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Ervin Zádor: una medalla en juego y un país en llamas

Ervin Zador 1956
Ervin Zádor, 1956. Fotografía: Getty.

El hilo de sangre no tiene preámbulos y se dibuja de inmediato en cuanto impacta el golpe. Es un golpe seco, en el agua. Seco por lo intempestivo, por lo certero. La sangre que cubre el rostro de Ervin Zádor baja desde el ojo derecho. Está caliente. Como el fuego encendido que alimentó las venas en pleno partido, como esas tribunas que arden entre gritos de desesperación e impotencia, como el que incendia las calles de Budapest. Y toda Hungría. El hilo de sangre no tiene preámbulos y va tan rápido que tiñe el agua en unos instantes. Como también el suelo y los pies de Zádor cuando sale de la piscina para que lo revisen. La pelota flota entre rojos. Ya todo es un desconcierto.

Desde que empezó el partido de semifinales de los Juegos Olímpicos de Melbourne 1956, Hungría y la URSS disputan más que un encuentro de waterpolo. El deporte que les da a los árbitros la posibilidad de ver casi exclusivamente sobre el agua configura debajo de ella un escenario de batalla campal.

Un poderío que viene de lejos

En Hungría el waterpolo es el segundo deporte más trascendente por detrás del fútbol. El más importante en una escala en la que las disciplinas acuáticas predominan y en la que indefectiblemente sus nadadores son muy buenos, fuertes. En la década de los treinta, Hungría no perdió ningún partido y, cuando llega a Melbourne, lo hace marcando otro dominio: ha ganado las últimas tres medallas doradas olímpicas sobre cuatro disputadas. Incluso viene de dominar en los Juegos anteriores, en Helsinki 1952. En Australia pretende conservar el liderazgo, tiene un equipo consolidado con un «niño prodigio» que no estuvo en la cita anterior pero entró al grupo con una naturalidad inusitada: Ervin Zádor, veintiún años y todo el talento para ser una estrella.

Los soviéticos saben que sus rivales son superiores. Por eso el Gobierno consigue que antes de los Juegos vayan a entrenarse al centro de preparación que utilizan los húngaros. Están mano a mano con esos jugadores rivales a los que tildan de «ídolos notablemente superiores» y se inmiscuyen en los detalles de su éxito deportivo. 

Faltan seis meses para Melbourne 1956 y Hungría visita la URSS para un encuentro amistoso. No pierden desde hace decenas de partidos. El arbitraje es dudoso, los húngaros sienten el aroma de la trampa y estallan en bronca. Es la primera mecha del fuego mayor. Los dos equipos vuelven al vestuario sin mirarse ni saludarse y finalmente coinciden en él y lo transforman en una enfermería. Los golpes son un partido de ida y vuelta sin defensa. Algunos rostros tienen sangre y mastican la impotencia. 

Luego se ven las caras en Hungría. Allí, el público se pone de espaldas ante el himno soviético. Es mentira lo de la caballerosidad. Es mentira lo de la confraternidad entre deportistas. O al menos es mentira en este caso.

Desde las afueras de Budapest se escuchan disparos, bombas, sirenas, gritos de desesperación. Los integrantes de la selección de waterpolo están alojados en el centro de entrenamiento y en la ciudad ha estallado una revolución. Los estudiantes tomaron las calles para manifestarse contra el régimen comunista y la presencia del ejército soviético en el país. A ellos se pliegan trabajadores de todo rango. Hungría busca la libertad. Golpeada por el nazismo primero y el comunismo después, tras la muerte del dictador soviético Iósif Stalin en 1953, aparecen los primeros signos de ese espíritu liberador. Hacia 1956 están absolutamente convencidos. No hay antecedentes de semejante revuelta, pero no importa. Las calles y los edificios públicos son el foco de expresión.

En el centro de alto rendimiento donde se encuentran los waterpolistas y la delegación que partirá a los Juegos Olímpicos, la restricción es total. Incluso hace días que no llegan noticias. En la incertidumbre de los atletas radica la desesperación. ¿Quiénes han muerto allí abajo? ¿Cuál es la verdadera gravedad de lo que creen saber? Ervin Zádor no lo soporta más y decide arriesgarse. La joven estrella del equipo nacional baja caminando de la colina y recorre más de veinte kilómetros a pie para saber qué suerte han corrido sus padres. En el camino, las escenas son desoladoras, pero necesita ocultarse antes de que alguien se percate de su ausencia. A Zádor le vuelve el alma al cuerpo al abrir la puerta del departamento familiar y encontrar a su madre: «Pero ¿usted es estúpido? ¿Qué hace acá? Desde ahora tendrá que cuidarse solo». A Zádor no le asusta lo que acaba de escuchar. Le da estupor.

Vuelve a desandar la distancia entre la colina y la casa de sus padres. Pero no entiende, no soporta el dolor. No al menos por ahora. El peso de esa voz materna acaba de tener en él un impacto que no conoce, que conocerá después. Zádor no quiere tener los beneficios de un deportista de alto rendimiento. No es lo que le importa. Piensa en una nación libre que los necesita ahí, en la calle, dando batalla y arriesgando la vida, aunque de nuevo se refugia donde los demás mascullan angustia y desconocimiento. Al otro día, Zádor, los waterpolistas de la selección y más miembros de la delegación que va a los Juegos son enviados a Checoslovaquia. Es el inicio de un viaje eterno y cansador hacia Melbourne.

Es principios de noviembre y los húngaros desembarcan en Australia con el alivio de que su país ya es casi una nación independiente. La revolución está dando frutos, las banderas soviéticas se recortan con la bronca de la opresión. El orgullo cala los huesos. Por primera vez, Hungría se ha levantado y, en el complejo escenario tras la Segunda Guerra Mundial y la presente Guerra Fría, consigue ponerse de pie.

Cuando llegan a la Villa Olímpica, los jugadores bajan la bandera de la Hungría comunista y ponen la que representa a una Hungría libre. No hay ni martillo ni hoz ni estrella. Y es que Hungría cuenta las horas para esa libertad. Hace días que el equipo no tiene noticias de lo que sigue ocurriendo, sobre todo en Budapest, foco de las revueltas. Aunque confía.

Miklós Martin es el único jugador que sabe leer en inglés. Toma un periódico australiano y traduce las noticias a sus compañeros. No, la revolución húngara no ha prosperado. Por el contrario, fue vencida. En el intervalo del viaje, nadie les ha confesado que los soviéticos se retiraron pero volvieron a cruzar la frontera, esta vez con doscientos mil soldados y decenas de tanques. En Hungría hay por lo menos un saldo de cinco mil muertos. Y los cadáveres se cuelgan uno a uno, como trofeos y símbolos del terror.

Empieza el juego

La selección húngara lleva un mes sin tocar el agua hasta el momento de empezar a competir. Los días en el centro de entrenamiento de la colina en las afueras de Budapest son un recuerdo. La preparación extrema y exigente, con práctica de natación y esquí, con trabajos de fuerza dentro y fuera del agua más los entrenamientos de técnica, es pasado. Así que, para mantener el dominio en el deporte, hay que aplicar esta estrategia: defensa fuerte en zona y contragolpe. No hay equipo que pueda hacerle frente a este, consolidado y lleno de figuras. El conjunto que tiene a Dezső Gyamarti como capitán vence 6 a 2 a Estados Unidos, 4 a 0 a Alemania y 4 a 0 a Italia. En semifinales se cruzará con la URSS.

Solo segundos. Apenas segundos. Eso tardaron los soviéticos en caer en la estrategia húngara: había que hacerlos enojar, porque al enojarse perderían los estribos y con ello el partido, más allá de que los húngaros igualmente eran los favoritos. Otro condimento juega como nunca en la historia: «Sucios bastardos. Vengan y bombardeen nuestro país». Si es cierto que el waterpolo puede considerarse entre los deportes más violentos, por el roce y la fuerza que implica, el choque de semifinales de Melbourne viene a darle la razón. Aunque en esa pileta no solo había dos equipos jugando un partido.

Los golpes no se hicieron esperar. Los soviéticos cayeron rápidamente en la incitación húngara y perdieron el control. Debajo del agua, las patadas iban y venían. Arriba, puñetazos a la vista del mismísimo árbitro. Lo que pasaba dentro se trasladaba fuera, con miles de hinchas húngaros clamando con el fervor de muchas fuerzas a la vez. Hungría se puso en ventaja con goles de su capitán y luego el joven Zádor marcó dos más: 4 a 0, inapelable.

A poco del final, Ervin Zádor cambia de posición para marcar a Valentin Prokopov. Y lo insulta, lo insulta hasta sacarlo de quicio. Lo trata de perdedor, como a su madre, como a sus coterráneos. Zádor gira la cabeza para mirar al árbitro y en ese segundo de distracción no ve llegar el golpe certero de Prokopov por encima del ojo derecho. La herida se abre en una fracción de segundo y el hilo de sangre asoma sin preámbulos. Se agranda, se oscurece, toma otras formas. El juez saca a Zádor del agua y, mientras le toman la fotografía que recorrerá el mundo, el charco crece en el borde de la pileta, entre los dedos del pie de Zádor. La tribuna pasa a ser un volcán y, antes de que el encuentro termine en motín, la policía reduce de a poco los disturbios. Pero no puede sola, la exaltación es absoluta. Entonces el árbitro, a falta de un minuto, termina el encuentro. El agua se ha teñido de rojo y la pelota flota solitaria en un mapa que no conoce.

«Me di la vuelta y con el brazo recto simplemente me golpeó la cara. Trató de darme un puñetazo. Sentí sangre caliente cayendo. Sentimos que estábamos jugando no solo para nosotros sino por todo nuestro país», dice Ervin Zádor años después. Hungría pasó a la final y derrotó a Yugoslavia 2 a 1 sin Zádor en la pileta: la herida de su ojo era demasiado riesgosa. La consagración trajo tranquilidad y alivio: los húngaros preservaron el dominio, pero, sobre todo, ganaron a sus opresores. «Cuando jugábamos contra los soviéticos siempre teníamos un incentivo extra, pero el ambiente de Melbourne era increíble. […] El juego significó mucho para nosotros. Teníamos que ganar la medalla de oro. Estábamos jugando por nosotros mismos, por nuestras familias en casa, por nuestro país», coincidieron los húngaros años después.

¿Puede el deporte mezclarse con la política? «Ojalá los deportes pudieran estar exentos de la política. Pero eso es solo un sueño. Nunca sucederá», dirá Zádor alguna vez.

Zádor y sus compañeros preparan los bolsos para dejar Melbourne. Guardan las cosas con las que llegaron y la medalla de oro. La mitad de ellos vuelve a Hungría, la otra mitad no. Entre ellos está la joven promesa, que escucha cómo le retumba una voz en la memoria: «Pero ¿usted es estúpido? ¿Qué hace acá? Desde ahora tendrá que cuidarse solo». Zádor llora y vuela a Estados Unidos, uno de los países que le ofreció asilo, aunque su tiempo como waterpolista es pasajero, en Norteamérica es poco competitivo y se dedica a enseñar natación. Sabe que de retornar a su país gozaría de los beneficios de ser un héroe deportivo con idolatría. Pero no. No quiere serlo con una mordaza en la boca, no quiere serlo si no puede hablar de lo que pasa en Hungría. Tiempo después, con la nación libre, irá a buscar a su familia.

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2 Comments

  1. jmvalles

    «No hay antecdentes de semejante revuelta». Sí los hay. Berlin, 1953. Poznan, 28/6/1956

  2. Sergio Matesanz

    Existe una película húngara bastante decente de 2006 sobre todos estos hechos: «Szabadság, szerelem».

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