Los ochenta fueron unos años mágicos. El fin de siglo y de milenio estaban cerca, no hacía falta más que reparar en el calendario, y sin embargo se sentían lejos. Ese mundo con el Delorean volador y las Nike mágicas de Back to the Future era una incógnita y ni siquiera nos atormentaba el Efecto 2000, el temido fallo del cambio de milenio que estaba ahí nomás.
Los ochenta estaban llenos de confianza y color. El siglo XXI era pura promesa, un tiempo formateado por la ciencia y la tecnología y todavía distante. El siglo XXI estaba, definitivamente, en el futuro. Y para saber qué nos deparaba, lo que teníamos más a la mano era una revista con logo rojo y letras blancas: muy INTERESANTE (el adverbio grande, el adjetivo debajo, minúsculas y mayúsculas combinadas en el extremo superior izquierdo de la portada).
La revista nació en Madrid y hay una historia sobre el nombre. Cuenta que en un focus group para las ediciones española y francesa consultaron a los asistentes sobre los contenidos y pidieron propuestas para nombrar la publicación. Alguien dijo: «No sé cómo debería llamarse, pero esto me interesa» y la edición francesa lo tomó como nombre: Ça m’interesse. Para la española prefirieron desplazar el foco desde el lector hacia el contenido. Creada por el Grupo G+J España, salió a la venta por primera vez en mayo de 1981 con una apuesta: «ciencia popular, amena, rigurosa, entretenida e inteligente para todos los públicos». La franquicia se extendió: además de la francesa, estaba la alemana P.M. Magazin, la Kijk de Países Bajos y todas las Muy Interesante de América Latina con artículos propios y otros compartidos con la edición española: México, Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú. A Argentina llegó de la mano del historietista Manuel García Ferré, creador de los clásicos Hijitus, Anteojito y El libro gordo de Petete con los que me había entretenido en la infancia. Se promocionaba como «la hermana mayor y sabionda» de todas ellas. Esa era la edición que esperaba cada mes, la que aún conservo como el recuerdo físico de aquellos años (con tan pocas ofertas para la curiosidad debía dosificar las lecturas para estirar el contenido a lo largo de treinta días) en que buscaba novedades de todo el mundo. Con esa revista Einstein se volvió un personaje familiar, descubrí que el gato de Schrödinger era diferente a todos los demás gatos y conocí los juegos visuales de Escher antes de haber pisado un museo.
«Popular, amena, entretenida»
Muy Interesante nos hablaba de todo. Podíamos recorrer por dentro un hidroavión, saber cómo se hace la autopsia de una momia, conocer la historia del ron, saber qué pasa en el cuerpo cuando tenemos fiebre, seguir la visita del cometa Halley de 1986 o el derrotero del vuelo 19 en el Triángulo de las Bermudas. Podíamos leer artículos sobre los barcos fenicios, sobre el sexo de los pollos, sobre las verdades y mentiras de la guerra de Troya, sobre el ADN. Precursora del clickbait, los ganchos sensacionalistas de los titulares comenzaban a difuminarse a medida que empezábamos a leer. Entonces no era para tanto el horror de las catástrofes ni tan mágico el futuro de las promesas. Cuando la información se comenzaba a desplegar, la guerra nuclear del título se volvía menos probable, el doctor automático era solo un sueño, el desactivador de terremotos seguía en fase experimental y la ubicación del Yeti continuaba siendo un misterio. Pero, ¿quién podía resistirse a aquellos titulares y a esas ilustraciones?
Cien páginas a todo color: notas extensas y pequeños recuadros, pastillitas de curiosidades, citas de escritores, los misterios del pasado y los grandes avances de la ciencia. Y por aquellos años no había nada tan poderoso y prometedor como la conquista del espacio. Con la guerra fría derritiéndose, el universo parecía estar al alcance de la mano, sin disputas y para bien de toda la humanidad. Carl Sagan decía que en 1992 Estados Unidos y la Unión Soviética irían juntos a Marte, podríamos explorar por dentro la primera colonia espacial en la que ocho voluntarios se encerrarían durante un año para ensayar la viabilidad de vida autosuficiente en un entorno artificial. Nos preparábamos para desembarcar en el planeta rojo y hasta el viejo mundo formaría parte con su recién creada Agencia Espacial Europea.
Si no nos entusiasmaba el espacio, otro mundo se abría frente a nosotros: las posibilidades infinitas que había dentro de las computadoras, esos armatostes que —lo supimos leyendo la revista— en España llamaban ordenadores. En una casa con una TV de 20 pulgadas y un «pasacasets» como únicos portentos tecnológicos, las computadoras eran impensables, verdadera ciencia ficción. Y ahí estaba la foto. Muy Interesante decía que los técnicos de Toshiba «consiguieron reducir a su máxima expresión una computadora portátil compatible con la IBM AT, como para ocupar el mismo espacio que un portafolio común, con 640 KB de RAM, unidad de diskettes de 700 bytes, reloj calendario completo, zócalo para tarjetas Modem, todo en 7 kilogramos y al precio, en origen, de 9000 dólares». Era indecible el vértigo que producía imaginar «tan alto grado de miniaturización» en una máquina capaz de hacer tantas cosas.
No lo sabía entonces, pero recorrer cada día esas páginas fue el primer paso para empezar a alejarme del espacio acotado y doméstico, lleno de certezas. ¿Se están desintegrando los protones? ¿Cómo descifrar el idioma de los ojos? ¿Cuál es el destino final del universo? ¿Por qué el titanio es el nuevo metal prodigioso? ¿Cómo se veían los dinosaurios de la Patagonia? ¿Cómo serán las autopistas del aire? ¿Quién piensa mejor, el hombre o la mujer? Con las preguntas, Muy Interesante apelaba al más primitivo instinto humano de la curiosidad; no importaba que la gran mayoría de los interrogantes no tuvieran una respuesta clara y unívoca.
«Rigurosa, inteligente» y muy rentable
La divulgación científica era negocio, eso está claro. Estaban Coca-Cola, Rolex, Chesterfield, Braun, Topper, Adidas. Cuando sus productos lo permitían, los creativos publicitarios reforzaban la modernidad del diseño y las nuevas prestaciones. Había minicomponentes portables de JVC ¡con doble casetera!, grabadoras de VHS, la perfección del nuevo Ford Sierra, la Polaroid Image System con sistema de autoenfoque, el fascinante Philips de 28 pulgadas recién lanzado al mercado, la nueva cocina de microondas de Philco y la disruptiva computadora Atari educacional: «enseña, pregunta, evalúa y corrige, se puede conectar al televisor y recibir programas en casete, disquete o cartridge, posee una capacidad gráfica inigualada con 256 colores y diferentes posibilidades de lenguaje: Logo en español, Pilot, Basic, Assembler, Action, Pascal, Lisp, Microsoft Basic». Mientras tanto, seguíamos haciendo nuestras presentaciones escolares con fibrones en papel afiche amarillo sin imaginar siquiera que aquello era para nosotros.
A diferencia de Carl Sagan, a quien conocía de la televisión, había un colaborador habitual, de esos con la firma resaltada en gran tipografía, que no significaba nada para mí. Lo único que conocía del hombre en la foto con el pelo revuelto, las patillas largas y blancas, los lentes de marco negro, eran los textos que cada mes aparecían en una de las páginas finales. Isaac Asimov era el hombre que había dedicado su vida a escribir sobre la ciencia, con ficción y sin ella, era también quien usaba la imagen de una maleta para responder a una pregunta básica: ¿por qué los científicos dan por ciertas cosas que después son desmentidas? El conocimiento humano es uno solo y puede verse como el contenido en una maleta: el viaje representa el paso de los años y la ropa que llevamos es el conocimiento. Con el transcurso del tiempo vamos renovando vestuario, las prendas envejecen y adquirimos nuevas; el volumen dentro de la maleta aumenta. Alguna ropa, definitivamente, tendrá que salir para que entre una nueva, flamante y recién comprada, acorde a los tiempos actuales. Era una clase de epistemología en pocas líneas y era, sobre todo, la clase de un narrador. Hojear la pila de revistas de mi adolescencia es como revisar una vieja maleta con la ropa que usábamos y ya no nos queda, probarnos las camisas amplias de bambula con sus hombreras, vernos al espejo y no reconocer del todo la imagen de lo que éramos.
¿Cómo era el futuro en el pasado?
En esas Muy Interesante estaba la imaginación técnica de un siglo que no se animaba a acabar, por eso no pude resistirme a hacer un repaso por sus grandes anuncios que oscilan entre la predicción y la proyección.
Un puente de plástico en el estrecho de Gibraltar. Parece que en 1987 unir España y África era un sueño, como lo había sido para los romanos. Para sortear las aguas profundas del Mediterráneo que impiden sumergir torres de cemento, el ingeniero suizo Urs Meier propuso levantar un puente a base de plástico reforzado con fibra de carbón como el que se usa para la construcción de aeroplanos y bicicletas de carrera. El ingeniero calculaba que el puente sería una realidad «a principios del próximo siglo». Los años demostraron que no se trataba de una cuestión tecnológica o una deficiencia en el diseño de materiales sino de geopolítica. ¿Quién querría ese paso ágil, rápido y sencillo entre África y Europa?
La casa que funciona sola. Llenar la bañera y encender el horno a distancia, cerrar desde la oficina las persianas que has dejado abiertas porque viene tormenta, climatizar la casa aún estando fuera. No era ciencia ficción, era el futuro. Se estaban haciendo los primeros desarrollos experimentales del Home Bus System, un sistema de control por red del hogar basado en la incipiente domótica. «Con un simple teléfono podremos controlar desde fuera de casa cualquier aparato eléctrico que previamente hayamos conectado a un computador. En lugar de criados, la electrónica será el servicio doméstico». Si estamos regresando a casa tras nuestras vacaciones de invierno, podremos encender la calefacción del hogar unas horas antes de llegar: «bastará con que hagamos un alto en el camino, busquemos una cabina telefónica, marquemos nuestro propio número, enviemos a través del auricular la radiofrecuencia y entonces la central telefónica casera decodifica la señal y ejecuta la orden». Podíamos imaginar todo, excepto el teléfono móvil.
Vivir en la Luna. Desde que Yuri Gagarin partió en 1961 desde Moscú hacia el espacio, la humanidad sintió que su más reciente aventura no tendría fronteras. Explorar y colonizar el sistema solar estaba a un paso. En el número de abril de 1989 la revista nos anuncia el siguiente reto de la conquista espacial: a principios de la segunda década del siglo XXI —ahora— se establecerá una base habitada sobre la superficie de nuestro satélite con conexión permanente a una estación orbital como cabecera de playa. Habrá una planta capaz de producir dos toneladas de oxígeno por mes, habrá paneles fotovoltaicos para generar energía durante el día lunar, con el tiempo la minería dará ganancias para solventar la inversión inicial y, más a largo plazo, llevaremos las plantas industriales contaminantes hacia allá: «como no hay vida, nada se puede dañar». La ecología todavía no era un tema relevante para la ciencia.
Viajar en el tiempo a través de un agujero de gusano. No fue solo la imaginación de H. G. Wells en 1895, recorrer el tiempo a voluntad fue una de las quimeras más alocadas del siglo XX. Einstein dijo que el tiempo no es absoluto ni universal sino relativo, los físicos trabajaron sobre el movimiento, hipotetizaron, comenzaron a medir las dilataciones temporales, experimentaron con partículas subatómicas. Para entender, Muy Interesante nos enseña un truco: doblamos una hoja de papel por la mitad de modo que resulten dos superficies que casi se tocan, las atravesamos con un tubito y obtendremos un atajo que las conecta. El tubo pequeño es como un túnel espacial, un agujero de gusano, nuestra única esperanza para viajar entre regiones espacio temporales si no fuera por la presencia de los malditos agujeros negros.
¿Cómo será el coche del futuro? Los ochenta fueron los años de gloria de los deportivos compactos, las berlinas potentes y los motores turbo, los coches tenían líneas duras, perfiles afilados y bien recortados. Solo un ligero Porsche 944 podía verse levemente similar a los diseños que nos deparaba el futuro: redondeados, aerodinámicos, con puertas basculantes, con capacidad para cortar el viento y deslizarse como un delfín sobre las olas. Después del 2000, los automóviles imitarán las formas de la naturaleza, habrá motores de cerámica resistentes al calor, cristales que se oscurecerán con la luz del sol. Algunos sueñan con la posibilidad de intercambiar carrocerías sobre un mismo chasis: un día estás de ánimo para un pequeño descapotable y al otro lo desmontas y reemplazas para llevar a toda la familia. Ni qué hablar de lo que podrá hacer la informática con el novedoso proyecto Prometheus (Program for an European Traffic with Highest Efficiency and Unprecedently Safety), un sistema de navegación para apoyar al conductor como si fuera un «copiloto automático». «Automóviles inteligentes. Ruedas y volante. Esto es todo lo que quedará de los modelos de hoy. El plástico sustituirá a la chapa y la electrónica a la mecánica.» Todo cambiará en los autos del futuro, excepto una cosa: «el conductor seguirá llevando un volante entre las manos». Ingenieros y diseñadores coincidían en eso, imposible imaginar un robotaxi sin chofer esperándolos en la puerta de la planta industrial.
Acuópolis, el nuevo barrio de Tokio. «Más de un millón de personas vivirán en Acuópolis en el año 2000. La fantástica ciudad se alzará frente a Tokio, sobre el océano, sostenida por diez mil pilotes hidráulicos gobernados por una computadora». En 1989 Tokio tenía nueve millones de habitantes, los precios de los pisos se disparaban —cien mil dólares por metro cuadrado—, no había lugar para nadie más. Proyectaron una ciudad semiflotante en el Pacífico: cien millones de toneladas de acero, cuatro niveles de veinticinco kilómetros cuadrados cada uno, aeropuerto, un parque con lagos, avenidas arboladas y juegos infantiles, campo de golf de ocho hoyos, cuatrocientascanchas de tenis, estadios de béisbol, centros comerciales, viviendas en edificios de cerámica para ahorrar peso en los tres niveles superiores y el más bajo destinado a la recolección de basura, la depuración del agua, la generación de energía y el control de todo. Porque Acuópolis iba a ser una ciudad inteligente, enteramente informatizada; el presupuesto ascendía a doscientos mil millones de dólares y las obras comenzarían en 1995. Pues no comenzaron.
Sin enchufes ni pilas. Los televisores eran una maravilla inmensa y colorida, las máquinas de escribir eléctricas aceleraban el trabajo, las computadoras cada vez más rápidas, más eficientes, más portátiles. Sin embargo dependían de cables y enchufes. Los walkman, las radios, los juguetes eran cómodos y livianos pero seguían esclavizados a las pilas. «La revolución de la portabilidad» sería incompleta si no solucionábamos el tema. Por suerte había buenas nuevas: «La Sonic Electric Energy Company ha patentado en Atlanta un artefacto del tamaño de un paquete de cigarrillos que convierte la energía de las radiofrecuencias a corriente continua». El nuevo milenio nos encontraría a todos desenchufados.
Cada uno tendrá su favorita. Para mí, de las imágenes del futuro, la más prometedora sigue siendo la de un mundo en el que por fin logramos deshacernos de cables y enchufes.
Qué gratos recuerdos. La coleccioné durante varios años de mi infancia y adolescencia y lo que más me fascinaban eran los artículos sobre física teórica, tanto a gran escala (astrofísica) como pequeña (mundo cuántico). Me encantaba tener esa ventana accesible a la alta ciencia.
En TV3, durante los noventa, echaron Més enllà del 2000, programa didáctico sobre avances tecnológicos y científicos. Sería interesante volver a ver algún programa.