jugando, es decir, nuestro objetivo no es crear una historia, no hay una aspiración artística ni un deseo de armonía estructural que alcanzar en la narrativa. Tampoco le debemos nada a un público externo. La historia es una consecuencia emergente del juego, cuyo objetivo constante es la diversión y cuyo mantra más fiable es la pregunta: ¿te lo estás pasando bien? Si la respuesta es «sí», seguimos jugando. Si la respuesta es «no» la partida se detiene, sin importar lo bellos que fueran la historia, los personajes o el mundo, dado que toda la experiencia de juego tiene como fundamento la diversión. Esto implica que mientras jugamos nace una historia de forma orgánica, algo que señala la necesidad de contar que tenemos los seres humanos. Somos Homo ludens, siguiendo a Huizinga, el juego forma parte consustancial de nuestra cultura. Y Homo narrans, siguiendo a Ranke, contar historias es tan necesario para nosotros como respirar. Estas dos ideas se dan la mano en los juegos de rol, jugamos contando historias, pero no jugamos para contar historias. Contamos historias mientras jugamos. Y eso resulta fascinante.
Ocurre, además, que el acto de interpretar libremente a un personaje a largo plazo, durante decenas de partidas (o quizá cientos), crea unos vínculos entre el personaje y el jugador que están pobremente estudiados. El personaje se convierte en una suerte de máscara psicológica desde la que explorar nuevas conductas y emociones. Típicamente los refuerzos del personaje son positivos: es más fuerte, más osado, agudo o exitoso en su campo que el jugador. Pero hace ya muchos años que la narrativa rolera ha abrazado el perder para ganar, aceptando a personajes con defectos, realistas, con vidas llenas de drama y errores vitales, que experimentan arcos narrativos de redención o de fracaso sin paliativos. Las posibilidades no se cierran ya a una dicotomía ganar-perder. A algunos personajes los juegas como si condujeras un coche robado, no te importan, son medios para alcanzar un fin: la diversión, aceleras con ellos hasta que no dan más de sí. Otros se vuelven personales, te acompañan durante largas etapas de tu vida y, cuando juegas con ellos, decides con cuidado lo que haces, porque si el personaje se muere será la última vez que lo veas. Es toda una despedida cuando lo has jugado durante mucho tiempo. Algunos se parecen a ti en su identidad porque, en realidad, no hay una intención de interpretar, solo una proyección del yo a un mundo de ficción con unos pocos rasgos diferenciales. Otros son realmente exóticos e interpretarlos es en sí mismo un desafío estimulante que te impacta como un koan. ¿Cómo se interpreta a un tatuaje autoconsciente? ¿Y a una gaviota? Algunos imponen un respeto sorprendente nada más conocerlos. ¿Cómo interpretar a un guardia de un campo de concentración en la Alemania de los años 40? Hay personajes que te dejan sin aliento, que te impulsan a conocer sus circunstancias e interesarte por la historia que pudieron vivir. Que te piden cierta cautela cuando te vistes de ellos, porque, no lo olvidemos, no hay un guion al que ceñirse. Descubres al personaje mientras lo interpretas, y para ello solo tienes unas cuantas guías sobre su identidad escritas en un papel. Entonces juegas con ese nazi y contemplas el horror de Treblinka, se te revuelven las tripas al asomarte al abismo y, a la vez, descubres que el mismo nazi llora porque se siente un mal padre de familia, porque no puede estar con sus hijos en Navidad. Y no sabes qué hacer.
Quizá este ejemplo haga que te preguntes si hay limitaciones a la hora de jugar escenarios o interpretar a personajes. No las hay. Se puede jugar a cualquier cosa siempre que las personas estén de acuerdo y nos respetemos unos a otros. Podemos jugar para explorar cualquier escenario si nos interesa y nos divierte. ¿Un grupo de nazis carceleros de Treblinka? ¡Claro! pero ¿cuál es el tema propuesto para la partida? El tema puede ser cómo esos nazis se dan cuenta del horror que están causando y su lucha por salvar a todos los judíos que puedan sin que les pillen. O puede ser una exploración del racismo deshumanizador de la época. Hay muchas posibilidades narrativas con las que jugar sin faltar al respeto al Holocausto, porque conocerlo es tan delicado como necesario. Pero ¿dónde está la diversión ahí? En explorar los márgenes. En una partida de rol como esta, átate fuerte, Ulises, porque te pueden devorar las sirenas. Es posible convertir una partida de rol en una herramienta de conocimiento de momentos históricos tan horrendos como el citado o tan desconcertantes como las reformas de Haussman en el París del siglo XIX. Permitidme mencionar, si no es pecar de autobombo, que he escrito una aventura de investigación policial justo en ese escenario, los trabajos Haussmanianos, por encargo de un proyecto impulsado por la Universidad Rey Juan Carlos para emplear los juegos de rol como herramienta pedagógica.
Aprovecharé este punto para señalar las potenciales aplicaciones que pueden tener los juegos de rol en manos de profesionales. Durante una partida las relaciones entre los participantes deben ser cordiales, no en vano nos pasamos horas esencialmente hablando. A veces jugamos para ganar al escenario imaginado, otras para perder, otras para que brillen nuestros compañeros de juego, otras para explorar los conflictos entre personajes. Hay, en definitiva, muchas opciones de relaciones interpersonales sobre la mesa y esto, en manos de terapeutas, pedagogos y profesionales de múltiples campos, ya ha demostrado su eficacia. La mezcla entre jugar (divertirnos, aceptar reglas comunes), interpretar (identificación-disociación de rasgos de identidad) y resolver conflictos es estupenda para crear escenarios útiles más allá de la diversión. La potencia de la máscara invisible en la interpretación de un personaje puede ser tremenda; ya sabéis, la máscara es un medio para expresar de forma segura aspectos dormidos de nuestra identidad. Un elemento simbólico que facilita el canalizar o explorar distintas formas de ser en un entorno seguro y confortable: entre amigos. La máscara se vuelve una excusa que amortigua la responsabilidad sobre las decisiones y las palabras que se vierten a la ficción, permitiéndonos asumir conductas añoradas o roles que nos causan desazón sin saber por qué. En mi caso, por no proyectar ejemplos sobre compañeros de mesa, me sorprendí al encontrar una paz peculiar interpretando a personajes frágiles, débiles y que necesitaban refuerzos externos de otros personajes fuertes. Ser un secundario que duda, que se quiebra ante la presión no parece un papel especialmente deseable y, no obstante, a mí me entregaba un confort increíble. Tardé en darme cuenta de qué ocurría: necesitaba espacios de vulnerabilidad. Estaba sediento de ser vulnerable y que no pasase nada. Espacios que no me permito en mi vida ordinaria, donde la fortaleza ante los contratiempos «debe ser inquebrantable». Y no fue algo buscado, en ningún momento había un deseo de autodescubrimiento, otra vez dicha experiencia resulta una consecuencia emergente del acto de jugar, desinhibido a través de la máscara.
Dejadme, para terminar, que ponga un poco los pies en la tierra. Me he venido arriba en las explicaciones sobre la máscara y la narrativa emergente. Las jugadoras y jugadores de rol, como señalaba al principio, jugamos para divertirnos, sin sesudas reflexiones sobre los vínculos entre nuestros personajes y nosotros ni abstracciones sobre la belleza de la ficción que imaginamos. No esperamos que el rol nos entregue secretos sobre la psique humana ni nos eleve en una narrativa mística. La mayoría de las veces jugamos con una intención palomitera, recreativa e improductiva, pasando un buen rato entre risas y fantasía, desconectando de las complicaciones vitales con los amigos, jugando sin pensar en nada más. Hay días en que solo necesitas dar una patada a una puerta y luchar contra las criaturas que hay tras ella, cosechar tesoros en mazmorras olvidadas, explorar catacumbas, saltar por los tejados de una ciudadela medieval, cabalgar a lomos de un dragón negro y clavar una espada allá donde enterraste a quien te acompañó durante tantas aventuras. Esto es jugar a rol. Lanzar dados entre amigos y sonreír al darte cuenta de que sois compañeros en la realidad y en la ficción. Jugar una historia incierta, sin saber si Ulises logrará llegar a Ítaca. Porque, como ya sabréis, importa más el camino que la meta y, en el camino lo que marca la diferencia es junto a quién lo recorres.
Aunque el panfletarismo haya infectado con levedad algunos círculos del rol, el lenguaje siempre gana: jugadores incluirá a jugadoras siempre, aunque haya quienes pretendan que no sea así. Pese a las confusiones manifiestas entre género gramatical y humano, el artículo es muy bueno. Concomito al 95%
«Yo he venido a hablar de mi libro (más bien, de mis obsesiones) y no me importa si el tema es el rol, el número de ojos de la patata en distintos lugares del mundo o de si se ha descubierto libros apócrifos de Borges»
Gracias por ayudar a visibilizar y desestigmatizar el rol
El artículo me ha gustado. Eso sí, no he entendido lo de
Hablamos en primera persona: «abro la maldita puerta»; o en segunda persona: «mi personaje abre la puerta»
Hola, Eva. Me equivoqué al redactarlo pero, por fortuna, ya lo han corregido (es tercera persona). Gracias por señalarlo :)
¡Gran artículo! Espero que haya más rol en Jot Down.
Magnánimo como siempre Sirio. Me quedo con la reflexión de que el rol en nuestra vida puede ser todo lo complejo que nuestra mente necesite que sea, con el mismo ejemplo de las máscaras y los momentos de auto descubrimiento y vulnerabilidad que muchas veces no buscamos, hasta un modo de pasar un mal día por el trabajo tirando dados e ideando la forma menos convencional de resolver un problema, pero sin duda una que nos entregará todo lo lúdico que nos falta en ese momento.
Espero poder seguir leyendo artículos tuyos en los medios que sea, y esa partida de rol que te solicitaron de la universidad? Soy capaz de llamar al decano con tal de conseguirla jaja
Un saludo afectuoso y nuevamente, agradezco tu trabajo que ha inspirado s mucha gente.
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