Viene de «Guía monstruosa del videojuego en ZX Spectrum (2)»
Nota: (casi) todos los videojuegos mencionados en este artículo incluyen en su nombre un enlace a una partida completa de la propia aventura en YouTube. Para que los más nostálgicos aviven recuerdos y la gente más joven se espante observando estos divertimentos prehistóricos.
1988 – 1989: tormentón de juegos
Para algunos de nosotros el cierre de la década de los ochenta fue una etapa maravillosa, porque todo es bonito cuando tienes nueve años, te sorprendes con cualquier tontería mínimamente llamativa y aún no existen las redes sociales en donde señores anónimos con un avatar de Walter White o Clint Eastwood dedican mucho tiempo a demostrarte lo equivocado que estás en todo. En aquellos años la diversión, la puerta a otros multiversos, se encontraba en la tele de la vivienda a la que estaba enchufado el ZX Spectrum. Porque el cacharro de Sinclair vivió durante esta etapa sus años de esplendor. Encomendado por completo a la tarea de ser una máquina de entretenimiento, pues quienes lo utilizaban para cualquier otra cosa eran informáticos o bichos raros, el Spectrum recibió varias toneladas de juegos en un periodo brevísimo de tiempo.
La oferta era tremenda: arcades con hombres lobos y mitologías maleables en Altered beast (1988) o Myth (1989), patitos buscando gresca en Dynamite düx (1988), carreras en donuts inflables a través del río en Toobin’ (1988), un simulador de mánager de grupo de rock con el impagable nombre Rock star ate my hamster (1988), el clon caricaturesco de Indiana Jones conocido como Rick Dangerous (1989), hostias finas con Target: renegade (1988), Bad dudes vs DragonNinja (1988) y Renegade III: the final chapter (1989), rolazo de la Dragonlace en Advanced dungeons & dragons: heroes of the lance (1988), shoot ‘em up sobre ruedas en Marauder (1988), estupendas conversiones de recreativas como R-Type (1989) y Operation Wolf (1988), naves de gatillo fácil recorriendo autovías cuadriculadas en Eliminator (1988), o el juego de puzles Mindtrap (1989) que fardaba de tener 999 999 niveles distintos, algo que ningún ser humano se molestó en comprobar. Entretanto, los Oliver Twins expandían las aventuras de su huevo más famoso con cuatro nuevas entregas de Dizzy: Treasure island Dizzy (1988), Fast food (1989), Fantasy world Dizzy (1989) y Kwik snax (1989).
El cine se estableció como fuente potente de licencias. Los usuarios podían jugar a ser Harrison Ford en Indiana Jones and the last crusade (1989), Michael Keaton en Batman: the movie (1989), Kevin Costner en The untouchables (1989), Timothy Dalton en License to kill (1989), Arnold Schwarzenegger en Red heat (1989), Total recall (1989) o The running man (1989), Sylvester Stallone en Rambo III (1988), y asquearse un poco vistiendo los pantalones de Michael Jackson en Moonwalker (1989). Ghostbusters II (1989) trató de repetir el gigantesco éxito que supuso la primera aventura de los Cazafantasmas en el Speccy, pero no lo logró porque, al igual que sucedió con las películas, los mocos rosas no tenían tanto tirón como los mocos verdes. Lo que sí resultó ser un gigantesco best seller fue un Robocop (1988) basado en el film de Paul Verhoeven, un casete que despachó decenas de miles de copias, colocándose entre la lista de videojuegos de Spectrum más vendidos de la historia.
El curioso subgénero de Guerrero Bárbaro Cachas Haciendo Cosas estuvo muy nutrido durante este tiempo: Savage (1988) fue un espectáculo técnico de enormes sprites multicolor; Barbarian II (1988) se alejó de la senda del uno contra uno del original para ofrecer un beat ‘em up que se peleaba con todo tipo de monstruos absurdos y no tuvo mucho éxito a pesar de apostar de nuevo por el marketing cárnico: sus responsables volvieron a fichar a la voluptuosa modelo Maria Whittaker para coprotagonizar la foto de portada con la idea de replicar la polémica causada por el primer juego; el Barbarian (1988) de Melbourne House era una producción completamente distinta a aquellas con las que compartía nombre, una que apostaba por una videoaventura controlada con un sistema incomodísimo de iconos; Rastan (1988) fotocopiaba a Conan sin pudores; Beyond the ice palace (1988) correteaba en taparrabos por castillos helados y Vixen (1988) colocaba una guerrera al mando para variar. Otros transcurrieron por caminos curiosos: Captain blood (1988) ofrecía ciencia ficción a la francesa con un exdiseñador de videojuegos absorbido por un universo en el que ejercería de piloto de nave espacial a la caza de una tropa de clones de sí mismo.
En la pantalla de colores chillones, también se pisaba el acelerador: Chase H.Q. (1988) combinó conducción y labores policiales al permitir arrestar criminales sin necesidad de bajarse del coche, embistiéndolos con el (molón) carro de la ley y la sirena puesta. Overlander (1988) dibujó un postapocalipsis motorizado a lo Mad Max fechado en el lejano año 2025. WEC Le mans (1988) circulaba suave y finísimo sobre sus amarillentos circuitos, mientras Crazy cars (1988) y Crazy cars II (1988) petardeaban sobre autopistas en blanco y negro. Power drift (1989) derrapaba con gracia. Nigel Mansell’s grand prix (1988 ) apostaba por la Fórmula 1, Turbo outrun (1989) por el descapotable con rubia y Super trux (1988) por el camión gordo. Stunt car racer (1989) sustituyó los mapas de bits por gráficos vectoriales que convertían los circuitos en montañas rusas divertidísimas de saltos locos y pendientes agresivas. Y Hard drivin’ (1989) logró construir carreteras con loopings en tres dimensiones sobre un Sinclair ya desfasado que no estaba pensado para esos trotes.
Entre los juegos internacionales más ovacionados al cierre de los ochenta se encuentran cosas como Laser squad (1988) de Julian Gollop, estrategia por turnos al mando de un escuadrón de soldados enredados en misiones retorcidas, una cinta que se convertiría en precusora espiritual del legendario X-COM: UFO defense. La odisea de supervivencia Where time stood still (1988), donde el avión de cuatro personajes jugables se estrellaba en un Himalaya repleto de criaturas prehistóricas y tribus caníbales. Rex (1988), un sobresaliente disparamucho al estilo Metroid encabezado por un rinoceronte mercenario. Los coloridos Stormlord (1988), Cybernoid (1988) y Cybernoid II: the revenge (1988) perpetrados por Rafael Cecco, o un plataformas de fantasía con héroe barbudo al rescate de hadas despelotadas y dos shoot ‘em ups, respectivamente. El gran tapado quizás fue el Soldier of fortune (1988) protagonizado por un cerdo humanoide. Un juegazo de botes y disparos que pasó desapercibido e incluso fue maltratado por la propia distribuidora al editarse con la portada de otro programa de Commodore 64, de idéntico título, y desarrollado por la misma compañía, que no se parecía en nada al del Spectrum.
Garfield (1988) y Andy Capp (1988) utilizarían la línea clara y la ausencia de colores para convertir sus respectivos cómics en andanzas interactivas. Pero sería Snoopy (1989) la que perfeccionaría el minimalismo extremo de viñetas, dibujando una aventura en blanco y negro cuya extraordinaria presentación no solo entendía los límites del hardware y los aprovechaba a su modo, sino que además era fabulosamente fiel a las tiras cómicas de Charles Schultz. El juego demandaba controlar a Snoopy para, encadenando acciones, ayudar a Linus a encontrar su mantita desaparecida en un plazo de cuarenta y cinco minutos. Y la puesta en escena era sobria pero soberbia, con una pantalla escrupulosamente limpia de marcadores y estridencias: la puntuación del jugador y el tiempo restante debían de consultarse a través de un panel ubicado en el extremo del pueblo y de un reloj abandonado en la calle, respectivamente. El conjunto era uno de los videojuegos visual y conceptualmente más interesantes de la máquina, uno que incluso permitía cumplir el objetivo principal a través de dos caminos diferentes.
En España, el 88 fue durillo para Dinamic. Los hermanos Ruiz andaban pillados con lo de pagar deudas y lo apurado de la cosecha de ese año supuso una conga de juegos sin mucha repercusión: el flojo matamarcianos Meganova (1988) y el especialmente nefasto Delfox (1988); un Hundra (1988) muy competente, con vikinga saltarina y enemigos moscones, que había sido programado por un chaval de dieciséis tacos, Ricardo Puerto y dibujado por un colega suyo de quince, Raúl López; un par de juegos para el nicho de poseedores de la pistola Gunstick, Target plus (1988) y Mike Gunner (1988); y un Turbo girl (1988) cuya mayor virtud fue la ilustración de cubierta firmada por Luis Royo con fresca en moto (cruce entre Brigitte Nielsen y la portada de la película Necrópolis), un videojuego que se publicitaría bastante en televisión gracias a los anuncios de la revista Micromanía que lo lucía en su portada. Capitán Sevilla (1988) llamó un poquito más la atención por llegar con una carátula y un tebeo dibujados por Max, y por tener como protagonista a un caballero que, como todo buen andaluz, se transformaba en superhéroe al zamparse una morcilla. Y Aspar G.P. master (1988) ofrecía carreras de motos incontrolables con apadrinamiento famoso. En el género aventurero, Dinamic publicó una pareja de conversacionales curiosas: Los pájaros de Bangkok (1988), basada en la novela del detective Pepe Carvalho de por Manuel Vázquez Montalbán, y La guerra de las vajillas (1988), una parodia de Star Wars protagonizada por personajazos como Manuel Luque Skywalker (ehm, ojo a esto), Obi Juan-Quenové, Chequevaca, Juan Solo, Dark Water o la princesa Paca Holgazana. Gente que habitaba las tierras de Tamponie, visitaba la temible Estrella Pringosa y pilotaba el Halcón Millonario. Pero el producto más destacable de la remesa Dinamic del ochenta y ocho sería un Navy moves (1988) con alma de superproducción hollywoodiense: secuela de Army moves, portada de Luis Royo con un primo de Arnold Schwarzenegger, variedad de niveles (viajes en lancha, buceo entre tiburones, shoot’em up subacuático a misilazos contra bestias de las profundidades e infiltración a pie en un submarino), y una edición física estupenda que incluía mapa del submarino enemigo, sobres cerrados con las palabras TOP SECRET estampadas, un manual para desentrañar claves secretas y una detallada guía de los adversarios. ¿El problema? Que su primera fase, consistente en brincar en lancha esquivando minas, era tan dura y desesperante como para que muchos chavales no llegasen más allá tras sudar fuerte y cagarse mucho en deidades antiguas.
En el 89, Dinamic continuó facturando lo suyo: Cosmic sheriff (1989), Bestial warrior (1989), Rescate atlántida (1989) o Comando tracer (1989) pasaron de puntillas por la memoria popular. Freddy Hardest en Manhattan sur (1989) resultó decepcionante comparado con su predecesor, pero la culpa la tenía su naturaleza de remiendo: originalmente se trataba de un juego yo-contra-el-barrio de los programadores uruguayos Iron Byte, uno que adquirieron en Dinamic para endosarle la cara del famoso playboy espacial y ver si así vendían algo. Michel fútbol master (1989) supuso otro fichaje futbolero y salió al campo con dos cargas: una para entrenar y hacer truquitos con la pelota, y otra con el juego de fútbol, que era lo interesante. Satan (1989) fue un arcade demoníaco dividido también en dos cargas independientes: la primera copiaba con un par huevazos enormes a la recreativa Black tiger de Capcom, mientras que la segunda convertía al guerrero protagonista en un anciano badass con ganas de triturar a hachazos a todos los habitantes del infierno.
A.M.C.: Astro marine corps (1989) es recordado con cariño por su desparpajo, su colorida puesta en escena y su marine runner concentrado en desintegrar toda vida alienígena en un planeta extraño. Era bien majete, aunque todo aquel despliegue multicolor en Spectrum provocaba que el scroll del juego y todos los sprites se desplazasen a patadas. El Capitán Trueno (1989) producido por Dinamic pero programado a pachas por Zeus software y Gameloft, trasladó a la pequeña pantalla el cómic de Víctor Mora y Miguel Ambrosio Zaragoza planteando un juego, con portada a cargo de Luis Royo, que demandaba alternar el control entre los tres héroes de las viñetas (Trueno, Crispín y Goliath) y ofrecía dos cargas diferenciadas. La primera parte enviaba a Trueno y compañía a corretear por un laberíntico castillo, activando interruptores, evitando trampas, escalando cuerdas y aniquilando duendecillos, esqueletos o arañas del tamaño de una vaca bien cebada. La segunda carga era un arcade lineal de acción más directa, repleto de criaturas monstruosas y saltos sobre abismos. After the war (1989) era en realidad bastante simple pero, joder, es que molaba lo suyo: en las calles de una Nueva York postapocalíptica, el valiente Jungle Rogers se daba de hostias contra punkis macarras y barbudos cachas como cuatro armarios para, a continuación, descender a los túneles del metro y, pistolón en mano, ametrallar tropas de señoros y robotos enfadados. La portada de Luis Royo, de nuevo, espectacular.
Aventuras AD es un caso aparte en la carrera de Dinamic. Un sello comandado por el ilustre Andrés Samudio, el Viejo archivero en las páginas de Microhobby, centrado en la elaboración de aventuras conversacionales, de esas de leer y escribir mucho. En esta temporada, los chicos de AD publicaron una celebradísima La aventura original (1989). Una gesta, que homenajeaba al clásico foráneo Colossal cave, dividida en dos partes: un primer acto donde los aventureros trotaban por los alrededores de una cueva equipándose. Y una segunda parte mucho más extensa en el interior de la caverna, recolectando tesoros, jugueteando con hechizos, evitando trampas y conociendo a secundarios tan entrañables como el Enano Maluva, un hijo de puta que aparecía de repente para abrirle la cabeza al protagonista con un hacha arrojadiza. Supervivencia (El Firfurcio) (1989) fue una pequeña aventurilla con extraterrestre graciosete creada para distribuirse gratuitamente en la casete del número 189 de la revista MicroHobby. Jabato (1989) fue la última tropelía de AD antes de saltar a los noventa, una notable adaptación al formato conversacional de los cómics El Jabato de Víctor Mora y Francisco Darnís.
Por su parte, en las oficinas de Opera Soft se dedicaron a arrojar una tacada de videojuegos entre los que se encontrarían algunas de las joyas de su catálogo. El carismático Goody (1988) relataba las andanzas de un ladronzuelo dispuesto a vaciar las arcas del Banco de España. Unas correrías que tenían lugar por las calles de Madrid, esquivando quinquis, viajando en metro por paradas emblemáticas de la ciudad (Ópera, guiño, guiño, incluida), recorriendo las alcantarillas, brincando entre obras en un Madrid pre-Almeida, lidiando con las barcas y los gorilas salvajes típicos del parque del Retiro, evitando ser arrestado por un policía de porra alegre y finalmente desvalijando el Banco de España, tras haber utilizado por el camino las herramientas adecuadas y recolectado los números que componían la combinación de la ansiada caja fuerte. Sol negro (1988) fue un arcade de disparos envuelto en una fantástica portada de Juan Giménez y un argumento bastante chulo basado en la cinta Lady Halcón: la parejita de guerreros macarras Bully y Mónica son víctimas de una maldición que les impide estar juntos, porque cada plenilunio uno de ellos se convierte en un animal (ella en halcón, él en pez con papada gorda) mientras el otro conserva su forma humana. Para acabar con el hechizo y regatear la zoofilia, ambos se lanzan en un viaje, masacrando a todo lo que se les ponga en medio, en busca de un eclipse, el sol negro del título, capaz de romper la maldición. Solo (1989), Trigger (1989) y Guillermo Tell (1989) fueron diseñados para pegar tiros a la pantalla con la pistolica Gunstick. Los dos primeros eran galerías de disparos con enemigos apareciendo detrás de cualquier seto del escenario, pero el tercero añadía algo más de enjundia al rema al requerir que el jugador protegiese a Guillermo Tell de todos los enemigos que se abalanzaban sobre él mientras paseaba por la pantalla. Mutant zone (1988) enviaba a un guerrero espacial al famoso planeta Scorpio, un lugar lleno de cosas mutantes muy feas por culpa del bombazo de una supernova, para rescatar a una pandilla de científicos cautivos. De Corsarios (1989) nadie se quiere acordar por tratarse de un beat’em up demasiado pocho. Ulises (1989) tiraba de mitología para un arcade directo, con mucho salto traicionero y unos envites enemigos insufribles por estar adscritos al respawn eterno e inmediato. Gonzzalezz (1989) tenía por protagonista a un mexicano de sombrero, González, aficionado al noble arte de la siesta y se presentaba en una doble carga. La cara A de la cinta ofrecía un reto de plataformas a través de las pesadillas de González, con el hombre aleteando, literalmente, entre parajes surrealistas repletos de peligros curiosos, y a la caza de un despertador molesto. La cara B era totalmente distinta, un arcade de scroll horizontal que transcurría en el mundo de los despiertos, con González atravesando desiertos plagados de animales agresivos, cruzando poblados de western, visitando asentamientos de pieles rojas, peleando en grescas de saloon y abriéndose paso a tiros y cuchilladas hasta alcanzar una hamaca en la que seguir echándose la siesta.
Tres años después del lanzamiento de su ópera prima, la compañía decidió otorgarle una secuela a aquel programa con un Livingstone supongo II (1989) donde Henry Stanley continuaba la búsqueda del doctor Livingstone atravesando los parajes más potencialmente peligrosos de la selva africana armado en esta ocasión con una pértiga, un látigo, un bumerán y un paquete de granadas. Livingstone supongo II ofrecía gráficos más grandes y detallados que los de su predecesor y no estaba nada mal, pero por alguna razón el original seguía teniendo más encanto. Mot (1989) más que un juego parecía una reverencia al dibujante Alfonso Azpiri, responsable de algunas de las portadas más icónicas del software español, al adaptar al terreno del píxel las viñetas de su popular cómic. Mot era aquel tebeo en donde un sufrido adolescente, Leonard, se hacía coleguilla de un gigantesco monstruo interdimensional con tendencia a la catástrofe y afición por viajar a mundos de fantasía peligrosos. Y el videojuego trasladaba todo eso a la pantalla del ordenador en dos actos muy diferenciados. La primera carga se presentaba en paneles de cómic y nos ponía al mando de Leonard tratando de evitar que un Mot, controlado por la IA, la liase en la casa del chaval o fuera descubierto por sus sufridos padres. La segunda carga ofrecía un juego de acción encarnando a un Mot que se abría paso a hostias por emplazamientos fantásticos y saltaba entre portales dimensionales.
Pero si existe un programa que destaca especialmente en el catálogo editorial de Opera Soft ese es La abadía del crimen (1988), o el que muchos consideran el mejor juego de la etapa 8 bits. Erigida por el extraordinario programador Paco Menéndez (ex-Made in Spain) y con gráficos esculpidos por Juan Delcán, La abadia del crimen adaptaba la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco convirtiéndola en una gran videoaventura de perspectiva isométrica. En ella, el jugador vestía los hábitos del fraile franciscano del siglo XIV Guillermo de Occam (Guillermo de Baskerville en el libro original) y, acompañado por el novicio Adso, se enfrentaba a la detectivesca misión de descubrir al autor de una serie de asesinatos acontecidos en una abadía italiana ubicada en las montañas. Se trataba de una aventura ensamblada con muchísimo mimo, que presentaba un monasterio en forma de escenario tridimensional con un diseño excepcional, a cargo de un Delcán que por entonces cursaba estudios arquitectónicos. También era un reto jodido como un demonio, el control era robótico y difícil de dominar, las jornadas de pesquisas por el convento se salteaban con cumplir las actividades de la vida de entrega religiosa so pena de sanciones (o la expulsión del lugar, que suponía un Game over) por parte del estricto abad mandamás, era necesario estar en lugares determinados a horas concretas para completar ciertos eventos e incluía un laberinto enrevesado a través de una biblioteca. Pero en todo momento tenía el aura de ser algo grande e inusual dentro de las posibilidades de los ordenadores domésticos. Pese a sus virtudes, el juego nunca gozó de buenas ventas, ni en su tímida tirada inicial en el 87 bajo la marca Academia Míster Chip ni en su reedición a lo grande y a nivel nacional bajo el apadrinamiento de Opera. Pero con el tiempo, las loas de la crítica y el interés posterior de los jugadores convirtieron el programa en un clásico de culto del videojuego español. Tanto como para tener sus propios sellos conmemorativos de Correos, una exposición propia en el Museo Histórico de la Informática de la Politécnica de Madrid, un ensayo literario, y ser objeto de decenas de remakes y conversiones a distintos sistemas (Game Boy Advance o Playstation 3 incluidas) e incluso de una versión ampliada y mejorada, La abadía del crimen extensum, que se puede adquirir gratuitamente en Steam.
Entretanto, en Topo Soft, andaban todos sentados sobre un petardo al encarar la recta final de los ochenta como una etapa de producción a saco que los colocaría entre las empresas potentes del país, Opera y Dinamic, gracias a una conga de títulos muy variados en temáticas y calidades: piratas con vista cenital en Black beard (1988); carreras de cuadrigas a lo Ben-hur en Coliseum (1988); matones de sombrero y ametralladora de tambor, al estilo Los intocables de Elliot Ness, en el cutrísimo Chicago’s 30 (1988); rescates con turbante por las calles de Marrakech en Tuareg (1988), una aventura en la que debíamos interrogar a civiles y estar atentos al reloj para visitar los locales de la casba; carreras de buggys en Rock’n roller (1988); un pinball con bolas radioactivas arrasando asentamientos enemigos en el sosísimo y, con razón, olvidado Score 3020 (1988); la colorida y muy maja videoaventura La espada sagrada (1988); el arcade de vaqueros Wells & Fargo (1988); el futurista y aburridísimo Metrópolis (1988); las incursiones submarinistas entre los restos del Titanic (1988) o el shoot’em up con cazas y bombarderos Silent shadow (1988).
En Topo también observaron que los fichajes de superestrellas deportivas eran muy beneficiosos y sacaron a pasear el talonario para producir divertimentos con caras conocidas: Drazen Petrovic basket (1989), Perico Delgado maillot amarillo (1989) y, sobre todo, un Emilio Butragueño ¡Fútbol! (1988) que tenía una historia detrás con muchísima miga. Porque ocurrió que en aquel 88, tres trabajadores míticos de Topo (Rafael Gómez, Javier Cano y Emilio Martínez), muy descontentos con las desavenencias internas de la desarrolladora, se escindieron de la empresa para montar su propia compañía (Animagic) tras recoger los beneficios de una jugarreta curiosa en torno al Buitre: los tres tíos andaban desarrollando un juego de fútbol a escondidas, en sus horas libres entre proyectos de Topo, cuando se enteraron de que sus jefazos habían fichado a Emilio Butragueño para construir un simulador de balompié a su alrededor. Y entonces decidieron agarrar su juego secreto inédito, colocarle un protagonista rubio, y encargar a un colega suyo que se presentase con él en las oficinas de la empresa para vendérselo a los mandamases. En Topo soltaron una burrada de pasta para comprar aquel juego de un equipo de desconocidos, sin sospechar que estaban pagándole una millonada a un grupo de gente que ya tenían en nómina.
Cuando Emilio Butragueño ¡Fútbol! llegó a las tiendas se convirtió en un éxito gigantesco e inaudito, vendiendo más de cien mil copias, un récord que no sería superado durante varios años. Una auténtica hazaña teniendo en cuenta que aquello era un mojonazo de juego que plagiaba sin pudores el Tehkan world cup de recreativas, carecía de ligas o copas, de penaltis, de dificultad, de un sonido decente o incluso de un segundo tiempo en los partidos. Obviamente, las descomunales ventas no se debieron a la calidad del producto, sino a la jeta del Buitre en una carátula que, además, incluía un tuneo colorido para evitar hooligans ofendidos: la portada de la cinta mostraba una foto de Butragueño en acción, con el pajarito dentro del nido, vistiendo una equipación del Real Madrid que se tiñó de rojo para evitar posibles antipatías entre el público. Meses más tarde, Erbe presentó un inesperado Emilio Butragueño II (1989), pero aquel ni era una producción patria de topos en la sombra, ni un producto original. Se trataba de una versión retocada de dos juegos ingleses, Gary Lineker’s superskills (1988), que ofrecía diversas pruebas de habilidad con el balón, y Gary Lineker’s hot-shot! (1988), un simulador de fútbol normalito. Programas que se habían combinado en un mismo paquete, renombrado y sacado a la venta con nueva portada chula para ver si colaba.
Al margen de las porterías, el otro gran pelotazo de Topo con una esfera como protagonista fue también hijo de inspiraciones en terceros: Mad mix game (1988) de Rafa Gómez, una graciosa revisión de Pac-man que añadía a la base clásica ocurrencias simpaticonas: nuevos enemigos acompañando a los típicos fantasmas, como una mariquita que plantaba nuevas bolas a devorar o un bichejo de pies generosos que las incrustaba en el suelo; la posibilidad de que el comecocos se transformase en hipopótamo, nave espacial, tanque o una excavadora con la que desenterrar bolitas pisoteadas; y elementos como puertas giratorias o casillas comestibles que encarrilaban al redondo glotón en un sentido concreto. Fue un éxito de ventas que se exportó con retoques para evitar recibir una misiva de los abogados del ilustre Señor Pac-man: Pepsi se hizo con la licencia del Mad mix game y lo publicó en el extranjero como The Pepsi challenge a modo de campaña promocional. En dicha versión el protagonista ya no se parecía a la mascota de Namco, sino que lucía unas buenas patorras con las que pisoteaba las bolas en lugar de zampárselas, y a su gesta se le había extirpado la primera fase por ser demasiado similar al laberinto clásico de Pac-man.
El último gran producto Topo destacable de la época fue Viaje al centro de la tierra (1989), una odisea multifase, con pinta y promoción de juego bien gordo, de superproducción ochobitera, basada en la überfamosa novela de Julio Verne. Un lanzamiento importante que en el caso del ZX Spectrum supuso cierta bajona, pero no porque no fuese bueno, que lo era, sino por cuestiones de prisas y tijeras: las versiones de ocho bits sufrieron recortes de última hora, y en lugar de las cinco fases planeadas inicialmente, que sí poseían sus hermanas mayores de dieciséis bits, tuvieron que conformarse con tres, aunque lo cierto es que dos de ellas suponían el núcleo potente del juego. El Viaje al centro de la tierra en Spectrum se iniciaba reconstruyendo un mapa con un tedioso puzle, pero a partir de ahí la cosa mejoraba. El segundo nivel se adentraba en las entrañas terrestres, permitiendo controlar a tres personajes (el anciano profesor Lindenbroke, su hija Graüben, y su atlético sobrino Axel), que debían de coordinar sus diferentes habilidades para salir enteros del lugar. Se trataba de una sección de exploración a través de una laberíntica red de cavernas subterráneas repletas de peligros en forma de murciélagos agresivos, puentes frágiles, ríos de lava, arañas gigantes que extendían sus telas por el lugar para atrapar despistados, nubes de grisú potencialmente explosivas, saltos de fe o tentáculos monstruosos en los charcos profundos. Y ofrecía cierto componente aventurero con la inclusión de un candil de gas limitado para iluminar los túneles, un arma para combatir bichos feos, una cantimplora para recuperar la vida perdida y la posibilidad de tomar más de una ruta para alcanzar la salida. La tercera, y última, fase colocaba al trío protagonista en un arcade de acción lateral evitando arenas movedizas, peleándose lanza en mano contra tiranosaurios o smilodones, y esquivando tanto coletazos de stegosaurios como picotazos de pterodáctilos. Lo bonito es que mucho tiempo después, bien entrados los dosmiles, Alfonso Fernández (grafista del videojuego) y el programador Manuel Ferreira se embarcaron en la tarea de completar el juego añadiéndole las fases cuarta y quinta, ausentes en el original, para que los curiosos pudieran disfrutar de la excursión tal y como fue concebida inicialmente. Y el resultado fue un Viaje al centro de la tierra. Edición extendida (2008), publicado gratuitamente en internet bajo la marca Topo siglo XXI, donde el jugador además de lidiar con todo lo anterior, se enfrentaba a una playa llena de tortugas gigantes (la fase cuatro) y a una escapada en balsa a través de la efervescente garganta de un volcán en erupción (la fase cinco y el verdadero desenlace).
Zigurat afrontó el ocaso de los ochenta engordando el currículum con nuevos títulos, fabricados tanto en la cocina de casa como elaborados por terceros. Afteroids (1988) agarraba la mecánica del clásico Asteroids y lo vestía con gráficos menos vectoriales y más pixel art, items variados, estancias enrevesadas y una treintena de fases. Paris-Dakar (1988) apostó por el rally. Y Arkos (1988), un arcade con bárbaro cachas matamonstruos y pajarraco como transporte, salió poco agraciado y muy mal parado al ser feo, aburrido e incómodo.
Pero en Zigurat también cultivaron una colección de criaturas que destacaban por enarbolar premisas y planteamientos más llamativos de lo habitual: El poder oscuro (1988) supuso una pequeña gema del software español. Una historia de ciencia ficción donde el enemigo a derrotar era un mal invisible, una oscuridad que devoraba un mundo futurista con la misma voracidad que la Nada deglutía Fantasía en La historia interminable de Michael Ende. Y aunque este punto de partida ya era interesante por sí solo, la mecánica del juego molaba aún más. Porque el jugador se veía obligado a escapar de ese monstruoso agujero negro, que consumía el mapa de manera gradual, alternando el control entre los tres elementos de una gigantesca matrioska mecánica: un robot colosal (calcado a Mazinger Z) que en su interior contenía una nave espacial, que a su vez llevaba dentro a un héroe guerrillero. Tres estilos de juego completamente distintos que permitían pisotear la superficie y arrasar enemigos con el mecha ochentero, surcar los cielos con la aeronave y adentrarse en pequeñas galerías, túneles y estancias plataformeras a pie. Mecánicas que era necesario combinar para ir despejando el camino del robot gigante, demandando constantes cambios de vehículo y apuradas carreras por el escenario, que debían planificarse de antemano para llegar hasta los puntos de interés antes de que el Poder oscuro los devorase.
Comando Quatro (1989), un juego de Gamesoft publicado por Zigurat, presentó al que probablemente sea el reparto más inusual del mundo de los videojuegos: un minero asturiano, un piloto de la Segunda guerra mundial, el entrañable gorila albino Copito de nieve y un yuppie alemán transformado en demonio tras un pacto con Satán. Cuatro personajes cuyos universos y eras habían sido intercambiados en un extraño suceso trilero-dimensional y a quienes el usuario debía de reconducir a sus respectivos mundos. Las instrucciones de Humphrey (1988) relataban un trasfondo absurdamente complejo para lo que en esencia era un juego de habilidad clásico que no necesitaba de mucha excusa: en el año 2454, un popular actor de la 25th century fox llamado Humphrey, una versión marciana de Bogart con gabardina incluida, se ve tan agobiado por el acoso de los fans como para abandonar su residencia en Beverly Planets y mudarse a una nueva mansión en otra galaxia. Al llegar a la nueva vivienda descubre que sus irracionales seguidores han invadido el inmueble, pero también que los obreros se han olvidado de pintar el suelo de la residencia, y decide ponerle remedio a lo segundo esquivando a los primeros. En la pantalla, todo esto se traducía en un videojuego de habilidad en perspectiva aérea con un monigote, de salto muy gracioso, tratando de colorear el suelo de niveles enrevesados repletos de enemigos extrañísimos. Curro Jiménez (1989) se inspiraba en la serie homónima de Televisión española para crear un arcade en el que el conocido bandolero se enfrentaba él solito a todo el ejército francés a pie, a caballo, y lanzando petardos gordos de dinamita desde un globo.
Lo interesante es que, durante estos años de abundancia videojuegil, en España se elaboraron muchísimos otros juegos al margen de las compañías más populares (Dinamic, Opera, Topo y Zigurat). Divertimentos de empresas más pequeñas que buscaban morder algo de mercado y entre los que habitaban tanto juegos decentes como artefactos infames. Duck out (1989) tenía gráficos rechulos y a un clon de el Pato Lucas abriéndose paso a sartenazos para huir del caldero de puchero. Zipi y Zape (1989) trasladó a los personajes de Escobar a una aventura conversacional abominable, que además de insulsa y analfabeta (estaba repleta de faltas de ortografía) resultaba imposible de finiquitar por culpa de un error de redacción (era necesario ordenar «lanzar un clavo» en lugar de «clavar un clavo») que impedía avanzar en la historia. Drakkar (1988) desembarcó con un vikingo cabezón en un juego decente pero del montón. Krom: el guerrero invencible (1989) era un bodrio infumable tan feo como el Instagram de una nevera por detrás.
Khazzad-Dum (1989) y Under ground (1988) nacieron como clones muy coloridos y muy tardíos de Abu Simbel profanation. The brick (1989) fue un machacaladrillos que lucía gratuitamente a una rubia desnuda en la portada (y en su última fase), incluía láseres laterales como complemento a la raqueta clásica y, según confesaban sus propios autores, había sido realizado «sin ganas» por culpa de los latigazos de un jefe de lo más cutre. Hypsys (1989) resultó ser un matamarcianos multifase bastante bueno del que nadie se acuerda hoy. El mediocre El Cid (1988) se tomaba ciertas libertades históricas al enviar a un incontrolable Rodrigo Díaz de Vivar al rescate de su amada Jimena secuestrada por Belcebú. Animagic, el sello formado por ex-curritos de Topo, además de trabajar en la sombra para otros sellos aprovechó estos meses para lanzar un Cyberbig (1989) futurista con alien gordo y el macarra pero ingobernable Bronx (1989), un uno contra uno repleto de caras conocidas. En Barcelona, el sello Positive se estrenó con Mambo (1989), una de acción donde un mercenario cachas, armado con una guitarra ametralladora, afrontaba una misión bastante extensa, recogiendo llaves y desactivando minas mientras trotaba por un campamento enemigo. La compañía despidió el ochenta y nueve con Rath-Tha (1989), un correcto matamarcianos poblado de mucha nave con forma de roedor y Enchanted (1989) un pinball con mesas interconectadas que cometía un pecado imperdonable: hacer que la distancia entre petacos fuese tan grande como para que muchas veces resultase imposible salvar la bola de precipitarse al foso.
El caso de la compañía Iber Software es un tema espinoso. Porque, a pesar de que su sello acogería juegos originales majetes, se trataba de una empresa que se adentró en este mundillo caminando raro por culpa de unos huevos como pelotas de playa: un gran número de sus lanzamientos iniciales, muchos de ellos para el ordenador MSX, fueron versiones pirateadas y hackeadas vilmente de videojuegos extranjeros. Programas ajenos que agarraban sin permiso para modificar cuatro gráficos (y a veces ni eso), endosarles un nuevo título y venderlos como propios bajo la marca Iber. Casi una decena, que se sepa, de versiones ilegalísimas entre las que militaban cosillas como Cosme Estible (hack de Pine Applin) o Silfi (plagio de Elidon).
Ocurría que además de un morro antibalas, en Iber también tenían programas originales en el almacén. Cosas como Casanova (1988), un juego bastante decente que en realidad había sido elaborado bajo el techo de Topo soft y cedido a los muchachotes de Iber para que entrasen con buen pie en el mundillo comercial. Casanova invitaba a vestir la peluca rococó del disoluto Giacomo Casanova para callejear por Venecia recogiendo sujetadores (¿?) que flotaban alegres en el aire y viajando en góndola de una fase a otra. Defcom 1 (1989) ofrecía un matamarcianos con bonita portada y tres tipos de aeronaves diferentes, pero sin muchas novedades. Habilit (1988) era un agradable clon de Pengo, con una carátula terrorífica y muy de videoclub ochentero, que cometía un pecado imperdonable: por un desliz de su programador era imposible superar el nivel nueve, una pantalla que dejaba siempre al protagonista en un callejón sin salida. En la actualidad, las versiones del juego disponibles por internet están parcheadas y arregladas por los altruistas amigos de lo retro, esa gente con tanto tiempo libre. Ormuz (1988) y Punkstar (1988) lo intentaron con el simulador de submarinos y con las andanzas de una pelota punki, respectivamente, pero ambos eran muy poca cosa. Man-ollo el cavernícola (1988) escondía bajo ese arriesgado título un ejercicio de desfachatez tan evidente que resultaba envidiable: no solo se trataba de una aventura en perspectiva isométrica realizada con el programa comercial 3D Game maker, sino que además utilizaba la mayoría de gráficos que venían de ejemplo en aquel.
Existían, eso sí, dos curiosas alhajas que brillaban especialmente entre la maravillosa colección de programas acunados bajo el moralmente cuestionable sello Iber. Dos videojuegos que iban más allá del mero entretenimiento y se convertían en cápsulas de emociones. En hermosos receptáculos de una era, en sentimientos tallados en el incomprensible código máquina. El primero de ellos se hacía llamar Toi acid game (1989) y acunaba bajo su confuso nombre las principales inquietudes vitales de la época: las tetas, las discotecas bakaladeras, los smileys que puso de moda el acid house, y los cromos de Toi que salían en los Bollicaos. Una amalgama de elementos combinados de manera extraña para engalanar la aventura de un simpático Toi al rescate de su amada, Zoi, secuestrada por un científico loco que comandaba un ejército de sonrientes pelotas amarillas rellenas de ácido. Pese a la oportunista mezcla de modas, el desparpajo general del juego lo hacía especialmente cachondo y disfrutable: cuatro niveles (una discoteca, una playa con chavalas en top-less, un barco pirata y un castillo de peli de terror) en donde Toi se las veía contra matones en busca de camorra, cubatas asesinos, smileys que reventaban formando charcos de ácido, cangrejitos playeros, sifones con patas, almejas con ojos, vampiros y corsarios. Por el camino, el verdoso héroe otorgaba un valiosa lección a los niños: entender que siempre era buena idea beberse todo aquello que uno encontrara por el suelo, ya fueran pócimas sospechosas o cócteles huérfanos de dueño, porque hacerlo supondría adquirir poderes diversos y divertidos.
Pero la criatura más destacable de la producción de Iber Software fue, indiscutiblemente, Sabrina (1988). O el auténtico colmo de la desfachatez y la dejadez en 48k. Un juego cuyo target era el público que admiraba a la cantante italiana Sabrina Salerno desde que a aquella se le salió una teta durante su actuación televisiva en la gala de fin de año de televisión española en el 87. Una cinta que basaba todo su gameplay en caminar hacia la derecha asestando patadas, sopapos y tetazos a curas con el crucifijo en la mano y señoras escandalizadas, hasta llegar a los estudios televisivos. Una joya de la desvergüenza que incluía el single «Boys» de la artista de regalo en la casete.
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guau
Gracias por el esfuerzo. La guía es fabulosa, y trae montones de recuerdos de tiempos muy felices.
He echado de menos 2 juegos que me engancharon muchísimo:
– Scuba Dive (1983) Eras un submarinista que exploraba el fondo marino. Original. Recuerdo que tenía muy buena jugabilidad, permitía explorar libremente y generaba bastante tensión toda la fauna marina que ibas encontrando a más profundidad. https://www.youtube.com/watch?v=8KGtuepf3rw
– Tornado Low Level (1984) Manejabas un avión Tornado en un escenario que simulaba un 3D con un original sistema ultra-básico de volúmenes y sombras. Tenías que volar a ras de suelo para recoger unas minas, y a veces tenías que pasar por debajo de puentes y líneas de alta tensión. El juego era muy tonto, pero enganchaba. https://www.youtube.com/watch?v=BR2X9zQT7y4
Saludos
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