Viene de «Guía monstruosa del videojuego en ZX Spectrum (1)»
Nota: (casi) todos los videojuegos mencionados en este artículo incluyen en su nombre un enlace a una partida completa de la propia aventura en YouTube. Para que los más nostálgicos aviven recuerdos y la gente más joven se espante observando estos divertimentos prehistóricos.
1986 – 1987: Cargando
En 1986 el mundo real era un lugar terrible para vivir. La humanidad levantó la vista a los cielos y contempló cómo el transbordador Challenger estallaba en pedazos tras despegar, pero al volver a posar los ojos sobre la tierra presenció la explosión de un reactor nuclear que transformó Chernóbil en el destino turístico menos apetecible del globo. Y entonces las gentes comenzaron a pensar que parecía mejor idea dejar las naves espaciales y los charcos de ácido radioactivos para los mundos de ficción. La década ochentera quizás no era consciente de ello, pero se estaba estableciendo como la puerta de entrada definitiva de la cultura popular en la vida cotidiana. La moda, la música, la estética y las estanterías del videoclub fraguaron los cimientos de todo lo que llegaría en las décadas posteriores. En el mundo del entretenimiento digital, el videojuego se había instaurado como algo mucho más complejo que una horda de invasores espaciales desfilando ordenadamente para conquistar la Tierra. Pero la informática casera tenía algo de patito poco agraciado: las máquinas arcade en los salones recreativos, y las consolas de Nintendo y Sega (que se presentarían en sociedad en el 87, aunque tardarían unos años en triunfar a lo grande), lograban que en lo técnico los ordenadores domésticos parecieran máquinas menores, alejadísimas del estatus de pc master race del que gozan hoy.
Los ZX Spectrum también estaban sentando bases, ejerciendo como símbolo y espejo de toda la cultura pop de la época al acoger entre sus circuitos a las criaturas del momento a golpe de «LOAD «»»: las hombreras entre palmeras de la serie Miami vice (1986); los xenomorfos con mala (y ácida) baba de Aliens: the computer game (1986) y Aliens: Us version (1986); la adaptación a ocho bits de la serie de la BBC favorita de Margaret Thatcher: Yes, Prime minister (1987); el patriotismo peliculero de Top gun (1987); las plumas de Howard the duck (1986); los dibujos jugueteros de The transformers (1986); las adaptaciones domésticas de arcades como Super sprint (1987) o Bubble bobble (1987); el Yabba dabba doo! (1986) de Pedro Picapiedra; la troupe de Eternia encabezada por He-man en el feísimo Masters of the universe: the arcade game (1987) y la aventura conversacional Masters of the universe: the super adventure (1986); o las versiones pixelizadas de cintas palomiteras como Star Wars (1987), Big trouble in little China (1986), Friday the 13th (1986) y Short circuit (1987). Entretanto, el sector de la audiencia más elegante y distinguido se deleitaba con regocijo, y algún pañuelo, gracias al exquisito Samantha Fox strip poker (1986), aventurándose en timbas con el honorable objetivo de verle las, cochambrosamente digitalizadas, tetas a la zagala.
Al desaparecido Jonathan Smith le tiraron encima la licencia de la película Cobra de Sylvester Stallone y le comentaron que sería bonito que la transformase en un videojuego. Lo precioso del asunto es que el hombre optó por pasarse la fidelidad al material original por el forro y decidió que, en lugar de adaptar el film, sería mucho más divertido utilizarlo como excusa para trasladar el espíritu cafre de los ochenta al videojuego. En Cobra (1986) Stallone se abre paso a cabezazos y obtiene armamento recogiendo hamburguesas; los enemigos son matones esgrimiendo puñales, señoritas recatadas con un bazooka al hombro o carritos de bebé; la cantidad de munición está representada por un patito de goma; la tecla de «disparo» es rebautizada como «homicidio» en el menú de opciones; y las partidas finalizan con un Game under en lugar del clásico Game over. En general, Smith hizo lo que le vino en gana y lo vistió con su talento como programador virtuoso, amigo del scroll fino y el juego fluido, legando al mundo una astracanada divertida.
El Speccy también continuó siendo un laboratorio donde cocinar productos que abrazaban sin pudor alguno el delirio: Ninja hamster (1987) era una auténtica bosta, pero ofrecía exactamente lo que anunciaba su título, a un roedor repartiendo hostias; en Streaker (1987) un orondo caballero en pelotas, a quien le botaban las tetas al caminar en un innecesario pero extraordinario ejercicio de realismo, vivía una maravillosa aventura en busca de ropajes con los que tapar las lorzas que le cubrían el pito; Soft & cuddly (1987) conformaba un caso especial, porque Soft & cuddly era el juego para gente que considera los llantos de agonía como música relajante, el programa favorito de los punkis que tenían un Spectrum, el equivalente a convertir en bits los garabatos de la libreta de un adolescente incomprendido, un vómito pixelado que se decía a sí mismo juego. Una cosa encantadora, vamos. How to be a complete bastard (1987) fue uno de los juegos más extraños y cafres del medio, uno que se presentó tomando como base un libro homónimo escrito por el personaje sir Adrian Dangerous (Adrian Edmonson) de la serie The dangerous brothers present: world of pain. O un texto humorístico que, en oposición a la sección de autoayuda, inauguraba el género de la autodestrucción social al ofrecer todo tipo de ideas para ser un Tremendo Cabrón.
La adaptación de How to be a complete bastard al Spectrum era un bicho rarísimo, dividía la pantalla en dos perspectivas distintas de un mismo plano, logrando que el movimiento fuese absolutamente confuso, e invitaba a ayudar a Adrian Dangerous al noble propósito de convertirse en el ser más detestable de una fiesta en casa ajena llevando a cabo barrabasadas que aterrorizasen al resto de invitados: emborracharse, mear en los lavamanos, saquear la vivienda del anfitrión, fijar violentamente a los convidados al suelo utilizando un martillo y un puñado de clavos, devorar laxantes para disparar flatulencias violentas en público, destrozar mobiliario, electrocutar a gente, cubrir con Super Glue el asiento del váter, derramar pintura sobre cabezas ajenas o recoger mierdas de perro para arrojarlas en estancias concurridas. Realmente, es más divertido leer sobre How to be a complete bastard que jugarlo. Porque controlar al personaje en esas disparatadas perspectivas es doloroso, su catastrófica gesta tiene un nivel de dificultad absurdo, y al programa le gusta trolear al jugador: uno de los objetos de la aventura es un ZX Spectrum, uno con el que Adrian Dangerous puede interactuar reseteándolo y provocando, para sorpresa y cabreo del jugador, que el propio juego se resetee, obligando a cargar de nuevo la cinta. Quizás la mayor virtud de How to be a complete bastard sea ser el único videojuego conocido que tiene medidores de borrachera, pis, pedos y olor corporal para el personaje principal. Su final, con un chiste horrible, es para verlo.
En enero de 1986, la revista Micromanía iniciaba un análisis en su página doce con el texto «Por fin parece que, poco a poco, los creadores de software españoles están comenzando a despertar de un largo letargo, que los buenos programadores están dejando de ser unos cuantos aislados y que, definitivamente, se están empezando a crear buenos productos. Evidentemente, tampoco hay que echar las campanas al vuelo, pues está claro que la producción de juegos en nuestro país resulta, desde todo punto de vista, ridícula y escasísima si la comparamos con la de otros países europeos». Aquella divagación era la entradilla a la review del juego Sir Fred (1986), y resulta curiosa porque fue redactada poco antes de que en este país la peña se pusiera las pilas en serio a la hora de parir videojuegos en serie. Sir Fred era el segundo vástago de aquellos chavales de Ciudad de los Periodistas que ensamblaron Fred en sus ratos libres, un grupete que ahora se hacía llamar profesionalmente Made in Spain. Y un juego en forma de videoaventura que utilizaba el tropo de la princesita en apuros para lanzar a un caballero narizotas a su rescate, recorriendo los alrededores, las catacumbas y las estancias de un castillo hasta llegar a la torre que cobija las enaguas de la señorita. Sir Fred resultaba brillante por su diseño, que ofrecía diversas rutas para llegar hasta la alcoba de la princesa dependiendo de los objetos (cuya posición variaba en cada partida) que tuviésemos más a mano, y por el movimiento del protagonista, un señor que correteaba, derrapaba, saltaba, trepaba, nadaba, combatía a espada y se columpiaba en lianas con gracia y una inercia puñetera a la que no era fácil pillarle el tranquillo. El buen hacer de Made in Spain saldó el lanzamiento de Sir Fred con unas ventas más que estupendas en el mercado patrio y en el extranjero. Mientras tanto, en la empresa se produjo un curioso baile de marcas, porque el equipo creó el sello Zigurat y relegó la etiqueta Made in Spain al rol de distintivo y distribuidora. Poco después, Erbe asumiría el volante de la distribución y la marca Made in Spain desaparecía, convirtiendo a efectos prácticos a Zigurat en la digievolución de Made in Spain.
Tras el lance caballeresco, se presentó, con el sello Zigurat ya estampado en la casete, otro tipo de aventura que llamaba la atención por su alegre manera de interpretar los copyrights ajenos: El misterio del Nilo (1987), una adaptación directa de la película La joya del Nilo cuyos creadores, en un principio, trataron de obtener la licencia oficial del film, pero finalmente acabaron por desistir ante la pasta que les demandaban en 20th Century Fox, y optaron por seguir la diligente ruta del «Vamos a hacerlo igualmente sin los derechos porque mira, total» (dramatización). El misterio del Nilo lucía gráficos majetes, permitía intercambiar el control entre tres personajes distintos que avanzaban en pandilla todo el rato, contenía una caricatura pixelada graciosa de Michael Douglas (retocada en el lanzamiento internacional, porsiaca), y en la práctica resultaba desesperante por culpa de la IA de los compañeros y de la absurda dificultad estándar de cualquier cosa elaborada en los ochenta. Zigurat remató el año lanzando Nuclear bowls (1987) de Diabolic Software, videoaventura plataformera en las entrañas de una central nuclear donde había de todo (robots, monstruitos, ovnis en miniatura, erizos) menos científicos en bata.
Entretanto, y en otro lugar de la capital, los hermanos Ruiz dedicaron este par de años a bombardear el mercado, publicando bajo la marca Dinamic tanto desarrollos propios como de terceros, dando la imagen ante la impresionable chavalada de que se trataba de una desarrolladora bien gorda. Su Camelot warriors (1986), ensamblado en la casa por Víctor Ruíz, fue una aventura de espadas y brincos desquiciantes, establecida como clásico de la compañía pero absurdamente injusta y con un final al estilo Los Serrano. En cambio, Nonamed (1987) fue un jueguecillo que el jovenzuelo Ignacio Abril se atrevió a presentar en persona en las nuevas oficinas de Dinamic, ubicadas en la Torre de Madrid, y que la empresa decidió rematar y comercializar estampando su nombre. Nonamed parecía simpático pero era un divertimento muy justito, protagonizado por un héroe que correteaba por un castillo, asestaba patadas de kárate a lagartos gordos y esqueletos flacos, coleccionaba calaveras, derrotaba a un dragón, y escapaba del lugar en un epílogo que, bueno, mirad qué cosa. Las cintas Tommy (1986), Alí-Bebé (1986) y Krypton raiders (1986) fueron tres productos menores de terceros lanzados bajo el muy efímero —solo existió durante un par de meses— sello Future stars, un rincón ideado por Dinamic para publicar a mitad de precio los programas amateurs de calidad limitada que recibían en el buzón.
Ocurrió que Enric Cervera y Emilio Salgueiro, dos colegas de instituto aficionados a la informática, remitieron cada uno un juego propio de plataformas a Dinamic, con la esperanza de entrar a formar parte de esas future stars. Y los Ruiz se toparon con dos juegos tan profesionales como para, tras retocar su carrocería y pintura, comercializarlos bajo el nombre Dinamic como dos entradas de una misma saga: Phantomas (1986) y Phantomas II (1986). Tropelías de botes y rebotes herederas de Abu Simbel profanation con un caco galáctico y androide entregado a la noble tarea de sisarle cosas a multimillonarios y vampiros. Tras los lanzamientos, Cervera y Salgueiro se acomodaron bajo el techo de Dinamic en sus próximos proyectos. El primero alumbró Dustin (1987), una videoaventura donde el preso Kid Saguf debía de apañárselas para fugarse de una cárcel construida en una isla. Un juego fascinante por permitirnos investigar el centro penitenciario (sus estancias, celdas, patio interior, costa exterior e incluso una selva cercana) en busca de un plan de huida, realizando trueques de objetos con otros presidiarios (cigarrillos, ganzúas, relojes, tabaco, dinero), y esquivando, huyendo de o partiéndoles la jeta a los guardias de la prisión para colarnos en ciertas dependencias o arrebatarles armas y utensilios. Frente al enconsertamiento jugable y temático de muchos otros juegos, ese micro mundo abierto de Dustin se antojaba de lo más llamativo.
Salgueiro, por su parte, creó una odisea espacial detonada por un gilipollas borracho al volante. Concretamente, por un playboy (sic) cósmico llamado Freddy Hardest (1987) que estrelló su nave en un planeta hostil mientras, bien ebrio, entonaba el «Nimega patria querida». El juego recreaba las andanzas del capullín espacial en busca de una base alienígena donde robar una aeronave del parking. Freddy se presentó en sociedad con un cómic de Ventura publicado entre las páginas de Microhobby, y aterrizó en las tiendas dentro de un casete con doble carga: su primera parte retaba a brincar sobre la superficie del peligroso planeta, evitando piscinas de ácido, y repartiendo patadas o disparos a robots y extraterrestres. Su segunda mitad se desarrollaba en el interior de una base enemiga, donde era necesario poner a punto un vehículo de escape para largarse del lugar.
Army moves (1986) de Víctor Ruiz supuso la conquista patria del mercado inglés, con las distribuidoras extranjeras encargándose personalmente de portarlo a otros sistemas populares entre los pérfidos anglosajones. Un juego guerrillero dividido en dos cargas que suponían experiencias diferentes: la primera parte demandaba conducir un jeep saltarín y un helicóptero ante oleadas furiosas de vehículos enemigos, y la segunda guiar a un soldado adentrándose en cierta base enemiga en la jungla, para volatilizar a un número de soldados equivalentes al censo oficial de una ciudad de tamaño medio. Game over (1987), un futurista arcade de acción non-stop parido por Ignacio Ruiz, fue otro de los éxitos de la desarrolladora. Como muchos vastagos de la edad de oro del software español, Game over estaba muy bien considerado por estas tierras, porque la prensa española mimaba a Dinamic dejando la objetividad en el trastero de casa, pero en la práctica suponía una experiencia frustrante y dolorosa por culpa de un diseño que convertía cada pantalla en una lluvia de peligros imposibles de esquivar. Y es una auténtica pena, porque estos juegos con buen despliegue técnico y gráficos llamativos, Game over incluía unos vistosos monstruos gigantescos, con el tiempo han envejecido tan bien como un brick de leche sobre un radiador, en Agosto. A día de hoy a Game over también se le recuerda por la polémica causada por el alegre pezón que se veía en su portada, una ilustración de Luis Royo que Dinamic había repescado de la revista de cómics Ere comprimee. Un pechote que sería censurado de maneras más o menos creativas en las ediciones internacionales.
Phantis (1987) era un caso curioso dentro del catálogo de Dinamic por tratarse de un reto asequible, incluso demasiado fácil. Te lo podías acabar sin llorar y todo. Algo en lo que tiene mucho que ver el hecho de que fuese programado por Carlos Abril en lugar de por los despiadados hermanos Ruiz. También era un juego divertido por variado, donde una rechula heroína espacial pilotaba naves, cruzaba pantanos cabalgando un marciano con pinta de pelota saltarina bota-bota, y se abría paso a tiros y a patita entre planetas y palacios alienígenas para rescatar al amado. A la hora de exportar la cinta más allá de nuestras fronteras, Phantis se renombró como Game over II por aquello de aprovechar el tirón del famoso juego previo con pezón. Dinamic también le metió a las aventuras lanzando las peripecias conversacionales de Arquimedes XXI (1987), Megacorp (1987), una flojucha Cobra’s arc (1986) que llamaba la atención por utilizar iconos en lugar de palabras tecleadas, y la muy popular Don Quijote (1987). Esta última tenía cierto delito, porque manda huevos basar una aventura literaria en el libro de Miguel de Cervantes considerado el mayor best seller español y salpicar con faltas de ortografía tan dolorosas para las retinas como la palabra «obejas».
Fernando Martin basket (1986), un juego de baloncesto uno contra uno , supuso el primer fichaje multimillonario por estas tierras de un nombre conocido para darle lustre a un videojuego, un programa que a la larga vendió toneladas de copias. Pero parece que entre las bambalinas de su desarrollo se gestaron movimientos turbios y cuestionables. El juego fue originalmente creado por Julio y Gonzalo Martín, un par de chavales que construyeron una pachanga digital donde una caricatura de Fernando Martín se enfrentaba a un muñeco con la cara del propio Gonzalo Martín. En Dinamic se tropezaron con el programa de casualidad, y ofrecieron a los chicos ayudarles a rematarlo para lanzarlo en tiendas. Inicialmente, la tropa Ruiz, al creer atisbar en la jeta del segundo jugador las facciones del popular jugador Epi, intentó fichar tanto a Fernando Martín como a Epi. Pero mientras el primero aceptó ceder su imagen por un millón de pesetas, el segundo solicitó un cheque de quince millones y los de la Mansión Dinamic le dijeron que bueno, que había sido un placer, que ya nos vemos por ahí si eso. El drama, como revelaba el propio Julio, sucedió cuando en Dinamic decidieron quedarse con la idea del juego, negarles los royalties a sus creadores, y reprogramarlo por su cuenta, afanando el trabajo ajeno y pagando únicamente por utilizar los gráficos que los chicos habían creado. Lo que parece una estafa gorda, vamos.
En el barrio de Ópera de Madrid, y más concretamente en la que fuese otrora una academia de baile ubicada en Plaza santa Catalina de los Donados portal número 3, cuarto derecha, no tiene pérdida, un grupete de programadores procedentes de la compañía Indescomp instalaron su base de operaciones para comenzar a hornear programas bajo el adecuado nombre de Opera Soft. Una compañía que se desvirgaría con el estupendo Livingstone supongo (1986), plataformas con Henry M. Stanley en busca del desaparecido David Livingstone en la jungla africana. O una excursión peligrosa a través de selvas con monos cabrones y plantas carnívoras, cataratas, poblados indígenas, lagos con peligrosas sirenas seductoras, templos de diosas que demandaban una colección de gemas como peaje, grutas y minas con vagonetas asesinas. La mayor virtud del juego se escondía en la mochila de Stanley, porque el hombre afrontaba la búsqueda equipado con una colección de objetos que era necesario dominar para completar la gesta: una pértiga para brincar a lo grande, un cuchillo, un bumerán para eliminar criaturas salvajes o activar palancas lejanas y unas granadas para hacer el Rambo. Era difícilillo, pero contemplar hoy en día una buena partida al juego es un entretenimiento bastante digno, y el cliffhanger final de la aventura sigue siendo una troleada graciosa. Livingstone supongo asentó a Opera Soft como una compañía a tener muy en cuenta. Y su equipo parió a continuación un arcade de mafiosos y tiroteos, Cosa nostra (1986), y una de ciencia ficción protagonizada por un robotito con testa voladora independiente, The last mission (1987).
En 1985, Javier Cano y Emilio Martínez Tejedor dos amigos aficionados a programar de manera autodidacta y casera, ensamblaron un programa educativo, MapGame (1985), sobre la geografía española para ayudar a estudiar al sobrino del segundo. Internet en general, Wikipedia incluida, asegura que los caballeros se encontraban vendiendo copias de su juego en el Rastro madrileño cuando Paco Pastor, excantante de Formula V y representante por entonces de la distribuidora de videojuegos Erbe, se topó con ellos. Aunque Cano explica en una entrevista que el contacto inicial se fraguó de otro modo: los dos colegas iban tan justos de medios a la hora de programar como para solo tener a mano una televisión en blanco y negro, y se les ocurrió arrimarse a una tienda de informática con la idea de pedir permiso para cargar MapGame en una tele decente y observar la pinta que tenía su creación en color. El dueño de la tienda, sorprendido por lo competente del programilla, les deslizó a los chicos el contacto con la distribuidora de software. Sea como fuere, Paco Pastor les fichó como programadores en Erbe y aquellos dos amigos se aliaron con Jose Manuel Muñoz Pérez para crear Las tres luces de Glaurung (1986), o las hazañas fantástico-medievales de un arquero que triscaba por los recovecos de un castillo en busca tres gemas mágicas. Las tres luces de Glaurung salió redondo y profesional, permitía elegir la ruta de la aventura, demandaba cierta estrategia a la hora de combatir enemigos e incluía detalles simpáticos como cierto hechizo que transformaba al valiente caballero protagonista en un cerdito. En Erbe continuaron tanteando mercado con juegos como el cabronísimo Ramón Rodríguez: aventuras y desventuras de un punki de aki (1986) de José Carlos Arboiro Pinel, o un Whopper chase (1987) protagonizado por una hamburguesa que se regalaba con la compra de un sanote menú del Burger King. Y al observar que el negocio del píxel daba pasta, decidieron crear un sello propio tirando de sus programadores y de freelancers externos: Topo Soft. Una empresa cuyo bautizo también tiene orígenes difusos: se suele decir que la denominación tenía espíritu de madriguera porque los picacódigos curraban en el sótano del edificio, pero por lo visto fue un nombre que tomaron prestado de una tienda informática de Atocha.
Topo Soft se estrenó con Spirits (1987), otra de peripecias medievales, pero con mago narigón envasado en hábito de monje y puesta en escena sorprendente: Spirits dividía la pantalla en dos, con la mitad superior conformando el área de juego, y la inferior mostrando la ubicación tanto de objetos importantes como de los paseos de ciertos enemigos, haciéndolo todo un poquito más cinematográfico. Tras lidiar con espíritus, la compañía comenzó a fichar chavales duchos con el código máquina para producir en serio: Survivor (1987) tiraba de ciencia ficción con propuesta molona: controlar a un alienígena, fotocopiado sin pedir permiso del xenomorfo de H. R. Giger para la saga Alien, para escupir lapos de ácido y zascandilear por las 142 estancias de una nave donde todo pretendía matarte. El mundo perdido (1986) salió con el sello Topo Soft estampado en su portada, pero era en realidad un producto italiano, llamado People fron Sirius y firmado por un tal Mauro Spagnolo, al que los de Topo añadieron música y una portadaza de Alfonso Azpiri. Stardust (1987) apostó por el masacramarcianos. Y Desperado (1987) fue un western matatodo que plagiaba, sin tener los derechos, a la recreativa japonesa Gun.Smoke. Se convirtió en un superventas, pero su descaro era tal como para que a la hora de lanzarlo en el extranjero los distribuidores optasen por obtener la licencia de Gun.Smoke y anunciarlo como la adaptación oficial de la máquina en lugar del picaresco clon castizo.
Al margen de las grandes leyendas del soft español, en el territorio nacional también brotaron decenas de pequeños juegos patrios ignotos y olvidados. Creaciones que a veces contenían detallitos sorprendentes como ocurría con Rocman (1986) de Magic team, una videoaventura que incluía un espectacular sampler de voz digitalizada («Bienvenidos al Mundo Fantástico de Rocman») acompañado de una marciana remezcla que parecía hija de algún Noséquépollas Mix de Quique Tejada. La aventura de texto El enigma de Aceps (1986), del mismo estudio, también asustó a unos cuantos a grito de voces digitalizadas. Scaramouche (1987) resultó curioso por tocar el inusual género de los duelos de esgrima. Bloody (1987) ofrecía una trama profunda y adulta: guiar a un murciélago vampiro interplanetario hasta las curvas de una enfermera llamada PATRICIA PÉREZ, así en mayúsculas, para chuperretearle la sangre. Rex Hard en busca del sol dorado (1987) podía haber sido un decente Indiana Jones patrio si no fuese injugable por imposible. Otros se limitaron a copiar los apuntes de los mayores: Crazy pingoin (1986) adaptaba la mecánica de la recreativa Pengo tomando prestada incluso la diabólica sintonía Popcorn, mientras King Leonard (1986) y Starbyte (1987) calcaban el estilo de Abu Simbel profanation logrando lucir un 100% menos de carisma que aquel. Por otro lado, aparecieron un buen montón de jueguchos underground que habían sido ensamblados por programadores que tenían más de mercenarios que de autores, y se vendían en kioskos y gasolineras a la vera de las cintas con los grandes éxitos de cantantes rancios. Se trataba de producciones de una dejadez tan obvia como para que ni siquiera se pusieran de acuerdo consigo mismas para concretar su propia naturaleza: Funky punky (1987) lucía en su portada a un macarra calvo y musculoso con pinta de veranear en Mad Max, pero en realidad versaba sobre ir al cole (en moto, eso sí) y en su pantalla de presentación mostraba a un orondo chaval apoltronado en un sofá junto al título «Fanky punky»; Car crash (1987) y Sabotaje (1987) ni siquiera lo intentaban y lucían carátulas donde los títulos no se correspondían con los nombres impresos en el lomo de los casetes (Cras-crash y Sabotage).
En Inglaterra, Ultimate play the game, aquella compañía pionera en los inicios del Spectrum y revolucionaria tan solo par de años atrás, pegaba sus coletazos finales en lo que más que un declive fue una decisión muy lista por parte de unos Stamper que, al olerse que al Speccy le quedaban cuatro primaveras y el futuro pastaba en otros campos digitales, vendieron su marca a U.S. Gold. Tras la compra, el sello Ultimate lanzó cuatro programas más: Pentagram (1986), la última entrega en Spectrum de las desventuras de Sabreman, ahora metido a hechicero, y una cinta de la que no se acuerda nadie porque apenas sorprendió al utilizar un motor, el primer Filmation, al que se le había pasado el arroz. Cyberun (1986) un arcade que muchos veían como secuela espiritual de Jetpac pero tenía poco de eso más allá del escenario espacial. Y dos juegos desarrollados por la propia U. S. Gold imitando el estilo de los Stamper, Bubbler (1987) y Martianoids (1987), que fueron recibidos con calderos de agua tibia. La verdadera autoría de Pentagram y Cyberun sigue siendo un misterio porque los Stamper apenas concedían entrevistas, no hacían demasiadas declaraciones y tampoco revelaban nunca quienes estaban detrás de cada proyecto. Pero la sospecha es que aquellos dos jueguecillos habían sido fabricados por los dos hermanos tiempo atrás y guardados en algún cajón del estudio hasta que alguien dio con ellos. Los Stamper acabaron fundado un nuevo sello, Rare, triunfando en consolas y comprando de vuelta los derechos sobre Ultimate porque a los hijos es más bonito tenerlos en casa que a cargo de un desconocido.
Ocurrió que el espíritu de Ultimate permaneció vivo incluso cuando aquella dejó de estarlo, porque muchos creadores agarraron el estilo isométrico del motor Filmation y crearon herederos del legado Stamper más y menos dignos. El Batman (1986) de Jon Ritman y Bernie Drummond no solo fue la primera incursión del hombre murciélago en los videojuegos, sino también una de las más simpáticas, el tipo de interpretación que Adam West hubiese encontrado graciosa y Christopher Nolan demasiado frívola. Head over heels (1987), también de Ritman y Drummond, se convirtió en clásico instantáneo ofreciendo trescientas pantallas, puzles chulos, y un par de personajes que se controlaban tanto de manera individual como ensamblados en plan Megazord constituyendo un solo cuerpo. Sweevo’s world (1986) llegó protagonizado por un androide con la cara de Stan Laurel encargado de limpiar su planetoide de bichejos ariscos, y gozó de una secuela, Hydrofool (1987), que embutió al robot en un traje de buzo y lo trasladó, junto a su perspectiva isométrica, hasta las profundidades submarinas. Nosferatu (1986) salía a la caza de vampiros, Movie (1986) se enfangaba en casos de detectives privados en la Nueva York de los años treinta, Molecule man (1986) tenía pinta de Ultimate Hacendado, Pyracurse (1986) invitaba a la arqueología aventurera en unas ruinas con maldición incluida, Amaurote (1987) cabalgaba un mecha arácnido para detener una invasión de insectos gigantes, y Greyfell (1987) enviaba a un gato con tirantes en una épica quest tan cercana por momento al estilo Ultimate como para rozar la demanda. En cierto momento, el subgénero del mundo isométrico fue tan popular como para que se editase un programa llamada 3D game maker (1987) que permitía al usuario crear sus propias aventuras con aspecto Filmation. Y aquello dio lugar a una nueva camada de producciones caseras tridimensionales, algunas de las cuales, como Evaristo el punky (1988), llegaron a editarse de manera comercial. La estética Ultimate ni siquiera murió con el Spectrum, Solstice (1990) en Nintendo, Equinox (1993) en Super Nintendo, Monster Max (1994) en Game boy o Lumo (2016) en PlayStation 4, PlayStation Vita, Pc, Switch y Xbox 360, también patearon losetas isométricas herederas de la escuela arquitectónica Filmation.
Entretanto, las máquinas arcade de cinco duros continuaron exportando sus éxitos a los ocho bits. Conversiones que sudaban lo suyo para replicar la experiencia en un hardware tan justito, pero que para compensar ofrecían el bonus de no tener que soportar el humo, las aglomeraciones y los quinquis con ganas de atracar chavales que habitaban los salones recreativos. Ghost and goblins (1986), Bomb Jack (1986), Terra cresta (1986), Gauntlet (1987), Space harrier (1986), Green beret (1986), Arkanoid (1987), Renegade (1987), Out run (1987), Elevator action (1986), Donkey kong (1986), o un Dragon’s lair (1986), muy alejado de los dibujos animados de la peliculera máquina original, fueron algunos de los que se atrevieron a encapsular las recreativas en cintas de casete.
Como reflejo de otras artes, las teclas del Spectrum no tenían pudores y alojaron tanto las aventuras de The goonies (1987), como las pesquisas plataformeras de un roedor detective marca Disney en Basil the great mouse detective (1987), las ensaladas asesinas de Attack of the killer tomatoes (1986), o el bigote de Charles Bronson masacrando pandilleros en las calles de Death wish 3 (1987). La literatura tampoco se quedó al margen: Terry Pratchett colaboró en la creación de la aventura conversacional The colour of magic (1986) basada en el universo de Mundodisco, y tanto Lord of the rings: game one (1986) como Shadows of Mordor: game two of Lord of the rings (1987) expandieron las leyendas de Tolkien en el mundo Sinclair. Estos dos últimos juegos basados en El señor de los anillos vendieron bastante bien, pero el público los consideró menores al bombazo que supuso en su momento The hobbit por ser más rígidos y no ofrecer el hermoso caos que propiciaban la IA y los eventos aleatorios de la escapadita previa de Bilbo Bolsón.
La temporada 86-87 se saldó con muchos más juegos notables. The great escape (1986) fue una pequeña maravilla, tan inspirada por el film La gran evasión como para robarle el nombre sin pedir permiso. Una videoaventura, que vestía perspectiva isométrica y uniforme de prisionero, donde había que apañárselas para escapar de un campo de concentración alemán de la Segunda guerra mundial. Un programa cuya virtud era la libertad de movimientos del jugador para afrontar cada jornada, cumpliendo las actividades diarias o escaqueándose para estudiar el entorno, las rutinas de los guardias, y las diferentes vías por las que huir para ser libre como el viento. Firelord (1986) planteó una gesta fantástico-medieval en un reino maldito de mundo abierto con ecos a Ultimate y una extensión de medio millar de localizaciones, que cartógrafos digitales como Miguel García Díaz han mapeado para hacer más asequible los paseos por Torot. The sentinel (1986) construyó un alucinante mundo tridimensional en primera persona. Dan Dare: pilot of the future (1986) adaptaría los añejos cómics británicos de Dan Dare en un arcade con colorines y mucho rayo láser. Contact Sam Cruise (1987) fue un proto-sandbox ubicado en los años treinta y encabezado por un detective privado con más disfraces en la gabardina que Mortadelo. Fat worm blows a sparky (1986) sorprendió por tener el nombre menos comercial posible, por su curiosa metapremisa, controlar a un gusano que se desplazaba por la circuitería de un ZX Spectrum, y por su avanzada tecnología al utilizar gráficos vectoriales para crear un escenario tridimensional que parecía magia negra pero la distribuidora definía como vástago de la «megaprogramación».
El británico Turbo Esprit (1986) supuso el primer juego de conducción de mundo abierto de la historia en una época en la que la idea de algo como Grand Theft Auto sonaba a delirio de tarados. En Turbo Esprit el jugador asumía el rol de un policía patrullando las calles de cuatro urbes inglesas al volante del coche titular, y a la caza de una banda traficantes de heroína. A primera vista podía parecer ramplón, pero en realidad se trataba de un juego de coches inusualmente avanzado para su época al incorporar detalles como semáforos, peatones, calles en obras, pasos de cebra, vehículos con una IA que respetaba las normas de tráfico y los límites de velocidad, o gasolineras donde repostar cuando el carro estaba seco. Además, el coche del prota también tenía una ametralladora incorporada, algo que no era tan realista como todo lo demás, pero molaba un huevo. Curiosamente, la versión española del juego aseguraba en su contraportada que la acción tenía lugar en Manhattan, lo que chocaba un poco con el hecho de que todos los supuestos neoyorquinos hubiesen decidido de repente conducir por la izquierda.
Revolution (1986) de Costa Panayi fue un juego de puzzles tridimensional protagonizado por una pelota en constante rebote de estética minimalista pero tan absurdamente elegante como para que parezca más moderno de lo que era. El matamarcianos Light force (1986) destacó por ser capaz de evitar el habitual colour clash del Spectrum con un diseño gráfico ingenioso. A La venganza de Johny Comomolo (1987) solo vamos a mencionar aquí por tener el título más loco de su época, porque como juego era un auténtico mierdolo gordo. The sacred armour of Antiriad (1986) fue un metroidvania bien cuco antes siquiera de que se acuñase el término. Quazatron (1986) ofrecía robotos aniquilándose entre sí en perspectiva isométrica y poseía una portada tan ochentera como para que al ojearla te creciera el mullet de golpe. Gryzor (1987) enfundó la saga Contra en cuarenta y ocho kas. Equinox (1986) y Exolon (1987) fueron dos juegos de acción del virtuoso Raffaele Cecco, o el diseñador de videojuegos que mejor, y con más maña, utilizaba los colores del la limitada paleta del Spectrum. La demostraciones de habilidad técnica eran en el fondo algo muy llamativo en aquellos años: con The trap door (1986) el hábil programador Don Priestley siguió vacilando de tener los sprites más grandes del medio; en Thanatos (1986) el prota era un dragón cabreado que ocupaba media pantalla; Trantor: the last stormtroper (1987) encaraba la acción run & gun con un soldado de tamaño considerable; y el saltarín Nebulus (1987) sorprendió con otro tipo de argucia visual: el ingenioso efecto de rotación de las torres que conformaban su escenario.
Jack the nipper (1986) invitaba a vestir los pañales de un bebé con el único objetivo de liarla pardísima por el pueblo cometiendo trastadas. En su secuela, Jack the nipper II: in coconut capers (1987), en niñato cabroncete era deportado a Australia por sus perrerías pero saltaba del avión en el último momento para aterrizar, utilizando el pañal como paracaídas, en el continente africano y continuar encadenando travesuras in the jungle. Los Oliver twins aprovecharon esta temporada para presentar a la que sería su mascota oficial y oficiosa: Dizzy (1987). Un huevo que instauraría sus videoaventuras saltarinas y rodantes como una de las franquicias más exitosas del software británico. La compañía Gremlin Graphics expandiría la leyenda de su famosa mascota minera, el topo Monty Mole, con Auf wiedersehen Monty (1987), un plataformas donde el héroe viajaba por Europa recolectando dineros para comprar una isla griega. Y con Moley christmas (1987), un breve metajuego, que se ofrecía de regalo con la revista Your Sinclair, donde el personaje debía de hacerse con una copia del propio programa que habitaba y llevarla a las oficinas del magazine para que fuese publicada junto a aquel en los quioscos. Clive Townsend, por su parte, ensambló Saboteur II: avening angel (1986), una secuela de su juego más exitoso que fardaba de un gigantesco mapeado (insinuado en su pantalla de carga) de setecientas pantallas que casi daban más pereza que ganas. Saboteur II destacó también por ser uno de los primeros juegos de acción protagonizados por una heroína, y si ya era extraño ver a una mujer encabezando la historia, mucho más sorprendente resultaba que ésta encima tuviese titulación ninja.
(Continúa aquí)
Hombre eso de que en 1986 era terrible vivir… Ahora sí que da verdadero asco amigo.
Que currazo esta serie de artículos!!
Algunos comentarios de los juegos que se hacen igual son algo injustos… Vaya por delante que me encantan estos artículos y que es uno de los mejores sobre videojuegos retro que he leído en mucho tiempo (a ver cuándo nos animamos a visitar el romset de Commodore).
Decir que el Manic Miner no era de dificultad demencial, más bien al revés tiene una dificultad muy bien medida en forma de curva ajustada. Se llega fácil (echando las suficientes partidas) al nivel 12 o 13, a partir de ahí se complica más pero es perfectamente completable. Ya de crío (unos seis o siete añitos de entonces) llegaba por ahí y ahora revisitándolo me lo terminé en poco tiempo. En realidad los saltos «pixel perfect» que hay en el juego son 2 o 3, lo normal es tener una ventana razonable de error al saltar y caer. Tampoco es que sea un juego fácil pero está lejos de ser el infierno.
El juego más ninguneado (y desde luego yo lo pondría en el Top 3) de Dinamic es probablemente Phantomas 2. Técnicamente pobre comparado con cosas como Navy Moves, pero claramente fue programado por alguien que entendía (o vio a la Virgen y le iluminó) sobre diseño de videojuegos. Largo, ajustado de dificultad, accesible, perfectamente finalizable y súper satisfactorio (en cada partida lo normal era ver unas cuantas pantallas nuevas).
Repito, gran artículo. Lo he disfrutado mucho.
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