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La guarida del monstruo

la guarida del monstruo
Un circo en una ilustración de Le Diable a Paris. . . Paris et Les Parisiens, Vol. II, 1846. Imagen: The Met.

El monstruo que nos aterra habita no solo en la imaginación de los pueblos y de sus poetas o sacerdotes, que se encargan de darle forma en textos orales y escritos, sino en el cuerpo —y en el inconsciente— de los hombres y de las mujeres en toda su hirsuta y dura realidad. El cuerpo de carne, hueso y humores, en el que hay tanto sufrimiento como goce, es la guarida del monstruo. En él se incuban enfermedades, anomalías y la locura; es receptáculo de prótesis, objeto de investigación y de tratamientos que curan o matan1; y también de terror y de fascinación, de irrisión, de escarnio y desesperación, suya y nuestra, en su interior como sujeto y en nosotros como espectadores. Los vampiros hematófagos legendarios, como Drácula o Carmilla, no existen, pero sí los vampiros mentales, esas criaturas o individuos cargantes que por medios psíquicos roban las energías anímicas y la vitalidad de sus víctimas, aunque ni unos ni otras sean conscientes de ello. Los primeros son fantásticos y pertenecen al mundo de lo imaginario; los segundos son reales, pese a su denominación metafórica, y mucho más siniestros que los primeros porque los tenemos cerca.

Hay monstruos reales, de carne y hueso. Los viajeros y naturalistas de la Antigüedad clásica, como Plinio, y de la Edad Media, como Juan de Mandeville o Marco Polo, así como los monjes franciscanos y dominicos evangelizadores hasta finales del siglo XVI, situaban en sus mapas seres más o menos humanos, anómalos o monstruosos, en comarcas remotas o desconocidas, especialmente en la India y sus islas. Los monstruos más importantes, que han dejado estela en la cultura, son los cinocéfalos u hombres con cabeza de perro, los pigmeos, los siameses y los cubiertos de pelo de pies a cabeza, tenidos por hombres salvajes. Muy curiosos, aunque menos conocidos, son los hombres sin cabeza, con los rasgos faciales en el pecho, los de un solo pie enorme con el que se daban sombra, los cíclopes, los de ojos múltiples o las sirenas. Aquellos naturalistas o pioneros de largos viajes en busca de rutas comerciales habían entrevisto algunos seres humanos salvajes o deformes u oído historias de otros a marinos o a comerciantes, pero lo importante es que no hablaban o escribían desde la ficción, sino desde lo real, y no inventaban criaturas trascendentes sobrehumanas, como ángeles, demonios o hadas, sino que, con san Agustín, se preguntaban seriamente si los cinocéfalos u hombres con cabeza de perro provendrían de Adán o serían de otra especie, sin alma. El miedo en estos casos residía en la duda entre su condición animal o humana. 

Pero no hace falta ir tan lejos en el espacio ni en el tiempo. En los mercados y en los puertos de las ciudades de Oriente y Occidente había pruebas palpables de la existencia de estos monstruos, que no eran sino personas aquejadas de deformidades no por naturales menos atroces. Todavía los vemos mendigar en los países pobres, entre el enjambre de niños que siguen a los turistas. Son seres marginales, abyectos y, al mismo tiempo, en ocasiones, tocados por un halo sagrado si su deformidad es extrema, como en el caso de los niños indios y africanos con varios brazos o piernas, relacionados por las creencias populares con los dioses. El caso real más notable del que se tiene noticia y que conmocionó a la prensa mundial en fechas recientes es el de la pequeña Lakshmi Tatma, nacida con cuatro brazos y cuatro piernas en Bihar, en la frontera de la India con Nepal, durante el festival de la diosa benévola hindú Lakshmi2. Su tremenda deformidad hizo pensar al pueblo que era una reencarnación de la diosa y que no debía ser objeto de intervención médica, pero su padre la puso en manos del cirujano Sharan Patil, que consiguió lo que parecía imposible: reconstruirla como una niña normal. 

Muchas de las criaturas aquejadas de anomalías fueron explotadas como atracciones precarias, junto con osos danzarines o cabras equilibristas, por pícaros que eran solo un poco menos desgraciados que ellas. Algunos de estos monstruos, sin embargo, dieron con dueños de más categoría, que los usaron o los vendieron como mascotas o bufones en palacios y cortes para diversión de los nobles o compañía de sus niños. También los intercambiaban como regalo o los introducían como «topos» para espiar a sus amigos o enemigos. Enanos, pilosos o personas con deformidades no invalidantes, algunos de los cuales tenían grandes cualidades, hacían compañía a los señores o a los pequeños como los perros de la casa. Ejemplo impagable es el grupito que acompaña a la infanta Margarita en Las Meninas, de Velázquez, formado por dos damiselas nobles junto con la Mari Bárbola, enana acondroplásica, el enano Nicolasito Pertusato, enano hipofisario, y el majestuoso mastín somnoliento. 

Un caso interesante de anomalía aceptada es el de la familia canaria de pilosos Gonsalvus o González (1537-1618), cubiertos de pelo de pies a cabeza, que medraron en los palacios franceses hasta llegar el padre, Petrus, a ser gentilhombre de Enrique II, o la hija Antonietta, una deliciosa dama de compañía pilosa, retratada por Lavinia Fontana. Eran considerados monstruos, pero no era miedo sino envidia, simpatía y amor lo que suscitaban, o a veces odio si llegaban a alcanzar algún poder de sugestión sobre sus amos, lo que hacía que el resto del servicio se amohinara. Pueden verse algunos interesantes retratos de la familia Gonsalvus en la Cámara de Arte y Curiosidades del castillo de Ambras3, en Innsbruck (Austria), construida por el archiduque Fernando II entre 1572 y 1583, por lo que uno de los nombres con los que se conocía a esta enfermedad era síndrome de Ambras. En México fue notable el caso de la artista circense y teatral indígena Julia Pastrana (1834-1860), enteramente cubierta de pelo, publicitada como «la mujer simio», pero bien tratada, pues tuvo una vida digna y envidiable y se casó con su representante, del que tuvo un hijo, también piloso4.

la guarida del monstruo
Retrato de Antonietta Gonsalvus por Lavinia Fontana, 1583.

La explotación moderna del monstruo como objeto de miedo, risa y, en definitiva, fascinación tiene su epicentro en el circo. Es esta creación de Phineas Taylor Barnum a mediados del siglo XIX, aunque tuvo como precedentes los espectáculos hípicos y la exhibición pública de fieras y anomalías, encabezados por empresarios en América y por familias de feriantes en Europa. Barnum (Connecticut, 1810-1891) dio al circo un empuje decisivo y fue un genio de este género de espectáculo, que desarrolló plenamente y en el que amalgamó en uno solo otros números circenses que habían estado dispersos e itinerantes. Un terrible incendio devastó su local fijo, de múltiples espectáculos, en Nueva York, el American Museum, que era a la vez teatro, museo, local de conferencias y exhibición de anomalías humanas. Tras esta catástrofe, también fue nómada, pero utilizando el ferrocarril, no ya las viejas carretas. Llegó a servirse de ochenta vagones para transportar las lonas, los artefactos, el personal técnico, la oficina, los artistas, las fieras y los monstruos. Los primeros de estos fueron en su mayoría falsos, como la sirena de Fiji, que era un mono disecado cosido a un pez, la nodriza de George Washington, de ciento sesenta y un años —no tendría más de ochenta—, y las bellezas circasianas5, que en realidad eran chicas irlandesas peinadas con cerveza y bigudíes de una forma extravagante conocida como «pelo de musgo», más parecida a los gorros de astracán de los soldados circasianos que al tocado tradicional femenino de ese pueblo. Las publicitó como «las mujeres más hermosas del mundo», como si se tratara de una anomalía inversa, exóticos monstruos de belleza que merecía la pena ver una vez en la vida. 

Barnum ganó mucho dinero con los freaks falsos y con los auténticos, algunos de los cuales aparecen realmente en el film Freaks (Tod Browning, 1932), título traducido en España como La parada de los monstruos, y son recreados en la espléndida serie American Horror Story  (Brad Falchuk y Ryan Murphy), concretamente en su cuarta temporada Freak Show (2014-2015). Para la mayoría de ellos, Barnum inventó sugestivas historias que los convertían en héroes o heroínas de gran impacto popular. Envolvía en ellas con su labia al enano Tom Thumb, la joven giganta Anna Haining Swan, la inmensa Irene Jolly, los hermanos siameses Chang y Eng, la barbuda Josephine Clofullia y a William Henry Johnson, al que anunciaban como «el eslabón perdido», «cazado» en las selvas de Borneo. Este último, agarrado a los barrotes de una jaula, embutido en un vestido de pieles y lanzando aullidos amenazadores, fue un pretendido «hombre salvaje» en un ambiente darwinista. También era conocido como el Decano de los Freaks, por su larga y exitosa trayectoria, y fue uno de los que más dinero dio a Barnum, genio de los negocios arriesgados y del marketing más delirante, que viajó con toda su tropa a Europa y triunfó, publicitando su circo como «el mayor espectáculo del mundo». Su empresa perduró a lo largo del tiempo y su última representación tuvo lugar en mayo de 2017.

El llamado Hombre Elefante, Joseph Carey Merrick (1862-1890), enfermo de un extraño mal conocido como síndrome de Proteus, parecido a la neurofibromatosis, podría considerarse como el auténtico eslabón entre la condición ambigua de freak de exhibición y la más moderna de objeto de estudio de la medicina científica. Es uno de los monstruos con uno de los estados físicos y uno de los recorridos vitales más tenebrosos y estremecedores de la historia. Era una criatura tan deforme y atrozmente enferma que parecía un muñeco creado por un puñado de escultores psicópatas. Medía un metro cincuenta y siete, apenas podía tenerse en pie, hablar o comer; su cabeza, en la que crecía una especie de probóscide, era enorme y deforme, así como su brazo y su mano derechos. Sin embargo, habitaba en él un sujeto inteligente y virtuoso, inocente, movido por el deseo de vivir y ganarse la vida como fuera. Sus contemporáneos de clase media y baja lo maltrataron ferozmente, en un cruel y desalmado contexto social inglés, incluidas la asistencia pública y las working houses, que no lo admitían porque no podía trabajar. Fue exhibido y explotado por varios feriantes, entre ellos Tom Norman, que tenía su freak show enfrente del Royal London Hospital. 

El doctor Frederick Treves, que trabajaba en este hospital, lo descubrió y puso todo su empeño, a pesar de las trabas oficiales, en rescatarlo de su inhumana condición. Lo cuidó hasta su muerte, que se produjo en un entorno digno, en el hospital, no sin antes haberlo utilizado como objeto de estudio con sus colegas, lo que hizo sufrir a Merrick lo indecible, al sentirse tan cosificado como cuando era atracción de feria. Solo algunas mujeres de la nobleza, como la princesa de Gales, y una actriz llamada Kendall, con la que se carteó, se apiadaron de él y lo trataron como a una persona. Él lo reconoció y lo agradeció en cartas escritas con su pequeña mano izquierda con letra pulcra y buen estilo, pues tenía cierta cultura y gustaba de leer novelas sentimentales. El cineasta David Lynch reconstruyó su biografía en una película de culto (Elephant Man, 1980), cuyo personaje principal, encarnado por un irreconocible y genial John Hurt, es una criatura asombrosa.

La naturaleza es sabia, pero también automática y capaz de multiplicar ciegamente la vida, aunque esta sea anómala. Los monstruos más conocidos son los enanos y los gigantes —acondroplasia, acromegalia, trastornos en la hormona del crecimiento—, los pilosos (hipertricosis) y los enfermos raros como Merrick (síndrome de Proteus), pero los hay producto de una anomalía cuyas causas y posible tratamiento no se han conocido hasta el siglo XX, cuando se ha contado con instrumentos tan potentes como la genética, la bioquímica o la biología celular. 

Los científicos actuales llaman a algunas de estas anomalías «quimeras»6. Nunca han existido seres humanos compuestos de miembros o partes animales, salvo en la mitología —sirenas, centauros—, pero sí de cuerpos de los que parecen brotar otros o que están «pegados» entre sí. Las quimeras humanas, producto de la fusión de dos zigotos mellizos en un solo feto (fetus in fetus), van desde la heterocromía de los ojos —un ojo de cada color— y desde los individuos con un bulto no maligno de nacimiento o con un miembro de más hasta los espectaculares «dioses» y «diosas» hindúes, de los que nos ocupamos en el caso de la niña Lakshmi Tatma, nacida con cuatro piernas y cuatro brazos. En 2007, Lakshmi fue intervenida con éxito en Bangalore por el cirujano Sharan Patil, en una operación en la que se turnaron treinta cirujanos durante cuarenta horas. La niña estaba unida a una gemela que no se desarrolló y tenía dos espinas dorsales y cuatro riñones. 

Los siameses muy próximos entre sí, sin ser quimeras, pueden parecer cuerpos con dos cabezas, como las siamesas Abigail y Brittany Hensel (1990). Esta anomalía ha permitido a algunos sujetos llevar una vida relativamente «normal» e incluso tener hijos, como en el caso de Chang y Eng, que se casaron con sendas hermanas y fueron padres de familia numerosa. Pero ha habido y hay casos extremos de quimerismo, mosaicismo genético y falso hermafroditismo, algunos difíciles de detectar a simple vista y otros terroríficos, como los llamados gemelos parásitos o heterópagos. Estos son visibles, asimétricos, dependientes del principal —huésped o autósito— y relativamente fáciles de extirpar quirúrgicamente en la actualidad. Como en el caso de los siameses, su peor enemigo son los teléfonos móviles con cámara fotográfica de los curiosos. El parásito suele carecer de órganos propios funcionales, por lo que se alimenta de su hermano autósito, a veces hasta provocar su muerte por su propio crecimiento invasivo. El primero en estudiarlos fue Ambroise Paré, en el siglo XVI. El más notable de los que conocemos por fuentes fidedignas fue el italiano Lazarus Colloredo (Génova, 1617-¿?), de cuyo esternón colgaba hacia abajo la cabeza y las extremidades malformadas de un mellizo parásito. Esta enorme excrecencia fue bautizada con el nombre de Joannes Baptista, aunque no era un siamés sino un parásito sin vida propia. Lazarus, que era un hombre rubio muy apuesto, se ganó la suya exhibiéndolo. Por lo general lo llevaba tapado con la capa. Viajó por toda Europa y fue admirado por nobles y reyes.

Inquietantes y casi fantásticos son el síndrome del gemelo evanescente o del gemelo desaparecido, que muere en el útero y es absorbido por este. El superviviente puede resultar dañado psíquicamente con un misterioso síndrome de carencia, depresión y sentimiento de culpa que nadie se explica si no se conoce la historia de la desaparición del virtual hermano que ni siquiera llegó a existir, pero que, teóricamente, vampirizó la psique del supérstite. Hay también casos rarísimos pero reales de feto petrificado, que se calcifica en el útero sin dar síntomas, y de feto papiráceo, que muere, se seca, se pega a las paredes de la placenta y es expulsado en el parto de su gemelo. La película Sisters (1973), un psicothriller de Brian De Palma, refleja el síndrome de la separación de los siameses y parásitos con gran fuerza poética y dramática. 

Las complejidades del cuerpo —y de su ordenador central, el cerebro— son fuente de terrores, que en nuestra época se fusionan con los miedos que genera el contexto en el que vivimos. La tecnología es uno de nuestros mayores auxiliares, pero también en ella anidan embriones de lo que siempre se llamó el mal y ahora es lo real con lo que hay que convivir.


Notas

(1) Pedraza, Pilar. «De prótesis y performances», Caimán. Cuadernos de cine, n.º 169, p. 39, septiembre de 2022; Pedraza, Pilar. «El cuerpo y sus terrores: avatares de la carne», Claves de razón práctica, diciembre de 2022 (en prensa).

(2) Rojas, Ana Gabriela. «La niña “diosa”», El País, 7 de noviembre de 2007.

(3 ) Pedraza, Pilar y Bartra, Roger. El salvaje europeo. Barcelona: CCCB, 2004; Pedraza, Pilar. El salvaje interior y la mujer barbuda. Valencia: Antipersona, 2020; Pedraza, Pilar. El síndrome de Ambras. Madrid: Valdemar, 2008; Pedraza, Pilar. Lucifer Circus. Madrid: Valdemar, 2012.

(4) Pedraza, Pilar. Venus Barbuda y el eslabón perdido. Madrid: Siruela, 2009.

(5) Las esclavas circasianas, procedentes de Circasia o Cherquesia, en el Cáucaso, eran muy apreciadas en los harenes otomanos por su exótica belleza. Se las describe como bien formadas, esbeltas, de rostro ovalado, elegante porte y, sobre todo, piel blanquísima y ojos claros. Su belleza se mitificó en el arte y en la literatura orientalista y hubo antropólogos en el siglo XIX que las consideraron, con criterios pseudocientíficos, como los más perfectos ejemplares de la raza blanca o caucásica.

(6) El nombre de estas proviene del monstruo griego cuyo cuerpo estaba compuesto por tres partes: león, cabra y serpiente. La quimera arrojaba fuego por las fauces y fue muerta por el héroe Belerofonte.

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5 Comentarios

  1. Grande Pilar Pedraza. Muchas gracias por el artículo.

  2. La gente es muy mala , y le gusta ver a gente que cree que estä peor que ellos.

  3. The Lady of Shalott

    Pilar, soy fan tuya desde hace décadas y así sigo. No imaginas la alegría que me ha dado leerte de nuevo aquí, en la Jot Down, con este artículo exquisito y tan de tu estilo. Una vez estaba leyendo sobre los infortunios que sufrían los albinos africanos, personas que nacen con hipomelanosis y que se ven obligados a huir por su vida al ser considerados seres malditos o fantasmas, y me acordé de ti y de tu criatura albina de ojos rojos de La fase del rubí. Estoy deseando leer más artículos tuyos

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