Juan José Campanella (Buenos Aires, 1959) es uno de los directores más exitosos de la historia del cine argentino. Con El mismo amor, la misma lluvia (1999), El hijo de la novia (2001) y Luna de Avellaneda (2004) desarrolló un cine popular, representativo del sentir de la clase media porteña, sentimental y oscuro al mismo tiempo. En 2006 realizó para la televisión la miniserie Vientos de agua, de las mismas características. Con El secreto de sus ojos (2009), una obra mucho más sombría y política que las anteriores, ese suceso alcanzó ribetes muy superiores: casi tres millones de espectadores en su país, la celebración unánime de la crítica, la consagración del Óscar a la mejor película extranjera y hasta una versión —olvidable—realizada en Hollywood.
Luego de semejante espaldarazo, Campanella no intentó convertir el éxito en fórmula y exploró nuevos caminos: desde la realización de una ambiciosa película de animación (Metegol, 2013; estrenada en España como Futbolín), pasando por realizaciones para la televisión como El hombre de tu vida (2011) hasta su incursión en el teatro, dirigiendo obras como Parque Lezama y ¿Qué hacemos con Walter?
Alternando con su variada obra artística, Campanella encontró en la dirección de capítulos de series norteamericanas la posibilidad de expandir su ámbito laboral y, al mismo tiempo, un medio en donde podía explorar estéticamente. Así, dirigió capítulos de House, Ley y orden, Halt and Catch Fire y Night Sky, entre otras.
Amable y distendido, Campanella nos recibió en el moderno y bello teatro Politeama, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, un espacio pensado por él y sus socios a partir de un terreno baldío. Hablamos en una tranquila tarde de domingo de la transformación del consumo de productos audiovisuales, de cómo dirigir teatro comparado con el cine y de su creciente participación en la política argentina.
Tenés una carrera de varios años, que surgió cuando no había ningún tipo de consumo hogareño alternativo al cine y después convivió con el VHS y el DVD, y continúa en la actualidad, cuando hubo una revolución en el consumo y es muy difícil sacar a la gente de casa, ¿cómo vivís eso?
Me genera una crisis personal muy fuerte, fuera de joda. Como realizador, el cine siempre sufrió estas amenazas: de la televisión en los cincuenta —la pelearon con el cinemascope— y del video cuando salió en los ochenta. Ahora está amenazado como nunca, porque realmente cambió el hábito de consumo. Las plataformas fueron la verdadera revolución. Creo que fue el golpe más fuerte hasta ahora que recibió el cine. Veremos si hay una reacción o no. ¿Por qué? Primero vamos a aclarar cuál es la crisis del cine. Yo por cine no me refiero a un largometraje sino al lugar de reunión de trescientas personas. La crisis había empezado ya en los noventa cuando Hollywood se empieza a volcar más de lleno en el cine de entretenimiento, de acción, de jóvenes, y muchos autores migran a la televisión, donde tienen un público mayor y empiezan a tener libertad. Crece la figura del showrunner. Entonces, la industria se empezó a complicar ya desde los noventa, de a poquito. Después emergen las plataformas (2010, 2011) y lentamente comienzan a producir. La gente empieza a consumir televisión como antes consumía libros; es decir, a su ritmo y a su horario: un día lee medio capítulo y otro día se termina el libro. Y eso es bárbaro. Como espectador, cero crisis. Todo bárbaro. Pura ganancia. Sin propagandas. Como realizador de televisión, también es pura ganancia. Yo ya sufría. Había varios condicionamientos como realizador: por ejemplo, que la televisión de aire tenía que durar cuarenta y dos minutos treinta segundos. Entonces, eso te ponía límites, y a veces tenías que agregar cosas que no necesitabas.
¿Esa precisión es literal o una metáfora?
Literal, tenías que hacer exactamente cuarenta y dos minutos treinta segundos. En Estados Unidos era así, ahora son cuarenta minutos treinta segundos, agregaron dos minutos más de propaganda. Tenés un margen de treinta segundos para abajo o para arriba. Entonces era muy normal que, cuando uno terminaba un capítulo, a la semana, después de editar, te dijeran «tenemos que hacer una escenita más» o sacar una escena. Las refilmaciones se hacían siempre para llegar al horario. En Argentina siempre hubo más margen porque acá es un suicidio dar un programa sin propaganda. Todo el mundo preguntaba: «¿Quién está pagando?». Pero igual también tenés un margen. La plataforma te dice: «Sin pasarte de una hora, que dure lo que tenga que durar», o sea que, como realizador, es más cómodo, pura ganancia. Otra cosa que a mí me jodía muchísimo de la tele era la «mosca» [anuncio publicitario que aparece en pantalla]. Vos tenés a un tipo llorando (una imagen que te mataste por lograr) y aparece: «Masterchef en cinco minutos» y te querés pegar un tiro. El sistema de plataformas, en comparación a pasar una película por televisión de aire, es ganancia pura, menos por una cosita que te voy a desarrollar después.
Lo que sí mató es al videoclub.
Claro, eso sí. Pero ¿eso a mí qué me importa? El video nunca me gustó mucho. Era en formato cuadrado. El problema es que la gente empieza a migrar bastante a las plataformas y se complica con la cuarentena. Además, las plataformas se ponen a hacer cine. Yo, película por película, fui cambiando quién la producía. La última, El cuento de las comadrejas (en el 2018), fue producida por la televisión. Fijate que nunca nos había pasado que nos regalaran los derechos de cine: «Hagan lo que quieran con quien quieran». No les interesaba. Lo único: que el día que se estrene, a los tres meses tiene que estar en la tele. Con la cuarentena, grandes figuras del cine se volcaron a producir, actuar o dirigir para las plataformas. Empieza Scorsese, sigue De Niro, Alexander Payne, todos los grandes directores empiezan a entregarse. Y así pasa lo que pasa ahora, que a veces un fin de semana uno quiere ir al cine y verdaderamente no hay nada. La gente deja de hablar de cine, la conversación en el trabajo es sobre series. Lo ves en las redes: nadie habla de una película. Ahora el del cine empieza a tener un formato de decisión como el de la tele (que son los cuatro ejecutivos que te asigna la compañía, con sus opiniones, todo por comité). Estos ejecutivos ya vienen de la parte de negocios (son tipos que hicieron un seminario o se leyeron el libro sobre guiones de Syd Field) y te empiezan a hacer las mismas preguntas que ya me sé de memoria: «¿Qué aprende el personaje, ¿cuál es el gatillo?, ¿el incidente?, ¿el why now? (¿por qué ahora?)».
Lo aprendieron todo en el curso.
El «¿por qué ahora?» ya me tiene podrido. Y las películas empiezan a parecerse todas. Recuerdo que estábamos viendo, con mi mujer y mi hijo, la serie de la chica con el ajedrez (Gambito de dama), íbamos por el capítulo tres y dije: «¿Qué hacemos? Momento de decisión: ¿Seguimos con esto?».
Why now?
Why more? [risas] Mi hijo (que tenía trece años): «Si la seguimos viendo, no me molesta. Pero, si la dejamos de ver, no me importa». Y es así. O lo contrario: ves en Netflix una serie que no oíste nombrar en tu vida y ves que tiene seis temporadas, y decís: «¿Cuándo fue esto?». Antes todo el mundo se enteraba de que había algo con seis temporadas. Entonces empieza lo que te digo de las plataformas, la única desventaja respecto de la televisión de aire: que te aparece como una cosa entre tantas. Una vez estaba mirando y digo: «Nos rompimos el culo para hacer esto y es una estampillita más entre doscientas cosas que aparecen ahí». No sabés quién la ve ni cuántos la ven, porque no te dan los números. Ellos lo sabrán, obviamente. Hasta cuántos minutos. Y, la verdad, cuando se daba en la tele de aire, concentraba la atención. La serie se estrenaba un día en un horario. Me doy cuenta de que a mí me gusta comunicarme. Me importa que la gente hable de las cosas. Me gusta. Si no, hago un mensaje y lo tiro con la botella al mar. Es así la televisión de ahora. Una película en una plataforma la ven cuarenta millones de personas, pero ¿quiénes son?, ¿dónde están? Por ahí son cien mil en un pueblito de Israel. También la pueden ver y parar a los diez minutos y ya queda como vista para el público. Los ejecutivos sí saben cuándo la gente deja de verla y muchos más datos de los consumidores. Y entonces pasa esa anomia: uno hace cosas que ni sabe qué impacto tienen, de las que nadie habla. Hice el piloto con Sissy Spacek de esa que se está dando ahora: Night Sky. Trabajamos un año en eso y nada, pasa sin pena ni gloria. Se estrena y te enterás de casualidad. Yo me enteré tres días después de que hubiera salido.
Eso es Amazon, ¿no?
Amazon, sí. Superproducción: diez millones de dólares por capítulo. Los convencí de hacerla en un formato bien apaisado, cinematográfico: 2.34 a 1.
Eso, que no sea cuadrado, para un espectador como nosotros es maravilloso.
Fabuloso, sí. Les hice toda una presentación. Eso es lo que digo que perdió con respecto al aire: que ya no te enterás de nada. Todo es de nicho. ¿Qué va a pasar con el cine? No tengo la menor idea. A mí hacer cine para la televisión no me interesa.
No lo vas a hacer.
No.
Tu palabra hoy es esta.
Mi palabra hoy es esta porque puedo hacer series. A mí hacer televisión me gusta, me divierte, es para despuntar el vicio de la artesanía, pero en las películas trato de hacer algo que quede. Para mí esto es una masacre. Lo que es una carcajada en el cine en tu casa es un ja. Esto lo vengo diciendo hace rato. Me dicen que soy un triste, un entregado, que ahora es así, pero el otro día Woody Allen dijo lo mismo que digo yo: que no ves al público. Por eso también ahora me dedico al teatro. Acá no queda otro remedio: la gente está en la sala y no la reemplazó nada.
Es muy impactante lo que decís. Yo me acuerdo de cuando estrenaron El secreto de sus ojos: era una conversación pública. Estaban los que les gustaba más, menos, no importa eso, pero había una vibración pública con respecto a la película. En muchos de tus éxitos, pero, en ese en particular, pegó un nervio muy fuerte.
Claro, sí. Pero con la tele también, cualquier cosa, se daba en el aire… En inglés se llama water cooler conversation a la conversación que se da al día siguiente en el bidón de agua de la oficina. Y ahora: «¿Viste tal serie?». «No, la empiezo a ver el mes que viene».
Solo sigue pasando con los chicos. Mi hijo, que tiene doce, estaba esperando el estreno de Stranger Things. Pasa con los eventos como las películas tanques.
Claro. Pero Stranger Things no sabe quién la hace ni quién la dirige.
No tiene idea.
O sea, es una anomia también para los realizadores. Como que no tiene impacto, las cosas no tienen impacto.
Pero eso es muy fuerte para una persona como vos. En tus películas hay una carga, uno las ve y dice «esto es Campanella» y cuando laburás en una serie no.
Por lo pronto, es guion de otro.
¿Y cómo suplís esa carencia artística?
Haciendo películas. Mi carrera de cine en Argentina me salvó la vida porque yo estaba amargadísimo haciendo televisión. Hacer televisión no era mi sueño. Yo hice el primer capítulo de Ley y orden un mes antes de empezar a filmar El hijo de la novia, así que fueron paralelas. Me encantaba porque hacía la película (donde hacía lo que quería porque era mía) y después iba allá, a la televisión, donde el desafío era jugar con otros: «Decime cómo la querés». Cada programa tiene su biblia visual. Por ejemplo, en la primera época de Ley y orden, la cámara en mano estaba prohibida porque el jefe de directores era Ted Kotcheff y él pensaba que eso era una berretada para ahorrar tiempo. La biblia era una página nada más, eran cuatro boludeces. Habla un tipo, paneo al que contesta y vuelta al tipo.
No plano y contraplano.
No plano y contraplano. Paneo. Kotcheff decía: «Eso es vagancia».
Un plano único para una conversación.
No, un plano secuencia bien coreografiado sí, pero panear al que hablaba prohibido. El viejo era genial.
Para vos era un entrenamiento extraordinario.
Extraordinario. En cada película usaba cosas que había probado en televisión durante dos años. Para mí era un laboratorio genial. Y sin la responsabilidad del guion, que para mí es la responsabilidad más grande. A veces veo que los críticos critican a los directores cuando realmente lo que están criticando es el guion. ¿Cómo adjudica responsabilidades la crítica? Pregunten, muchachos, porque saber a quién se le ocurrió tal cosa es una información fácil de obtener. La personalidad de una película para mí está en el guion.
Contame más de la serie, porque para mí es fascinante ese ejercicio estético. Por ejemplo, en esta serie con Sissy Spacek, Night Sky.
Ahí yo hice el piloto. Parte de la entrevista para el trabajo consistía en vender un estilo, un «¿cómo la ves vos?». Igual en esta, como había trabajado con este showrunner en otra serie (Colony) y le gustaba mucho El secreto de sus ojos, fue más fluido. Básicamente, usé mucho de El secreto de sus ojos, pero con otro esquema de color. Cosas que para el público son muy subliminales (por ejemplo, que siempre haya la luz de un astro, ya sea la luna o el sol, entrando), cosas que no se da cuenta nadie, pero algo está viendo.
¿Y haber sido exitoso, tan taquillero en tus películas, te dio más libertad en la tele?
En Estados Unidos no se enteraron de la taquilla porque la taquilla era en Argentina, pero el Óscar sí ayudó. Como nadie sabe nada en realidad, más que juzgarte por lo que proponés, lo hacen por cómo lo proponés, es decir, con qué nivel de seguridad, si vos estás convencido de lo que decís… Ahora, y cada vez más, buscan a alguien que les dé un estilo. A ver, yo trabajé con un gran productor que, además, es un gran amigo: Mark Johnson. Él hizo todas las de Barry Levinson (Rain Man, Bugsy) y después, cuando pasó a televisión, hizo Breaking Bad. Es el productor de Alexander Payne y, además, fue el jefe durante años de la sección de películas extranjeras de la Academia de Hollywood. Se crio en España hasta los doce años, por lo que habla bastante bien el castellano. Un tipo groso, elegante, un caballero, un placer, y le encanta el cine. Yo hice con Mark la serie Halt and catch fire y recuerdo que me decía: «A ver qué podemos hacer que no se haya hecho ya, la cosa ahora es diferenciarse». Y casi te diría que hasta el punto de que poco importa si tiene que ver o no con la historia que estás contando con tal de que sea diferente.
Y, por ejemplo, cuando viene el showrunner de esta última, ¿qué es lo que él tiene para que vos arranques?
El guion…
Ya tiene el guion del piloto.
En este caso estaba toda la temporada escrita: los ocho capítulos.
¿Y ya estaban definidos los dos actores?
No. Solo Sissy Spacek, que estuvo siempre. Era la primera elección. Es más: cuando yo lo leí, me dijeron: «¿A quién te imaginás?». «A Sissy Spacek», dije inmediatamente. Porque era el campo americano. Y el otro, J. K. Simmons, llegó después por descarte. Pero bien, un actorazo. Yo había trabajado con él tres veces ya.
Él es un fenómeno.
Sí, un amargo, pero un fenómeno. Ella es un sol. ¡Divina! Pero, así, de ponerle una sonrisa a todo el set cuando llega, abre la puerta allá lejos y grita: «Good morning!». Divina. Profesional. Largas charlas el fin de semana hablando del personaje y de tal escena. Quiere saber todo. Y trabajó con todos. Yo lo primero que hago es decirle: «Disculpame si no te llego ni al talón…». No hay director con el que no haya trabajado. Y, claro, casada encima desde Badlands con uno de los mejores escenógrafos de la historia yanqui (el escenógrafo de Terrence Malick, Jack Fisk), ella entra y empieza a ver el decorado.
¿Y opina?
Sí, del decorado bastante. Hace cincuenta y pico años que está con este tipo.
¿Y va con él?
No, él estaba filmando una de Scorsese en ese momento.
Y, por ejemplo, ¿vos hiciste cinco capítulos? ¿Cuántos hiciste?
Los dos primeros.
¿Y eso cuánto tiempo te lleva?
Hacer el piloto es más tiempo de preproducción. Había capítulos que eran de diez días cada uno de filmación, pero este fue un mes para los dos primeros capítulos. El piloto lleva más tiempo.
Y me decías que son capítulos de millones de dólares.
Diez millones por capítulo.
¿Con qué recuperan?
Y es Amazon. No es ni siquiera Netflix. Con suscriptores. Es la única entrada que tienen.
¿Funciona el negocio?
Mirá, ahora la lucha es por suscriptores. Para mí va a haber una saturación y vamos a empezar a ver que dos o tres se juntan. Este es mi razonamiento. Yo para analizar negocios no sirvo, pero digo: si ya nosotros como espectadores tenemos el hábito de leerlo como un libro, lo que está faltando es la librería. Nosotros ahora es como si nos estuviéramos suscribiendo a una editorial y no podemos leer nada más que los libros de esa editorial. Pero ya hay gente que dice: «¿Por qué no puedo ver Peaky Blinders, que es la única que me interesa de Netflix? ¿Por qué me tengo que asociar a Netflix?». Entonces, me parece que vamos a empezar a ver a las que fracasen juntarse dos o tres y la posibilidad de meterte sin suscribirte y pagar para ver solo una serie. En ese momento, ya no va a importar en qué plataforma estás. El otro día estaba hablando con un actor importante que hizo una serie para Disney y me dice: «¿Quién va a ver esto? Yo no conozco a nadie que tenga Star+». Yo hice Los enviados (un trabajo que nos matamos) y no conozco a nadie que la haya visto. Me dicen «un exitazo» y pidieron otra temporada. Pero ¿quién la vio? ¿Para quién estamos laburando?
Qué terrible perder la brújula…
Claro, es lo que te digo: escribir en una botella y tirarla al mar. Y esperar que la vea alguno alguna vez. Para mí se pierde una parte de la ecuación que era muy linda: la del público, para quién se hace.
Hay otro tema respecto del cine, Juan. Más allá de que cambió la forma de consumo, que pasó de sala a hogar, hay un factor importante, y acá me voy a declarar culpable: que los televisores sean cada vez mejores es otra razón para no salir.
¡Claro!
Entonces, no estás perdiendo mucho, a diferencia de cuando ponías el VHS, que tenía mala definición.
Claro. Y si empezamos a hacer televisión en 2.34 a 1, más todavía.
Yo ahora veo películas en casa como El Gatopardo, ponele. Y no sé si la hubiera visto tan bien como la vi en mi televisor.
No, tan bien no, pero la viste solo. Esa es la diferencia. Yo tengo uno de ochenta y cinco pulgadas. Y antes tenía un proyector, que es más barato. El proyector es bárbaro.
¿Y mantiene la definición?
Sí, pero tenés que oscurecer. No tiene luz propia.
¿Y el de ochenta y cinco pulgadas no pierde nada de definición?
No pierde nada.
Bueno, ahora pasemos a tu refugio, que es el teatro. A lo largo de la charla aparece como una relación directa de reconexión con la gente, ¿no?
Totalmente. Con la gente y con lo básico de la artesanía. Con Fernando Castets empezamos escribiendo teatro en el 82 y en el 85. Hicimos dos obras. Escribiendo, no dirigiendo. Estábamos haciendo un largometraje en Super-8 en ese momento. Era uno de esos periodos de aumento del dólar y el precio del Kodak se había ido por las nubes y dijimos: «Escribamos teatro, que lo podemos pagar». Pero después abandoné el teatro. Después de hacer la película de animación Metegol (una experiencia de tres años y medio de mucha tecnología), dije: «Quiero hacer algo con actores, guion y, si hay que mover algo, colgarlo de una soga y una polea». Conseguí los derechos de la obra que más me gustó en mi vida, que además me marcó el estilo de las películas después. Una obra que vi en Broadway en el año 84, la vi cuatro veces en un año. Me encantó.
¿Cuál era?
Acá se llamó Parque Lezama. El título original era I’m not Rappaport, una obra de Herb Gardner. Conseguí los derechos. La hicimos con Beto Brandoni y Eduardo Blanco. Fue una experiencia que me encantó. La vi trescientas veces. Las películas las veo quince veces como mucho si están en festivales. Es siempre lo mismo. O las veo después del año. Esto era ir todas las noches.
Te quedabas a la función.
Mucho tiempo. El último año, no tanto, pero la vi más de trescientas veces. Fueron setecientas funciones. Está el alma, no es la imagen de los actores. Me costó acostumbrarme a lo que no era cine, a que cada espectador estuviera viendo un ángulo distinto. Me mataba. No sabés cómo estaba de inquieto para que no me quedara nadie de espaldas mucho tiempo. Trataba de hacer el plano: «¿Y si me siento acá? La puta madre». Me iba al primer piso: «¿Y si me siento acá? Bueno, el de acá que se joda» [risas]. Después me enteré de que todos los grandes directores se sientan en el medio y dirigen desde ahí. Es como ahora que dicen: «¿Y la peli para el que la ve por teléfono?». El que la ve por teléfono que se vaya a la mierda [risas]. Estoy en un subte en Nueva York y veo un flaco que está viendo una tirita así. Digo: «¿Qué está viendo este?». ¡Lawrence de Arabia estaba viendo! [Risas]. ¡Por teléfono! Le digo: «Flaco, ¿vos sabés que este tipo estuvo un año en el desierto para que vos la estés viendo?». Yo no lo podía creer. Pero veía una tirita.
Una película que te saca el aliento.
Y después te dicen: «No me gustó». ¡Hijos de puta!
Eso es algo que ya no sabés cómo solucionarlo.
Claro. Me encantó la experiencia del teatro. Y, como sabés, me gustan los diálogos… Después hicimos ¿Qué hacemos con Walter?, que era una comedia más a la italiana. Ahí me divertí como loco. Me animé a siete actores. Empecé a disfrutar cuando sale mal también, cosa que me enloquecía antes. Si una función era un poquito distinta de la otra, me volvía loco, y Brandoni un día me dice: «Pará, Juan. Esto es así en teatro». Porque, si el tipo se ríe cinco segundos más que en la función anterior, lo tengo que esperar un poco y, al esperar un poco, me cambia la energía. Es así. Yo quería que fuera una película en vivo: todas las funciones lo mismo. Empecé a disfrutar como loco. Ya veía la merma de público en las películas. Veía las charlas con los ejecutivos cada vez más distantes generacionalmente. Y de pronto apareció la posibilidad de un terreno en el centro de la ciudad de Buenos Aires en donde estaba la habilitación para que sea teatro. Me enteré un sábado y el lunes ya arrancaba con el proyecto.
Esa también es una decisión: tener un solo teatro.
Un solo teatro grande, que es más…
Más antiguo, por decirlo de alguna manera.
Un solo teatro grande, pero con una disposición moderna. No es el teatro profundo, largo, en el que estás lejos del escenario. Hay dos teatros nomás de esta capacidad: el Maipo y este. Después tenés de quinientos para abajo o de mil para arriba. Aquí se puede hacer algo más ambicioso, porque en los teatros de quinientos para abajo estábamos atrapados con «los no más de siete actores y no hagan más nada». Y los de mil, bueno, solo los llena alguien muy popular. Es raro llenarlos. Siempre les están sobrando trescientas butacas.
¿Cómo es el tema de la programación?
Ahí empezamos a decir: «¿Cómo va a ser la curaduría?». Porque uno empieza diciendo: «¿Cosas nuestras o teatro argentino nada más?», y después te chocás con la realidad. Empezás a ver teatro argentino y decís: «No, no, no». Y cosas nuestras, me pongo frente a la computadora y no. Nosotros lo que queremos es lo que yo quería como director para trabajar: que confiaran en mí, y, si me equivocaba, nos equivocábamos juntos. Apostar a la gente. Gente que sea piola. Estoy yendo a ver un montón de cosas afuera para encontrar gente buena, no necesariamente que haya tenido teatro mainstream. No me gustaría tener veinte espectáculos distintos y llenar la marquesina de afiches. Sí me gustaría hacer clásicos los lunes y martes. Encontrar obras chicas y conseguir actores buenísimos. Muchos actores no quieren hacer teatro porque es un compromiso de todo el fin de semana. Tal vez hacer los lunes y martes algunas obras más de cámara, pero con actores importantes, que te guste ver. Veremos.
Voy a empezar en una que hace rato que veníamos con el personaje, pero me faltaba la historia. Fue como en El hijo de la novia, que estuvimos un año con el personaje del tipo que no se podía comprometer con ninguna relación hasta que un día mi viejo me dijo que mi mamá tenía alzhéimer y ahí apareció la historia. Así que estamos con eso: a qué historia le metemos esos personajes.
Durante el kirchnerismo, te involucraste políticamente y fuiste muy crítico. ¿Por qué fue eso?
Siempre opiné igual, pero pasaba desapercibido porque el país era otro. Me acuerdo de que en el 2001 opiné un montón, pero nadie decía nada ni se daba cuenta. Una vez publicaron algo que yo había escrito sobre un episodio particular y tuvo bastantes repercusiones. No usaba las redes. Me avisó el muchacho que manejaba la comunicación: «Tendrías que sacarte un Twitter porque hay cuatro que se hacen pasar por vos y uno está invitando a salir a Luciana Salazar» [una conocida vedete argentina] [risas]. Y yo decía: «Decime que me dijo que sí, que la llamo» [risas]. Bueno, me fijé en algunas cuentas y me pareció que podía ser. «Al fin algo divertido», dije. Entonces, al primer tweet fuerte en contra del Gobierno, empieza el programa oficialista 678 a atacarme. Y a mí si me mojás la oreja… Y ahí empezamos. Una vez que te metés en el barro, cuesta salir.
Claro, claro. O sea, que el gran empujón te lo dio 678.
Sí, sí. Totalmente. Me radicalizaron la bronca. Además, yo era amigo de Tristán Bauer [actualmente, ministro de Cultura de Argentina; durante la presidencia de Cristina Fernández, a cargo de los medios públicos que hostigaban a opositores, particularmente a Campanella]. Estudiamos cine juntos. Él siempre supo lo que yo pensaba. Además, hablábamos. Cuando a él le dan el manejo de la televisión pública en el año 2008, yo estaba filmando El secreto de sus ojos, y me dice: «¿Querés hacerte cargo de la ficción? Porque lo quiero dividir en ficción y noticiero». A lo cual le contesto: «Ni en pedo, vos estás loco. Vos no sabés dónde te metiste». «No, porque lo quiero sanear», me dice. Y yo: «En cuanto quieras sacar las horas extras te van a mandar a colgar. ¿Qué sanear? Estás loco». Además, esto fue antes de 2010, antes de que se muera Néstor Kirchner, y yo les digo: «Ustedes tienen el boleto picado ya. Si no me quiero meter con ustedes cuando les va bien, ¿mirá si me voy a meter ahora que se están acabando?». Bueno, pero todo charlado como amigos de hacía treinta años que éramos. Hablamos durante meses y de pronto empezaron con el ataque mediático. Mi mujer lloraba todas las noches, era duro. A la noche en Twitter eran amenazas de muerte. Tenías doscientas mil personas que veían ese programa 678 cada noche. No daba más. Mi mujer se asustó mucho. Yo también. Digo: «A ver si algún loco…». Y Bauer no me contestaba los mails. No me contestó. Fue tremendo. Se puso estalinista de lo peor. Monje negro absoluto. No puedo creer. La conversión de gente que vi en estos años fue una experiencia de vida. Lo peor que han dejado.
Porque en el menemismo era como que estaban todos «del mismo lado», entre comillas.
El menemismo era pragmático. Estos están convencidos, sí.
El menemismo no les exigía «con nosotros o la muerte». Ellos hacían sus negocios y, si vos estabas, estabas, y, si no estabas, no estabas.
Nosotros egresamos de la secundaria en el 76. Hasta el 2010 quedamos dos veces por año todos los años, el que faltaba era porque estaba afuera o porque no podía. Éramos treinta y seis. Ahora quedamos diecinueve y de los otros no supimos más.
¿Y no van por política?
Sí, por la grieta. Exclusivamente. Unos pelandrunes que se reinventaron. A uno le decía: «Loco, yo me sentaba al lado tuyo desde quinto grado hasta quinto año. ¿Me venís a vender que eras revolucionario?» [risas]. Le digo: «¿Vos me estás jodiendo?».
¿Y qué perdiste con la radicalización? ¿Qué te costó?
Tranquilidad en la familia y público, obviamente.
Perdiste público.
Sí. La grieta a nuestro trabajo le hizo muy mal. Todo el que opinó algo perdió público. Para un lado y para otro. En teatro perdieron más público ellos, y en cine y televisión perdimos más público nosotros. Es así. Indudable.
¿Y tuviste problemas con actores, por ejemplo?
Yo nunca. Jamás. Hay uno que me da pena porque lo llamé varias veces y siempre está «ocupado». Me dice: «Ay, perdón, estoy ocupado, estoy con una gira».
No quiere quedar pegado a vos.
Sí, porque tienen una concepción autoritaria del poder. Generalmente son autoritarios en su vida personal porque les parece que así es como hay que conducirse. Generalmente, por supuesto. No todos. El maltrato viene de arriba. Las relaciones de jefe-empleado son de maltrato siempre.
Sí, y también está el sentido de la pertenencia, al que no pueden renunciar. Si no son eso, no son nada. En lugar de poder analizar cada cosa en cada momento.
Es la misma psicología del que se mete en una pandilla. La misma: la necesidad de tener un lugar de pertenencia porque cuando eras chico no te acariciaban.
‘A mi hacer cine para la televisión no me interesa’, ¿que será lo siguientes?, a mi hacer cine para los pobres no me interesa… puto clasicismo y narcisismo. Anda y que os den mucho por donde amargan los pepinos.
¿Pero bueno, qué locura es esta?, ¿no puede uno dar su opinión?, ¿no puede uno hacer, decir, sentir las cosas de manera distinta a la tuya?
¡Anda, pilla tú el pepino y relájate!